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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Sophia James. Todos los derechos reservados.

NOCHE PROHIBIDA, Nº 497 - febrero 2012

Título original: One Illicit Night

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-484-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Uno

Château Giraudon, Montmartre, París

Principios de noviembre de 1825

Lady Eleanor Jane Bracewell-Lowen no era capaz ni de discernir la forma del hombre que la llevaba. La densa niebla gris que la aletargaba le impedía ver la expresión de su rostro u oír la cadencia de sus palabras. El pánico era algo cada vez más tangible para ella, pero aun así intentó vencerlo para moverse y conseguir que la soltara. Vano intento. Nada en su cuerpo obedecía sus órdenes y la pesada peluca hecha una maraña que llevaba añadía una extraña sensación de dislocación.

¡Estaba desnuda! Lo sabía porque había sentido las manos de aquel bárbaro en la curva de sus senos y entre las piernas. Unas manos ásperas, embrutecidas de lujuria ante las que ni siquiera había podido volverse y protegerse. Una apatía insalvable se había apoderado de ella, como el aliento de aquel hombre que apestaba a licor y a dientes podridos.

—Eres demasiado bonita para ser una puta. Cuando acabes aquí, te trataremos como te mereces.

¿Puta? ¿Una puta? Aquella palabra atravesó la niebla como una lanza. Eleanor cerró los ojos ante semejante acusación. Era el único movimiento que podía hacer, ya que el vello de los brazos se le había puesto de punta por voluntad propia ante el frío de la noche.

—Yo… yo no soy… una puta.

Pero el sonido que salió de sus labios carecía de sentido, ya que era incapaz de otra cosa que no fuera un balbuceo absurdo.

Una puerta se abrió y por ella salió el calor del interior de la vivienda. Más allá de la oscuridad había un círculo de luz y una figura solitaria sentada a un escritorio, inclinado sobre un pliego de papel.

Monsieur Beraud os envía un presente, comte de Caviglione.

Eleanor reaccionó. ¡Era el hombre que había ido a ver! Quizás él pudiese ayudarla. Si por lo menos consiguiera hablar con claridad…

Por toda respuesta, silencio.

—Ha dicho que es nueva en el juego.

El hombre de las sombras se levantó. Era alto y rubio y su expresión era tan desconfiada como sonaron sus palabras. Tenía los ojos de un castaño intenso.

—¿Habéis mirado si lleva armas?

—He hecho mucho más que eso, oui.

La manta desapareció de pronto y Eleanor sintió que la dejaban sobre una cama.

Merde! —el exabrupto se oyó con claridad—. ¿La habéis desnudado?

—Para que estuviera lista, ya me entendéis. Se dice que lleváis mucho tiempo de abstinencia y la bilis del celibato puede volver irascible a cualquier hombre.

Unos ojos oscuros la miraron, pero Eleanor no pudo reunir la energía suficiente para protestar.

—Una puta preparada para su uso, mon comte, aunque si no es de su agrado el regalo, puedo llevármela…

—No, déjala.

El hombre rubio alzó una mano y unos gruesos anillos de oro resplandecieron a la luz mortecina de la vela.

Intentó parpadear, advertirle que todo aquello era un error, pero él apartó en aquel instante la mirada y todo quedó perdido.

Atractivo. Al menos eso sí lo tenía. Cerró los ojos y se dejó ir en el éter de la inconsciencia.

Cristo Wellingham esperó a que el criado de Beraud se hubiera marchado para cerrar las pesadas hojas de roble de la puerta.

Nunca había confiado en las cerraduras, pues alguien bien versado en el arte de abrirlas tardaría un momento en volverlas inútiles. Tampoco confiaba en que Etienne Beraud le hubiese enviado a aquella prostituta como regalo. El tipo era un canalla de doble filo, confidente de la policía francesa y aquel «regalo» era, sin duda, otro de sus intentos por ganarse su favor y beneficiarse del mundo que rodeaba al Château Giraudon.

