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A Jonathan: mi eterna inspiración

Capítulo 1

 

Ah, la fantasía: la sal de la vida.

Mientras se vestía para ir a trabajar, se miró al espejo, y vio a un hombre guapo, de un metro noventa y cinco de altura…

No. Eso era demasiado alto.

En el espejo vio a un hombre de un metro ochenta y seis de altura, increíblemente guapo, con el rostro anguloso, rubio y de ojos azules, un azul tan intenso que, cuando las mujeres lo miraban, tenían que apartar la vista de azoramiento.

Bueno, lo de los ojos, probablemente, era cierto.

¿Qué tal esto otro?

En el espejo, devolviéndole la mirada, había una cara angulosa con el cabello oscuro y rizado, y una sonrisa que hacía que las mujeres suspiraran, una cara juvenil y encantadora, pero muy masculina, al mismo tiempo.

Sonrió, y se pasó los dedos entre los rizos. Después, se ajustó el nudo de la corbata y se la colocó por debajo del cuello de la camisa, y acarició la tela: seda gruesa, de lujo, pintada a mano con una selección de colores que podían conjuntar con casi cualquiera de las cosas que tenía en el armario.

Al meterse la camisa por la cintura del pantalón, pasó las manos por los músculos del estómago, marcados gracias a los abdominales y las pesas, y a un estricto régimen de alimentación. Como les ocurría a la mayoría de los culturistas, sus músculos tenían ansia de proteínas, lo cual estaba bien, siempre y cuando redujera las grasas. Por eso, cuando se miraba al espejo, le gustaba lo que veía.

O, más bien, lo que imaginaba que veía.

 

 

Decker estaba verdaderamente perplejo.

—No entiendo cómo has pasado el proceso de selección.

—Tal vez el juez me creyera cuando le dije que sí podía ser objetiva —contestó Rina.

Decker gruñó mientras añadía edulcorante al café con leche. Siempre lo había tomado sin azúcar, pero últimamente se estaba volviendo goloso, sobre todo después de haber comido carne. Aunque sus cenas no siempre eran tan fuertes; filetes sin grasa y ensaladas. A él le gustaba la comida sencilla, cuando estaban los dos solos.

—Aunque el juez te haya hecho sentirte culpable para conseguir que formes parte del jurado, el abogado de oficio debería haberte sacado de la lista de una patada en tu atractivo trasero.

—Puede que pensara que yo podía ser objetiva.

—Llevas dieciocho años oyéndome despotricar sobre el lamentable estado de nuestro sistema jurídico. ¿Cómo es posible que seas objetiva?

Rina sonrió detrás de su taza de café.

—Estás dando por hecho que me creo todo lo que dices.

—Muchas gracias.

—Ser la mujer de un detective teniente no me ha privado de toda la sensatez. Puedo pensar por mí misma y ser tan racional como cualquiera.

—A mí me parece que lo que quieres es cumplir con tu deber cívico. Tú verás, querida. Aunque, de todos modos, eso es lo que necesita nuestro sistema, gente inteligente que cumpla con sus obligaciones para con la sociedad —dijo Decker, y tomó un poco de café, fuerte y dulce. Después, añadió, con una sonrisa de astucia—: O puede que al abogado le guste mirarte.

—Es una abogada, y puede que sí le guste mirarme.

Decker se echó a reír. A cualquiera le gustaría mirar a Rina. Con el paso del tiempo, le habían salido algunas arrugas de reírse, pero seguía siendo una belleza: tenía un cutis de alabastro, las mejillas rosadas, el pelo negro y sedoso y los ojos azul oscuro.

—Yo hubiera preferido librarme —explicó Rina—, pero, cuando llegas a cierto punto, para librarte tienes que empezar a mentir. Tienes que decir cosas como «No, nunca soy capaz de ser objetiva». Y, entonces, quedas como una idiota.

—¿Y de qué caso se trata?

—Sabes que no puedo hablar de eso.

—¡Vamos! —exclamó Decker, y mordió una de las galletas que había hecho su hija de dieciséis años. Algunas migas se le quedaron en el bigote—. ¿A quién se lo voy a decir yo?

—¿A toda la brigada, tal vez? —replicó Rina—. ¿Tienes alguna comparecencia ante el tribunal en Los Ángeles estos días?

—No, que yo sepa. ¿Por qué?

—He pensado que podríamos quedar para comer juntos.

—Sí, vuélvete loca y gástate esos quince dólares al día que te paga el juzgado.

—Además de la gasolina, pero solo la del trayecto de ida. Verdaderamente, formar parte de un jurado no es la mejor forma de hacerse rico. Se gana más, incluso, vendiendo sangre. Pero voy a cumplir con mi deber cívico, y tú deberías estar agradecido.

Decker le dio un beso en la frente.

—Estoy muy orgulloso de ti. Estás haciendo lo correcto. Y no voy a preguntarte más por el caso. Solo dime, por favor, que no es un asesinato.

—No puedo decirte ni sí ni no, pero, como has visto lo peor del ser humano y tienes una imaginación muy activa, te diré que no te preocupes.

—Gracias —dijo Decker, y miró la hora. Eran más de las nueve de la noche—. ¿No dijo Hannah que volvería antes de las nueve?

