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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Linda Susan Meier

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Doce citas, n.º 125 - junio 2015

Título original: The Twelve Dates of Christmas

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6382-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Siempre quedaba mucho mes por delante cuando a Eloise se le acababa el dinero.

–Ten, guarda estas galletas en tu bolso.

Laura Beth agarró un puñado de las galletas saladas que formaban parte del bufé con el que su amiga recién casada, Olivia Engle, agasajaba a sus invitados, y se las ofreció a Eloise.

Ella la miró con la boca abierta.

–¿A esto hemos llegado? ¿A robar galletas?

–Cinco galletas son una comida.

Eloise suspiró, pero acabó abriendo su bolso de Chanel para que su compañera de habitación las guardase.

–Perdóname, Coco.

–¿Coco?

–Coco Chanel –explicó–. Bah, qué más da.

Esperaba que nadie hubiera visto cómo las galletas caían en su bolso y miró a su alrededor. Era una fiesta de Navidad en la que las mujeres llevaban brillantes vestidos de cóctel en distintos matices de rojo y verde, y los hombres, esmoquin. La decoración en tonos mate de dorado y plateado confería al ático un brillo sofisticado. El tintineo del hielo en las copas de cristal, las risas de los invitados y su olorcillo a riqueza y poder flotaban en el ambiente.

Estaba convencida de que le bastaría con darse una vuelta por aquella habitación para salir de allí con una cita, pero no era eso lo que quería. Ya había tenido al amor de su vida y lo había perdido, y lo que quería ahora era un trabajo, bien pagado y permanente, que pudiera ofrecerle seguridad económica. Por desgracia, su título universitario no parecía traducirse en un puesto de trabajo real, y en su defecto, estaba dispuesta a admitir una compañera de piso más, alguien que las ayudara a Laura Beth y a ella a pagar el alquiler.

Pero en aquella fiesta no iba a encontrar una compañera de piso. Todas aquellas personas podían permitirse pagar el alquiler de sus áticos y dúplex con toda tranquilidad. Puede que incluso tuvieran uno de cada... y una casa en la playa.

Laura Beth contempló la comida que quedaba en las mesas.

–Qué pena que no podamos llevarnos también algunas de estas salsas en el bolso.

Eloise escondió el suyo tras su espalda.

–De salsas, nada. En mi Chanel, ni lo sueñes.

–¿Te das cuenta de que podrías vender algunas prendas de tu vestuario, o algunos bolsos y zapatos y comer durante todo un año?

–La mayoría tienen casi cinco años. Nadie daría un dólar por ellos.

Laura Beth dejó escapar una risilla.

–Pues tú haces que no lo parezca.

–Solo porque sé cambiar un cuello o añadir un cinturón.

–Pues actualízalo todo y véndelo.

No podía hacerlo, y no porque adorara aquellas prendas y complementos hasta el extremo de no poder pasar sin ellos, sino porque era lo último que le quedaba de sí misma. El último retazo de aquella universitaria con mirada soñadora a la que le faltaba un año para graduarse, y que se había escapado para casarse con su Príncipe Azul.

Sintió un pinchazo en el corazón. «Príncipe Azul» era una descripción extraña, sobre todo teniendo en cuenta que Wayne y ella habían tenido sus desacuerdos. A raíz de casarse, sus padres la habían desheredado, y Wayne era incapaz de encontrar trabajo, con lo cual ella había tenido que emplearse de camarera. A partir de ahí habían empezado las peleas, un día sí y otro también. Poco después le diagnosticaron a Wayne un cáncer de páncreas, y en un abrir y cerrar de ojos, falleció. Sobrecogida por el dolor y la confusión, ofuscada porque la muerte pudiese ser tan rápida y tan cruel, volvió a casa con la esperanza de que sus padres la ayudaran a superar el trance. Pero ni siquiera le abrieron la puerta. A través de la doncella le recordaron que la habían desheredado y que no querían que ni ella ni sus problemas se les volvieran a presentar en la puerta.

En un primer momento se quedó destrozada, y al dolor le siguió la ira, pero una ira que le sirvió para afianzarse en su determinación. No sabía dónde ni cómo, pero conseguiría superarlo, y no solo para demostrárselo a sus padres, sino para poder volver a ser feliz.

