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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Bartomeva Oliver Rubert

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sueños de tinta, n.º 82 - agosto 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6841-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Epílogo

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

A mi madre y a las mujeres que aprendimos a protestar y no callar.

Capítulo 1

 

Los hombres son ambiciosos por naturaleza, pero pobre de aquel que vuelque su ambición en un solo objetivo, pues se dará cuenta de que: o bien es inalcanzable, o que al llegar a poseerlo ya no tendrá en él interés alguno.

J. Stewart

 

 

Sin ningún impedimento, aquella tarde las máquinas rotativas estaban cumpliendo la función para la cual habían sido creadas.

Reine Clifford, vizconde de Deerwood, permanecía erguido mirando desde su despacho, en la planta superior de aquella nave industrial, cómo se estampaban hermosas letras negras en el papel que por la mañana saldría en forma de periódico. Aunque su postura pudiera llevar a equívocos, haciéndole parecer un hombre desprovisto de cualquier preocupación, aquellos que le conocían bien sabrían que la expresión sombría de sus ojos azules se debía a algo que se le escapaba de las manos.

Ardía por dentro de rabia e impotencia. Reine no era un hombre paciente, aunque sí muy perseverante, y tenía el firme propósito de salirse con la suya en aquel asunto.

Apretó más los dientes y su mandíbula se tensó, tornándose visiblemente más dura. Sus ojos azules se volvieron mucho más oscuros cuando inclinó la cabeza hacia delante y miró a través de sus espesas pestañas. Parecía un depredador y no distaba mucho de serlo. Tenía una presa en mente y, desde luego, iba a conseguirla.

Reine era un hombre de pasiones, pero no había otra pasión que le llevara más tiempo y esfuerzo que ese condenado periódico.

El New London era su vida.

Era cierto que no era el mayor periódico de Londres, un hecho natural si tenía presente que The London Times llevaba más de un siglo funcionando. Pero él quería ser diferente, quería que fuera un periódico diario, no una simple gaceta o un dominical. Los tiempos estaban cambiando, la sociedad estaba cambiando y él estaba dispuesto de sumarse a ese cambio y a estar ahí para dejar testimonio de ello con sus palabras. Y eso era lo que hacía: escribía artículos políticamente comprometidos, sin firmar, siempre que su socio conservador se lo permitía. Bueno... «permitir» no era la palabra adecuada. Reine Clifford no necesitaba el consentimiento de nadie, pero no era tonto. No quería enemistarse con la cúpula rancia y aristocrática en la que le había tocado crecer y vivir. Y su socio era la representación de esa clase social. Si algo no le gustaba a Dave Northon, uno podía presuponer que no le gustaría al resto de la aristocracia londinense. Por eso se comedía en muchos artículos, más de lo que él hubiese querido.

Ahora se estaba planteando escribir con su propio nombre, pero, como hombre celoso de su intimidad, dudaba de si era lo más conveniente, aunque ahora la tendencia empezaba a ser que uno estampara su nombre en cada letra que publicara. Así habían nacido los periodistas. Ya no era la opinión de un periódico lo que contaba, ahora era importante la opinión de los hombres, del individuo como tal. Y precisamente a los hombres quería llegar él. A la gente, a las masas que habían empezado a leer y a escribir gracias a la educación pública. Con un alto porcentaje de gente alfabetizada hablando de los problemas que carcomían a la sociedad y, sobre todo, criticando inteligentemente a los dirigentes, el éxito de un periódico en aquellos tiempos estaba garantizado.

Pero Reine Clifford no se conformaría con que su periódico fuera uno más: quería ser el primero que la clase obrera leyera al despertarse y el que comentara durante toda su jornada laboral. Deseaba hacer pensar a la gente, hacer avanzar ese cambio con sus palabras. No obstante, le sería difícil ser un periódico de referencia entre el proletariado con un socio tan conservador como el joven marqués de Litchfield.

El negocio era próspero, pero él quería que fuera mejor. Sin faltar a la verdad, hubo un tiempo en que lo fue, al menos fue el que más crecimiento había registrado en la frenética carrera por la información. Se olía la sangre en las páginas impresas y se mataba por una primicia. La era de los periódicos de larga tirada había empezado. Miró orgulloso el mundo que había construido a sus pies.

Desde lo alto de su austero despacho era visible a través de las acristaladas ventanas. Había miradas furtivas y estaba convencido de que sus hombres intentaban averiguar de qué humor estaba. Ciertamente, dedujeron que no estaba de buen humor. Cualquiera podría haber comparado su postura hierática con una forma pasiva de ver la vida, pero nada más lejos de la realidad. Reine era un hombre enérgico, algunos dirían que hasta agresivo y muy brusco en su trato cuando las cosas no salían como él quería. Se tomaba mucho tiempo en planear las ideas que deseaba ejecutar, por eso después de tanto esfuerzo la derrota le sabía tan amarga.

Cada día era una lucha continua, que se había recrudecido por culpa del condenado J. Stewart. A ese maldito reportero no le importaba descuartizar a la aristocracia con sus palabras y dejarlos a todos en ridículo, como si no fueran más que simples adornos con plumas y cuellos estirados, cuyo único afán era posicionarse bien en la ópera. Era un ser sumamente irritante, cosa que hacía que todos los periódicos quisieran tener un J. Stewart en sus filas.

¡Hasta él!

Ese hombre se empeñaba en firmar sus artículos, aunque se guardaba muy bien de revelar su identidad, en un claro intento de alcanzar la fama pero guardándose bien de sufrir las consecuencias de sus insultos.

