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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Sophia James

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Mágico encuentro, n.º 577 - junio 2015

Título original: Mistletoe Magic

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6314-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Nota de la autora

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Si te ha gustado este libro…

Nota de la autora

 

La Navidad es un tiempo de familia, risas y alegría, un tiempo en que todas las cosas buenas del mundo parecen juntarse en un crescendo de felicidad.

¿Pero qué sucede cuando la gente se queda sin familia o cuando los secretos que arrostran pegados a la piel les privan de la capacidad de disfrutar del azaroso caos que con frecuencia significa la Navidad?

En esta historia he querido dibujar dos personajes extremadamente solitarios y añadir niños, mascotas, color y villancicos. He querido ver si la magia de estas fiestas poseía su propio poder y si un beso robado bajo una rama de muérdago podía cambiar dos vidas para siempre.

Me gustaría dedicar este libro a mi amiga Jane, cuya elegancia y estilo inspiraron el personaje de Lillian.

 

Prólogo

 

 

Richmond, Virginia. Julio de 1853

 

Lucas Clairmont encontró la carta por casualidad, envuelta en un paño de terciopelo y oculta en el hueco que había detrás de la fuente de la capilla familiar.

Una carta de amor remitida a su esposa por un hombre al que apenas había conocido y que le había hecho buscar el banco que tenía detrás y sentarse en él.

De golpe.

Sabía que su matrimonio había sido, en el mejor de los casos, una unión poco convencional, pero lo inesperado fue la traición que traslucían los últimos renglones de la misiva. Las tierras de su tío eran mencionadas en relación con la intención de la Compañía de Gas de Baltimore de desarrollar su negocio. Luc sacudió la cabeza. Sabía que Stuart Clairmont no había tenido la menor idea de aquellos planes y que sus tierras, compradas a precio muy barato por el amante de Elizabeth, habían sido vendidas por una fortuna apenas unos meses después.

El dolor y la culpa teñían la emoción más dura de la furia. ¡Jesús! Stuart había muerto arruinado y amargado.

—Encuentra a ese canalla, Luc —había pronunciado en los últimos momentos de su vida— y mátalo.

En aquel entonces Luc había considerado la orden exagerada, pero en ese instante, con la evidencia de la otra verdad en la mano…

Arrugó el papel, que escapó de entre sus dedos para caer al frío suelo de piedra, con sus palabras escritas burlándose todavía de él a través del tiempo.

Su matrimonio había sido una farsa, todo apariencia y sin sustancia alguna, pero el amor que había profesado a su tío nunca había flaqueado.

Meneando la cabeza, sintió la aguda punzada de la sobriedad. El acre sabor del whisky de la noche anterior y las pocas horas robadas de olvido le pasaban factura esa mañana mientras sus demonios susurraban venganza.

Allí, en la capilla, sin embargo, había la clase de silencio que solo la morada de Dios podía ofrecerle, con la luz filtrándose a través de la vidriera.

¡Cristo crucificado!

Los dedos de Luc apretaron el duro y liso banco de roble, pensando que su propia corona de espinas resultaba mucho menos visible.

—Señor, ayúdame —suplicó, contemplando los azules ojos de un ángel pintado en el techo, de cabello rubio plateado y ropaje blanco cuyos pliegues caían sobre un cercano pecador, al que deslumbraba con su luz.

Un pecador como él, pensó Luc, mientras los últimos efectos del licor se desvanecían y la resaca empezaba a martillearle la cabeza.

Elizabeth. Su esposa.

Había distado mucho de la clase de marido que debería haber sido, pero la verdad de su matrimonio se reveló de manera casi tan inesperada como la muerte de su esposa seis meses atrás. Sus pensamientos de dolor se desenredaban en una cruda ira que a él mismo lo sorprendía. El engaño y las mentiras estaban ocultos en cada palabra.

No debería importarle. Debería arrojar la evidencia de la infidelidad de su esposa al fuego, pero descubrió que no podía porque una incuestionable verdad se estaba infiltrando en su ser.

¡Venganza! Uno de los siete pecados capitales. Ese día, sin embargo, no resultaba todo tan claro. Porque eso significaría volver a Inglaterra. Otra vez.

A su antiguo hogar.

Quizá pudiera volver a hacerlo suyo por un tiempo, porque, aparte de sus tierras, nada lo retenía allí. Además, Hawk y Nathaniel le habían pedido repetidas veces que volviera a Londres, y de repente sentía la necesidad de la compañía de sus más íntimos amigos.

—Ah, Stuart… —susurró el nombre y le gustó su eco. El canalla que había engañado a su tío estaba en Londres, viviendo sin duda de sus ilícitas ganancias.

