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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Anne Marie Rodgers

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una casa para dos, n.º 1171 - noviembre 2014

Título original: Billionaire Bachelors: Garrett

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4876-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Garrett Holden se bajó con decisión de la acera llena de grietas para adentrarse en el porche de la casa. Una vez allí, movió la cabeza con disgusto mientras contemplaba la humilde vivienda.

Eso le pasaba por insistir en ser él mismo quien notificara la muerte de su padrastro a la mujer que Robin Underwood mencionaba en su testamento. Al menos, había comprobado con alivio que desde allí podía vigilar el lugar en el que había aparcado su deportivo importado. No había visto a nadie sospechoso, pero la zona tenía toda la pinta de amparar varias bandas de criminales. No podía imaginarse cómo había conocido Robin a alguien de semejante barrio. Aquella parte de Baltimore no era la que él y su padrastro solían frecuentar.

La dama en cuestión podía sentirse afortunada, pensó Garrett mientras observaba el pequeño y yermo terreno que rodeaba la casa. Apretó con fuerza el timbre de la puerta. Ningún sonido pareció alertar a los habitantes de la casa de la llegada de visitas. Garrett pegó la nariz al cristal de la puerta cubierto con una cortina blanca intentando ver algo, pero no lo consiguió. Esta vez golpeó la puerta fuertemente con los nudillos.

–¿Hola? ¿Hay alguien en casa? –preguntó.

–Un momento –contestó una lejana voz femenina al otro lado de la puerta.

Garrett aguardó con impaciencia, mirando en dos ocasiones su reloj hasta que alguien retiró la cortina antes de abrir.

Garrett dio un paso atrás. Aquello no era lo que esperaba. En absoluto. En realidad, no sabía qué esperaba, pero desde luego nada parecido a lo que estaba viendo.

Para empezar, no era para nada tan mayor como hubiera esperado de cualquier conocido de Robin. Para seguir, aquella era una de las mujeres más hermosas que había visto jamás. Era una belleza, incluso con aquella mata de pelo rojo recogida desordenadamente sobre su cabeza con un coletero que dejaba escapar algunos rizos salvajes. Tenía los ojos de un intenso azul verdoso, y unas enormes y rizadas pestañas, enmarcadas bajo unas cejas en forma de media luna. Sus labios de color rosa contrastaban con el tono marfil satinado de su piel.

Y para terminar, estaba «bien hecha», esa era la expresión que le venía a la cabeza. Bajo una camiseta color jade que hacía juego con sus ojos, se escondía una figura llena de curvas que ni la más grande de las camisetas podría ocultar.

Y la suya no era precisamente extra larga. Parecía como si hubiera encogido un par de tallas después de varios lavados. La camiseta le dejaba un hombro al descubierto, mostrando el fragmento de una piel que parecía de seda. Garrett sintió el deseo de extender la mano y tocarla. Aquella mujer llevaba en la mano un ramo de lazos de todos los colores que flotaban a su alrededor mientras ella se movía. Una de las cintas se había descolgado, rizándose alrededor de su pecho izquierdo, marcando su redondez. Garrett no podía apartar la vista de aquel lazo mientras trataba de imaginar la conexión entre aquella mujer y su padrastro.

De pronto, cayó en la cuenta de una verdad que le hubiera gustado no saber: aquella mujer debió haber sido la amante de Robin. ¿Por qué otra razón habría estado en contacto si no con alguien tan joven y tan poco adecuado para él?

–¿Desea usted algo? –preguntó ella con claro acento británico, mirándolo fijamente sin sonreír.

–Estoy buscando a Ana Birch.

–Pues ya la ha encontrado. Pero estoy muy ocupada, y no me interesa nada de lo que usted venda –contestó Ana mientras empezaba a cerrar la puerta.

–Creo que esto sí le interesará –respondió Garrett, recordando qué lo había llevado hasta aquel inhóspito barrio–. Mi nombre es Garrett Holden. ¿Conocía usted a Robin Underwood?

–¡Garrett!

Ana se llevó las manos a la cara, y su rostro cambió radicalmente. Una enorme sonrisa transformó la seriedad de su expresión en un gesto cálido y hermoso. Un brillo inteligente asomó a sus ojos mientras abría la puerta para salir al porche y colocarse al lado de Garrett.

–Robin me ha hablado mucho de ti. ¿Has venido con él?

Él la miró fijamente, ignorando la mano que ella le tendía. Estaba claro que no lo sabía. Una ola de rabia y de dolor atravesó la garganta de Garrett como un fuego desatado.

–Robin ha muerto –dijo con sequedad.

–¿Qué?

Ana se llevó una mano al cuello mientras su manojo de lazos caía a sus pies. Negó enérgicamente con la cabeza.

–Lo siento, creo que no te he entendido bien...

Él la miró fríamente, sin importarle mostrar abiertamente su antipatía.

–Ha entendido perfectamente.

El color desapareció por completo del rostro de Ana. Ahora tenía la cara de papel. Sujetándose a la barandilla del porche, logró finalmente sentarse en los escalones. Durante todo ese tiempo, mantuvo la mirada fija en los ojos de Garrett.

