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El viaje de sus vidas

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El viaje de sus vidas

Título original: The Leisure Seeker

© 2009, Michael Zadoorian

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: KARMA FILMS S.L.

 

ISBN: 978-84-9139-178-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

El viaje de sus vidas

Créditos

Índice

Dedicatoria

Citas

Agradecimientos

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

 

 

 

 

 

 

Para Norm y Rose

 

 

 

 

 

 

¿Qué es más bello,

el sol del amanecer o del atardecer?

¿La aurora o el ocaso del corazón?

¿El momento de mirar hacia lo desconocido,

cuando el día devora la oscuridad,

o aquel en que el paisaje de nuestra vida

queda atrás y los lugares conocidos

brillan ya a lo lejos, y los buenos recuerdos

se elevan como niebla y magnifican

los objetos que contemplamos, que pronto se esfumarán?

HENRY WADSWORTH LONGFELLOW

 

 

 

 

El mundo está lleno de lugares a los que quiero regresar.

FORD MADOX FORD

AGRADECIMIENTOS

 

 

 

 

 

Toda mi gratitud, todo mi afecto y mi respeto para:

Mi esposa, Rita Simmons, que me ayudó a lo largo de todo el proceso, que me da fuerza y sabiduría, que consigue que todo esto siga siendo divertido.

Mi hermana, Susan Summerlee, por su amor y su apoyo en los momentos difíciles.

Todos mis amigos de Detroit que leyeron, ayudaron, alentaron y escucharon muchos lamentos: Tim Teegarden, Keith McLenon, Jim Dudley, el hermano Andrew Brown, Nick Marine (risa pomposa), Donna McGuire, Eric Weltner, Holly Sorscher, Jim Potter, Russ Taylor, Jeff Edwards, Dave Michalak y Luis Resto.

Lynn Peril y Roz Lessing por ayudarme a no perder la cabeza. Dave Spala por animarme y no hacerme caso. Cindy, Bill y Laura por sus consejos maternales. DeAnn Ervin por querer ayudar siempre. Tony Park por sus intrigas literarias extranjeras. John Roe por unas fotos fantásticas pese a la responsabilidad evidente. Randy Samuels por sus dosis de realidad. Michael Lloyd, Barry Burdiak y Mark Mueller por preocuparse siempre de la mater familias.

Mi maravillosa y talentosa agente, Sally van Haitsma, y el recuerdo de su padre, Ken van Haitsma. Mi editora, Jennifer Pooley, que con su entusiasmo infatigable y devoción por este libro, y sus signos de exclamación, fue un bálsamo muy necesario para el espíritu de este escritor. Mi amigo y maestro, Christopher Leland, un hombre que nunca deja de ayudar a sus alumnos.

Sobre todo, a la memoria de mi madre y de mi padre, Rose Mary y Norman Zadoorian. Sus vidas siguen siendo una inspiración para mí.

Gracias finalmente a la Ruta 66, a la gente y a sus lugares, reales o imaginados.

La carretera no acaba nunca.

UNO

 

MÍCHIGAN

 

 

 

 

 

Somos turistas.

Lo he asumido hace poco. Mi marido y yo nunca hemos sido de los que viajan para abrir su mente. Viajábamos por diversión; a Weeki Wachee, a Gatlinburg, al South of the Border, al lago George, a Rock City, a Wall Drug. Hemos visto cerdos y caballos nadadores, un palacio ruso cubierto de maíz, niñas bajo el agua bebiendo una botella de Pepsi, el puente de Londres en mitad del desierto, una cacatúa en bicicleta por la cuerda floja.

Supongo que siempre lo supimos.

Este, nuestro último viaje, se planeó en el último momento; el lujo de los jubilados. Es un viaje que me alegra haber decidido hacer, aunque todos (médicos, hijos) nos prohibieran ir.

—Te desaconsejo encarecidamente cualquier tipo de viaje, Ella —me dijo el doctor Tomaszewski, uno de los cientos de médicos que me atienden en la actualidad, cuando le insinué que mi marido y yo quizá nos fuéramos de viaje. Cuando le mencioné de pasada a mi hija la idea de una escapada de fin de semana, utilizó un tono que uno normalmente usaría con un cachorro desobediente («¡No!»).

Pero John y yo necesitábamos unas vacaciones, más que nunca. Además, los médicos solo quieren que me quede aquí para poder hacerme pruebas, pincharme con esos instrumentos fríos y buscar manchas dentro de mí. Ya han tenido bastante. Y, aunque a los chicos solo les preocupa nuestro bienestar, en realidad no es asunto suyo. Un poder notarial no significa que puedan dirigir nuestras vidas.