 

 

–Quiero presentarte a mi prima.

Ricky Langley alzó la mirada horrorizado cuando vio que su abogado se le acercaba con una mujer que debía andar por los treinta y tantos. Llevaba el pelo tirante, recogido en un moño en la nuca, y un vestido rojo brillante que definía a la perfección sus curvas.

–Janine Barron, te presento a Ricky Langley.

–Es un placer.

La voz le tembló con la intensidad adecuada para transmitir la idea de que estaba tan encantada de conocerlo que casi no le salían las palabras.

–Encantado de conocerte –dijo, y consiguió mantener unos diez minutos de charla insustancial, pero en cuanto se le presentó la oportunidad, se escabulló.

Fue dejando atrás pequeños grupos de invitados que charlaban y atravesó el salón de Tucker Engle. Aunque Tucker se había casado hacía seis meses, su ático de Nueva York seguía estando amueblado con la sofisticación propia de un piso de soltero. Muebles en metal y cuero negro se ofrecían sobre alfombras blancas de pelo largo que abrigaban suelos de madera, y en la repisa de madera de cerezo que remataba la chimenea había un único calcetín para el bebé. Aún no tenía nombre, y tampoco querían decir su sexo. Todo iba a ser una gran sorpresa.

Respiró hondo y apretó los labios al recordar la única Navidad que había podido compartir con su hijo. Blake había nacido el veintisiete de diciembre, de modo que le faltaban dos días para cumplir el año en su primera Navidad. Le había visto dar palmas entusiasmado al ver las luces de colores del árbol. Había comido galletas de Navidad y se había vuelto un poco loco al despertar el día veinticinco y encontrarse con un montón de regalos. No sabía hablar aún, así que había gritado y pataleado de alegría. Había arrancado el papel de regalo y habían acabado gustándole más las cajas de embalaje que el regalo en sí, dejando hecho un asco el inmaculado ático de su padre. Había sido la mejor Navidad de su vida. Ahora, no tenía nada.

Respiró hondo. No tendría que haber ido a la fiesta. Habían pasado ya dieciocho meses, pero algunas cosas, como por ejemplo las celebraciones de Navidad, nunca le dejarían indiferente. Y lo peor era que tenía aún doce fiestas más en la agenda. Diez fiestas, una boda y una reunión de su fraternidad. El año anterior, cuando solo habían pasado seis meses de sufrimiento, podía disculpar su asistencia, pero a aquellas alturas la gente empezaría a preocuparse.

Quiso darle la espalda al solitario calcetín de la chimenea y al volverse tropezó con alguien. Con el bolso de alguien, mejor dicho, y creyó oír que algo crujía en su interior.

–¡Vaya por Dios! Creo que me has aplastado las galletas.

El ceño con que lo miró aquella bonita rubia le sorprendió tanto que se olvidó de que se sentía demasiado infeliz para hablar con nadie.

–¿Llevas galletas en el bolso?

–Normalmente, no –echó un rápido vistazo a su esmoquin y movió la cabeza–. No importa. Eres demasiado rico para entenderlo.

–¿El qué? ¿Que te has llevado galletas de la mesa del bufé para comer la semana que viene?

La chica lo miró espantada y él inclinó la cabeza.

–Antes yo era pobre, y hacía lo mismo que tú en las fiestas.

–Sí, ya... ha sido idea de mi compañera de piso. Yo no suelo robar.

–No es robar. Esas galletas se han puesto ahí para los invitados, y tú estás invitada. Además, la noche está terminando y en cuanto nos marchemos, los restos irán a la basura, o acabarán en un albergue.

Ella cerró los ojos, angustiada.

–¡Genial! Ahora voy a pensar que les quito las galletas a los sin techo. ¡Odio esta ciudad!

–¿Cómo se puede odiar Nueva York?

–No es Nueva York en sí, sino que sea tan caro vivir aquí.

La vio erguirse, y ante sus ojos pasó de ser una chica humilde y trabajadora, a una princesa. Tenía los hombros hacia atrás y relajados, una educada sonrisa y un tono de voz suave.