Le parecía bastante poco probable que la chica fuese tan inexperta como Beraud decía, a juzgar por su boca de labios carnosos y el exagerado maquillaje. Olía a licor barato y a perfume rancio, de esa clase que vendían en los mercadillos, donde el Boulevard de Clichy moría sobre la Place de Blanche.

Aun así tenía que reconocer que Beraud había tenido buen gusto, ya que era una joven de gran belleza, con aquella melena larga de rizos rubios que seguramente no era suya, a juzgar por el modo en que brillaba a la luz del fuego encendido.

Tomó un solo mechón y lo dejó caer sobre su generoso busto de pezones rosados y algunas pecas.

Pecas. Dios. Inmediatamente dio un paso atrás, asustado de la intensidad del deseo que sintió de pronto. Beraud seguramente tenía sus razones al intentar usar cualquier medio para conseguir cerrar un acuerdo con él, ya que el amplio abanico de gente que pasaba por el château representaba una gran sección transversal de la sociedad parisina, de tal modo que reunir información sería para él infinitamente más fácil.

La chica se movió en su sueño y el mechón cayó de su seno. El cuerpo de Cristo reaccionó de inmediato y tuvo que aflojarse la ropa. La respiración de la muchacha era silbante y la mirada que había visto en sus ojos azules era como distante.

¿Drogas? ¿Vino? A juzgar por cómo le olía el aliento, debía ser lo segundo. Coñac seguramente, y en una dosis demasiado elevada para una mujer de su talla. ¿Y si se moría en su casa?

La agarró por una pierna y la sacudió rezando por que se despertara. Experimentó un enorme alivio cuando sus ojos volvieron a abrirse.

—¿Cómo os llamáis?

No es que aquella información le interesase en particular, pero si seguía hablándole quizás pudiera hacerse una idea de las intenciones de Beraud, y tal y como iba la incursión en política de Foray, podía resultarle más que útil.

La luz de la vela se reflejaba en sus ojos claros, pero permaneció en silencio.

Sensual. Mundano. Un gesto voluptuoso y erótico de un hombre acostumbrado al chantaje y la extorsión como medio de encumbrarse en el poder. ¿Por qué allí? ¿Por qué en aquel momento? La elección del momento no podía ser casual y se preguntó qué pretendería ganar Beraud aquella noche metiendo una mujer en su alcoba. Los códices en los que había estado trabajando estaban casi terminados. ¿Habría llegado a oídos de la policía francesa? La mirada de un ojo experto bastaría para desenterrar secretos que debían permanecer ocultos y poseía la experiencia suficiente para saber que los espías eran más eficaces cuanto más inesperada era su forma.

El reloj de la chimenea dio las once y de los salones de la planta baja le llegó la algarabía de la fiesta: risas femeninas, una botella que se descorchaba y el canto de hombres disfrutando libremente del sexo y el licor.

En otras ocasiones él había estado entre ellos, regalando avances a cortesanas que recibían con agrado sus atenciones. Pero de todo aquello distaba ya un siglo y el orgasmo había dejado de ser el opiáceo de su vida.

La muchacha se movió de repente y su olor se volvió penetrante. Era joven para haber sido tan maltratada y el gusto de Beraud en el arte amatorio nunca había sido sencillo. Dos marcas en el muslo izquierdo llamaron su atención: una quemadura con ampollas que parecía no pertenecer a una piel de alabastro como aquella. Cuando se inclinó hacia delante para tocarlas ella no reaccionó, sino que se limitó a mirarlo con los ojos entrecerrados.

Combien as tu bu, mon amour?

«¿Cuánto has bebido, cariño?»

Un murmullo que no logró descifrar fue su respuesta al volverse hacia él con un gesto claramente incitante en el modo en que dejó caer las piernas. Aquel movimiento fue acompañado por su intenso perfume. Los polvos que llevaba en la cara mancharon de beis sus inmaculadas sábanas blancas y se despreció a sí mismo por el modo en que su mano se negaba a obedecer la orden de dejar de tocarla. El calor de su seducción era un narcótico sin rival y su aura de chica inocente un incentivo más en su medio de trabajo.