Vosotros mismos os preguntaréis: ¿es la mejor idea? Dos viejos sin suerte, una con más problemas de salud que un país del tercer mundo y el otro tan senil que ni siquiera sabe en qué día vive, que deciden hacer un viaje para recorrer el país.

No seáis estúpidos. Claro que no es buena idea.

En una ocasión el señor Ambrose Bierce, cuyas espeluznantes historias me encantaban de pequeña, decidió que, al llegar a los setenta, se iría a México. Escribió: «Claro, es posible, incluso probable, que no regrese nunca. Son países extraños en los que suceden cosas». También escribió: «Es mejor que la vejez, la enfermedad o caerse por las escaleras del sótano». Familiarizada como estoy con esas tres cosas, le doy toda la razón al viejo Ambrose.

En resumen, no teníamos nada que perder. Así que decidí ponerme en marcha. Nuestra pequeña autocaravana, la Leisure Seeker, estaba lista y a punto. La hemos tenido así desde que nos jubilamos. De modo que, tras asegurarles a mis hijos que no pensábamos irnos de vacaciones, secuestré a John, mi marido, y nos largamos camino de Disneylandia. Ahí es donde llevábamos a los niños, así que nos gusta más que el otro. Al fin y al cabo, llegados a este punto de nuestras vidas, somos más niños que nunca. Sobre todo John.

Desde la zona de Detroit, donde hemos vivido toda la vida, vamos hacia el oeste atravesando el estado. Hasta ahora es un viaje precioso, tranquilo, sin incidentes. El flujo de aire de mi conducto de ventilación genera un silbido de ruido blanco mientras los kilómetros van alejándonos de nuestra antigua vida. La mente se despeja, los dolores disminuyen, las preocupaciones se evaporan, al menos durante unas horas. John no habla en absoluto, pero parece muy satisfecho conduciendo. Hoy tiene uno de sus días silenciosos.

Después de unas tres horas, nos paramos a pasar nuestra primera noche en un pueblecito de vacaciones que se autodenomina «colonia de artistas». Al entrar en el pueblo en sí, se ve entre los árboles una paleta de pintor del tamaño de una piscina para niños, y cada mancha de pintura está adornada con una bombilla eléctrica de color que ilumina su tonalidad correspondiente. Junto a la paleta, un cartel:

 

SAUGATUCK

 

Aquí es donde pasamos nuestra luna de miel hace casi sesenta años (la pensión de la señora Miller, que quedó reducida a cenizas hace mucho tiempo). Tomamos el autobús de Greyhound. Esa fue nuestra luna de miel: llevar al perro al oeste de Míchigan. Era lo único que podíamos permitirnos, pero a nosotros nos pareció emocionante. (Es la ventaja de entretenerte con facilidad).

Tras registrarnos y dejar la caravana en el camping, damos un paseo, hasta donde yo puedo, para disfrutar lo que queda de la tarde. Me alegra mucho haber vuelto con mi marido tantos años después. Han pasado al menos treinta años desde la última vez. Me sorprende descubrir que el pueblo no ha cambiado gran cosa; hay muchas pastelerías, galerías de arte, puestos de helados y tiendas antiguas. El parque está donde recordaba. Muchos de los edificios originales siguen en pie y en buen estado. Me asombra que los padres del pueblo no sintieran la necesidad de derribarlo todo y volver a levantarlo. Deben de comprender que, cuando la gente está de vacaciones, solo quiere regresar al lugar que le resulta familiar, que sigue resultándole propio, aunque sea por un breve espacio de tiempo.

John y yo nos sentamos en un banco de Main Street donde el aire otoñal huele a chocolate caliente. Contemplamos a las familias pasar, con sus pantalones cortos y sudaderas, comiendo helados, charlando, riéndose con voz grave y lánguida, como se ríe la gente cuando está de vacaciones.

—Qué agradable —dice John. Es lo primero que dice desde que hemos llegado—. ¿Estamos en casa?

—No, pero es agradable —digo yo.

John siempre anda preguntando si estamos en casa. Sobre todo a lo largo del último año, cuando empezó a empeorar. Los problemas de memoria comenzaron hace unos cuatro años, aunque antes ya podían apreciarse algunas señales. Lo suyo ha sido un proceso gradual. (Mis problemas son mucho más recientes). Me han dicho que tenemos suerte, pero a mí no me lo parece. En su mente, primero se borraron lentamente las esquinas de la pizarra, después los bordes, y los bordes de los bordes, creando un círculo cada vez más y más pequeño, antes de desaparecer por completo. Lo único que queda son recuerdos sueltos y borrosos aquí y allá, lugares donde el borrador no logró hacer su trabajo por completo, reminiscencias que oigo una y otra vez. De vez en cuando, tiene la lucidez suficiente para darse cuenta de que se ha olvidado de casi toda nuestra vida en común, pero esos momentos suceden cada vez con menor frecuencia. Me alegra a veces, cuando se enfada por sus olvidos, porque eso significa que sigue aquí, conmigo. Pero la mayor parte del tiempo no es así. No importa. Yo soy la que guarda los recuerdos.