—Sí, pero ya conoces a tu hija. El tiempo es un concepto relativo para ella. ¿Quieres que la llame?

—¿Va a responder al teléfono?

—Probablemente no, y menos si va conduciendo… Espera. Creo que ese es su coche. Ya ha llegado.

Un momento después, su hija entró por la puerta con una mochila de dos toneladas a la espalda y dos bolsas del supermercado en los brazos. Decker le quitó la mochila y Rina tomó las bolsas.

—¿Para qué es todo esto? —preguntó Rina.

—He invitado a unas cuantas amigas para el sabbat. Aparte de lo que cocine, ya no tenemos nada rico en esta casa. ¿Quieres que guarde la compra?

—No, ya lo hago yo —dijo Rina—. Dile «hola» a tu padre. Estaba preocupado por ti.

Hannah miró el reloj.

—Pero si son las nueve y diez.

—Sé que soy exageradamente protector, pero no me importa. Nunca voy a cambiar. Y no tenemos comida rica en casa porque, si la tenemos, me la como.

—Ya lo sé, abba. Y, como tú eres el que paga las facturas, respeto tus deseos. Pero yo solo tengo dieciséis años y, probablemente, este es uno de los pocos momentos de mi vida en que podré comer comida insana sin engordar. Te veo a ti, y veo a Cindy, y sé que no siempre voy a estar tan delgada.

—¿Qué le pasa a Cindy? Es completamente normal.

—Es una chica lista, como yo, y vigila su peso como un halcón. Yo todavía no estoy en esa fase, pero llegará un momento en que mi metabolismo me alcance.

Decker se dio unas palmaditas en la barriga.

—Bueno, ¿y yo qué tengo de malo?

—No, nada, abba. Tú estás estupendo para tu… —Hannah se interrumpió. «Para tu edad», era lo que iba a decir. Le dio un beso en la mejilla, y continuó—: Espero que mi marido sea tan guapo como tú.

Decker sonrió sin poder contenerse.

—Gracias, pero estoy seguro de que tu marido va a ser mucho más guapo.

—Eso sería imposible. Nadie es tan guapo como tú y, con la excepción de los atletas profesionales, nadie es tan alto como tú. A veces, las cosas son difíciles para una chica alta. Tenemos que llevar siempre zapatos planos, o se nos ve por encima de todo el mundo.

—Tú no eres tan alta.

—Eso es porque, para ti, todo el mundo es bajo. Yo ya soy más alta que Cindy, y ella mide un metro setenta y cinco.

—Si eres más alta, no le sacarás mucho. Y hay muchos chicos que miden más que eso.

—Los chicos judíos, no.

—Yo soy un chico judío.

—Los chicos judíos que todavía están en el instituto, no.

A Decker le gustó oír aquello. Significaba que su hija tendría que esperar hasta la universidad para echarse novio. Hannah se fijó en aquella sutil sonrisa.

—No estás siendo muy comprensivo.

—Siento haberte transmitido el gen de la altura.

—No importa —dijo Hannah—. Tiene sus ventajas, aunque también sus desventajas. Cuando eres alta y delgada, y te vistes bien, la gente piensa que quieres ser modelo y que no tienes cerebro.

—Seguro que tus amigas sí son muy comprensivas contigo.

—Yo no les cuento eso a mis amigas, te lo estoy contando a ti —respondió ella, y miró hacia la mesa del comedor—. ¿Te han gustado las galletas?

—Demasiado. Por eso no tenemos comida con exceso de calorías en casa.

—Disfruta de las galletas, abba —replicó Hannah—. La vida es muy corta, aunque tú seas tan largo.

 

 

Comenzó como si fuera un pequeño tintineo en lo más profundo de su sueño, hasta que Rina se dio cuenta de que era el teléfono. Al otro lado de la línea estaba Marge Dunn, y su voz tenía un sonido monótono.

—Necesito hablar con el jefe.

Rina miró a su marido, que no había cambiado de postura desde que se había quedado dormido, hacía cuatro horas. El reloj de la mesilla marcaba las tres de la mañana. Como Peter era teniente, no recibía demasiadas llamadas nocturnas. West Valley no tenía una alta tasa de criminalidad, y su brigada de élite de detectives de homicidios sorteaba, normalmente, lo que ocurriera durante la madrugada. Los asesinatos eran escasos, pero, cuando ocurrían, eran horribles. Sin embargo, eso no significaba que fuera necesario despertar al jefe a las tres de la mañana.

Así pues, debía de tratarse de algo grave…

Rina se frotó los brazos y, después, suavemente, lo despertó.

—Es Marge.

Decker se dio la vuelta en la cama y tomó el auricular. Tenía la voz tomada por el sueño.

—¿Qué ha ocurrido?

—Homicidio múltiple.

—Oh, Dios…

—Según los últimos datos, ha habido cuatro víctimas y un intento de homicidio. El superviviente, el hijo de una pareja asesinada, va de camino del hospital de St. Joe’s. Ha recibido un disparo, pero, seguramente, se salvará.

Decker se puso de pie y tomó su camisa. Fue abotonándosela mientras hablaba.

—¿Quiénes son las víctimas?

—Para empezar, ¿qué te parecen Guy y Gilliam Kaffey, de Kaffey Industries?