Empezó con unos despreocupados artículos sobre la vida en sociedad, pero al poco tiempo vinieron otros mucho más serios y rigurosos sobre los conflictos en las fábricas, la explotación infantil, la diferencia de clases. Hasta se atrevía a hablar del voto femenino. ¡Arriba el sufragio universal! ¡Abajo el sufragio restringido! No es que él no estuviera de acuerdo con todo aquello, pero ¿por qué tenía que escribirlo en el periódico de la competencia y no en el suyo?

Bufó exasperado.

Sí, no estaba de humor, sin duda aquel era un mal día para llevarle la contraria, pero al parecer alguien estaba dispuesto a hacerlo.

Enarcó una ceja cuando vio al pequeño Thomas, su chico para todo, correr como alma que lleva el diablo entre las pesadas máquinas, esquivando un par de cuerpos que maldijeron ante las prisas del pillastre. Era evidente que traía noticias. Deseando que fueran exactamente lo que esperaba, se sentó en el escritorio y apoyó ambos codos sobre la desgastada madera sobre la que él había trabajado a largo de los cinco años que llevaba al frente del periódico.

A su espalda quedaba el gran ventanal del primer piso que ocupaba toda la pared de su despacho, la cual le permitía disfrutar de su pasatiempo favorito: ver como salían los ejemplares impresos, uno tras otro, mientras sus empleados trabajaban todo lo rápido que les era humanamente posible. Y así esperó a Thomas.

Reine le puso mala cara incluso antes de que abriera la puerta del despacho y entrara sin anunciarse, como ya solía ser costumbre. Lo miró entrecerrando sus ojos azules para mostrar su disgusto, instándolo a que fuera directamente al grano. El pobre no debería de tener más de once años, pero era inteligente como pocos y sabía de la vida como ningún niño de su edad debería.

Thomas se quitó la gorra sucia y gris que llevaba y se cuadró delante de su jefe en señal de respeto.

—¿Y bien? ¿Qué has averiguado?

La voz grave de Reine le sobresaltó. Thomas tragó saliva e hizo una mueca.

Por un instante el vizconde cerró los ojos. Lo que se temía: malas noticias.

Mientras las manos del pobre muchacho daban vueltas una y otra vez a la maltrecha gorra, intentando encontrar las palabras para que la ira del señor fuera menos aterradora, se dio cuenta de que no había manera de suavizar las cosas: le habían pedido que encontrara a una persona y el hecho era que no lo había conseguido.

—Lord Clifford, no ha habido suerte.

—¡Maldición! —estrelló el puño sobre la mesa. Se levantó de golpe e intentó respirar profundamente para calmarse.

Thomas pensó que desde luego su jefe tenía muy mal carácter y no iba a tomarse nada bien aquel fracaso. Pero realmente no era culpa suya que el escritor que trabajaba para la competencia, bajo el pseudónimo de J. Stewart, se hubiera cubierto las espaldas para permanecer en el anonimato. Todos los chicos de la calle que trabajaban con el pequeño Thomas lo buscaban. Hicieron un gran esfuerzo vigilando la nave industrial donde se imprimía el periódico de la competencia, el Sunday London. Pero habían fracasado.

Nadie parecía conocer a ese reportero. Los que entraban y salían eran trabajadores que apenas sabían escribir. Los periodistas que se acercaban a la nave con sus artículos habían sido localizados e identificados, y ninguno era J. Stewart. Así que la única posibilidad que le quedaba era que ese hombre entregara sus artículos por correo o a través de un mensajero. Pero nunca lo hacía en persona.

Thomas suspiró y se atrevió a hablarle a la espalda de Reine.

—No hemos averiguado mucho, lord Clifford.

Su jefe entrecerró los ojos sin mirarle. No era lo que quería oír, pero menos era nada.

—¿Al menos hemos averiguado algo? —preguntó mordaz.

—Sí —dijo el chico con renovado entusiasmo—. Casi hemos descartado que se trate de un trabajador del periódico o de un reportero que escribe con un seudónimo. Creemos que lo mejor sería inspeccionar el correo del Sunday London, puede que los artículos lleguen así —al ver que el vizconde no decía nada añadió con convicción—: Podríamos hacerlo, señor.

El chico parecía tan dispuesto a agradar que Reine no quiso decirle que eso les llevaría meses. Puede que interceptaran algún artículo, pero descubrir al remitente, sobre todo cuando seguramente el sujeto se guardaría de escribir su nombre en el dorso, era improbable.

Al ver que el patrón no le gritaba se atrevió a seguir hablando.

—Creo que solo es cuestión de días, señor. Ya verá…

Reine puso los ojos en blanco ante su ingenuidad.

—Tranquilo, Thomas, has hecho lo que has podido.

No lo miró al decirlo, pero era cierto. Además el chico no tenía la culpa de su frustración. Le había pedido algo poco menos que imposible. Quizás él mismo debería ocuparse del asunto, pero ¿de dónde sacar tiempo si su propio periódico le absorbía cada minuto del día?

—Estoy contento contigo, Thomas —le dijo por encima del hombro—. Te has esforzado en cumplir mis órdenes. No es culpa tuya que ese maldito reportero sea tan escurridizo.

El muchacho sonrió de oreja a oreja.

—Muchas gracias, lord Clifford.

No dijo nada más.

Sabía que, a pesar de sus palabras, el señor no estaba contento. Los ojos azules del jefe ahora se centraban de nuevo en sus empleados, la planta baja que en aquellos momentos era un hervidero de gente, de hojas volando, de tinta fresca, y el sofocante calor que desprendían las máquinas que no pararían hasta dentro de unas horas.