 

 

Durante la noche, John duerme sorprendentemente bien, pero yo apenas cierro los ojos. En lugar de eso, me quedo levantada leyendo o viendo algún programa absurdo de madrugada en nuestra pequeña televisión a pilas. Mi única compañía es la peluca, que descansa sobre su soporte de poliestireno. A ambas nos rodea el destello azulado mientras escuchamos a Jay Leno bajo los ronquidos de John y sus vegetaciones. No importa. De todas formas no puedo dormir más de un par de horas seguidas y no suele afectarme. Últimamente dormir me parece un lujo que no puedo permitirme.

John ha dejado la cartera, las monedas y las llaves sobre la mesa, como hace en casa. Agarro su gruesa billetera de cuero, oscurecida por el sudor, y la abro. Desprende un olor musgoso y hace un ruido pegajoso mientras examino su interior. La cartera está hecha un desastre, como imagino que está su mente, con todo mezclado y unas cosas pegadas con otras, enredadas, como he visto en los folletos de las consultas. Allí encuentro trozos de papel con garabatos ilegibles, tarjetas de visita de gente que hace mucho que murió, una llave extra de un coche que se vendió hace años, tarjetas caducadas de seguros de salud junto a otras nuevas. Seguro que no la ha limpiado en diez años. No sé cómo consigue sentarse encima. No me extraña que siempre le duela la espalda.

Meto los dedos en uno de los compartimentos y encuentro un trozo de papel doblado en dos. Al contrario que el resto de los objetos, no parece llevar allí una eternidad. Lo desdoblo y veo que es una fotografía arrancada de alguna parte. A primera vista, parece una foto de familia; hay un grupo de gente frente a un edificio, pero ninguna de las personas que aparecen en la imagen me resulta familiar. Cuando desdoblo el borde inferior, veo el pie de foto:

 

¡DE SUS AMIGOS DE PUBLISHERS CLEARING HOUSE!

 

Debería explicar que recibimos una grandísima cantidad de correo de esa empresa. En algún punto, al comienzo de su enfermedad, John se obsesionó con la empresa Publishers Clearing House. Siempre participaba en sus sorteos y nos suscribía por accidente a revistas que no necesitábamos: Teen People, Off-Roader, Modern Ferret. Al poco tiempo, esos cabrones nos enviaban tres cartas a la semana. Después cada vez le resultaba más y más difícil a John entender las instrucciones de inscripción, de manera que las cartas, abiertas y a medio leer, comenzaron a amontonarse.

Tardo un rato, pero al fin entiendo por qué John guarda esa foto en su cartera. ¡Cree que es una foto de su propia familia! Empiezo a reírme. Me río con tanta fuerza que temo despertarle. Me río hasta que se me saltan las lágrimas. Entonces rompo la fotografía en mil pedazos.

DOS

 

INDIANA

 

 

 

 

 

Salimos temprano para atravesar Indiana, con su tiempo plomizo, en dirección a Chicago, donde tomaremos la Ruta 66 en su punto de inicio oficial. Normalmente no nos acercaríamos a una gran ciudad. Son lugares peligrosos si eres viejo. Simplemente no puedes seguir el ritmo y acabarás hecho puré en el pavimento. (Recordadlo). Pero es domingo por la mañana y hay poco tráfico. Aun así, nos adelantan continuamente tráileres que van a ciento veinte, ciento treinta kilómetros por hora, incluso más deprisa. Aun así John se muestra firme.

Aunque se le está yendo la cabeza, sigue siendo un conductor excelente. Pienso en Dustin Hoffman en esa película llamada Rain Man. Quizá sea por todos nuestros viajes en coche en el pasado, o por el hecho de que lleva conduciendo desde que tenía trece años, pero no creo que se le olvide nunca cómo hacerlo. El caso es que, cuando te acostumbras al ritmo de un viaje de largo recorrido, todo es cuestión de dar indicaciones (ese es mi trabajo; soy la dueña de los mapas), evitar las salidas inesperadas y mantenerse alerta ante el peligro que se avecina a toda velocidad por el espejo retrovisor.

Sin previo aviso, el aire se vuelve gris y pesado. A lo lejos brillan las fundiciones y las fábricas, envueltas en la niebla.

John frunce el ceño, se vuelve hacia mí y dice:

—¿Te has tirado un pedo?

—No —digo yo—. Estamos atravesando Gary.