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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El otoño de las mariposas

Título original: The Fall of Butterflies

© 2016, Andrea Portes

© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Traductor: Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Calderónstudio

 

ISBN: 978-84-9139-002-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Segunda parte

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Tercera parte

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Agradecimientos

 

 

A mi hijo, Wyatt, que es mi sol, mi luna y mis estrellas.

Y a mi marido, Sandy, que es mi montaña, mi océano y mi aurora boreal.

 

Primera parte

Capítulo 1

 

Seguro que nunca pensasteis que estaríais sentados a la mesa de los frikis. No pasa nada. Te acostumbras. Creedme.

Pero aquí tendréis ciertas responsabilidades, así que vamos a dejar las cosas claras.

Hagamos un repaso a la mesa, ¿de acuerdo? En el sentido de las agujas del reloj… El alérgico a los cacahuetes, la chica del aparato en los dientes, el TOC y yo. Probablemente os estéis preguntando por los nombres. Mirad, no voy a endulzároslo. No os los digo por una razón. Ya os lo explicaré. En serio, ¿por qué me metéis prisa?

Puede que tengáis que cuidar de estas personas cuando yo me haya ido, ¿vale? Por ejemplo, la chica del aparato en los dientes es bastante fácil. Y, sinceramente, el alérgico a los cacahuetes también. Salvo porque hay que asegurarse de que no tenga frutos secos cerca, ni siquiera piñones, en serio. Si come frutos secos, se hincha como un pez globo y tendréis que pincharle la epinefrina en el muslo o se morirá. No exagero. Se morirá literalmente. No os preocupéis. Ya os enseñaré cómo hacerlo antes de irme.

En realidad el TOC es el único a quien hay que vigilar. Lo que pasa es que, si no colocas en fila el salero, el pimentero, el bote de kétchup y el de la mostaza, pero en fila exacta, paralelos al borde de la mesa y justo en el centro de la misma, pues bueno, se pone como loco, empieza a llorar y a temblar y a gritar que vamos a morir todos. Pero no pasa nada, porque toma medicación. Aunque, claro, a veces se le olvida tomar dicha medicación y entonces la colocación de los condimentos conducirá al fin del mundo, así que es mejor colocarlos bien desde el principio. ¿Por qué arriesgarse?

Ya os podéis imaginar que tanto frikismo junto en un mismo lugar puede tener como resultado cierta cantidad de palizas. Pues sí, imagináis bien. Pero no pasa anda. Normalmente soy yo la que se lleva la peor parte. Para eso estoy aquí. Y de hecho es la razón por la que acabé aquí. Yo solía ser una adolescente normal que odiaba el instituto y que deambulaba por ese experimento que es la escuela pública. Era una especie de purgatorio. Un lugar seguro.

Pero digamos que perdí la cabeza en décimo curso y decidí defender al alérgico a los cacahuetes después de que le hubiesen pegado a la espalda por enésima vez un cartel en el que ponía Alergia al pene. Lo que pasó fue que intentó defenderse. Y eso no lo permitían los deportistas, que obviamente disfrutaron muchísimo metiéndolo en el cubo de basura más cercano y haciéndole rodar por el pasillo entre cuarta y quinta hora.

Mirad, es que no sé qué me pasó. Pero, fuera lo que fuera, sucedió como un torbellino. En la primera parte del torbellino les grité y les llamé neandertales con el cociente intelectual de un bloque de cemento. En la segunda parte del torbellino me metieron a mí en el cubo de basura y me hicieron rodar por el susodicho pasillo entre cuarta y quinta hora. Y en la tercera parte del torbellino acabé sentada a la mesa de los frikis hasta la eternidad. No importa. ¿Queréis saber un secreto?

Me gusta estar aquí.

Este es mi lugar.

Sí. La mesa de los frikis. Genial.

Al menos aquí no tengo que explicarme sin usar tecnicismos o fingir que me importa el fútbol o hablar sobre los beneficios y los inconvenientes de la laca para el pelo. Aquí es aceptable quedarme mirando al vacío durante una hora entera y nadie me molesta. Lo único que tengo que hacer es asegurarme de que en la mesa no haya cacahuetes, de que los condimentos estén en fila y de que no haya nada demasiado fibroso que se pueda quedar atascado en el aparato. Es fácil, ¿no?

Yo me habría quedado aquí de buena gana. De verdad que sí. Para siempre.

Ahora mismo el TOC y el alérgico a los cacahuetes están poniéndose poéticos hablando del año que viene. Hablan de lo que pasará cuando yo vuelva de la Costa Este, llamándola la Costa Peste, dicen que comeré rollitos de langosta y que diré cosas como «querida, qué velada más encantadora», y que me acosará algún Kennedy. La chica de la ortodoncia cree que será mejor invertir en muchos blazer azul marino y tal vez inventarme un blasón familiar.