Reine pensó que podría encontrar a alguien que escribiera artículos tan incendiarios como el señor J. Stewart. Él mismo podría hacerlo, pero necesitaba algo más. Necesitaba privar al Sunday London de esa mina de oro y hacerla suya.

Apretó los puños. Eso debía hacer, no le quedaba otra.

Su crecimiento era menor que hacía unas semanas y los ejemplares de la competencia habían experimentado unas ventas espectaculares en los tres últimos meses.

Lo quería. Quería a ese maldito hombre que había conseguido permanecer en el anonimato. Por un momento se olvidó del chico que aguardaba a sus espaldas, hasta que este carraspeó.

—Señor…

—Sigue buscando a ese maldito reportero, Thomas —su mentón firme y tenso dejó entrever todo lo furioso que estaba.

No era algo extraordinario, pues Reine tenía fama de incendiario y de ser tan compasivo como una manada de lobos hambrientos.

—Lo haremos, señor. Seguro que esta vez no le fallaremos.

Reine no contestó de inmediato. Sus manos se colocaron a su espalda. Con los pies separados era un hombre imponente, alto y apuesto, un triunfador al que nada se le resistía. Nada, excepto el maldito nombre de aquel que estaba haciendo de oro a la competencia.

—Ve y haz tu trabajo.

El pequeño Thomas no quería perder su empleo: sabía que en Londres había muchos chicos como él, que necesitaban desesperadamente sustento, así que asintió vivamente. Él y sus amigos, otros pilluelos contratados por el generoso vizconde, se desvivirían por complacerle.

—Sí, lord Clifford. Ya verá como esta semana tendremos más suerte —al decirlo, sus ojos parecían esperanzados.

—Ese reportero hace vender a la competencia el doble de ejemplares que nosotros. ¿Cómo demonios vamos a ser competentes si ese… —buscó la palabra adecuada— miserable escribe semejantes artículos? ¿De dónde demonios sacará la información? —al murmurar aquellas palabras, estaba claro que hablaba más para sí mismo que para el chico—. Debe ser alguien de la nobleza, seguro —murmuró, dándole vueltas al asunto—. Nadie puede tener una información tan inmediata sin estar en esos círculos. Pero, a la vez, es tan liberal…

Reine no se refería a sus incendiarios artículos sobre temas de interés, no. Se refería a aquellos artículos donde ridiculizaba a la nobleza. Comentaba detalles íntimos de veladas, parecía conocer a cada uno de ellos, su aspecto físico, sus posturas políticas y hasta sus líos de faldas. ¿Cómo lo hacía si no era uno de ellos?

—Tal vez es un criado.

Reine lo miró por encima de su hombro derecho y el chico pareció empequeñecerse.

—Sí —los ojos de Reine lo miraron por encima del hombro—, un criado muy bien informado. He pensado en esa posibilidad.

Le sonrió levemente.

—Sigue haciendo tu trabajo —esta vez su tono fue más amable.

Antes de darle la señal para que desapareciera, alargó la mano y del cajón entreabierto del escritorio sacó una moneda que se apresuró en lanzarle. El joven puso unos ojos como platos al darse cuenta del valor de aquel metal.

—¡Gracias, milord!

—Un incentivo —le dijo, guiñándole un ojo—. Haz bien tu trabajo y tendrás más. Ahora, largo.

Volvió la vista hacia los ventanales de nuevo y escuchó el infernal ruido que tanto le relajaba.

—Te atraparé —era una promesa mascullada entre dientes—, y entonces… trabajarás para mí.

Capítulo 2

 

¿Por qué no se les permite a las mujeres formarse intelectualmente si ese es su deseo? Si creen que las mujeres no tienen nada que decir, se equivocan.

J. Stewart

 

 

Alice ordenó rápidamente los papeles que tenía esparcidos sobre la lustrosa superficie de su escritorio.

Allí, en la nueva casa de Londres, aquel pequeño saloncito azul era su refugio personal donde podía leer, escribir y evadirse del mundo que la rodeaba, olvidándose por un momento de todo. Allí no echaba de menos la vida en el apacible pueblo del sur donde las reglas sociales no eran tan rígidas y no había por qué fingir una alegría que no se sentía. En la urbe todo era tan diferente, la vida parecía acelerarse, la gente parecía envejecer más rápido. Pero, sobre todo, lo que más le llamaba la atención era el comportamiento falso e hipócrita que mostraba la inmensa mayoría de la alta sociedad. Hasta su tía Margaret parecía transformarse cuando estaba en presencia de esa gente. Siempre risueña, ahora exageraba sus sonrisas, hacía cumplidos sobre cosas que no pensaba y, lo que era peor, quería que ella también se comportara así. A pesar de que le gustaba estar allí, sintió cierta tristeza al dejar atrás aquella vida de pueblo. Pero su tío Daniel había querido ocuparse personalmente de su periódico, el Sunday London, y todos se habían trasladado a Londres, donde había empezado su nueva vida.

No se arrepentía de haber ido. Sonrió tímidamente. Por supuesto que no. Habían cambiado de costumbres, pero ¡oh!, qué maravillosa experiencia estaba viviendo ella.

Alice suspiró con deleite. Cruzó las manos bajo la barbilla y se perdió en su mente como solía hacer muy a menudo.

Era abril y la chimenea estaba encendida en un rincón de la sala. Unas semanas más y dejaría de estarlo durante todo el día. Alice echaba de menos el buen tiempo, aunque no las obligaciones que con él llegaban. ¿Cómo sería la temporada en la ciudad? Había evitado hacerse esa pregunta desde que, un mes atrás, se había instalado definitivamente en Londres junto a sus tíos. Cierto era que en los años anteriores había asistido a bailes y reuniones íntimas, pero al no encontrar interés alguno en frecuentar a la alta nobleza tanto ella como su tía habían decidido que las temporadas fueran cortas, y pronto regresaban al campo. Pero ahora no regresarían, se quedarían definitivamente viviendo allí y, por aburrimiento o porque era lo que se esperaba de ellas, Alice pensó que su vida social iría en aumento hasta la extenuación.