Daniel Davenport. El nombre estaba grabado en su mente como un hierro al rojo que le hubiera quemado la piel.

¿Pero matarlo? Las moribundas miradas de los otros a los que había despachado al otro mundo asaltaron su recuerdo.

¡Otra vez no! Se recostó en el banco y suspiró profundamente, intentando determinar la exacta dosis de violencia que emplearía para hacer que el amante de Elizabeth se arrepintiera de lo que había hecho.

 

Uno

 

 

Londres, noviembre de 1853

 

—La señorita Davenport es una joven de la que cualquier madre se sentiría orgullosa, ¿verdad, Sybil?

—Sin duda, dado que nunca da pie a escándalo alguno. Una reputación impecable en todos y cada uno de los aspectos de su vida, un dechado de sensatez, buen gusto y buen comportamiento.

Lillian Davenport escuchaba los cumplidos desde un rincón del tocador de damas, consciente de que las dos damas mayores no tenían ni la menor idea de que ella estaba allí. Pero alertarlas de que las estaba escuchando solo les produciría una gran turbación, así que permaneció sentada, alisando con los dedos las arrugas de la seda blanca de su falda.

—Ojalá mi Jane fuera tan elegante como ella, es lo que le digo siempre a Gerald. Si la hubiéramos instruido adecuadamente en los códigos sociales como hizo Ernest Davenport, quizá habríamos sido bendecidos con una hija muy diferente.

—A veces pienso que eres demasiado dura con tu hija, Sybil. Ella tiene sus virtudes, después de todo, y…

Se estaban ya alejando, fuera del tocador de damas. Lillian oyó cerrarse la puerta y ladeó la cabeza.

Un minuto. Les daría un minuto más antes de abrir la puerta y marcharse.

«Un dechado de sensatez, buen gusto y buen comportamiento».

Una sonrisa empezó a formarse en sus labios, pero la reprimió de golpe. El orgullo era un pecado y ella no quería que la tomaran por vanidosa.

Aun así… era difícil no sentirse complacida por tan inesperado elogio y, aunque sus buenas maneras eran mencionadas con no poca frecuencia, no solía ocurrir todos los días que las palabras fueran tan directas o tan sinceras.

Lavándose las manos, se las sacudió y contempló el reflejo de la luz cenital en el oro blanco de su pulsera, regalo de cumpleaños. Sus veinticinco años, cumplidos el día anterior. Su euforia se marchitó un tanto, aunque ahuyentó la inquietante sensación mientras regresaba al salón de los Lennington para asistir, o mejor dicho, escuchar, una suerte de discusión.

—Creo que habéis hecho trampas, canalla —el tono de su primo Daniel no era en absoluto civilizado, y procedía de un cuarto cercano.

—Entonces desafiadme a duelo. Me encuentro igual de cómodo con espadas que con pistolas.

—¿Y hacer que me matéis?

—Vida o muerte, lord Davenport. Escoged o dejad de lloriquear.

Se oyó el rumor de un forcejeo y los dos discutidores aparecieron de repente ante su vista, con la cabeza de Daniel aprisionada en una llave por el brazo flexionado de un hombre alto y moreno. A su primo le saltaban los ojos por la presión y tenía el húmedo cabello rubio pegado a la frente.

Lillian se quedó muda cuando alzó la mirada hacia el rostro del hombre. Con la chaqueta desabrochada y la corbata torcida, la mandíbula del desconocido estaba sombreada por una oscura barba. Se quedó paralizada por la mirada de aquellos ojos dorados que en ese momento estaban directamente clavados en ella. Implacables. Contumaces. Rabia en estado puro en un hombre con sangre en el labio y el peligro impreso en cada línea de su cuerpo.

Tuvo la sensación de que se ahogaba con aquel contacto, con el corazón martilleando contra sus costillas y dejándola sin aliento. Un calor que nunca antes había experimentado se extendió fluidamente desde su vientre, haciendo que le ardieran hasta las puntas de los dedos, y con ellas alguna innombrable parte de su cuerpo, como el eco de un conocimiento antiguo como el tiempo. Fue una sensación impactante. Apartó la mirada y giró sobre sus talones, pero no antes de que lo viera saludarla con una inclinación de cabeza y lanzarle un desvergonzado y licencioso guiño.

Un grosero, decidió, y americano. Había más de una decena de hombres y mujeres contemplando la escena, de manera que el rumor de la pelea se extendería enseguida, irrefrenable.

Abriendo de nuevo la puerta del tocador de las damas, regresó al mismo lugar que había abandonado hacía apenas unos minutos.

La furia la consumía.