Debería dejarla allí, salir y ordenar que alguien se encargara de echarla a la calle, pero le era imposible. Era el tacto de su piel lo que actuaba como un imán y la curva de sus caderas de las que nacían aquellas piernas largas y condenadamente perfectas.

Incapaz de pensar, alargó la mano para buscar lo que más oculto estaba y sonrió al ver cómo la joven arqueaba la espalda. Desde luego era una cortesana con ciertas habilidades, tenía que reconocerlo, pero sus músculos estaban más cerrados de lo que deberían estarlo los de una prostituta. Con un cuidado que a él mismo le sorprendió comenzó a acariciarla con el objetivo de que su placer fuera similar al suyo propio y que su cópula fuese algo completamente distinto al encuentro rápido y animal que seguramente Beraud tenía en mente. Cerró los ojos para no ver los afeites de su profesión y su falsa peluca, y fácilmente consiguió imaginarse otras cosas… cosas que eran ciertas y buenas y que pertenecían a un mundo que antes era suyo, antes de que sus pecados lo cambiasen.

Voló a aquel momento, años de vida en París concentrados en sus manos, acariciando con cadencia y vigor, buscando su respuesta, provocándola, empujándola a alzar las caderas.

Algo le estaba pasando, algo pavoroso, exquisito y carnal. Ya no podía seguir inmóvil y tensa cuando todas las fibras de su ser gritaban de necesidad.

Mal. Todo aquello estaba mal, pero una fuerza incontenible la arrastraba.

Más. Quería que se moviera más, que llegara más dentro, y no pudo contener el gemido que se le escapó entre los labios ni el pálpito de su piel donde él la tocaba. Un maestro interpretando música en su cuerpo, borrando la rigidez del miedo y reemplazándolo con serenidad y deseo. Todo. Sin retener nada. Rendición incondicional.

—Sh…

Intentaba mantenerla inmóvil, pero ella no podía calmarse, necesitaba llegar al final de su necesidad.

«No os detengáis».

Con los ojos cerrados se dejó llevar por la sensación que desbarataba todo lo demás, abandonándose a la exigencia que la hundía en el colchón y que le arrancaba la vida y el honor.

La sintió culminar, sintió que sus músculos le rodeaban espesos por el éxtasis, sin aliento. ¡Agotada y repleta!

Ahora era suya. Dios, Beraud le había medido bien, pensó mientras se desabrochaba los pantalones y se preparaba para montarla. Estaba húmeda y lista, entregada a él de una manera que despertaba un apetito insaciable en él. Se colocó sobre sus piernas abiertas y abrió sus labios para penetrarla.

El calor del interior de su cuerpo le llegó hasta el alma misma, pero tropezó con una barrera que de ninguna manera había esperando descubrir allí.

¿Virgen?

La noción fue como un fogonazo que no sirvió para detenerle, aunque lo hubiera pretendido, y la semilla que casi nunca depositaba en mujer alguna se derramó caliente en su vientre.

Una prostituta virgen. Un engaño. Sus pensamientos despertaron al salir de ella, dejando el líquido de su sexo sobre su piel.

La muchacha se había vuelto de costado con los ojos cerrados en lánguido abandono, que en él iba cobrando visos de ira. La corrupción de una inocente le hizo maldecir.

¿Quién diablos era aquella mujer? ¿Quién demonios le había hecho algo así… a él, y a ella?

Dios bendito… después de llevar años trabajando para los servicios de inteligencia, ¿era capaz de caer en algo así? Una oleada de culpa y arrepentimiento le sacudió al comprender que no había contado con el consentimiento sagrado en cualquier relación. Él jamás había empleado la fuerza para yacer con una mujer y la virginidad era un don que debía protegerse y entregarse con pleno conocimiento. Volvió a maldecir, insultando a Beraud por haberle enviado una prostituta virgen y empapada en coñac que desconocía por completo aquel negocio.