Aunque había sido presentada en sociedad hacía dos años, sentía que iba a ser expuesta por primera vez en el mercado del matrimonio.

Todavía estaba un poco molesta con su tío Daniel y su tía Margaret por presionarla en ese aspecto. Era cierto que habían acudido a Londres por el trabajo de tío Daniel, pero se temía que el entusiasmo de tía Margaret se debiera a que estaba dispuesta a comenzar la caza de posibles maridos, como una matrona más. Puso los ojos en blanco y se cubrió la cara con las manos mientras meneaba la cabeza. Si ellos supieran cuán lejos estaba su sueño de ser una esposa y madre... ¿Por qué las mujeres estaban obligadas a casarse al llegar a una cierta edad? ¿Y si ella no había nacido para el matrimonio?

Bufó.

No quería pensar en ello.

—Puede que no sea tan malo —dijo para sí. Aunque dudaba de que aquello fuera cierto.

Su tía la había alentado a conocer la ciudad mientras le buscaba marido. Aquella ciudad... La urbe la horrorizaba y la atraía en igual medida. Nada más llegar, la suciedad la había escandalizado, como la escandalizó ver esos pies descalzos correr por las infectas calles de las afueras. ¿Cómo podía vivir así la gente? Se sintió culpable, no había otra manera de decirlo. Ellos tenían tanto y otros tan poco. ¿Por qué? ¿Era justo eso? Quizás si sus padres no hubieran muerto en un trágico accidente ella habría llevado una vida totalmente distinta. Sería una mujer distinta. ¿Se habría acostumbrado a las desigualdades? Era más que probable, e igual de probable era que no le hubiese importado lo más mínimo cuanto ocurriera a su alrededor. Quizás no se habría sentido culpable, habría vivido entre el lujo y se habría olvidado fácilmente de la visión de pies descalzos, de la miseria y el hambre que imperaba en ciertos barrios de Londres. Tampoco habría intentado cambiar las cosas, ni le habrían fascinado ciertos aspectos que iba descubriendo y que hacía pocos meses le eran totalmente desconocidos, como las palabras malsonantes que se intercambiaban los comerciantes en plena calle, con ese marcado acento cockney.

Era inútil pensar en qué vida habría llevado, lo cierto es que había crecido en el sur. En un pueblecito no demasiado lejos de Londres como para que su tío acudiera con regularidad a la capital para cuidar de sus asuntos financieros. En aquel pueblo había sido feliz. Allí la gente era amable con sus vecinos, todos se conocían y se saludaban dándose los buenos días. En cambio, en la ciudad... La gente allí era extraña, reservada, recelosa.

A sus veinte años, Alice había vivido en una burbuja. Ahora lo veía.

En el pueblo ella había podido dedicarse a la beneficencia. Pero, más que a dar limosna, a buscar soluciones para que los parroquianos pudieran tener una mejor calidad de vida. Pero, en Londres, ¿cómo lograrlo? Era tan grande. Había tanta gente. ¿Por dónde podría empezar? Pero ella tenía un carácter resuelto y decidido, no podía dejar las cosas como estaban.

Era una mujer que se adaptaba a los cambios y aprendía rápido. ¡Oh! ¡Aprender! Había cultivado su mente como pocas mujeres lo habían hecho. Lo comprobaba en las reuniones a las que asistía junto a su tía. Tomar el té era una especie de deporte al que ella no sabía jugar muy bien. Reírse sin sentido y alabar un sombrero que le parecía lo más horroroso que había visto jamás no era lo suyo. ¡Cómo odiaba los sombreros! Y no solo los sombreros, sino los malditos corsés que apretaban cada uno de los órganos internos. Con el paso de los años parecían haberse vuelto más constrictivos. Ya no solo apretaban el abdomen, sino que bajaban más allá de las caderas, haciendo que andar con normalidad fuera imposible. Esa era otra gran desventaja de vivir en la ciudad: adaptarse a la moda, pasar de la sencillez de los vestidos mucho más ligeros y menos opresivos a usar polisones que abultaban el trasero de forma escandalosa. Por suerte se habían puesto de moda los vestidos de línea princesa, en honor a la princesa Alejandra. Mucho más sencillos.

Aunque el fuerte de Alice no era la moda: ella estaba mucho más predispuesta a hablar de libros y política. Incluso la economía y la medicina le parecían interesantes.

Empezaba a despertarse en un mundo nuevo, un mundo del que, a pesar de todo, quería formar parte. La información era tan valiosa y había estado durante demasiado tiempo al alcance de tan pocos…

Desde pequeña había visto a su tío Daniel ausentarse para encargarse personalmente del funcionamiento de su imprenta. Daniel Hastings, vizconde de Welkins, primero se dedicó exclusivamente a los libros, y así fue que ella, durante su más tierna infancia, pudo disfrutar de una surtida biblioteca. Pero, con los años, el vizconde se interesó por la información más actual. Los dominicales y los diarios lo fascinaban. Eran un negocio en alza del cual quería sacar provecho.

El periódico Sunday London era su mundo. Hacía cuatro años que había transformado su imprenta en un periódico, y Alice lo amaba. No por los beneficios que pudieran sacar de él —que parecía la manera actual de calcular el valor de las cosas—, sino por lo que era, una herramienta para hacer llegar la información al mundo, para que la gente se enterara de lo que pasaba y así poder mejorar sus condiciones de vida.