Y el miedo.

¿Quién era él? Alzó una mano y vio que le temblaba antes de apoyarla en su regazo y cerrar los ojos. Un dolor de cabeza había empezado a formarse y, detrás del dolor, acechaba un mucho más salvaje e indómito anhelo.

—Para —se dijo en un susurro, llevándose los fríos dedos a los labios para ahogar el sonido cuando se abrió la puerta y entró otro par de mujeres, esa vez jóvenes, riendo.

—Me encantan estos bailes. Me encanta la música, los colores, los vestidos…

—Y de todos los vestidos, el que más me gusta es el de Lillian Davenport. Me pregunto de dónde sacará esa ropa. Ester Hamilton dice que de Londres, pero yo apostaría por Francia. ¿Una modista de París, quizá, y una sombrerera de Florencia? Con todo el dinero que tiene, podría traérselas de cualquier parte.

—¿Has visto la pulsera tan preciosa que tiene? Su padre se la regaló por su cumpleaños. ¡Su vigésimo quinto cumpleaños!

—¡Veinticinco años! Pobre Lillian —secundó la otra—. ¡Y sin marido ni hijos! Dios mío, si no encuentra novio pronto…

—Oh, yo no iría tan lejos, Harriet. A algunas mujeres les gusta vivir solas.

—A ninguna mujer le gusta vivir sola. ¡Qué simple eres! Además, lord Wilcox-Rice le está dedicando una gran atención esta noche. Quizá ella se enamore de él y tengamos la boda del año para la primavera.

La otra muchacha rio nerviosa mientras las dos abandonaban el tocador, dejando a Lillian sin habla.

¡Pobre Lillian!

¿Pobre Lillian?

De dechado de virtudes a pobre Lillian en cinco minutos, y con un desconocido fuera que le aceleraba el pulso de una manera preocupante.

—¿Mamá? —dijo, y se puso a rezar—. Por favor, Señor, no me dejes ser como mamá —ahuyentó aquel pensamiento. Ella no volvería a ver a aquel rufián de las colonias; más aún, si su comportamiento de aquella noche era representativo, dudaba que volvieran a invitarlo a ninguna casa respetable. El pensamiento la tranquilizó. ¡Después de todo, esa era la única clase de casas que frecuentaba!

Pasándose una mano por la frente, se levantó. Se sentía ya mejor y más ella misma. Rara vez se ponía nerviosa, casi nunca se ruborizaba y la aceleración de su corazón había sido insólita. Quizá hubiera sido la pelea lo que la había vuelto tan inquieta y confusa, porque no podía recordar una sola ocasión en que hubiera oído a alguien levantar la voz con tanta furia, o visto a hombres peleándose. Y ciertamente no había visto a ninguno en tal estado de desarreglo.

Ridículamente esperó que el desconocido hubiera tenido el buen sentido de arreglarse la corbata y la chaqueta antes de entrar en el salón principal.

¡No! Su mente racional rechazó tal pensamiento. Que lo echaran a la calle y lo expulsaran de la ciudad. Se preguntó por lo que habría sucedido para haber provocado aquella reacción tan fuerte. ¡Naipes, probablemente, y bebida! La había olido en sus ropas y últimamente el comportamiento de su primo había sido cada vez más irresponsable, con su sentido del humor mancillado por una salvaje furia desde que regresó a Inglaterra.

«¡Pobre Lillian!»

No volvería a pensar en eso. Aquellas estúpidas muchachitas no habían sabido de lo que hablaban y ella estaba más que contenta con la vida que llevaba.

 

 

Lucas Clairmont apoyó las piernas en el taburete y contempló el fuego que ardía en la chimenea de la casa de Nathaniel Lindsay, en Mayfair.

—Mi cara estará mejor mañana —dijo Lucas levantando su copa para beber un trago de agua helada. La botella se enfriaba en un cubo con hielo, a su lado.

—Davenport siempre ha tenido muy mal genio, así que yo me andaría con cuidado cuando vuelvas a casa por las noches. Sobre todo después de una buena racha en las mesas de juego.

Luc se echó a reír. Ruidosamente.

—Me gustaría ver cómo lo intenta.

—No es un don nadie, Luc. El nombre de su familia le proporciona una posición… muy segura.

—Ya lidiaré con eso, Nat —repuso, alegrándose cuando su amigo asintió con la cabeza.

—Su prima, la señorita Lillian Davenport, por otro lado, es extremadamente bien educada y escrupulosa.

—¿Es la mujer del vestido blanco?