Más preguntas acudieron a su mente al ver brillar de pronto un medallón en la almohada, un colgante de oro que había quedado al descubierto al retirarse el cabello. Se lo quitó del cuello y acudió con él a la luz, y de inmediato supo que el pasado acababa de darle caza.

Engañado. Expuesto. Otro eslabón de la cadena que le ataba allí, lejos de la buena sociedad y marcado para siempre por la vergüenza.

Eleanor sintió que flotaba en un extraño desequilibrio y abrió las manos para agarrarse a la sábana blanca sobre la que descansaba.

Desnuda. Estaba desnuda, aunque tal consideración no era nada comparada con la certeza absoluta y repentina de lo que había ocurrido. Seguía manteniendo los ojos cerrados y deseó no volver a abrirlos jamás.

—Sé que estáis despierta —oyó decir en francés.

A pesar de no querer hacerlo, volvió la cabeza.

—¿Por qué llevabais esto?

Lo encontró sentado en una silla con las piernas estiradas delante y el medallón de su abuelo colgando de los dedos. El labrado del metal reflejaba la luz de la vela y creaba un arcoíris en el techo. Tenía los pantalones y la camisa desabotonados, y a pesar de la situación no pudo dejar de contemplar la imagen nueva para ella del pecho de un hombre.

Retazos de lo ocurrido en la última hora le llegaban a la memoria y sintió que las mejillas le ardían, y aunque le vio mirar la unión de sus piernas supo que el único sentimiento que provocaba en él en aquel momento era ira.

—¿Quién diablos sois?

Una ramera. ¡Habían hecho de ella una ramera!

Cristo le puso una mano en el estómago y a pesar de todo, a pesar del espanto de aquella situación, sintió que todas las fibras de su ser volvían a despertarse con aquel gesto.

—Pero ser una mujer sin experiencia os mostráis sorprendentemente bien dispuesta.

Eleanor volvió la cara. Desde lo que debía ser la planta baja llegaban gritos, copas que caían sobre superficies duras a resultas de la embriaguez.

Un burdel.

Estaba en la cama de un burdel con el hombre que la había desflorado.

Una lágrima solitaria se deslizó por la mejilla y fue a desaparecer en el terciopelo burdeos de la almohada. Su ristra de maldiciones en francés le confirmó que él también lo había visto.

¿Lady Eleanor Bracewell-Lowen? Inglaterra y el rancio mundo de la buena sociedad quedaban lejos, muy lejos de allí.

Dos

—¿Quién sois? —repitió Cristo, sosteniendo el medallón en la mano y con la voz incierta. Detestaba el miedo que estaba viendo en su rostro. Ojalá la hubiera dejado allí y se hubiera limitado a salir hasta que se marchara. Pero la vida había dejado de ser sencilla para él. Beraud se la había llevado. ¿Y si aquella mujer sabía algo de su pasado? Durante años había mantenido a salvo sus secretos, pero tras haberse apoderado de su doncellez sentía que le debía algo.

Pasó otro minuto y otro más, pero ella seguía sin hablar, y la furia goteaba como el pus de una herida infectada.

Decidió valorar sus opciones.

No parecía dispuesta a hablar y él ya no sentía necesidad de conseguir que lo hiciera. Temblaba porque el fuego se había apagado hacía rato y el frío de aquellos primeros días del noviembre parisino se había colado en su cámara.

Desplegó un edredón de plumas de ganso que tenía en una silla y la cubrió con él. Un pie se le quedó fuera y lo cubrió.

Las primeras luces del alba empezaban a despejar la habitación y las campanas del Sacré Coeur reverberaban en aquellas almas que aún creían en la bondad de Nuestra Señora. Rascó una cerilla para encender un puro y sus volutas de humo ascendieron por la rácana claridad, otro recordatorio más de en qué se había convertido.

Mon Dieu, et quel bordel tout ceci.