Cuando a sus dieciséis años vio por primera vez la gran nave industrial del Sunday London, se quedó con la boca abierta y no la cerró hasta mucho tiempo después de que hubiera terminado la visita. Desde entonces leía cada palabra que salía en él. Al principio a escondidas, fingiendo que se interesaba por la moda y las páginas de sociedad, cuando, en realidad, lo que le importaban eran otros temas: las desigualdades sociales, la lucha de clases, Marx, las sufragistas...

Las sufragistas. ¡Menudas mujeres! Alice había quedado sorprendida por su fuerza y entusiasmo. Ella era una cobarde, jamás podría hacer nada semejante: salir a la calle donde todo el mundo podía verla, gritarle a la cara a la gente que los tiempos estaban cambiando...

Una sonrisa se dibujó en su cara y meneó la cabeza. No, ella jamás sería capaz de dar la cara. Pero se dio cuenta de que podría hacer algo entre las sombras y así había empezado todo.

Con su granito de arena estaba contribuyendo a los grandes cambios que se producían a su alrededor. Se sentía orgullosa de sí misma. Quizás el tío Daniel no lo estaría y mucho menos la tía Margaret, si es que algún día llegaran a enterarse de lo que hacía, pero por ahora nadie tenía por qué saber nada.

Bajó la vista. Frente a ella estaba su último artículo, casi terminado.

Sus ojos almendrados brillaron de entusiasmo y una genuina sonrisa se dibujó en aquellos labios carnosos.

Quién le hubiera dicho que las tediosas reuniones con la aristocracia londinense le darían tanta información. No es que ella se dedicara a los cotilleos, al menos no en exclusiva, pero sí que estos le habían dado una buena carta de presentación para que el periódico de su tío le publicara un par de artículos.

En un principio escribía un dominical, pero cuando su tío quiso sumarse a la nueva fórmula de lanzar un periódico diario Alice empezó a escribir dos y hasta tres artículos por semana. Evidentemente no solían salir todos, puesto que su tío aplicaba la censura con mano de hierro en según qué temas, sobre todo cuando se reía directamente de la clase dirigente, poniéndoles nombre y apellidos. No obstante, estaba orgullosa de él, en especial por haber publicado su artículo sobre la explotación infantil en las fábricas. Quizás los acaudalados empresarios no querían oír hablar de ello y, probablemente, los padres de los muchachos tampoco, puesto que en muchos casos de ellos provenía el único ingreso de la familia. Pero muchos otros, a su entender, habían estado esperando a que alguien dijera algo, no solo sobre aquello, sino también sobre otros temas peliagudos que se debatían en el parlamento sin que se llegara a ninguna parte.

A la gente parecía interesarle su opinión. Prueba de ello era que la venta de ejemplares del Sunday London se había disparado.

Miró por la ventana que daba a la calle principal y dejó que el sol le acariciara el rostro. Tenía la piel blanca, aunque quizás no tanto como las demás damas de la alta sociedad. A ella le gustaba estar en el exterior, pasear por el campo... Ahora en Londres debía conformarse con Hyde Park, pero seguía gustándole caminar. Entrecerró sus ojos marrones mientras el sol le daba en la cara y le arrancaba destellos de su pelo color chocolate. Sin duda, si tía Margaret la viera la reprendería.

Sonrió y suspiró satisfecha.

Se apartó de la ventana y, volviendo a la mesa, dobló con esmero el artículo a medio terminar y las notas que había garabateado y las metió en un sobre para esconderlas en el fondo del cajón.

Sonrió con malicia. Quizás algún día se sintiera culpable por sus travesuras, pero en aquellos momentos no estaba para nada arrepentida de su pequeña maldad. Enarcó una ceja como si estuviese hablando con su conciencia. La aristocracia hipócrita se lo merecía. Ni más ni menos.

Un toque en la puerta la animó a salir de su ensimismamiento y cerró deprisa el cajón. Ya tendría tiempo de volver a sus artículos, quizás esa misma noche después de la cena o al día siguiente temprano, cuando los criados aún no se hubieran levantado y sus amorosos tíos durmieran plácidamente en sus camas.

—Alice —su tío Daniel la miró con una sonrisa cómplice desde el marco de la puerta—, muchacha, ¿qué haces? Tu tía quiere que te apresures para la cena. Debes arreglarte.

Ella suspiró e hizo un mohín con los labios.

—Sí, la gran cena de lady Clifford.

—De la condesa —su tío Daniel le sonrió con dulzura.

La cena de la condesa de Colchester era un acontecimiento entre las más distinguidas familias. Acudían por ese motivo y porque la condesa era la mejor amiga de su tía Margaret. Ambas mujeres mantenían una genuina amistad, algo poco usual entre la alta sociedad, como había podido comprobar Alice en los escasos meses que llevaba observando detenidamente a la aristocracia.

Alice hizo un mohín de disgusto al pensar en los pálidos rostros y las falsas sonrisas que esperaba tener que soportar esa velada.

—¿Es necesario que vaya?

Su tío puso cara de horror.

—Alice —dijo con voz estrangulada—. ¿Quieres que tu tía nos mate?

Ella rio con deleite.

—No, tío, por supuesto que no —salió de detrás del escritorio y, con una gran sonrisa, se acercó al apuesto hombre mayor que era su tío, besándole la mejilla.

—No te inquietes, tío Daniel, todo saldrá perfecto.

—Eso espero, o tendremos que lidiar con los nervios de tu tía.

Daniel soltó una risita mientras su sobrina se colgaba de su brazo.