Ya le había preguntado a Nat por su nombre mientras se dirigían al coche que los esperaba y aquella le pareció la ocasión adecuada para averiguar más. Sus ojos azul claro y su cabello rubio le recordaban las flores de lirio que crecían con tanta profusión en Richmond, Virginia.

—¿Está casada?

—No. Es famosa no solo por sus buenas maneras, sino también por su capacidad para rechazar las proposiciones de matrimonio, y créeme que han sido muchas.

Luc se tocó el labio inferior, que todavía le dolía.

—La alta sociedad de Londres te considera un réprobo y una cabeza loca, Luc. Más peleas como la de esta noche y puede que te prohíban la entrada hasta en las casas de juego.

Lucas meneó la cabeza.

—Apenas lo he tocado, y si encajé un puñetazo fue porque no me lo esperaba. ¿Dónde vive Lillian Davenport, por cierto?

—Volvemos otra vez a ella. Dios mío, es tan peligrosa para ti como su primo y bastante más inteligente que él. Una mujer que todos los hombres querrían poseer y que al final no se quedará con ninguno.

Cassandra entró en ese momento en el salón, con un chocolate caliente.

—No hagas caso a mi marido, Lucas. Habla por propia, y pobre, experiencia.

—¿Tú te contaste entre sus pretendientes, Nat?

—Hace ya sus buenos siete años. Era su primera Temporada, de hecho, mucho antes de que yo pusiera los ojos en mi Cassie.

—¿Y ella te rechazó?

—Incondicionalmente. Esperó a que yo le enviara la única carta de amor que he escrito en mi vida y luego me la devolvió.

—Peor habría sido que se la hubiera quedado, imagino.

Él asintió.

—Y aquellas famosas buenas maneras relegaron cualquier asunto personal a la caja de «eso no volverá a mencionarse», algo que encuentro bastante estimulante.

—¿Así que ella no es carne de cotilleos?

—Oh, lejos de ello —Cassie tomó parte en la conversación—. Ella es la última palabra en familia de buena cuna e impecable comportamiento. A cada joven que es presentada en la corte se le recuerda su conducta para que la tome como modelo.

—Suena impresionante.

Cassandra soltó una risita y Nathaniel interrumpió a su esposa cuando iba a añadir algo.

—Dios mío, Cassie, basta ya —la tomó del brazo y la acercó hacia sí—. Luc solo estará en Londres hasta finales de diciembre y tenemos mucho de qué hablar.

—Brindo por eso, Nat —alzando su copa, bebió un trago. Estaba planeando ya una segunda salida con el objetivo de descubrir el verdadero carácter de Daniel Davenport.

 

 

Lillian abrió la cama y se acostó con un suspiro. Había dejado las cortinas ligeramente abiertas y la luz de la luna se filtraba entre medias. Una luna llena, cuyos rayos bañaban de plata la habitación.

Se sentía… excitada, y no podía explicarse esa sensación. El sueño, que tanto le habría gustado alcanzar, se le escapaba. Deslizó la mano por su vientre bajo la fina seda de su camisón.

John Wilcox-Rice se había mostrado de lo más atento con ella esa noche, pero era otro rostro el que buscaba. Un semblante más sombrío y peligroso, de ojos dorados de mirada burlona y una voz como de otro mundo. Sus dedos se deslizaban por su piel con dulzura y suavidad, como la caricia de una pluma.

Recogiendo las manos cuando se dio cuenta del lugar donde se habían detenido, cerró los ojos e intentó dormir. Pero la urgencia no se atenuaba, más bien se encrespaba por culpa de la luna de plata y de algo sobre lo que no tenía ningún control. Una solitaria lágrima resbaló por su sien y su pelo. Húmeda. Real. Tenía veinticinco años y estaba esperando… ¿qué?

Aquel desconocido la había saludado con un movimiento de cabeza, con su pelo largo y negro recogido en una coleta como un hombre de otro siglo. ¡Despreocupado de la moda actual!

Evocó sus manos morenas y fuertes, esculpidas por el trabajo. ¿Cómo sería sentir unas manos así tocando su cuerpo? Una manos nada suaves, ni finas. ¡Manos que habían trabajado la dura tierra o amado bien a una mujer!

Se sonrió ante ese pensamiento. No fue capaz de ahuyentarlo.

—Por favor… —susurró a la noche, pero su propio ruego la sorprendió—. Haz que encuentre a alguien a quien amar, a quien cuidar, y que me ame a su vez a mí.

Y no por su dinero o por el color de su pelo, que tanto admiraban los hombres. No por aquellas cosas.

—Por mí. Solo por mí —las palabras se fundieron con el silencio de la noche mientras el viento de invierno azotaba la casa y la luna llena desaparecía detrás de unos nubarrones de lluvia.