Y no tengo agallas para decirles la verdad. No tengo agallas para decirles que no volveré. No tengo agallas para decirles que tengo un plan con tan solo dos puntos. Pero a vosotros os lo diré, ¿de acuerdo? Siempre y cuando me guardéis el secreto. ¿Preparados? Es un plan muy sencillo, en serio.

1) Mudarme a la Costa Este.

Y…

2) Suicidarme.

Capítulo 2

 

¿Queréis saber lo que ocurrió?

Bien. Puedo explicarlo todo.

Es por el «debería».

Sí, esa palabra. Por eso pasó todo.

¿Os parece una locura? Por poco tiempo. Lo entenderéis cuando os cuente toda la historia. Y es una historia que os va a encantar.

Así que sí. «Debería».

Si tiene que ver con «debería» o con «tiene que ser», entonces sin duda estáis tratando con mi madre.

Si tiene que ver con «así son las cosas», ese es mi padre.

Y esas cosas nunca, jamás, son suficientemente buenas.

No. Para mi madre no.

Aunque ella ya ni siquiera vive aquí. Vive en Francia. A las afueras de París. En Fontainebleau. En el bosque de Fontainebleau. Sí, de hecho es un hada. ¿No os parece como si fuera una fábula? Pues esperad, que ya llegaremos a eso.

Si pensáis que mi padre y yo vivimos en París, o en Francia, o en Fontainebleau, pensáis mal. No, nosotros venimos de un lugar muy glamuroso del que quizá nunca hayáis oído hablar. Es lo más. El último grito. ¿No sabéis de qué lugar hablo? Bueno, pues allá va.

What Cheer, Iowa.

Sí, habéis oído bien. What Cheer, Iowa. Que viene a significar «Qué alegría». Quizá penséis que me he distraído mientras hablábamos, me he girado hacia la persona que está sentada a mi lado y le he dicho «¿qué?», y esa persona ha respondido «Alegría», pero no. No. Ese es el nombre del pueblo. What Cheer.

Hay muchas teorías sobre el origen del nombre. Yo estoy bastante segura de que la razón principal es la de confundir a todos cuando les digo de dónde soy.

La historia que a casi todos les gusta contar es aquella en la que, en tiempos remotos, todo el pueblo –y quiero que os imaginéis a un puñado de gente con mono, quizá alguno con una pipa hecha con una mazorca de maíz, otro con una cuerda a modo de cinturón, y también un caballero anciano vestido de negro con el pelo blanco como George Washington– reunido en el ayuntamiento para pensar el nombre del pueblo. No se ponían de acuerdo. Empezaron a insultarse. A acusarse. Puede que incluso se lanzara alguna silla.

Al final se convirtió en tal caos que la única persona respetable allí, que supongo que sería el del pelo de George Washington, declaró:

—¡De acuerdo! El próximo que entre por esa puerta, lo primero que diga, ¡ese será el nombre del pueblo!

Y entonces, sin previo aviso, un viejo vagabundo solitario entró en la sala. Supongo que ese fue el momento en que todos se quedaron callados. Puede que incluso pasara por delante una planta rodadora. Quizá hasta los ratones se quedaron helados esperando. Un amable pueblerino dijo «Adelante, señor. Tome asiento». A lo que el vagabundo respondió, «¿Qué silla?». Pero nadie pudo oír nada, porque se habrían dejado la trompetilla en casa o algo así, así que creyeron que había dicho «¡Qué alegría!». Y he aquí la fuente principal de mi malestar. What Cheer, Iowa.

A la gente del pueblo le encanta contar esa historia. La cuentan con auténtico brío. Cuando llega la frase final, todos se ríen y sacuden la cabeza fingiendo no haberla oído mil veces antes.

Sí, claro, yo puedo contar esa y un millón de historias más sobre What Cheer que harían que en el pueblo estuviesen orgullosos, pero por ahora centrémonos en el hecho de que la población es de 646 personas. En realidad 645, si me contáis a mí.

Porque ahora mismo, si me estáis viendo, voy en un tren. ¿Me veis? Soy la pelirroja de pelo ensortijado y boca graciosa. No os riais de mi boca; todo el mundo tiene que tener una y a mí me tocó una rara. Rara no, exactamente, sino grande. Tengo la boca grande. En todos los sentidos. Para empezar, es grande de manera literal, y para continuar la abro mucho, pregunto mucho, quizá demasiado, sobre todo tipo de cosas. Pero lo que quiero saber es qué fue primero. ¿La boca grande o la bocazas? No puedes ir por la vida con una boca como esa y, por defecto, no acabar usándola para preguntar muchas cosas que la gente piensa, pero que nadie quiere decir. Si hubiera nacido con una boca fina, como Kristen Stewart o algo así, seguro que estaría siempre callada y sabría cuál es mi lugar. Seguro que vestiría de beis. Seguro que nadaría en beis.