A Decker se le escapó un jadeo de asombro. Guy y su hermano pequeño, Mace, eran los responsables de la mayoría de los centros comerciales que había en el sur de California.

—¿Dónde?

—En Coyote Ranch.

—¿Alguien ha entrado en el rancho? —preguntó Decker, mientras sujetaba el teléfono con la barbilla y se ponía el pantalón—. Creía que ese lugar era una fortaleza.

—Eso no lo sé, pero es gigante: veintiocho hectáreas al pie de las colinas. Por no mencionar la mansión. Es como una ciudad.

Decker recordó un artículo que alguien había escrito sobre el rancho, hacía tiempo. Se trataba de una serie de pequeños edificios, aunque la casa principal era tan grande que podía albergar una convención. Además de los edificios, el rancho tenía piscina, jacuzzi y pista de tenis. También tenía perrera, una pista tan grande como para celebrar pruebas de equitación olímpica, un establo de diez boxes para los caballos de exhibición de la esposa y una pista de aterrizaje. La finca contaba con una salida privada a la autopista.

Un año antes, Guy Kaffey había hecho una oferta para comprar el L.A. Galaxy después de que el equipo hubiera fichado a David Beckham, pero no habían llegado a un acuerdo.

Que él recordara, el matrimonio tenía dos hijos, y se preguntó cuál de los dos había resultado herido de bala.

—¿Qué pasa con los guardias de seguridad?

—Había dos en la garita de la parte delantera, y los dos están muertos —respondió Marge—. Todavía estamos buscando. Hay unos diez edificios distintos en la finca, así que puede haber más cadáveres. ¿Cuándo llegarás?

—Dentro de unos diez minutos. ¿Quién más está ahí?

—Hay media docena de coches patrulla. Oliver llamó a Strapp. Solo es cuestión de tiempo que se entere la prensa.

—Cerrad el paso a la propiedad. No quiero que los periodistas invadan la escena del crimen.

—De acuerdo. Hasta ahora.

Decker colgó y pensó en todo lo que iba a necesitar: cuaderno, bolígrafo, guantes, bolsas para las pruebas, máscaras, una lupa, detector de metales, vaselina y Advil; aquello último no tenía uso forense, sino que era para paliar el dolor de cabeza que le había causado aquel despertar.

—¿Qué pasa? —preguntó Rina.

—Homicidio múltiple en Coyote Ranch.

Ella se incorporó en la cama.

—¿En casa de los Kaffey?

—Sí, señora. Sin duda, cuando llegue ya se habrá montado un circo.

—¡Es horrible!

—Va a ser una pesadilla en cuanto a la logística. La finca tiene unas veintiocho hectáreas, así que no hay manera de acordonar toda la zona.

—Lo sé. Es enorme. Hace un año, abrieron el rancho al público para recaudar fondos en beneficio de una organización de caridad. Me contaron que los jardines estaban absolutamente magníficos. Yo quería ir, pero me surgió algo que hacer y no pude…

—Pues parece que no vas a tener una segunda oportunidad —respondió Decker. Abrió el armario de seguridad de las armas, sacó su Beretta y la metió en el arnés que acababa de colocarse en el pecho—. Sé que es terrible decir eso, pero no me voy a disculpar. El hecho de tener que enfrentarme a los medios de comunicación en un caso importante saca lo peor de mí.

—¿Han llamado a los periódicos a las tres y cuarto de la mañana?

—No se puede detener a la muerte ni a los impuestos. Y no se puede detener a los medios de comunicación —dijo él, y le dio un beso en la cabeza—. Te quiero.

—Yo también te quiero —respondió Rina, con un suspiro—. Es una pena. Tanto dinero es como un imán para las sanguijuelas, los estafadores y la gente mala en general —añadió, cabeceando—. No sé si será cierto lo de que nunca se es demasiado delgado, pero está claro que no se puede ser demasiado rico.

 

 

Lo único bueno de que a uno lo llamaran de madrugada era poder atravesar la ciudad sin tráfico. Decker recorrió calles vacías, oscuras y neblinosas, iluminadas ocasionalmente por el resplandor de alguna farola. La autopista era una carretera negra, interminable, sobrenatural, que se desdibujaba entre la niebla. En 1994, el sur de California había sufrido el terremoto de Northridge, que había durado noventa segundos aterradores y que había derrumbado edificios y desmoronado puentes sobre las carreteras. Si el temblor se hubiera producido unas horas más tarde, durante la hora punta del tráfico, las víctimas habrían sido decenas de miles, y no algo menos de un centenar.

Había dos coches patrulla bloqueando la salida de la autopista hacia Coyote Road. Decker les mostró la placa a los policías, y esperó un momento a que retiraran los coches para dejarle pasar. Uno de los agentes le dio indicaciones para llegar al rancho. Era un camino de tierra compactada, recto, sin salidas, que discurría durante un kilómetro y medio hasta que la casa principal aparecía a lo lejos. Entonces, la mansión iba creciendo ante la vista como un monstruo que emergiera del mar en busca de aire. Todas las luces exteriores estaban encendidas a máxima potencia, e iluminaban hasta las grietas y los recovecos; aquel sitio parecía un parque temático.