–Si me disculpas, quiero despedirme de Olivia y Tucker.

Él se apartó.

–Claro.

Tres cosas llamaron su atención: en primer lugar, era preciosa. El vestido dorado que llevaba le ceñía unos pechos firmes, una cintura pequeña y un trasero redondeado, casi como si se lo hubieran hecho a medida. En segundo, era una joven refinada y educada para verse obligada a llevarse las sobras de una fiesta. Y en tercero, que apenas le había dedicado unos segundos de atención.

–¡Ricky!

Se dio la vuelta. Su abogado volvía al ataque.

–Entiendo que te cueste volver a entrar en el ruedo, pero no pienso disculparme por intentar encontrarte pareja. Si no empiezas ya a salir con alguien, la gente va a empezar a murmurar.

¿No era lo que él mismo había pensado?

–Espero que se inventen historias que valgan la pena.

–No estoy de broma. Eres un empresario, y la gente no firma contratos con personas inestables.

–Estar soltero no me hace inestable. Puedo nombrarte montones de hombres a los que les ha ido de maravilla solteros.

–Sí, pero no tantos tenían una línea de vídeos para niños a punto de salir al mercado.

–Correré el riesgo –replicó para zanjar el asunto, pero su abogado lo retuvo por un brazo.

–Te equivocarás. ¿Quieres conseguir apoyo cuando saques a Bolsa la empresa el año que viene? Entonces será mejor que parezca que estás vivo. Que vale la pena apoyarte.

Su abogado dio media vuelta al mismo tiempo que la chica de las galletas pasaba, mirando hacia un lado y hacia otro como si buscara a alguien.

Le sorprendió sentir una oleada de placer. Desde luego era preciosa. Físicamente perfecta. Y con conciencia. Aunque llevarse galletas de una fiesta no fuera precisamente llevarse el oro de la corona, estaba claro que no le había gustado hacerlo.

Movió la cabeza y rio, pero se detuvo de inmediato. Dios... le había hecho reír.

 

 

La fiesta estaba ya acabándose y Eloise fue a buscar su capa de lana negra, un clásico que nunca pasaba de moda. Cuando llegó al ascensor, Tucker y Olivia estaban allí, despidiéndose de los invitados. El pequeño habitáculo se llevó a una pareja y Eloise se acercó a Olivia.

–Ha sido una fiesta maravillosa –dijo, tomando sus manos.

–Gracias –su amiga sonrió.

–Me he alegrado mucho de volver a ver a tus padres. ¿Dónde se han metido, por cierto? Quería despedirme de ellos, pero no los he encontrado.

–Papá quería irse a la cama temprano para poder madrugar mañana. Nos vamos todos a Kentucky.

–Para celebrar la Navidad desde el último viernes de noviembre hasta el dos de enero –apostilló Tucker con una risilla.

–¿Os vais de vacaciones más de un mes?

–¡Sí! –exclamó Olivia, alborozada–. ¡Cinco semanas! Volveremos para asistir a una fiesta que tenemos a mediados de diciembre, pero el resto del tiempo estaremos en Kentucky.

Eloise sonrió. Se había preguntado cómo es que Olivia y Tucker habían organizado una fiesta de Navidad tan pronto.

–¿Habéis visto a Laura Beth? –preguntó, mirando a su alrededor.

Olivia tiró suavemente de su mano para hacer un aparte con ella.

–Se marchó hace diez minutos con uno de los vicepresidentes de Tucker.

–¿En serio?

–Iban hablando de acciones y fluctuaciones de mercado cuando se despidieron de nosotros. Les oí decir que iban a tomarse un café.

–Ah.

–¿Necesitas un taxi?

Se humedeció los labios. ¿Un taxi? Era obvio que su amiga se había olvidado de lo que podía costar un taxi en Nueva York. El plan había sido que Laura Beth y ella volvieran a casa en metro juntas. No quería tomarlo sola a aquellas horas de la noche, y no se podía creer que su amiga la hubiera dejado colgada.

En cualquier caso, no era problema de Olivia. Laura Beth y ella habían jurado no contarle a su amiga las apreturas que estaban pasando, ya que ahora que se había casado con Tucker era rica, y no fuera a hacer alguna tontería del estilo de pagarles el alquiler.