Pero no fue eso lo que ocurrió.

Lo que ocurrió fue que me tocó esta boca graciosa, que por decreto de la existencia humana me convirtió en una «bocazas». Y además me tocó un padre arruinado, porque mi madre y él están divorciados. Así que, si empiezas con una niña sabihonda, la crías en un lugar llamado What Cheer y no le das dinero (Gracias, familia arruinada), acabas con alguien como yo. Una chica que viste ropa de segunda mano y no para de hacer preguntas.

Lo llaman «extravagante».

Yo lo llamo «si no llevara ropa de segunda mano, vestiría con un barril de pepinillos».

Si hubiera nacido con una boca pequeña y una familia rica, podría haber vestido de beis hasta el día del juicio final.

Podría haber tenido el pelo liso y haber dicho cosas absurdas como: «¡para hacerte la pedicura en casa, embadúrnate los pies con un gel hecho de huevos de dodo que cuesta mil dólares!». Como esa famosa que tiene ese blog de estilos de vida. ¿No os habéis dado cuenta de que esa rubia de cara pálida no para de hacer el ridículo? Ya sabéis de quién estoy hablando. Admitidlo. Tengo una teoría, y no es que esa mujer sea inalcanzable o demasiado privilegiada o demasiado trascendente. Mi teoría es que simplemente es tonta. Ya está, ya lo he dicho.

Pero esta no es su historia. Dios, eso sí que sería un tostón.

No, esta es la historia de una chica de What Cheer, Iowa.

Y el tren ha abandonado la estación. Literalmente. El tren ha salido de la estación hace quince minutos y yo me voy a conquistar el mundo. Y por «conquistar el mundo» me refiero a acomodarme tranquilamente en una tumba que yo misma he creado y después ponerle fin a todo con un acto dramático. Aún estoy puliendo los detalles, por cierto. Querría ver el terreno antes de tomar decisiones precipitadas.

Diría que me he pasado el ochenta por ciento del año sentada ahí entre el TOC, la del aparato en los dientes y el alérgico a los cacahuetes intentando decidirme. ¿Cuál es la mejor manera? ¿Cuándo debería hacerlo? ¿Debería ser algo discreto, donde nadie se entera hasta que alguien me encuentra, por ejemplo entre las estanterías de la biblioteca? ¿O debería ser un salto dramático desde lo alto de la torre del reloj que aparece en el folleto?

Pero, mirad, TOC, la del aparato y el alérgico no sabían que, al despedirse de mí, no volverían a verme nunca más. Se lo oculté. ¿Por qué deprimirlos? Creo que ya tienen suficientes problemas, ¿no os parece?

Mentiría si dijera que no iba a echarlos de menos. Voy a echarlos mucho de menos. ¿Este plan? ¿Lo de obligarme a ir a la Costa Este para que me vuelva sofisticada? ¿Para convertirme en un miembro respetable de la sociedad? Sinceramente me parece un plan diabólico.

Así que hago un pacto conmigo misma. No pienses en ellos. Mételos en una caja lejos de ti y no pienses nunca en ellos. O, al menos, intenta no pensar en ellos. No quiero andar todos los días llorando, ¿verdad? Eso no es sofisticado.

Imagino que os estaréis preguntando por qué no me voy hacia el Oeste. ¿No es allí donde se va todo el mundo? ¿No pasa siempre al final de una película, o de un libro, o de lo que sea, que el protagonista se encoge de hombros o tiene un momento de lucidez o mata al malo antes de subirse a un tren, o a un avión, o a un autobús, o a un caballo y dirigirse hacia el Oeste, donde el sol brilla y las palmeras te abanican hasta quedarte dormido?

Yo me pregunto qué hará la gente cuando llega allí.

Seguro que miran a su alrededor y dicen «Vale».

Y entonces California hace un gesto de desdén y sigue con su dieta a base de zumos.

Así que, por si acaso os lo estáis preguntando, no. No, no me marcho a California. Quiero decir que este es el comienzo de la historia, ¿no? No sería apropiado que me fuera allí ahora. Y seguro que acabaría viviendo en la calle con un tío llamado Spike como compinche en mis delitos.

No, no. Esta historia trata sobre el «debería». En plan, debería ser más sofisticada, según mi madre. Y debería ser menos friki si quiero triunfar en la universidad de la Ivy League a la que sin duda asistiré. Enviar a alguien a California para que se vuelva sofisticada es como enviar a alguien al Krispy Kreme a perder peso.

