portada

LETRAS MEXICANAS

Oficio de tinieblas

ROSARIO CASTELLANOS

Oficio de tinieblas

Fondo de Cultura Económica

Novela. Joaquín Mortiz, 1962. Quinta edición, 1986
Promexa Editores, 1979
Primera edición electrónica, FCE, 2017

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

Fotografía: Ricardo Salazar.

Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, Israel, 1974), novelista, poeta, ensayista y diplomática, ejerció el magisterio en la UNAM y en las universidades de Wisconsin y de Bloomington, así como en la Hebrea de Jerusalén. Colaboró en suplementos culturales de los principales diarios y revistas especializadas en México y en el extranjero. Recibió los premios Chiapas, Xavier Villaurrutia, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos Trouyet. De su autoría, el FCE ha publicado también en versión electrónica Juicios sumarios I, El mar y sus pescaditos y Tablero de damas, entre otros.

contraportada

Fragmento de una entrevista con Margarita García Flores, Cartas marcadas, UNAM, 1979

El oficio de tinieblas se reza, por la liturgia católica, en el viernes santo. Escogí este nombre porque el momento culminante de la novela es aquél en que un indígena es crucificado, en un viernes santo también, para convertirse en el Cristo de su pueblo. Y porque además la palabra tinieblas corresponde muy bien al momento por el que atraviesan tanto los indios como los “blancos” que los explotan, en Chiapas […]

El arte tiene, ante todo, el deber de ser arte. Como fenómeno social que es, puede teñirse de propaganda política, religiosa, etc. Pero esta propaganda no será de ninguna manera eficaz si no se subordina a las exigencias estéticas.

Fragmento de una entrevista con Emmanuel Carballo, Diecinueve protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX, Empresas Editoriales, 1965

Está basada en un hecho histórico: el levantamiento de los indios chamulas, en San Cristóbal, el año de 1867. Este hecho culminó con la crucifixión de uno de estos indios, al que los amotinados proclamaron como el Cristo indígena. Por un momento, y por ese hecho, los chamulas se sintieron iguales a los blancos. Acerca de esta sublevación casi no existen documentos. Los testimonios que pude recoger se resienten, como es lógico, de partidarismo más o menos ingenuo. Intenté penetrar en las circunstancias, entender los móviles y captar la psicología de los personajes que intervinieron en estos acontecimientos. A medida que avanzaba, me di cuenta que la lógica histórica es absolutamente distinta de la lógica literaria. Por más que quise no pude ser fiel a la historia. Abandoné poco a poco el suceso real. Lo trasladé de tiempo, a un tiempo que conocía mejor, la época de Cárdenas, momento en el que, según todas las apariencias, va a efectuarse la reforma agraria en Chiapas. Este hecho probablemente produce malestar entre los que poseen la tierra y los que aspiran a poseerla: entre los blancos y los indios. El malestar culmina con la sublevación indígena y el aplastamiento brutal del motín por parte de los blancos. Según la historia, el levantamiento amenazó la seguridad de San Cristóbal. Los chamulas estuvieron a punto de invadir la ciudad; se retiraron, estando frente a ella, porque les aterrorizó el prestigio secular de los blancos, no tanto la fuerza, ya que en ese momento estaban desarmados. De acuerdo con la manera de vivir y concebir el mundo, a los chamulas les era imposible conquistar la ciudad enemiga. Me explico. Entre ellos la memoria trabaja en forma diferente: es mucho menos constante y mucho más caprichosa. De ese modo, pierden el sentido del propósito que persiguen. Se lanzan contra pequeños poblados, contra ranchos sin dueño y, en unos y en otros, desahogan la violencia. Conforme se produce el desahogo, la violencia deja de ser necesaria, aunque no haya producido los efectos que se proponía. En ese momento, Oficio de tinieblas se convierte en novela y se aparta definitivamente de la historia […]