La mansión era de estilo español y, aunque fuera tan enorme, casi resultaba armoniosa con el entorno. Tenía tres plantas y estaba enfoscada con estuco del color del adobe. Los balcones tenían barandillas de madera y las ventanas estaban acristaladas con vidrieras de colores. El tejado era de teja española. El edificio estaba construido sobre una mota artificial y, más allá de la elevación, solo se vislumbraban hectáreas de terreno baldío y la sombra oscura de las colinas.

A unos doscientos metros, Decker vio un aparcamiento en el que se habían reunido seis coches patrulla, la furgoneta del forense, otras seis furgonetas de televisión con satélites y antenas, varias furgonetas de la policía científica y ocho vehículos sin distintivo. Pese a todo, aún quedaba espacio en la zona. Los medios habían instalado tanta iluminación que habría sido posible llevar a cabo una operación de microcirugía. Cada una de las cadenas tenía sus propios focos, sus propios cámaras y técnicos de sonido, sus propios productores y su propio reportero. Todos hubieran deseado estar más cerca de la noticia, pero había una barrera de cinta amarilla, conos y agentes de policía que los mantenían acorralados.

Después de mostrarles la placa, Decker se agachó para pasar por debajo de la cinta y recorrió a pie la distancia que había hasta la casa, caminando entre setos de boj meticulosamente podados. Dentro de los parterres había rosas, iris, narcisos, anémonas, dalias, zinnias, cosmos y muchas otras especies que él no reconocía. En algún lugar cercano debía de haber gardenias y jazmín, que impregnaban el aire con su fragancia dulzona. El camino de piedra pasaba, también, entre varias filas de cítricos en flor. A Decker le pareció que eran limoneros.

Había dos policías custodiando la puerta principal. Al reconocerlo, le hicieron señas para que entrara. Las luces del interior estaban encendidas, y el vestíbulo bien podría haber sido la sala de baile de un castillo español. El suelo era de grandes tablas de madera, y el techo era muy alto y estaba sustentado por enormes vigas adornadas con petroglifos grabados, símbolos como los que podían encontrarse en el suroeste. En las paredes forradas con paneles de madera dorada había tapices que, por su tamaño, podrían estar en un museo. Decker habría seguido mirándolo todo con la boca abierta, fascinado por el tamaño de aquella sala, de no ser porque vio que uno de los policías uniformados le hacía una señal para que se acercara.

Bajó media docena de escalones y entró a un salón con el techo a doble altura y más vigas grabadas. La misma tarima de madera, solo que, en aquella sala, el suelo estaba cubierto de alfombras típicas de los indios navajo, que parecían auténticas. Más pan de oro en las paredes, más tapices con escenas de batallas sangrientas. La habitación estaba amueblada con enormes sofás, butacas y mesillas. Decker era un hombre grande: medía un metro noventa y tres centímetros y pesaba alrededor de cien kilos. Sin embargo, la escala de aquella sala hacía que se sintiera diminuto.

Alguien le estaba hablando.

—Este sitio es más grande que mi universidad.

Decker miró a Scott Oliver, uno de sus detectives. Tenía casi sesenta años, pero no aparentaba su edad, gracias a una buena piel y al tinte del pelo. Todavía no eran las cuatro de la mañana, pero Oliver se había vestido como si fuera el CEO de una empresa y estuviera en una reunión de la junta de accionistas. Llevaba un traje negro de rayas, una corbata roja y una camisa blanca impecablemente planchada.

—El campus era enorme —añadió.

—¿Sabes cuántos metros cuadrados tiene?

—Nueve mil trescientos metros, más o menos.

—Vaya, eso es… —Decker se quedó callado, porque se había quedado sin palabras. Aunque había un oficial uniformado en cada puerta, no vio ningún marcador de pruebas en el suelo, ni en los muebles. Tampoco había nadie de la policía científica espolvoreando superficies para obtener huellas dactilares—. ¿Dónde está la escena del crimen?

—En la biblioteca.

—¿Y dónde está la biblioteca?

—Espera —respondió Oliver—. Voy a sacar el plano que tengo…

Capítulo 2

 

En aquel laberinto de pasillos, cualquier ladrón común y corriente se habría perdido al intentar escapar. Incluso Oliver, que tenía indicaciones escritas para llegar, tomó un par de veces el camino equivocado.

—Marge me ha dicho que hay cuatro cadáveres —dijo Decker.

—Ahora hay cinco. Los Kaffey, una criada y dos guardias.

—¡Dios Santo! ¿Alguna señal de robo? ¿Algo revuelto?

—No, nada tan obvio —respondió Oliver, mientras seguían recorriendo pasillos interminables—. Lo que sí es seguro es que no fue uno solo. El que haya hecho esto tenía un plan y una banda de gente organizada para llevarlo a cabo. Ha tenido que ser alguien de dentro.

—¿Quién denunció el crimen? ¿El hijo que está herido?

—No lo sé. Cuando llegamos estaba inconsciente, lo estaban metiendo en la ambulancia.

—¿Y tenéis alguna idea de cuándo se produjo el tiroteo?

—No, nada definitivo, pero ya ha aparecido el rigor mortis.