No. Para garantizar esa importantísima sofisticación, me encamino a la escuela Pembroke, que está en el Este. Ah, ¿que nunca habéis oído hablar de la escuela Pembroke? Eso es porque básicamente se trata de un secreto y nadie puede entrar a no ser que sus padres aparezcan en la guía social o sus tátara tátara tátara tátara abuelos llegaran a bordo del Mayflower o que se llamen Sasha o Malia. De lo contrario, no tendréis suerte. Ni lo penséis, porque os deprimiríais.

Entonces, ¿cómo un bicho raro y bocazas como vosotros consigue entrar en un lugar que obviamente debería rechazarme y despreciarme incluso antes de decir su nombre? Bueno, pues aquí viene lo bueno.

¿Habéis oído hablar alguna vez de esa teoría del dinero llamada «La lógica de la acción colectiva»? Ya sabéis, la teoría de las ciencias políticas y de la economía de los beneficios concentrados frente a los costes difusos. Su argumento principal es que los intereses menores concentrados predominarán y los intereses mayoritarios difusos se sobrepasarán debido al problema de los oportunistas, que se intensificará a medida que el grupo crezca.

Claro que no habéis oído hablar de ella.

Nadie la conoce.

Salvo los economistas. Y los banqueros. Y los politólogos. Y todos aquellos a los que les importan mucho el dinero y el poder y necesitan asegurarse de mantener el dinero y el poder mientras los demás se preguntan dónde han ido a parar los puestos de trabajo, o por qué trabajan cuarenta horas a la semana y siguen sin poder poner comida sobre la mesa.

Bueno, pues esa teoría, esa teoría, que es imposible de entender, fue la obra importantísima de… redoble, por favor… mi madre. Prácticamente todos los que viven en ese pequeño microcosmos del mundo, ese donde están el dinero y el poder, conocen esa teoría y conocen a mi madre.

No es que la conozcan exactamente. Es más bien que la veneran.

Sí. Es venerada.

Lo sé, es raro.

Y por esa razón ha escrito un millón de libros y ha estado en un millón de consejos de gobierno y ha trabajado para nada menos que dos presidentes. O sea, en sus gabinetes. Ya os hacéis una idea. Es alguien importante. Un pez gordo.

No os pongáis celosos, no es una mujer agradable.

Si estáis pensando en poneros celosos, pensáoslo mejor y bajad las escaleras y abrazad a vuestra madre normal, que puede que no haya dado con una famosa teoría económica, pero puede también que se acuerde de vuestro cumpleaños, o de Navidad, o de que existís. Creedme. Si tenéis madre y ha ido al menos a UNA actividad de las que hayáis hecho en toda vuestra vida, ya sea la liga infantil, el recital del colegio o la obra de Navidad en la que hacíais de la Virgen María (¡La Virgen María, por el amor de Dios!), bueno, entonces me ganáis. Y podéis estar orgullosos.

Sin embargo, esto resulta útil para entrar en la escuela Pembroke.

Porque en sitios así, si tu plaza no la garantiza la familia en la que hayas nacido, entonces solo es cuestión de que alguien haga una llamada de teléfono. Y, cuando recibes la llamada de un ex presidente, contestas al teléfono. Incluso aunque ese ex presidente sea solo un amigo que hace una llamada para otra amiga. Para que la hija de dicha amiga entre en tu escuela.

Es así de simple. Así funcionan esos lugares.

Ah, ¿que pensabais que entraba el mejor candidato?

Pues no.

Este es el tipo de cosas que no deben saberse. Como la gasolinera esa que hay al salir del pueblo, al salir de What Cheer. Y mi padre tuvo que dejar de ir ahí. Al menos conmigo en el coche. ¿Por qué? Porque viven ahí. La familia entera. El de la gasolinera, su mujer y sus tres niños pequeños. Viven allí mismo. Encima de la gasolinera. Se puede ver a los niños mirando desde la puerta de la entrada, vestidos solo con unos pantalones cortos. Y el más pequeño, el bebé, con solo un pañal. Y mi padre tuvo que dejar de llevarme. Porque después me daba un ataque y le decía que teníamos que volver y darles a esos niños ropa limpia y quizá comida, y le decía «no es justo, papá. ¡No es justo, no es justooooo!!!

Y entonces mi padre intentaba tranquilizarme. Intentaba calmarme. «Shh. No pasa nada. Shh, volvemos si quieres. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo, cariño?». Pero yo me daba cuenta de que una parte de él se preguntaba si su hija habría perdido un tornillo. Si su hija sería una de esas chicas que algún día acaban inevitablemente en un manicomio.