Se ajusta de principio a fin a los moldes tradicionales. De acuerdo con el tema, respeté la ordenación cronológica de los sucesos. La historia es, de por sí, complicada y confusa para agregarle dificultades arquitectónicas y estilísticas. Por el contrario, la construcción arroja claridad sobre los hechos. Por esa misma razón penetré en la psicología de los personajes. Doy antecedentes de sus vidas para, de esta manera, ayudar a comprender su conducta. En ocasiones parecen reaccionar de un modo arbitrario si nos desentendemos de sus antecedentes. La arbitrariedad existe y subsiste porque en la situación en que se encuentran no rige la justicia sino la fuerza. El poder lo poseen primero unos y después los otros. Cuando cada uno de los bandos lo usa, lo usa a la medida de sus pasiones. Si la construcción es tradicional, no creo que el asunto sea muy frecuente […]

Escribir ha sido, más que nada, explicarme a mí misma las cosas que no entiendo. Cosas que, a primera vista, son confusas o difícilmente comprensibles. Como los personajes indígenas eran, de acuerdo con los datos históricos, enigmáticos, traté de conocerlos en profundidad. Me pregunté por qué actuaban de esa manera, qué circunstancias los condujeron a ser de ese modo. Así, comencé a desentrañarlos y a elaborarlos. Un acto me llevaba al inmediato anterior y, por ese método, llegué a conocerlos íntegramente […]

El cuento me parece más difícil porque se concreta a describir un solo instante. Ese instante debe ser lo suficientemente significativo para que valga la pena captarlo. En oposición, la novela es capaz de enriquecerse con multitud de detalles. Se pueden mencionar rasgos de las criaturas que no necesariamente condicionen la acción o el sentido de la novela. En el cuento esta oportunidad no halla cabida. El espacio es mucho menor. Es necesario reducir hechos y personas a los rasgos esenciales […]

No soy lo suficientemente reflexiva, aunque me lo proponga. En Oficio de tinieblas la reflexión alcanza cierta altura y consistencia. Al crear el carácter de un personaje o al describir sus acciones trato de iluminar los móviles, las circunstancias, las consecuencias que cada acto pueda producir. No ofrezco el hecho en bruto, trato de explicármelo y de explicarlo.

Puesto que ya no es grande vuestra gloria;

puesto que vuestra potencia ya no existe

—y aunque sin gran derecho a la piedad—,

vuestra sangre dominará todavía un poco…

Todos los hijos del alba, la prole del alba,

no serán de vosotros;

sólo los grandes habladores se os abandonarán.

Los del Daño, los de la Guerra, los de la Miseria,

vosotros que hicisteis el mal,

lloradlo.

El libro del consejo

I

SAN JUAN, el Fiador, el que estuvo presente cuando aparecieron por primera vez los mundos; el que dio el sí de la afirmación para que echara a caminar el siglo; uno de los pilares que sostienen firme lo que está firme, San Juan Fiador, se inclinó cierto día a contemplar la tierra de los hombres.

Sus ojos iban del mar donde se agita el pez a la montaña donde duerme la nieve. Pasaban sobre la llanura en la que pelea, aleteando, el viento; sobre las playas de arena chisporroteadora; sobre los bosques hechos para que se ejercite la cautela del animal. Sobre los valles.

La mirada de San Juan Fiador se detuvo en el valle que nombran de Chamula. Se complació en la suavidad de las colinas que vienen desde lejos (y vienen como jadeando en sus resquebrajaduras) a desembocar aquí. Se complació en la vecindad del cielo, en la niebla madrugadora. Y fue entonces cuando en el ánimo de San Juan se movió el deseo de ser reverenciado en este sitio. Y para que no hubiera de faltar con qué construir su iglesia y para que su iglesia fuera blanca, San Juan transformó en piedras a todas las ovejas blancas de los rebaños que pacían en aquel paraje.