—Entonces, entre cuatro y veinticuatro horas —dijo Decker—. Tal vez el contenido de los estómagos sirva para establecer el límite temporal. ¿Quién ha venido de la morgue?

—Dos forenses y un ayudante. A la derecha. La biblioteca debería estar ahí, detrás de esa puerta doble.

Cuando entraron, Decker tuvo una sensación de vértigo, no solo por la inmensidad de la habitación, sino también por la falta de rincones. La biblioteca era una sala enorme de planta circular, con el techo abovedado de cristal y acero. Las paredes curvas, de paneles de madera de nogal negro, estaban cubiertas de estanterías y de enormes tapices con seres mitológicos que correteaban por los bosques. Había también una chimenea lo suficientemente grande como para contener un infierno, alfombras antiguas, sofás, butacas, mesas y sillas, dos pianos de cola e innumerables lámparas.

La escena del crimen era una historia en dos partes: había acción cerca de la chimenea, y acción frente a un tapiz en el que aparecía la Gorgona devorando a un joven señor.

Oliver señaló un lugar:

—Gilliam Kaffey estaba sentada cerca de la chimenea, leyendo un libro y tomando una copa de vino; el padre y el hijo estaban conversando en aquellas butacas de allí —dijo, refiriéndose a un par de asientos de cuero que había enfrente de la Gorgona, donde estaba trabajando Marge Dunn.

La detective hablaba animadamente con uno de los investigadores forenses, que llevaba el uniforme de la morgue: una chaqueta negra con las letras identificativas en color amarillo. Dunn vio a Decker y a Oliver y, con la mano enguantada, les hizo un gesto para que se acercaran.

Marge se había dejado crecer un poco el pelo durante los últimos meses, seguramente, por petición de su último novio, Will Barnes. Llevaba unos pantalones de color beis, una camisa blanca y un jersey de punto marrón oscuro, y calzaba unas zapatillas de goma. Decker y Oliver se dirigieron hacia la escena del crimen.

Guy Kaffey estaba tendido boca arriba en un charco de sangre, con un agujero enorme en el pecho. Los tejidos y los huesos habían explotado sobre la cara y los miembros del hombre, y lo que no se había derramado por el suelo había salpicado el tapiz. Las manchas le habían proporcionado un gran realismo al desdichado joven de la escena mitológica.

—Dejad que os oriente —dijo Marge. Se sacó un plano del bolsillo y lo desplegó—. Esta es la casa y estamos justo… aquí.

Decker sacó su libreta y miró alrededor por la habitación, que no tenía ventanas. Cuando hizo un comentario al respecto, Marge respondió:

—La sirvienta que ha sobrevivido me ha dicho que las obras de arte que hay aquí son muy antiguas, y que son sensibles a la luz del sol.

—Entonces, ¿ella también sobrevivió al atentado, además del hijo?

—No, ella llegó más tarde, y descubrió los cadáveres —respondió Marge—. Se llama Ana Méndez. La tengo en una habitación, custodiada por uno de nuestros hombres.

—También tenemos que interrogar al jardinero y al encargado de la cuadra. A ellos también los están custodiando las fuerzas de la ley y el orden de Los Ángeles —añadió Oliver.

Marge dijo:

—Y todos están en habitaciones separadas.

—El jardinero se llama Paco Albáñez. Tendrá unos cincuenta y cinco años, y lleva tres años trabajando aquí —dijo Oliver, mientras repasaba sus anotaciones—. El mozo de la cuadra se llama Riley Karns. Tiene unos treinta años. No sé cuánto tiempo lleva aquí.

—¿Y sabes quién llamó para denunciar los asesinatos? —preguntó Decker.

—Eso lo estamos investigando —contestó Marge—. La criada dice que alguien llamó a un guardaespaldas que tenía el turno libre y que él llamó a la policía, tal vez.

—Fue la criada la que encontró al hijo herido, tirado en el suelo —dijo Oliver—. Pensó que estaba muerto.

—¿Y quién es el guardaespaldas que tenía el día libre y a quien ella llamó, supuestamente? —preguntó Decker.

—Piet Kotsky —dijo Marge—. He hablado con él por teléfono. Va a venir desde Palm Springs. Creo que las cosas funcionan así: los guardias se quedan en la finca solo cuando están trabajando. Hacen turnos de veinticuatro horas, rotando entre ocho personas. Siempre hay dos guardias en la casa principal, y dos hombres en la garita de la entrada de la finca. Esos dos tipos han muerto. Heridas de bala en la cabeza y en el pecho. Todas las cámaras de seguridad están destrozadas, hechas trizas.

—¿Nombres? —preguntó Decker.

—Kotsky ha dicho que no sabía quién estaba de servicio hoy, pero que, en cuanto los vea, podrá identificarlos.

—¿Y los dos guardias que había en la casa?

—Parece que han desaparecido —dijo Marge.

—Así que, dos guardias desaparecidos y otros dos asesinados.

Marge y Oliver asintieron.

—Creo que Oliver ha mencionado que también han matado a una criada.

—Está en la habitación del servicio, en el piso de abajo.

—¿Y cómo se las arregló Ana Méndez para esquivar las balas?

—También tenía la noche libre —dijo Oliver—. Ha declarado que volvió al rancho a la una de la madrugada, más o menos.