Cada año la condesa invitaba a decenas de jovencitas con la no tan oculta intención de casar a su hijo con una de ellas. Ese era su ferviente deseo, pero parecía ser que Reine Clifford, vizconde de Deerwood, no se daba por aludido. Sin quererlo, Alice desarrolló una especie de simpatía por el pobre vizconde. Ella le comprendía muy bien, pues tampoco quería ser expuesta en aquella subasta pública, disfrazada de reunión social, y ser sometida a un atento examen. Había eludido hablar del tema del matrimonio tanto como había podido, pero ese año su tía se había negado en redondo a plegarse a sus caprichos. «Acudirás a todas las reuniones y fiestas, y te presentaremos a todos los solteros respetables. No eludirás más tus obligaciones, Alice, tienes edad para ser una solterona». Las palabras de su tía Margaret aún resonaban en su cabeza y, para ser sincera, no les hubiera prestado la más mínima atención si estas no hubieran ido acompañadas por un torrente de lágrimas. La tía Margaret podía ser muy escandalosa cuando se lo proponía.

De todas formas, entendía que quisiera verla casada. Su matrimonio con el tío Daniel no había dejado descendencia y, si bien ello fue motivo de tristeza, siempre le habían dicho que Dios los había bendecido con una hija: ella. Así que era normal que la mujer quisiera verla bien casada y, sobre todo, que le diera nietos.

—No es tan malo —las palabras de tío Daniel la devolvieron a la realidad—. No es la primera cena de la condesa a la que asistes.

—Por eso mismo, sé quién estará y la clase de hipocresía que tendremos que aguantar.

Tío Daniel ignoró el comentario por completo.

—Además, jovencita —añadió con un exagerado tono pícaro—, podrás ver toda la cola de pretendientes que están dispuestos a batirse en duelo por ti y, de paso, la cara de deleite de tu tía cuando eso pase.

Ella soltó una carcajada.

—¡No bromees con eso! —fingió escandalizarse—. Ni siquiera sabes si algún caballero querrá bailar conmigo.

—Querrán, querida —dijo él en un tono jovial—. Siempre quieren.

—¿A pesar de mi afilada lengua y mi conversación poco adecuada?

Él le apretó la mejilla como si fuera una niña.

—A pesar de ello. ¿Cómo no iban a querer?

—Los hombres son aburridos, no se interesan por las mismas cosas que yo.

El vizconde de Welkins sonrió, pero no para burlarse de ella, sino porque estaba seguro de que haría gala de ese carácter rebelde que poseía, mortificando sin remedio a su querida tía.

—Alice, quizás sí se interesan por los mismos temas, pero les desconcierta que los saque a relucir una mujer.

—Entonces es que no les interesan las mujeres que piensan. Ya me lo temía.

Daniel Hastings no pudo evitar soltar una carcajada mientras sus ojos se inundaban de ternura.

Alice había tenido suerte en la vida. Cierto que había perdido a sus padres de niña, pero no pudo tener un tutor mejor que su adorado tío. Hasta tía Margaret era maravillosa y especial a su manera.

—¡Oh, tío Daniel! ¿No podría ser alguno como tú?

Le agarró la mano y él se la apretó con fuerza para infundirle ánimos.

—No te preocupes, tío —dijo ella finalmente decidida—. Haré un papel excelente.

—No lo he dudado ni por un segundo.

—Además, yo no seré el centro de atención, te recuerdo que la cena no se hace en mi honor, ni para que encuentre marido, sino para que el todopoderoso magnate de las finanzas pueda elegir una esposa.

Cuando hubo acabado de decir eso por su mente pasó una imagen del eterno soltero. Muchas decían que era guapo, inteligente y muy interesante, pero todas coincidían en que si se casaban con él deberían compartir su tiempo con su amante. Que no era una mujer, no. La amante se llamaba New London y era el periódico que hacía la competencia a su tío.

—Todopoderoso magnate de las finanzas… Por Dios, Alice, ¿de dónde sacarás este vocabulario?

Ella enrojeció con una sonrisita bailando en los labios.

—De los periódicos que me proporcionabas a hurtadillas, tío Daniel.

—Eres muy lista, hija mía —dijo, soltándole la mano. La miró con orgullo—. Eres la muchacha más inteligente que conozco.

A las jóvenes de su edad les gustaba escuchar que eran bonitas, y no es que Alice no se considerara bella, pero su tío estaba mucho más orgulloso de saberla inteligente, y eso a ella la deleitaba sobremanera.

Le sonrió coqueta.

—Eso no gusta a los caballeros.

—Si no aprecian eso es que son estúpidos y pueden irse al infierno.

—¡Tío Daniel! ¿De dónde sacas ese vocabulario? —exclamó, y ambos rieron—. No dejes que tía Margaret te sorprenda hablando de ese modo.

—Ella también opina lo mismo, aunque jamás lo expresaría con semejantes palabras —su semblante se puso serio—. Sabes que te quiere, y por eso quiere asegurarse de que tengas un futuro cuando nosotros faltemos. Casarte con uno de esos adinerados aristócratas es una inversión de futuro.

Sí, sabía que su tía pensaba así, pero su tío… Por como la miraba, estaba claro que quería algo más para ella. Y Alice también quería algo más. Quería…

—Vamos —él le tendió la mano, sacándola de sus cavilaciones.

Salieron del brazo hacia la escalera principal que conectaba con el piso superior. Miró el perfil de su apuesto tío, al que adoraba como a un padre.