–Eh... no, no. Vuelvo en metro –sonrió.

–¿Sola?

–Me encanta el metro.

–¡Venga ya! No quiero que vuelvas sola en metro. Déjame que Tucker llame a su chófer.

–Que no me va a pasar nada.

–¡Pero es que estás sola!

Tucker tomó la mano de Olivia para llamar su atención.

–Ricky se marcha.

Eloise se volvió hacia el hombre que le había dicho que llevarse las galletas de una fiesta no estaba mal. Tenía el cabello y los ojos oscuros, y el esmoquin le quedaba de maravilla.

Respiró hondo. Pensar que resultaba sexy había sido un accidente. Se negaba a fijarse en ningún hombre antes de haber recuperado la estabilidad económica.

Olivia se puso de puntillas para besarlo en la mejilla.

–Buenas noches, Ricky, y gracias por venir. Espero que hayas disfrutado.

–La fiesta ha estado estupenda.

Besó la mejilla de Olivia, y Eloise se dio cuenta de que se había quedado allí plantada como una idiota. Debería haber aprovechado la ocasión de que Olivia estuviera distraída y tomar el ascensor. Nada era peor que la culpa que sentía una antigua compañera de piso por haber encontrado no solo al amor de su vida, sino también su vocación. Mientras Eloise y Laura Beth avanzaban a trompicones, Olivia se había llevado el premio gordo y se había casado, estaba embarazada y se ocupaba de representar y dirigir a jóvenes artistas. Y ahora no podía dejar de preocuparse por quienes habían sido sus compañeras de piso.

Olivia la miró entonces, y como si acabara de ver lo más evidente, exclamó:

–Conoces a Eloise, ¿verdad?

–Me he tropezado con ella delante de la chimenea.

–Ya se marcha también, pero su amiga se ha ido un poco antes –hizo una mueca–. Enfrascada, hablando de negocios con un empleado de Tucker. Has venido en tu limusina, ¿verdad? –preguntó, poniéndose una mano en el vientre para adoptar la imagen de una hermosa Madonna, una mujer a la que ningún hombre podría negarle nada–. ¿Te importaría llevar a Eloise a casa?

–No, no es necesario –contestó ella de inmediato.

–Claro que no –respondió Ricky al mismo tiempo–. Además, creo que le debo un favor.

–Genial –respondió Olivia, sonriendo

Las puertas del ascensor se abrieron y Ricky la invitó a precederle con una sonrisa.

–Después de ti.

–Gracias otra vez por la invitación –le dijo a Olivia mientras se cerraban las puertas.

–Gracias a ti por venir.

El cubículo empezó a descender.

–Así que tu amiga te ha dejado colgada.

–Las dos estamos intentando encontrar un trabajo mejor pagado que el que tenemos. Creo que iba hablando de negocios con uno de los ejecutivos de Tucker, así que no puedo culparla.

–¿Cuánto tiempo lleváis en Nueva York?

–Tres años.

–Es mucho para estar aún tan agobiadas.

–Nos iba bien hasta que Olivia nos dejó.

Aunque tenía una buena excusa para sus apreturas, sintió una tremenda vergüenza. Había nacido rodeada de dinero, pero había acabado yendo a la universidad de las adversidades. Había conseguido sacar adelante sus estudios a pesar del sufrimiento y la confusión, y todo lo que quería ahora era un buen trabajo. ¿De verdad era tanto pedir?

 

 

Ricky esperó en silencio a que el ascensor llegase a su destino. Era obvio que no le había hecho ninguna gracia que la llevara a casa. Es más: tenía la sensación de que era profundamente infeliz en aquel momento. Su situación económica era espantosa. Su amiga Olivia llevaba una vida espléndida, y su otra amiga la había dejado plantada.

Tenía mucho orgullo, algo que no podía afearle a nadie porque él también lo tenía, pero no iba a dejar que una chica guapa y sola se aventurara a tomar el metro pasada la medianoche. Y menos aún si había sido capaz de hacerle reír.