—¿Y cómo volvió? El transporte público no llega hasta aquí.

—Tiene coche.

—¿Y no se dio cuenta de que no había guardias en la garita?

—Entró por la puerta trasera, por la entrada de servicio —respondió Marge—. Allí no hay guardias. Ana tiene una tarjeta para abrir la puerta de acceso. Entra, aparca y va a su habitación. Encuentra el cadáver y empieza a gritar pidiendo ayuda. En este momento, su historia se vuelve un poco turbia. Parece que subió las escaleras y encontró los otros cuerpos.

—¿Subió sin saber si todavía había gente en la casa? —preguntó Decker.

—Ya te he dicho que la historia es un poco confusa. Cuando vio los cadáveres, llamó a Kotsky y denunció los asesinatos… creo.

—Hablaré con ella. ¿Es hispanohablante?

—Sí, pero tiene un inglés bastante bueno.

Decker dijo:

—Y, con respecto a los guardias, ¿sabéis quién organiza sus horarios?

—Kotsky notifica los turnos, pero no los organiza. Eso lo hace un hombre llamado Neptune Brady, que es el jefe de seguridad de los Kaffey. Brady tiene su propia vivienda en la finca, pero estos últimos días estaba visitando a su padre, que está enfermo, en Oakland.

—¿Se ha puesto alguien en contacto con él?

—Kotsky lo ha llamado y nos ha dicho que Brady ha tomado un avión, y que llegará pronto —dijo Marge—. Hemos echado un breve vistazo por la casa que tiene asignada en la finca para asegurarnos de que no había más víctimas. No la hemos registrado, claro; para eso necesitaremos una orden.

—Vamos a solicitar una, por si acaso Brady no quiere cooperar —dijo Decker, mientras miraba a su alrededor—. ¿Alguna idea de cómo sucedió?

Oliver respondió:

—Gilliam estaba sentada frente a la chimenea, tomando una copa de vino y leyendo. Marge y yo pensamos que ella fue la primera en caer. Todavía está en el sofá; el libro está a unos cuantos metros, lleno de sangre. Míralo tú mismo.

Decker se acercó al sofá. Sobre el asiento yacían los restos de una bella mujer. Tenía los ojos muy azules, abiertos, con la mirada perdida, y su pelo rubio estaba cubierto de sangre seca. El torso de la mujer estaba casi abierto en dos a causa de varios disparos de escopeta que le habían impactado en la cintura. Era escalofriante, y Decker apartó la mirada sin poder evitarlo. Había algunas cosas a las que nunca iba a acostumbrarse.

—Esto es una carnicería —dijo—. Vamos a necesitar muchas fotografías, porque nuestra memoria no podrá procesar toda esta información.

Marge continuó:

—La irrupción debió de llamar la atención del padre y del hijo. Pensamos que fueron los siguientes.

—Hay dos hijos. El que ha sido tiroteado es el mayor, Gil.

—¿Tiene familia directa a la que haya que avisar? —preguntó Decker.

—Estamos en ello —respondió Oliver—. No ha llamado nadie a ninguna comisaría preguntando por él.

—¿Y el hermano pequeño? —preguntó Decker.

Marge respondió:

—Piet Kotsky me ha dicho que el hijo menor se llama Grant y que vive en Nueva York. Y el hermano pequeño de Guy, Mace Kaffey, también vive allí.

—Y también está en el negocio familiar —señaló Oliver—. Los dos han recibido aviso.

—¿Quién los ha avisado? ¿Kotsky? ¿Brady?

Marge y Oliver se encogieron de hombros.

—Volviendo a la escena del crimen —dijo Decker—. ¿Alguna idea de lo que estaban haciendo Guy y Gil?

Oliver dijo:

—Tal vez estuvieran hablando de negocios, pero no hemos encontrado ningún documento.

—Seguramente, Guy Kaffey se levantó y vio lo que le estaba pasando a su mujer. Entonces, él también recibió un disparo que lo lanzó hacia atrás. El hijo fue un poco más rápido y ya había echado a correr cuando las balas lo alcanzaron. Él cayó a pocos metros de una de las puertas, fuera de aquí.

—¿Y los pistoleros no se molestaron en comprobar si estaba muerto?

Marge se encogió de hombros.

—Puede que algo los distrajera y los hiciera huir.

Decker dijo:

—Tenemos una, dos, tres… seis puertas en la habitación. Así que puede haber sido una banda de pistoleros; cada uno de ellos entró por una puerta distinta y arrollaron a la pareja. ¿Se os ocurre alguna idea de por qué salieron los asesinos del rancho sin rematar al hijo?

Oliver se encogió de hombros.

—Puede que saltara alguna alarma, aunque todavía no hemos descodificado el sistema. O tal vez oyeran entrar a la criada en la casa. Pero ella no vio a nadie marchándose.

Decker lo pensó un momento.

—Si todo el mundo estaba relajándose, seguramente no era muy tarde. Después de cenar, pero lo bastante temprano como para tomar una copa antes de irse a la cama. Debían de ser las diez, o las once…

—Más o menos —dijo Marge.

—El mozo de la cuadra y el jardinero —dijo Decker—, ¿estaban en la casa cuando llegasteis?