Daniel todavía no se había posicionado a favor de su esposa en el asunto de si Alice debía casarse o no aquella misma temporada. Estaba claro que ya no era una niña, pero de ahí a que quisiera perderla y entregarla a otro hombre… simplemente no estaba preparado. Dios no había querido darles hijos, y se había llevado demasiado pronto a su hermano y a su esposa, los padres de Alice. Sin embargo, le había entregado a esa pequeña criatura, menuda y morena, que adoró desde el mismo instante en que llegó a su hogar, llenando los pasillos y estancias con una risa infantil y contagiosa.

—Tu tía quiere que estés radiante. Sabes que espera mucho de esta velada —dijo para acabar de convencerla.

—Sí, lo sé bien.

—Y sin embargo…

—Oh, no me malinterpretes, me divierto mucho en las reuniones y voy a hacerlo también en esta cena, solo que…

—Te hubiera gustado que tu tía no lanzara a los cuatro vientos que te está buscando marido.

Hubo un minuto de silencio mientras avanzaban por el pasillo.

—No creo estar preparada para casarme.

—Y no te casarás hasta que lo estés.

Ella le sonrió y besó su mejilla mientras le palmeaba las manos.

La voz estridente de una mujer llegó a sus oídos rompiendo el encanto de la dulce escena.

—¡Alice! Querida, sube a prepararte. He mandado un baño para ti y el agua debe estar enfriándose.

Alice miró con cariño a su tía y se dirigió hacia ella. Era una mujer que rozaba los cincuenta años. Era hermosa, con una piel nívea e inmaculada, apenas tenía arrugas, solo aquellas que se formaban alrededor de sus ojos cuando sonreía. Su hermoso pelo rubio estaba recogido en un moño alto. Alice la miró de arriba abajo ¿Sería algún día tan elegante como ella? El vestido verde resplandecía, era sencillo y plano por delante y abultado en la parte trasera como dictaba la moda. A pesar de que estaba impecable, Alice sabía que iba a cambiarse por lo menos tres veces de vestido antes de elegir el definitivo para la gran cena.

—Tranquila, tía Margaret, estaré resplandeciente —le sonrió con admiración. Quizás no tan resplandeciente como ella, pero se esforzaría—. No te avergonzaré, te lo prometo.

—Oh, corazón —Tía Margaret se fingió mortificada, llevándose una enguantada mano a la mejilla—. Yo nunca me avergonzaría de ti —dijo en un tono nada seguro.

Alice parpadeó, convencida de que eso no era del todo cierto. Si ella supiera de la existencia de sus artículos escandalosos... Pero había sido muy cuidadosa, no debía preocuparse por nada.

Finalmente subió los peldaños de la gran escalera central del vestíbulo a toda prisa. Al llegar a la altura de su tía la abrazó por un segundo y le dio un sonoro beso en la mejilla. Margaret la apartó pero una sonrisa dulce bailaba en sus labios y en sus ojos cuando se situó junto a su marido.

Sus tíos, ya solos, suspiraron al unísono.

—Nuestra pequeña se ha hecho toda una mujer.

—Sí, pero es demasiado delicada para lanzarla a los lobos, Margaret.

Ella, ofendida lo miró con disgusto.

—Querido, no la lanzo a los lobos, pero nosotros no estaremos siempre, debemos dejarla bien acomodada. Un día ya no estaremos.

Pero casarla iba a ser difícil, así que mejor si empezaban cuanto antes. No dijo en voz alta lo que ambos ya sabían.

—Ojalá encuentre a un hombre que no acabe con ese espíritu rebelde. Sería una lástima.

—¡Querida! —dijo su esposo divertido, fingiéndose horrorizado—, será mejor que nuestra fierecilla no te oiga o creerá que estás orgullosa de ese espíritu rebelde.

—Lo estoy —dijo ofendida—. Pero no le demos alas, o no la casaremos nunca.

Ambos suspiraron pensando en el porvenir de su sobrina.

Capítulo 3

 

Pobre del hombre que se crea con derecho de insultar a una mujer, ya sea por ignorancia o arrogancia. Pues la mujer es la criatura más rencorosa de la tierra y siempre, siempre, hará que se arrepienta.

J. Stewart

 

 

—Nada, lord Clifford.

De nuevo en el despacho, el joven Thomas no vio nada más que enfado en aquel rostro cuando las cejas de Reine se juntaron en un fiero ceño fruncido. Pero, si alguien miraba atentamente, vería mucho más. Impotencia por no poder conseguir lo que quería, y celos. El gran lord Clifford, propietario del New London, estaba celoso. Celoso de que alguien estuviera haciendo con su periódico lo que él no había conseguido hacer con el suyo.

De pie tras el escritorio, apretó los puños a ambos lados del cuerpo e hizo más evidente su rigidez.

Esa noche Reine vería al vizconde de Welkins. Daniel Hastings sin duda no soltaría prenda sobre su gran reportero anónimo. Pero la vanidad...

Enarcó una ceja. Quizás pudiera sacarle algo al orgulloso dueño del Sunday London si conseguía adularle lo suficiente. No le diría el nombre, por supuesto, pero solo necesitaba una pequeña pista. Un indicio que lo pusiera en el camino correcto.

El vizconde de Deerwood intentó relajarse y cruzó los brazos sobre su musculoso pecho. Sus pensamientos volvieron a centrarse en alcanzar sus metas, sus sueños. A Reine Clifford le hubiera gustado hacer un periódico objetivo, criticar a la clase a la que pertenecía. Los excesos de unos cuantos aristócratas hacían que todos los demás fueran el hazmerreír de la clase obrera. Reine hubiera querido que se avergonzaran y cambiaran. Provocar un cambio en aquella pomposa mentalidad arcaica. No era de extrañar que muchos lo vieran como un hombre contradictorio, un heredero del despotismo ilustrado, un Torqueville. Sin duda, no era eso lo que él pretendía. «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo»: eso no iba con él, pues creía que debía haber algo más, que no era posible que las cosas permanecieran inalterables mientras unos pocos disfrutaban de una riqueza que no se habían ganado y otros tantos debían trabajar de sol a sol para que la clase aristócrata tuviera unos privilegios que olían a un absolutismo rancio.