Pero, ¿y esos niños que viven encima de la gasolinera? ¿Quién hace su llamada de teléfono? ¿Quién descuelga el teléfono y se asegura de que vayan a un buen colegio? ¿O de que coman? ¿O de que tengan zapatos?

Nadie. Eso es. Nadie.

Así que disculpadme porque voy a suicidarme.

Es broma. No puedo suicidarme. ¡Ni siquiera hemos salido de Iowa todavía! Dios, sed pacientes. ¿Qué es lo que os pasa?

Así que ahora mismo estáis contemplando a una chica arruinada de dieciséis años con un vestido de segunda mano de camino a un colegio pijo en la Costa Este.

Esta chica de dieciséis años está recuperándose de una llorosa despedida de sus variopintos compañeros de mesa en la cafetería; unos compañeros a los que, pese a sus evidentes defectos, no quería abandonar. Esta chica de dieciséis años puede que lleve consigo o no la foto del chico al que había estado acechando para que fuera su pareja en el baile de fin de curso, el chico cuyo nombre no se atreve ni a pronunciar. Una foto que arrancó a escondidas de la copia del anuario de la biblioteca de la escuela.

Vale, Gabriel. Se llama Gabriel.

De hecho es Gabe, pero yo le llamo Gabriel. Cuando hablo con él en mi imaginación. Porque obviamente es como un ángel caído del cielo. Y le gusta que le llame Gabriel. En mi imaginación.

No os he contado la despedida con mi padre. Sinceramente creo que, si os lo cuento, empezaré a llorar de nuevo. En plan sollozar. Mi padre intentaba no llorar. Intentaba ser valiente. Como un vaquero. Como un vaquero que contempla el horizonte con los párpados entornados. Y me gustaría deciros que no importa. Que nada de eso importa.

Pero sí que importa. Porque se supone que no tendrías que despedirte de tu padre por un «debería».

El que inventara esas normas por mí puede irse a la mierda.

¿Sabíais que mi madre incluso me envió una sudadera de Princeton? Como si la cosa se diera por hecho. Pembroke y después Princeton.

Ahora mismo esta chica de dieciséis años no lleva puesta una sudadera de Princeton, sino que va caminando por el vagón cafetería y pensando «necesito una copa». Pero no os preocupéis. Ella no bebe. Porque, si una chica como ella empieza a beber, bueno, afrontémoslo, poco le queda para tocar fondo tal y como está.

Así que no es del todo improbable que acabe en el arroyo cuando llegue septiembre.

Y ya estamos a 31 de agosto.

Capítulo 3

 

Lo que pasa es… que vas de un pueblo a otro, haces algunas paradas, algunas paradas muy breves, y después ni una sola. A veces llegas a algún lugar grande. Davenport. Rockford. Chicago. Y entonces hay mucho ajetreo y todos se vuelven locos intentando alcanzar sus cosas, mirar en los asientos, mirar en el compartimento superior, mirar debajo de los asientos, quizá incluso en el pasillo. No paran de mirar y mirar. Pero en realidad no es más que un montón de basura. En realidad no se necesita ninguna de esas cosas. Tal vez el carné de conducir y algo de dinero. Pero ¿esa sudadera, esa revista Us, esos Cheetos? No necesitas esas cosas. Crees que sí, pero en realidad nadie las necesita. Así que mejor dejarlas.

Para cuando el tren se detiene en Chicago, el camarero del vagón cafetería ha dejado claras sus intenciones. Le gustaría comer. En Chicago. Conmigo. Ha dicho algo sobre una pizza de masa gruesa, pero estoy segura de que tiene otra cosa en mente. Otro tipo de plato.

Soy demasiado joven para él, pero eso nunca parece importarles. Cuando tus tetas deciden aparecer, de pronto todos los tíos empiezan a mirarte como si quisieran comerte, y entonces tienes que empezar a inventarte excusas para que algún degenerado baboso no intente llevarte a la parte de atrás para convertirte en una mujer deshonesta.

P.D.: Tengo dieciséis años. Nadie con un trabajo a jornada completa y unas inminentes patas de gallo debería invitarme a comer pizza de masa gruesa.

Pero, claro, nunca es Gabriel, nunca es ese chico tan mono, Alex, de los ultramarinos el que se interesa. Puede que a ellos no les guste la pizza de masa gruesa. O puede que no les guste yo.

Pero el caso es que… tengo un pequeño problema. Podría decirse que es un defecto personal.

La curiosidad.

Lo sé, lo sé, la curiosidad mató al gato. Todo el mundo lo dice. Qué falta de originalidad.