–Por favor, dime que se trata de una broma de mal gusto –susurró.

Él negó con la cabeza. Sintió el atisbo de un ramalazo de culpa, pero recordó que aquella mujer no merecía su simpatía, a no ser que quisiera consolarla por haber perdido a un hombre rico al que estaría deseando cazar.

–¿Cómo ocurrió? –preguntó ella con un hilo de voz.

–Un ataque al corazón. Simplemente, no llegó a despertarse. El médico dice que seguramente no sintió nada.

Aquella mujer parecía realmente afectada por la noticia, cualquiera que fueran sus razones. Seguramente le dolía despedirse de la pequeña fortuna que podía haber conseguido si hubiera tenido tiempo de convencer a Robin para que se casara con ella.

Ana movió la cabeza como si intentara negar la realidad. De pronto, cruzó los brazos alrededor de su propio cuerpo, como si quisiera abrazarse. Parecía mucho más pequeña.

–¿Cuándo es el funeral?

Garrett tardó unos segundos en responder. No esperaría que la hubieran invitado a tal evento...

–Fue ayer.

Si fuera posible que perdiera más color, lo hizo. Ana le dio la espalda, y Garrett pudo ver cómo sus hombros comenzaban a agitarse. De pronto, las rodillas parecieron flaquearle y se hincó en el suelo.

Garrett reaccionó instintivamente. La sujetó por detrás justo a tiempo de evitar que se cayera. El instinto de macho animal acumulado durante siglos se disparó de pronto en su cerebro. Su mente recogió la cercanía de un cuerpo femenino, el cálido olor a mujer.

Ana se revolvió y se zafó de sus brazos. No se había desmayado, como pensó él en un principio. Garrett procesó este dato solo con la mitad de su cerebro. La otra mitad estaba ocupada analizando el momento anterior.

Trató de volver a la realidad. Estaba enfadado consigo mismo. Por Dios, aquella mujer había sido el entretenimiento de su padrastro, un hombre de setenta y tres años. ¿Cuántos tendría ella? ¿Veinte? Y allí estaba él, dejándose también engatusar por su cuerpo. Estaba claro que Robin no podía haberla satisfecho sexualmente... mejor no pensar en ello.

Ana interrumpió sus pensamientos. Se había dado la vuelta y lo estaba mirando.

–Perdóname. Tengo que entrar.

–Espere...

Demasiado tarde. Ana estaba ya en el interior de la casa. Garrett permaneció detrás de la cortina de la puerta. Los lazos seguían esparcidos por el suelo del porche.

–Señorita Birch, tengo que hablar con usted. ¿Señorita Birch? –insistió alzando la voz.

No hubo respuesta.

Escuchó entonces el inconfundible sonido de un llanto. Hipidos hondos y profundos exhalados con lo que parecía un tremendo dolor. El tipo de sonidos que él no había podido emitir, aunque había sentido ganas en un par de ocasiones desde que el mayordomo de Robin lo había llamado para comunicarle que el señor había fallecido durante la noche.

Bueno, aquellas lágrimas eran la prueba de que Ana no saldría otra vez. Ninguna mujer con los ojos rojos y la nariz moqueante está dispuesta a ser vista en público.

Garrett sacó una de sus tarjetas y una pluma de oro de su bolsillo y escribió unas líneas:

Su nombre aparece en el testamento. Llámeme.

Seguro que aquello daba resultado, pensó con maldad mientras se subía al coche, encantado de abandonar aquel barrio deprimente de atmósfera amenazadora. De hecho, apostaba a que tendría noticias de ella antes de que acabara el día. Al saber que había dinero de por medio, aquel dolor saldría volando por la ventana en un instante.

 

 

Garrett arrancó su deportivo y se encaminó a la carretera de circunvalación.

Media hora más tarde llegaba a aquel verde remanso de paz que era el cementerio cercano a Silver Spring, en el que habían enterrado a Robin el día anterior.

–Bueno, realmente me has sorprendido, viejo –dijo Garrett en voz alta mientras se metía las manos en los bolsillos–. ¿Cómo te las arreglaste para lidiar con alguien tan joven? No me extraña que te diera un ataque al corazón... Pero yo no estaba preparado, viejo. No estaba preparado para que te fueras.

Era la primera vez que se permitía pensar en que lo había perdido. Los preparativos del funeral y las innumerables llamadas de condolencia le habían impedido pensar en la pérdida del hombre que se había hecho cargo de un adolescente rebelde y le había proporcionado seguridad y amor.

Ahora, la pena lo atenazaba, aplastando su pecho de manera que le impedía casi respirar.

–¿Por qué? –preguntó angustiado–. ¿Era esa mujer tan importante para ti como para nombrarla en tu testamento? ¿Tan solo te sentías?