«Dios mío, en qué lío de mil demonios estoy metido».

Vio que el edredón se movía. La joven intentaba incorporarse.

—¿Seríais tan amable de darme algo de beber? Oír aquellas palabras le hizo palidecer porque la dignidad que palpitaba en ellas era innegable. Le sirvió una copa y aunque ella le dio las gracias, él siguió sin poder emplazar su acento.

—¿Por qué estáis aquí?

Ella siguió sin querer hablar, pero al ver unos reflejos de culpabilidad brillar en sus ojos claros sintió que su sentimiento de culpa crecía también.

—No sabía que no habíais conocido varón — le dijo intentando explicarse—. En este lugar nunca hay inocentes y cuando me he dado cuenta de que vos lo erais, ya se había hecho demasiado tarde.

A duras penas podía calificarse de disculpa, pero no era capaz de nada más.

—En ese caso, ¿me dejaréis marchar, monsieur?

Ojalá la hubiera sacado de allí antes de que la necesidad de su cuerpo hubiera sido ingobernable.

—¿Dónde están vuestras ropas?

—Abajo. Tomé una copa… más de una.

—¿Llegasteis con las… con otras mujeres? Ella asintió.

—¿Y la cadena?

—Se la regaló a mi tía un caballero inglés al que había servido bien. Una baratija que no era de su gusto. A mí sí me gustaba y ella me dijo que si la acompañaba esta noche podría quedármela, si la noche salía tal y como esperaba…

—¿Vuestra tía es una de las mujeres que hay abajo?

Ante tal explicación Cristo apretó el medallón en la mano y sintió que el escudo de armas labrado en él se le clavaba en la palma. ¿Era posible tal coincidencia? Tras casi una vida de engaños sabía que no podía ser el caso. ¿Conseguiría hacerla hablar ahora que estaba ya más sobria? El corazón le latía desaforado al preguntarse lo que Beraud podía haber intuido sobre el significado que ocultaba aquella divisa.

«Sigue hablando», se dijo Eleanor cuando la niebla de la bebida que le habían obligado a ingerir empezaba a despejarse y comprendía que tenía que sobrevivir. El terciopelo oscuro de sus iris se había vuelto más intenso. Sólo era para él una prostituta que comerciaba en un mercado al que podía acudir en innumerables ocasiones puesto que la mercancía podía ofrecerse muchas veces, tan poco valiosa la primera vez como la vigésima.

Tenía que intentar ver si aún podría salir de allí con su nombre intacto.

—No creo ni una palabra de cuanto decís. ¿Trabajáis para Beraud?

—¿Beraud?

—De la policía de París. El hombre que os envió a mi habitación.

—No sé quién es. Yo vine aquí con mi tía y… Le impidió seguir hablando con tal sólo alzar la mano.

—Mentís, mademoiselle, y quiero saber por qué. O a lo mejor preferís uniros a los de abajo y continuar con vuestro comercio —sugirió, levantándose de la silla y acercándose a la ventana—. Podríais obtener unos ingresos extras con el tipo que os trajo aquí. Sin duda se mostraba muy interesado.

El miedo se hizo palpable en su voz.

—Creo que preferiría quedarme con vos, monsieur.

Su sonrisa estaba desprovista de humor.

—Tened cuidado, ma cherie, de expresar tales deseos, porque son muchos en este juego los que no os ofrecerán el lujo de daros a elegir.

Eleanor apretó los puños bajo el edredón. «Como vos no me lo habéis dado». Estuvo a punto de decir.

Una perdida.

La palabra había quedado escrita con la sangre que había manchado las sábanas y la risa que provenía del piso de abajo parecía burlarse del silencio que había entre ellos, de la extrañeza. Le vio tomar una copa para volver a dejarla boca abajo, sin usar.

Isobel la había puesto sobre aviso de la intemperancia de los hombres como aquél cuando llegó a París, pero las cautas advertencias de su amiga habían quedado sepultadas por la necesidad. Su abuelo le había dado instrucciones para que se asegurara de que aquella carta llegase a las manos adecuadas.