—Sí.

—¿Habéis dicho que viven aquí?

Oliver dijo:

—En las casitas que hay en la finca.

—Entonces, ¿cómo se enteraron de lo de los asesinatos? ¿Los avisó alguien, o les había despertado el ruido, o…?

Los dos detectives se encogieron de hombros.

—Vamos a estar aquí acampados una temporada —dijo Decker y, de nuevo, se masajeó la cabeza para intentar mitigar el dolor—. Vamos a dejar que los de la policía científica, los fotógrafos y los forenses hagan lo que tengan que hacer en la biblioteca. Nosotros todavía tenemos un par de escenas más, y hemos de interrogar a los testigos. ¿Dónde están los otros cadáveres?

Marge le mostró la zona en el plano. Decker dijo:

—Me vendría bien tener uno de estos.

Oliver le dio el suyo a su jefe.

—Yo conseguiré otro.

—Gracias —dijo Decker—. Vosotros, encargaos de las otras escenas, y yo voy a hablar con los testigos, sobre todo con los hispanohablantes. Vamos a ver si podemos establecer la sucesión de los hechos.

—Me parece bien —dijo Marge—. Ana está en esta habitación —añadió, y se la mostró en el plano—. Albáñez está aquí, y Karns, aquí.

Decker marcó las habitaciones en el plano. Después, escribió cada uno de los nombres en la parte superior de una hoja de su libreta. Había un montón de jugadores. Lo mejor sería empezar a anotar la puntuación cuanto antes.

 

Ana Méndez estaba tan acurrucada en la butaca, que casi había desaparecido. Tenía unos treinta y cinco o cuarenta años, y era de estatura muy baja, un metro cincuenta centímetros, aproximadamente. Tenía la piel oscura, la frente ancha y los pómulos pronunciados, una boca grande, y los ojos, redondos y negros. Llevaba el pelo cortado al estilo paje, y su cara parecía la de alguien que estaba mirando por una ventana, con dos cortinas negras, cada una a un lado, y los rizos cortos del flequillo haciendo las veces de volante superior.

La criada estaba dormida, pero se despertó cuando Decker entró en la habitación. Se frotó los párpados y los entrecerró al encenderse la luz artificial. Los ojos se le habían hinchado de llorar. Decker se fijó en que su uniforme blanco tenía manchas marrones, y tomó nota de que debían entregarle aquella ropa a la policía científica. Después, le pidió que le contara su historia desde el principio. Y esta era su historia:

El día libre de Ana empezaba el lunes por la noche y se prolongaba hasta el martes por la noche. Normalmente, volvía al rancho más temprano, pero aquella noche había una misa especial en su iglesia, con un servicio de oración breve que empezaba a las doce. Ella había salido de la iglesia a las doce y media, y había vuelto en coche al rancho, donde había llegado una hora después. La mansión estaba rodeada por una verja de hierro forjado rematada con pinchos, así que la mayoría de las puertas carecía de vigilancia. Ella tenía una tarjeta para abrir la puerta más cercana a la cocina. Después de entrar en el recinto, se dirigió hacia el aparcamiento del servicio, detrás de la cocina, y dejó allí su coche. Subió hasta las dependencias del servicio por un corto tramo de escaleras y, con su llave, entró en el edificio. Cuando Decker le preguntó si había alarma, ella le respondió que aquellas dependencias sí tenían alarma, pero que no estaba conectada con la de la casa principal. De ese modo, los criados podían entrar y salir sin que sus movimientos afectaran al sistema de seguridad de los Kaffey.

Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando describió lo que había visto en el dormitorio. Al encender la luz, se había encontrado con sangre por todas partes: en las paredes, en la alfombra y en las dos camas. Sin embargo, lo peor era Alicia: estaba tumbada boca arriba, inmóvil. Le habían pegado un tiro en la cara. Era horrible. Aterrador. Ella había empezado a gritar.

La siguiente parte de su historia estuvo entremezclada con grandes sollozos. Había subido corriendo las escaleras interiores que llevaban hasta la cocina de la mansión. Normalmente, la puerta de la cocina se cerraba con llave a medianoche, para evitar que alguien pudiera entrar en la casa principal desde las dependencias de servicio. Sin embargo, aquella noche, no. Ana recordaba perfectamente que había entrado en la cocina llamando a gritos a la señora.

Nadie le había respondido.

Cuando Decker le preguntó si la alarma de la mansión se había activado cuando ella entró en la cocina, Ana no pudo acordarse. En aquel momento estaba histérica. Se disculpó por sus recuerdos confusos.

A Decker le pareció que lo estaba haciendo bastante bien.

Descubrió a los Kaffey en la biblioteca, primero a los señores y, después, a la señora. Ninguno se movía, así que pensó que todos estaban muertos, incluido Gil. Ella había visto suficiente la televisión como para saber que no debía tocar nada.