Pero lo mejor es la segunda parte de la frase. ¿La conocéis? «La satisfacción lo resucitó».

No sé por qué ese gato tiene que ser macho. Prefiero decir que la curiosidad mató a la gata y la satisfacción la resucitó.

Cuando era pequeña, mi curiosidad hizo que la maestra de la guardería pensara que me habían dejado caer de cabeza. No me habían dejado caer de cabeza, le aseguró mi padre. Pero ella no entendía cómo podía quedarme sentada en el patio, lejos de los juegos, mirando la calle todo el tiempo. Pero es que había mucha acción allí. Las idas y venidas de los adultos. Una vez incluso hubo una pelea de madres delante del supermercado Piggly Wiggly por culpa de una cesta de huevos de pascua. Muy acalorada.

Pero ahora, en este mismo instante, la curiosidad me guía a través del amplio esplendor de mármol de la estación de tren de Chicago. Hay techos abovedados y columnas por todas partes, de un blanco roto, aunque no lo suficientemente oscuras para ser beis. Este es el tipo de sitio en el que te imaginas a Al Capone pegando tiros. O a alguien de El caso Bourne corriendo mientras es perseguido por alguien y todo el mundo se asusta. Aunque en la vida real nadie se asustaría. Probablemente seguirían mirando sus teléfonos móviles. Tuiteando «persecución en la estación».

Dentro de poco los guionistas de cine tendrán un problema con esto.

Quiero decir, ¿qué es una escena de persecución si la gente no para de actualizar su estado? ¿O de grabarla con el móvil? ¿O de tuitearla? Sinceramente, calculo que nos quedan unos veinte años antes de que se extinga la especie. Veinte años hasta que los océanos crezcan lo suficiente para matar a todo el mundo, y nos quedaremos ahí parados grabándolo mientras nos engullen.

Ya lo veréis. En vuestro iPhone.

Así que me he citado con este tío en un sitio que se llama La masa gruesa de Sal el gordo. Très romantique.

Es una mezcla entre Steve Buscemi y Brad Pitt. Lo sé, es extraño. Pero lo que intento decir es que… tiene ojos saltones y parece muy cansado, pero al mismo tiempo es rubio y sus ojos son azules. Así que es como feo y guapo a la vez.

Está intentando fingir que le importa mi seguridad.

—Tu tren sale dentro de dos horas, así que asegúrate de estar en el andén a las tres y cuarto.

Y es cierto. Mi tren sale en dos horas. Pero, si este tío se preocupara realmente por mi seguridad, no me habría invitado a La masa gruesa de Sal el gordo, eso seguro. Me habría invitado a quedarme en el tren y me habría dado una revista. Puede que incluso una piruleta.

—¡Te va a encantar esta pizza! ¿Alguna vez has probado la masa gruesa de Chicago?

Parece entusiasmado.

—No, lo siento.

No sé por qué debería sentir no haber probado nunca esto de lo que todo el mundo presume. Es como la gente de Seattle que habla del café. Ni que lo hubieran inventado ellos. Ni que fuera la cúspide de la evolución humana. Ya basta, Seattle. Es una bebida. Dejadlo ya.

Tampoco sé por qué estoy aquí, salvo por la antes mencionada mezcla de aburrimiento y curiosidad que otrora supusieran mi perdición y lo poco que me importa todo ya.

Además, me ayuda saber que dentro de poco ya habré muerto.

¡Al menos vamos a aprovecharlo! ¡Pizza de masa gruesa para todos!

Aunque ahora se me ocurre que este tío podría ser peligroso. A lo mejor no ha sido una idea tan buena. A lo mejor lo buscan por asesinato, por asesinato en serie, y este es su truco. El gancho: la pizza al estilo de Chicago.

Empieza a entrarme el miedo.

—Mira, creo que debería regresar. No quiero perder el tren.

—Pero, si te quedan dos horas… —responde él.

—Sí, pero, a veces tiendo a perder el rumbo. Créeme. Ya me he chocado contra una farola en más de una ocasión.

—¿En serio?

Se inclina hacia mí y susurra.

—Y… ¿fumas hierba?

Vale, allá vamos. Esto es lo que hacen en la tele, ¿no? Sacar a relucir las drogas, o el alpiste. Intentan confundir a una chica para que tome una mala decisión. Mi padre ya me advirtió sobre esto. Gracias a Dios.

—Pues no. Soy católica.

Como si eso importase algo. Sí, señor, soy la única católica que se plantea pecar porque el Papa nos dijo que no lo hiciéramos. ¡Somos tan puras como la nieve recién caída!

—Ah.

—Y además tengo dieciséis años.

Se le abren mucho los ojos. Entonces me mira con ojos de cordero degollado.