Cambió de postura y ahora cerró los puños a su espalda. Dio media vuelta y observó la actividad tras los grandes ventanales. Miró a hombres y mujeres trabajar. Eso siempre le relajaba.

A su espalda, el muchacho permaneció silencioso a la espera de un nuevo estallido de mal humor, o simplemente una nueva orden que él se apresuraría a cumplir. No obstante, Reine no dijo nada. Guardó silencio, pensando en su porvenir y su familia.

Era todo un hombre de éxito y, sin embargo, no podía hacer lo que le viniera en gana. Estaba claro que había amasado una fortuna por sí solo. Mientras sus compañeros de Eton se lo gastaban en clubes, juego y mujeres, él había trabajado por su sueño. Había conseguido grandes cosas que ciertamente no eran valoradas por los miembros de su clase. ¿Qué noble conseguía su fortuna con trabajo y esfuerzo? ¿Los avergonzaba? Quizás. Pero aquello era algo que le traía sin cuidado. Reine estaba orgulloso de sí mismo y siempre contaría con el apoyo de su familia. El de su padre, que lo adoraba, y el de su madre, que, por ser estadounidense, estaba acostumbrada a que la alta sociedad la mirara por encima del hombro, sin saber estos que la condesa de Colchester estaba muy por encima de ellos. Elizabeth Clifford era única.

A su madre no le importaba que él tuviera ese carácter emprendedor. Aunque, si tenía que ser sincero consigo mismo, quizás sería mejor tacharlo de déspota insufrible, un traidor a su clase.

Respiró hondo y sonrió sin humor. No le importaba ser así. Las cosas tenían que cambiar y, si no era por las buenas, debería darles un empujoncito a sus iguales. Y qué mejor arma que la palabra. Quería que el mundo le escuchara y para ello necesitaba vender periódicos. ¡Necesitaba un J. Stewart! O, al menos, privar a la competencia de alguien como él.

El señor J. Stewart lo hacía bien, encandilaba a la gente con su retórica, exaltaba a las masas y enfurecía a la nobleza con sus chismes —con mucho fundamento, creía él—. Hablaba de temas controvertidos, los mismos que él quería publicar en su periódico y no podía, por culpa de un socio capitalista demasiado estrecho de miras.

Sin duda el señor Daniel Hastings era más liberal que él, de lo contrario, no permitiría semejante escándalo en su editorial.

—Venden el doble de periódicos y es por las condenadas palabras de ese hombre.

Eso era un hecho. Meneó la cabeza con desagrado y cerró los ojos hasta que una voz lo sacó de sus ensoñaciones.

—¡Por Dios! Es una suerte que solo se meta con los políticos y todo aquel que posea un título nobiliario, porque si atacara a la reina tendrían la excusa perfecta para cortarle la cabeza.

Sin volverse frunció el ceño. No hacía falta verle para saber quién había llegado.

—Pero, como únicamente se dedica a despotricar contra los despreciables aristócratas, a quienes conoces tan bien, entonces qué mejor que buscarle para ofrecerle trabajo, ¿me equivoco?

Reine se dio la vuelta a desgana para enfrentar a su amigo. Dave Northon, marqués de Litchfield, lo miró, apoyado contra el marco de la puerta.

Una mirada inquisitiva perforó al recién llegado. Thomas se apartó un poco de donde se encontraba para admirar al caballero, que le guiñó un ojo con su encanto natural.

Dave era un hombre arrogante, un auténtico aristócrata orgulloso de serlo. Era encantador con las mujeres, con una fama de libertino exagerada por su hermosura. Sus cabellos castaños repeinados a la última moda, con un toque de brillo por culpa del exceso de pomada, no llegaban a rozar sus hombros. Iba impecablemente vestido, con su traje hecho a medida por el mejor sastre de Londres y un nuevo sombrero bailando entre sus dedos. Se había afeitado con esmero antes de salir a la calle. La pícara sonrisa no dejaba lugar a dudas: se estaba relamiendo ante la desesperación de su amigo y eso exasperaba a Reine como pocas cosas. Si para él el periódico era su vida, para el marqués era puro entretenimiento. Se enorgullecía de poder decir que participaba en ese proyecto, solo para desafiar a los de su clase, para dar un toque de excentricidad a su vida perfecta.

Pero le caía bien el condenado. Reine soltó el aire que, sin darse cuenta, había estado conteniendo. Si Dave fuera un poco más liberal podría hacer lo que le viniera en gana, pero eran socios a partes iguales y veía excesivo que algunas ideas radicales se plasmaran en papel y salieran en el New London. Pero, sin lugar a dudas, por muy anticuadas y conservadoras que fueran sus ideas, debía admitir que Dave Northon era, ante todo, su amigo.

Reine le sonrió sin humor.

—No me mires así —le dijo, viendo que el marqués lo observaba con atención—, tú también formas parte de esos a los que llamas «despreciables aristócratas». Como mi socio, perderás mucho dinero si no acabamos con ese reportero.

—¿Acabar con él?

—Ya me entiendes —dijo Reine, perdiendo el humor—. O trabaja para nosotros o que no trabaje, pero esto no puede seguir así.

—Vaya. ¿Y cómo piensas hacer que el pobre no trabaje?

Reine le lanzó una mirada de advertencia.