Salió corriendo, sin dejar de gritar. Estaba sola, y todo estaba oscuro. Daba miedo. Sabía dónde estaba la casa de Paco Albáñez porque tenía amistad con él. Sin embargo, para llegar hasta la casa de Paco, tenía que rodear la piscina, pasar por las pistas de tenis y atravesar un bosquecillo de frutales. Riley Karns vivía más cerca de la mansión. Aunque no lo conocía bien, lo despertó. Él le dijo que se quedara en su casa mientras echaba un vistazo. Unos quince minutos más tarde, Riley volvió con Paco Albáñez y, entre los tres, intentaron decidir qué debían hacer. Sabían que tenían que llamar a la policía y, como Riley hablaba inglés, se ofreció voluntario. Les dijo a Paco y a ella que esperaran en su casa mientras él hacía la llamada. Después, se marchó. Volvió unos treinta minutos más tarde, con dos policías. Los policías los llevaron a la casa principal y los separaron. Le dijeron que otra gente iba a hablar con ella. Primero, fue la mujer policía y, en aquel momento, él.

La historia era una narración sincera, sin dobleces. No parecía que la mujer estuviera aturullada, ni tampoco que hubiera ensayado sus palabras. Cuando terminó, miró a Decker con tristeza y le preguntó cuándo podía marcharse. Él le dijo que tenía que quedarse un poco más y, entonces, ella se echó a llorar.

Decker le dio unas palmaditas en la mano y se marchó a interrogar a Riley Karns.

El mozo de las cuadras era un hombre de baja estatura, menudo, pero le apretó la mano con fuerza. Hablaba con un acento inglés muy marcado. Tenía el rostro curtido y sus rasgos faciales eran muy finos, como los de un duende. Estaba muy pálido debido al horror y a la falta de sueño.

Llevaba años trabajando con los caballos, como jinete profesional y adiestrador. Su trabajo en la finca no consistía solamente en ocuparse de los caballos y los perros, sino, también, enseñar a Gilliam Kaffey la equitación básica. Llevaba un jersey oscuro que parecía manchado. Cuando Decker le preguntó si se había cambiado de ropa aquella noche, él respondió que no. La declaración de Karns encajaba con la de Ana. Él llenó los minutos vacíos de Ana, la media hora que ella había pasado a solas con Paco Albáñez en la casa de Karns.

Karns admitió que la primera llamada debería haber sido al 911, pero no tenía la cabeza en su sitio. Así pues, había llamado a Neptune Brady, el jefe de seguridad de los Kaffey. Karns sabía que Brady estaba en Oakland, visitando a su padre enfermo, pero lo había llamado de todos modos. Neptune le dijo que llamara rápidamente al 911 y que, después, llamara a Piet Kotsky y le dijera que fuera al rancho para averiguar qué era lo que había salido mal. Brady le dijo que intentaría alquilar un jet privado para ir rápidamente a Los Ángeles, y que llamaría a Kotsky cuando hubiera concretado sus planes para el viaje. Brady también le dijo a Karns que él avisaría a la familia.

Karns hizo lo que le habían dicho. Primero, llamó al 911; seguidamente, llamó a Piet Kotsky, que le dijo que iba a ponerse en camino de inmediato, pero que tardaría tres horas en llegar al rancho. Cinco minutos después, llegó la ambulancia y, un poco más tarde, la policía. Él llevó a un par de agentes a su casa, donde estaban Ana y Paco. La policía los llevó a la mansión y los separó.

Paco Albáñez tenía unos cincuenta y cinco años. Era un hombre de piel oscura con los ojos dorados, el pelo gris y un bigote blanco. Tenía poca estatura, pero era fornido y con los brazos fuertes. Como Ana, llevaba unos tres años trabajando para los Kaffey. No tenía mucho que añadir a las declaraciones anteriores; Karns lo había despertado de repente, le había dicho que se vistiera y que a la familia le había ocurrido una horrible tragedia. Él estaba medio dormido, pero, en cuanto vio lo disgustada que estaba Ana, se despertó. Se quedó con ella hasta que llegó la policía. Su declaración también parecía sincera.

Decker terminó los interrogatorios con muchas preguntas sin respuesta. Entre ellas, las siguientes:

 

¿Por qué no estaba cerrada con llave la puerta de la cocina?

¿Entraron los asesinos por las dependencias de servicio, asesinaron a la criada que estaba durmiendo y accedieron a la casa por la cocina? Y, de ser así, ¿quién los dejó entrar?

¿Saltó la alarma cuando Ana entró en la cocina? Y, si no saltó, ¿quién la había desactivado?

¿Quién tiene llaves de la casa principal, aparte de la familia?

¿Quién sabe cuál es el código de la alarma, aparte de la familia?

¿Quién fue el primero en darse cuenta de que Gil Kaffey no estaba muerto?

Y, finalmente, ¿por qué no se aseguraron los asesinos de que Gil Kaffey no estaba muerto?

 

Estaban los criados, los guardias de la garita, los guardias en la casa, el jardinero, el mozo de la cuadra, Piet Kotsky y Neptune Brady. Y solo eran los empleados domésticos de Guy Kaffey. Decker se imaginaba lo difíciles que iban a ser las cosas cuando llegara a su empresa, que tenía miles de empleados. El personal que iba a tener que destinar para un caso importante como aquel sería pasmoso. El expediente iba a necesitar tanto papel que sería necesario talar un bosque entero. Recientemente, su comisaría había empezado a utilizar papel reciclado.

Había que hacerse de los verdes.

Mejor que rojo: el color predominante de aquella noche.