—¿Dieciséis? ¿Estás segura de que no son… dieciocho?

Qué asco.

—Mira, será mejor que me vaya.

—Oh, vamos… ¡Ni siquiera la has probado aún!

—Eh, no.

—Vale, de acuerdo.

Ahora parece enfadado. He advertido que los tíos cambian muy deprisa cuando ven que no tienen oportunidad. Es como si de pronto se levantara el telón y te dieses cuenta de que has estado todo el tiempo hablando con un imbécil.

—Bueno, ha sido un placer conocerte. Siento que no hayas podido estrangularme o algo así.

Me mira molesto.

—No te hagas ilusiones. Tampoco eres tan guapa.

—Si quieres decir que no soy tan guapa como para estrangularme, entonces me lo tomaré como un cumplido, muchas gracias.

¿Veis lo que quiero decir? Hace dos minutos este tío era el admirado Tom Hanks. ¿Y ahora?

Mejor no confiar nunca en un hombre al que le gusta tanto la pizza de masa gruesa.

En el camino de vuelta hacia el andén me encuentro con una tienda de regalos. Hay un espejo en la estantería del fondo que estoy evitando mirar, ahora que sé que no soy guapa. En este pequeño establecimiento puedes comprar todo tipo de cosas para decirle a tu gente que has estado en Chicago. Vasos de chupito. Tazas. Imanes para la nevera. Y yo compraría alguna también. Si tuviera gente.

No tengo gente.

Tengo a una persona.

A mi padre.

Y él no quiere un imán para saber que he estado en Chicago.

Probablemente mi padre desearía ahora mismo que Chicago no existiese.

Y, ahora mismo, yo desearía no existir tampoco.

Capítulo 4

 

¿No tenéis nunca la sensación de que se supone que debéis hacer algo? ¿La impresión de que hay algo grande y oscuro colgando sobre vuestras cabezas, como una zanahoria, pero que es invisible y desconocido y que tenéis que averiguarlo porque, si no lo averiguáis, la fastidiáis?

O peor, sí que lo averiguáis. Quizá averiguáis qué es eso que se supone que debéis alcanzar y entonces no podéis hacerlo. Simplemente no lo hacéis. Os quedáis mirándolo a la cara y decís: «No puedo».

Entonces, durante el resto de vuestra vida sabéis lo que sois.

Alguien sin iniciativa.

Es como ese miedo que me viene a veces a la cabeza, cuando estoy en la cama por las noches. ¿De qué se trata? ¿De qué se trata? ¿Lo averiguaré algún día? ¿Acaso hay algo que averiguar? Tiene que haber algo. ¿No es cierto? De lo contrario, soy alguien sin iniciativa.

Mi madre, por otra parte, toma siempre la iniciativa.

Ella lo ha conseguido.

Todo el mundo sabe quién es y alucina con ella, y alucina más cuando descubre que es mi madre. Es asqueroso.

Mi padre no es alguien con iniciativa. Eso sucede a veces. No todo el mundo llega a ser famoso. O conocido. O vagamente conocido.

Mi padre, por alguna razón, dejó zarpar ese barco. Tal vez le faltara ese instinto asesino o lo que sea que necesitas para quitarte a todos de encima a codazos y salir disparado hacia la estratosfera.

O quizá es que malgastó demasiado tiempo siendo padre. Mi padre.

Mirad, mientras mi madre estaba por ahí charlando con jefes de estado o capitanes de la industria, mi padre estaba enseñándome a montar en bicicleta. Y perfeccionando sus recetas con la olla de cocción lenta. Y buscando en Google instrucciones paso a paso para coser un dobladillo.

Así que quizá sea culpa mía.

Y luego hay otra cosa. Sigue enamorado de mi madre. Mi padre. Intenta fingir que lo ha superado, pero menciona a mi madre como tres veces al día, habla de lo que está haciendo, del último premio que ha ganado y me dice que debería importarme, que debería llamarla para darle la enhorabuena. Finge querer tenerme informada, pero no os equivoquéis; está obsesionado. Se me rompe el corazón. Me dan ganas de zarandearlo y decir: «¡Supéralo! ¡Es patética, asúmelo!». Pero él sigue hablando y hablando sobre sus últimos y maravillosos logros. Os podéis imaginar que el hecho de que nunca haya llegado a ser alguien con iniciativas no le pasa desapercibido. Quizá se esté volviendo un poco loco.

El tipo de locura que se repite. Como un engranaje que gira y gira sin parar. Así: «Deberías llamar a tu madre, porque le acaban de dar un premio por blablablá». Luego espera dos minutos. Y entonces, «deberías llamar a tu madre, porque le acaban de dar un premio por blablablá». Sin parar. Una y otra vez.