Seguramente. Cientos de hombres mayores se dejaban embaucar por las solícitas atenciones de un ejército de jovencitas pegajosas. Garrett debería saberlo ya. ¿Acaso no le había ocurrido lo mismo a su propio padre? Aunque había una diferencia fundamental: Robin no había abandonado a su mujer y a su hijo pequeño por una mujer más joven.

Garrett posó su mano sobre el mármol de la tumba.

–Entiendo que buscaras la felicidad con alguien que se preocupara por ti. Pero me enfurece la idea de que una mujer se haya aprovechado de tu soledad. Si te he descuidado, te pido perdón –concluyó Garrett, sintiéndose de pronto culpable.

Pero no había razón. Era cierto que había estado muy ocupado en los últimos años, pero siempre había encontrado tiempo para Robin. Era su padrastro el que últimamente solía disculparse por no asistir a la cena semanal que tenían por costumbre compartir. En el último año, parecía más feliz de lo que había sido nunca desde la muerte de la madre de Garrett. En muchas ocasiones, él mismo había bromeado con Robin, preguntándole si su renovado aire juvenil no se debería a una amante secreta. Su padrastro se limitaba a sonreír y levantar las cejas con aire misterioso. Hasta la semana pasada.

Pocos días antes de su muerte, Robin había respondido a las bromas de Garrett de otra manera.

–Te la presentaré pronto. Estoy seguro de que te gustará –había prometido.

El uso del femenino había confirmado las sospechas de Garrett. Pero había imaginado alguien mayor, una matrona digna y amable, no aquella jovencita de cuerpo perfecto que podría ser su nieta. Robin había sido guapo y estaba en buena forma para su edad. Varias viudas le habían hecho saber que estarían encantadas de contar con sus atenciones. Pero era difícil creer que una chica de veinte años lo encontrara irresistiblemente atractivo.

En cualquier caso, debería alegrarse de que Robin no se casara con ella. Cuando la madre de Garrett, Bárbara, su segunda mujer, murió dos años atrás, Robin dijo que no volvería a casarse, pero puede que un hombre de setenta y tres años siguiera teniendo ciertas necesidades físicas que cubrir. Teniendo en cuenta que Garrett espera llegar a esa edad, confiaba en que así fuera.

Garrett estiró los hombros, y una sensación de desagrado le hizo estremecerse. Tendría que hablar con la señorita Ana Birch de nuevo, pese al malestar que le inspiraba imaginarla con su padrastro. El abogado que ejercía de albacea de Robin había sido muy claro: No se leería el testamento si la señorita Birch y Garrett no estaban presentes.

 

 

Una vez en su casa, Garrett se dirigió directamente al despacho y descolgó el teléfono.

–Señorita Birch, soy Garrett Holden, el hijastro de Robin –dijo cuando ella contestó al otro lado del aparato–. Tiene que estar presente en la lectura del testamento.

–No –replicó ella en tono firme–. Puedes quedarte con todo lo que me haya dejado. Mándame los papeles que tengo que firmar y ya está.

Y antes de que él pudiera iniciar una frase, colgó. ¿Estaba rechazando una herencia?

Garrett miró fijamente el auricular que tenía en la mano. Tras un instante de duda, pulsó con impaciencia la tecla de rellamada.

–¿Diga?

–No lo entiende. Tiene usted que estar allí.

–No –repitió ella, esta vez en tono beligerante–. Y por favor, no vuelvas a llamar.

Y ante su asombro, Ana le colgó el teléfono por segunda vez.

Una vez superado el impacto, Garrett decidió ir a verla de nuevo. Estaba claro lo que pretendía. A pesar de sus protestas, sospechaba que ella ya conocía los términos del testamento, al menos en lo que a ella se refería. Tendría que asegurarle que le pagaría más dinero del que Robin le hubiera prometido. Eso la volvería más razonable.

Garrett se pasó las manos por el pelo, masajeándolo. Llevaba dos días con dolor de cabeza, y no parecía que fuera a mejorar. Sería probablemente culpa del estrés.

En cuanto se hubiera leído el testamento, se prometió a sí mismo una semana en el sur de Maine, en la pequeña cabaña del lago Snowflake. Aquel había sido un lugar muy especial para Robin y su hijastro. Robin lo había construido unos veinticinco años atrás. Había sido la única concesión que se había permitido durante la carga en la que se había convertido su matrimonio, cuando la enfermedad mental de su primera esposa había ido en aumento hasta que finalmente falleció.

La madre de Garrett no había mostrado mucho interés en pasar las vacaciones en aquella cabaña rústica donde la principal diversión consistía en pescar y contemplar el atardecer. Así que aquello se había convertido en lo que Robin llamaba «La semana de los chicos», un tiempo al que Garrett y su padrastro dedicaban al menos una vez al año. Nadaban en las heladas aguas del lago, pescaban y navegaban en canoa por los alrededores en busca de vida salvaje, o bien se sentaban en el muelle con una cerveza al atardecer.

Sí, una semana en la cabaña era justo lo que necesitaba. Sería difícil ir sin Robin, pero Garrett sentía que estaría de alguna manera más cerca de él allí, donde habían transcurrido los momentos más felices de su vida en común.