—El conde de Caviglione en el Château Giraudon. Entrégale este carta sólo a él, hija mía— le había dicho una y otra vez, mientras su vida se apagaba—. Sólo a él. Prométeme que lo harás así, porque es un buen hombre, en el que se puede confiar y necesita saber la verdad.

Con qué inocencia se había imaginado que podría sin más plantarse ante la puerta del Château Giraudon y preguntar por su señor, o esperar la dignidad y el decoro que los hombres honorables de la corte de Inglaterra le habrían dispensado. Su vestido estaba un poco ajado, pero la peluca era de las mejores y se la había comprado justo antes de salir de Londres. Quizás se debiera a la presencia de las mujeres instaladas allí, sus ropas de colores y sus generosos bustos lo que había provocado la ilusión de algo que allí, en París, debía ser normal.

Les había costado menos de una hora a la gente de la planta baja conseguir que bebiera más coñac que en toda su vida junta mientras esperaba, esforzándose por no mostrar el nerviosismo que sentía.

Dios, si el conde hubiera aparecido antes le habría entregado la misiva y se habría marchado sin más como pretendía. Una nieta fiel a su abuelo que cumplía con una de sus últimas voluntades. ¿Y ahora? No se atrevía a hacer nada que pudiera despertar todavía más las sospechas de aquel hombre con todo lo que había pasado entre ellos, porque si llegase a descubrir su verdadero nombre…

La incipiente luz del amanecer le iluminaba el perfil. Era casi tan joven como ella, y al menos eso la satisfizo un poco.

—¿De dónde sois?

Sus palabras contenían la desconfianza y la precaución de alguien acostumbrado a la traición. Le vio posar la mano derecha sobre el muslo y reparó en que le faltaba el dedo meñique.

—¿Habláis inglés?

Había cambio de idioma y su acento era pura aristocracia. El cambio la hizo ponerse a la defensiva ante aquel velo de misterio que ocultaba la verdad. ¿Quién era? ¿Por qué le preguntaba eso? Tragó saliva antes de contestar.

Pardon, monsieur, no entiendo lo que dice. Intentó que sus palabras sonaran con la cadencia de las criadas de Bornehaven, el francés provenzal tan fácil de imitar. Las líneas de sus hombros se relajaron.

—El sur queda muy lejos de París, ma petite. Si necesitáis dinero para volver a casa…

Saltaba con suma facilidad del inglés al francés.

Contestó que no con la cabeza. Aceptar dinero sería quedar en deuda, y ya que carecía de cualquier cosa que sirviera para comerciar excepto su cuerpo, tenía que andarse con cuidado.

—Pues si estáis decidida a quedaros en la ciudad, a lo mejor podemos llegar a un acuerdo vos y yo.

El fuego de su mirada la estaba calcinando.

Eleanor se apretó contra el cabecero de la cama cuando le vio acercarse.

—¿Acuerdo?

—Vuestro modo de trabajo es, digamos… inseguro. Yo podría ofreceros un futuro menos incierto.

—¿Incierto?

Él se echó a reír. Tenía unos dientes muy blancos y Eleanor reconoció el poder de la belleza, intenso e innegable, que los ojos de él parecían definir con arrogancia y autoridad. No era un hombre al que se pudiera tomar a la ligera, pero no era el exterior lo que la tenía casi hipnotizada, con una especie de tristeza oculta tras el desenfado con el que se comportaba.

Se detuvo frente a ella y le pasó el pulgar por la mejilla. Sin fuerza. El corazón se le aceleró.

—Aunque si de verdad deseáis que pare, mademoiselle, lo haré.

Y hablaba en serio. El honor afloraba en los lugares más inesperados, se dijo, y el silencio se extendió entre ellos.

Debería apartarse. Debería decir que no con la cabeza y ponerle punto final a todo, pero estaba presa de sus ojos, con los pezones endurecidos y el deseo agarrado al vientre.