Las puertas se abrieron y ella fue la primera en salir al frío de la noche. Él la siguió. Cuando llegaron a la acera, se detuvo en seco.

No era su limusina la única que aguardaba, sino que cuatro coches negros y largos esperaban aparcados uno tras otro. Imposible salir al asfalto. Imposible parar un taxi.

Se detuvo junto a ella y pasándole un brazo por los hombros, señaló la tercera. Accidentalmente rozó la piel de su cuello y sintió un cosquilleo que le hizo carraspear.

–Es la tercera. Acepta que te lleve, por favor.

Ella se irguió como lo haría una reina.

–De acuerdo.

Norman, su chófer, abrió la puerta. Ella entró y, a continuación, lo hizo él. Un minuto después, Norman subía tras el volante y el zumbido del motor se iniciaba.

–¿Quieres darme tu dirección para que pueda comunicarle al chófer dónde ha de llevarte?

Se la dio y clavó la mirada en su capa mientras él usaba un intercomunicador para hablar con el conductor.

Los cinco minutos siguientes transcurrieron en silencio hasta que, al final, incapaz de soportar su tristeza ni un minuto más, dijo:

–Yo era tan pobre como tú cuando llegué a esta ciudad, créeme. No me importa llevarte a casa. No ha sido una imposición, ni es un acto de caridad; simplemente ha sido una feliz coincidencia que nos fuéramos al mismo tiempo, así que, por favor, deja de sentirte mal.

–¿Sentirme mal? ¡No me siento mal! Lo que estoy es enfadada, harta de que la gente me compadezca cuando todo lo que quiero es un trabajo decente. Tengo una formación suficientemente buena para lograrlo, pero nadie parece querer ofrecérmelo.

–¿Qué has estudiado?

–Recursos Humanos.

–Uf... ya sabes que las funciones de Recursos Humanos pueden quedar asumidas por administración o contabilidad, y es lo que suele ocurrir en periodos de recesión.

–Lo sé. La suerte me persigue.

–¡Vamos, no te pongas así! Seguro que hay otras cosas que puedes hacer.

–He trabajado de camarera, y al parecer, un título universitario puede proporcionarte un montón de trabajo temporal de secretaria, porque ahora mismo tengo un contrato de seis semanas en un bufete.

–Eso ya es algo.

–Pues sí –suspiró–. No pretendo parecer desagradecida. Sé que otros lo tienen mucho peor. Lo que Laura Beth y yo necesitamos es otra compañera de piso.

–No debería seros difícil encontrarla.

–Ya lo hemos intentado, pero no hemos conseguido encontrar a nadie que encaje con nosotras.

Él se volvió en el asiento hacia ella.

–¿Ah, no?

–La primera chica a la que admitimos tenía un historial delictivo del que no supimos nada hasta que llamó su oficial de la condicional.

Volvió a sonreír, y él volvió a sorprenderse. Con qué facilidad le hacía reír.

–Yo salí con una chica así, y el resultado fue terrible.

–Judy se llevó mi cafetera cuando se marchó.

–Vaya.

–Las referencias de la segunda eran falsas.

–Lo que tú necesitas es a Jason Jones.

–¿Perdón?

–El motor de búsqueda que he diseñado. Yo tuve la idea, y Elias Greene creó los programas. Investiga a la gente.

–¿Ah, sí?

–Sí. Es genial. Te dice cosas que ni siquiera te habías dado cuenta de que querías saber– sonrió–. Te dejo que lo uses gratis.

Ella cerró los ojos.

–No quiero limosnas, ni tuyas ni de nadie.

–Podríamos alcanzar un acuerdo.

–¡Ni lo sueñes! –se escandalizó.

Ricky se echó a reír. Por cuarta vez.

–No me refiero a sexo.

–Pues no tengo nada con lo que negociar –replicó ella, y se tocó la capa–. A menos que estés en el negocio de ropa de segunda mano.

–No, pero sí que tienes algo que yo quiero.

Lo miró con desconfianza.

–¿El qué?

–Tiempo.

–¿Tiempo?

–Sí. Tengo diez fiestas de Navidad, una boda y una reunión de la fraternidad este mes, y necesito una acompañante.