Y pensamientos obsesivos. Como un pánico. Una y otra vez. Pensamientos sobre todo. Sobre ella. Sobre los productos químicos que se usan en las tintorerías. Sobre los detectores de humo. Sobre el peligro que entrañan los desconocidos y los cinturones de seguridad y todas las cosas que pueden salir mal en un mundo que cabe en un cobertizo.

—Hagas lo que hagas, no te olvides la chaqueta, pastelito.

Ah, sí. Mi padre me llama «pastelito». Es porque, en algún momento de mi vida, desarrollé una adicción por los postres. Mirad, no es algo de lo que esté orgullosa, ¿vale? Es que no puedo resistirme a una tarta o a un pastel como hace la mayoría de la gente.

Mi afición se extiende a otros productos horneados. Cupcakes, galletas. Dios, incluso cronuts. Nadie puede resistirse a un cronut. Ni siquiera el Papa.

Pero, en defensa de mi ligeramente obsesivo padre, diré que hay algo con lo que se obsesionó sin necesidad de esforzarse. Mi madre le dio algo que sirvió para alimentar su miedo ciego y atenazador.

Se fugó con su padrino.

Sí, ese tío que en la boda da un discurso sobre lo maravilloso que es el novio. Pues ella se fugó con él.

Ya está. Ya lo he dicho. Normalmente no me gusta decirlo, porque no me gusta pensar en ello. Me gusta hacerlo pequeño, meterlo en una caja y alejarlo de mí. Pero de vez en cuando sale de la caja y vuelve arrastrándose hacia mí, me trepa por los hombros y se me mete por los oídos. Y ahí está. Ese hecho innegable.

Tu madre engañó a tu padre.

Con el padrino de este.

Y después se fugó con él.

Es un poco como si te apuñalaran. Como si te dijeran «que te jodan». Y te preguntas qué clase de persona haría una cosa así. Pues os diré qué tipo de persona. Una persona rota por dentro. Una persona que le arrebataría un chaleco salvavidas a un niño en el Titanic.

Así que, aunque mi madre sea alguien con iniciativa y todo el mundo piense que es la leche y quizá mi padre se repita un poco, como el tío de Rain Man, yo me quedé con él después de la separación. Mi madre dice que le rompí el corazón o algo así, pero es que le gusta ponerse dramática. Es de las que hablan mucho, pero después se pierden la obra de Navidad.

Mi padre es el tipo de persona que llega pronto a la obra de Navidad, que trae flores a la obra de Navidad y que prácticamente se subiría al escenario y representaría toda la obra de Navidad si se lo permitieras.

Así que sí, me quedé con mi padre. Y sí, es una vida humilde. Y con ello quiero decir que estamos arruinados. Principalmente trabaja en la farmacia y no tenemos intención de mudarnos al Ritz próximamente. Pero, aun así, prefiero ser pobre a ser, bueno, a ser como ella.

Sé lo que estáis pensando. Estáis pensando que habrá una reconciliación de familia feliz al final de la historia. Que habrá un momento en el que suene la música y de pronto se llegue a un entendimiento y mi madre vuelva de Europa y todos nos abracemos y quizá haya un perro al que le acariciemos la cabeza.

Bueno, siento romperos el corazón, pero ese momento nunca sucederá. Esta historia no va de eso. Mi madre me consiguió plaza en Pembroke, y ya está. Si me gradúo con honores, habrá como un cinco por ciento de probabilidades de que asista a la graduación. Nada más. No hay disculpas sentidas, ni revelaciones entre llantos, ni momento musical en el que nos alejamos juntos en un coche de caballos.

Y no me importa.

Pero vamos a dejar una cosa clara. Aun así no quiero ser alguien sin iniciativa. No, señor. Quiero ser esa persona que aprovecha las oportunidades y saca partido de ellas.

Pero también quiero que pare ese deseo molesto, esa obsesión. Que pare de una maldita vez. Que pare de torturarme, de decirme que tengo que hacer más, que tengo que ser más, que tengo que hacer algo o seré una inútil, o no seré nada, o no seré nadie.

Había una niña que solía quedarse sentada en el arenero. Se pasaba allí todo el día construyendo castillos de arena y derribándolos después para volver a levantarlos. Feliz como una perdiz.

Haría cualquier cosa por ser esa niña.

Pero ahora puedo sonreír. Puedo sonreír sabiendo que todo eso acabará pronto. Cuando el tren sale de la estación, con su chucu-chucu-chuuu, se dirige por las llanuras hacia el Este y yo sonrío sabiendo que, cuando apague las luces, esa cosa –esa cosa en mi interior que es mi madre– no podrá volver a atraparme.