¡El conde de Caviglione!

Su abuelo le había dicho que era un buen hombre, digno de confianza, un hombre relacionado con el duque de Carisbrook…

El que hace un cesto, hace ciento, se dijo.

¿Qué más daba cuando la urgencia que sentía su cuerpo era irresistible y el daño ya era irreparable?

No se inmutó cuando él apartó la sábana para dejar sus pechos al descubierto, el frío sumándose al deseo.

La colcha era de color vino cosida con hilo de oro, y sintió sus pequeños montículos cuando él fue deslizando la mano hasta llegar a su cuello. Encima de la cama había una red de gasa sujeta con un lazo a una pieza pintada en plata antigua. Más arriba de todo ello había un espejo que captaba sus movimientos a través de un velo de muselina en el que se podía ver el perfil de sus senos.

El reflejo del hombre que tenía sentado a su lado, con aquellos ojos tan negros como la noche y su magnetismo le dejaba pocas posibilidades de rechazarlo. El pelo le llegaba más allá de los hombros, era casi de hebras de plata y alargó la mano para tocarlo.

Él sonrió sin falsa modestia y los distantes sonidos de un París que despertaba les llegaban muy lejos.

—¿Cuántos años tenéis?

—Dieciocho.

Él le hizo volver la pierna hacia la luz.

—¿Qué es esto?

Los círculos de piel quemada le dolieron al contacto.

—Es que no quería que me desnudaran.

—El pudor en una prostituta es poco habitual.

—Es que tenía frío.

Se echó a reír, en aquella ocasión con libertad. De un cajón de la mesilla sacó un paño limpio que untó en un ungüento que tenía en una lata y se lo aplicó cuidadosamente, lo que apaciguó el dolor. Cuando terminó no apartó la mano sino que la deslizó por su pierna. La piel se le erizó.

—¿Cuánto os han pagado?

La pregunta fue casi una caricia.

Ella permaneció en silencio. No tenía la más remota idea de a cuánto podía ascender la remuneración que percibiese una dama de la noche.

—Lo triplico.

—¿Y si me niego?

—No lo haréis.

Un inesperado griterío la sobresaltó.

—La fiesta seguirá aún durante algunas horas —le dijo él—. Y las señoritas de Beraud son bastante inquietas. Elegid, ma petite.

Ella le tomó la mano, delgada y elegante, de uñas perfectas y limpias.

—Estoy a vuestro servicio, monseigneur. Había oído a algunas de las mujeres de la planta baja utilizar esa frase en los salones del Château Giraudon. Su seguridad radicaba en lo bien que fuese capaz de interpretar su papel, y se humedeció los labios con la lengua del mismo modo que hacían las mujeres de abajo, despacio, mirándolo directamente.

Sus ojos eran miles de veces más sabios que él, con aquel chocolate derritiéndose sobre destellos de ámbar. El peligro, la distancia y el férreo control, la despreocupación de la juventud a pesar de la amenaza… decidió correr el riesgo con aquellas manos y aquellas palabras de un hombre que no había disculpado los actos de otro que le había hecho daño.

—En lugar de un pago os pediría una promesa. La escuchaba muy quieto.

—La promesa de que cuando llegue el día me facilitaréis la salida de este lugar en vuestro carruaje y me dejaréis ir donde me plazca sin hacerme preguntas.

Él asintió.

—¿Escaparéis a París, mademoiselle?

Se limitó a sonreír mientras él apartaba el cobertor y una de las plumas blancas del relleno se salía e iba a parar sobre su vientre. Se inclinó para soplarla y cuando su cálida respiración le rozó la piel sintió que se quedaba sin aliento. Un latigazo de pasión le hundió la cabeza en la almohada e hizo que la sangre le latiera en los oídos, nublando cualquier otra percepción excepto el deseo que le palpitaba por cada poro de la piel.

—Quizás os esté causando un perjuicio, ma petite, permitiendo que dejéis París y una profesión que parece ser vuestro medio natural —concluyó con una sonrisa descarada, al tiempo que dejaba caer el cobertor de la cama al suelo.

No debería haber seguido adelante con aquel juego, pensaba Cristo, pero sus palabras ofreciéndole todo habían sido para él un poderoso afrodisíaco:

«Estoy a vuestro servicio».

Con veintitrés años que tenía ya no podía decir que fuese un santo, y si el demonio iba a tentarle para que entrase en el infierno, estaba dispuesto a correr el riesgo. Estaba listo y rebosante de deseo, y el perfil de su erección se dibujaba nítidamente en los pantalones de un modo casi… desesperado.

Ojalá se le hubiera ocurrido ocultarlo, ocultar el poder que ella tenía sobre su cuerpo, pero no podía hacerlo ya; además el reloj había dado las siete y el momento de cumplir su promesa de libertad se acercaba.

—¿Cómo os llamáis?

De pronto sintió la necesidad de conocer parte de la verdad.

—Jeanne.

Lo dijo tan en voz baja que apenas lo oyó. ¿Jeanne?

Escribió las letras de su nombre con la lengua en su vientre y luego con un dedo. El vello de su brazo derecho se erizó, y reparó en que no era tan pálido como el de su cabello, sino casi castaño. Vio cómo sus pezones se enardecían al contacto con sus manos y el palpitar de su pulso en la garganta se aceleró bajo las últimas pecas de verano.

Tan delicada y tan frágil; sólo una muchacha al borde de la edad adulta. Deslizó la mano hacia abajo para llegar a la unión de sus piernas, húmeda, caliente y cerrada.

Siguió luego por sus muslos y la curva de las caderas, haciéndola reconocer con su exploración lo hermosa que era. No sólo una prostituta, la distracción de una noche o una moneda de cambio.

Sus labios se entreabrieron y la respiración se le aceleró al volver a acercarse a su centro para abandonarlo en el último momento y no satisfacer aún su deseo. Pero lo sintió. Lo sintió en el modo en que sus caderas se elevaron y su carne se inflamó de necesidad.

El sudor le perlaba la piel encima de la boca y la frente antes de que acercara los labios a la unión de sus piernas.

Aquella vez sí que gritó por la sorpresa al sentir que su lengua la acariciaba, paladeando el buen vino que manaba de aquel lugar, y sintió que se aferraba a sus cabellos reteniéndole allí como la llama retiene a la polilla.

El fuego de la juventud, el sexo y la pasión. La lujuria de cien días de abstinencia y muchos años de cautela. El recuerdo de lo que era sentirse libre. Bebió de todo ello como un hombre que saliera del desierto hasta que lo único que quedó fue ella.

Su piel. Su olor. La sensación de tener sus manos enredadas en el pelo, reteniéndolo.

—Jeanne —musitó, y cuando no vio reconocimiento alguno en sus ojos azules, supo que aquél no era su verdadero nombre.

Pero no podía importarle porque ella estaba allí, y él estaba allí, y su sangre en las sábanas era más real que cualquier falsedad.

Moldeó sus pechos con la palma de la mano y apretó con suavidad, y su abundancia se escapó entre el pulgar y el índice. En aquello no era una niña.

Se acercó a su rostro y reteniéndolo entre las manos la besó en la boca, sorprendiéndose a sí mismo con aquel deseo, y cuando su resistencia se hundió, lo sintió como una bendición. Su lengua, sus mejillas, su rostro en las manos volviéndose hacia él, su sabiduría frente a ella, la certeza, la necesidad de poseer, de retener, de afirmar.

Cuando se desabrochó los pantalones y la colocó en su regazo, ella no se resistió, y sintió el extremo de su sexo detenerse un segundo antes de penetrarla, recibió con agrado el dolor apoyando la cabeza en su hombro. Rindiéndose. Plegándose. Todo olvidado excepto la pesada rigidez de su miembro dentro de su cuerpo.

—Ah, cariño…