El promontorio —sin balido, inmóvil— quedó allí como la seña de una voluntad. Pero las tribus pobladoras del valle de Chamula, los hombre tzotziles o murciélagos, no supieron interpretar aquel prodigio. Ni los ancianos de mucha edad, ni los varones de consejo acertaron a dar opinión que valiera. Todo les fue balbuceo confuso, párpados abatidos, brazos desmayados en temeroso ademán. Por eso fue necesario que más tarde vinieran otros hombres. Y estos hombres vinieron como de otro mundo. Llevaban el sol en la cara y hablaban lengua altiva, lengua que sobrecoge el corazón de quien escucha. Idioma, no como el tzotzil que se dice también en sueños, sino férreo instrumento de señorío, arma de conquista, punta del látigo de la ley. Porque ¿cómo, sino en castilla, se pronuncia la orden y se declara la sentencia? ¿Y cómo amonestar y cómo premiar sino en castilla?

Pero tampoco los recién venidos entendieron cabalmente el enigma de las ovejas petrificadas. Comprendían sólo el mandato que obliga a trabajar. Y ellos con la cabeza y los indios con las manos dieron principio a la construcción de un templo. De día cavaban la zanja para cimentar pero de noche la zanja volvía a rasarse. De día alzaban el muro y de noche el muro se derrumbaba. San Juan Fiador tuvo que venir, en persona, empujando él mismo las piedras, una por una; haciéndolas rodar por las pendientes, hasta que todas estuvieron reunidas en el sitio donde iban a permanecer. Sólo allí el esfuerzo de los hombres alcanzó su recompensa.

El edificio es blanco, tal como San Juan Fiador lo quiso. Y en el aire —que consagró la bóveda— resuenan desde entonces las oraciones y los cánticos del caxlán; los lamentos y las súplicas del indio. Arde la cera en total inmolación de sí misma; exhala su alma ferviente el incienso; refresca y perfuma la juncia. Y la imagen de San Juan (madera policromada, fino perfil) pastorea desde el nicho más eminente del altar mayor a las otras imágenes: Santa Margarita, doncella de breve pie, llovedera de dones; San Agustín, robusto y sosegado; San Jerónimo, el del tigre en las entrañas, protector secreto de los brujos; la Dolorosa, con una nube de tempestad enrojeciendo su horizonte; la enorme cruz del Viernes Santo, exigidora de la víctima anual, inclinada, a punto de desgajarse igual que una catástrofe. Potencias hostiles a las que fue preciso atar para que no desencadenasen su fuerza. Vírgenes anónimas, apóstoles mutilados, ángeles ineptos, que descendieron del altar a las andas y de las andas al suelo y ya en el suelo fueron derribados. Materia sin virtud que la piedad olvida y el olvido desdeña. Oído duro, pecho indiferente, mano cerrada.

Así como se cuentan sucedieron las cosas desde sus orígenes. No es mentira. Hay testimonios. Se leen en los tres arcos de la puerta de entrada del templo, desde donde se despide el sol.

Este lugar es el centro. A él se arriman los tres barrios de Chamula, cabecera de municipio, pueblo de función religiosa y política, ciudad ceremonial.

A Chamula confluyen los indios “principales” de los más remotos parajes, en los altos de Chiapas, donde se habla tzotzil. Aquí reciben su cargo.

El de más responsabilidad es el de presidente, y al lado suyo, el de escribano. Los asisten alcaldes, regidores, mayores, gobernadores y síndicos. Para atender el culto de los santos están los mayordomos y para organizar las festividades sacras, los alféreces. Los “pasiones” se designan para la semana de carnaval.

Los cargos duran doce meses y quienes los desempeñan, transitorios habitantes de Chamula, ocupan las chozas diseminadas en las laderas y llanuras, atienden a su manutención labrando la tierra, criando animales domésticos y pastoreando rebaños de ganado lanar.

Concluido el término los representantes regresan a sus parajes revestidos de dignidad y prestigio. Son ya “pasadas autoridades”. Deliberaron en torno de su presidente y las deliberaciones quedaron asentadas en actas, en papel que habla, por el escribano. Dirimieron asuntos de límites; aplacaron rivalidades; hicieron justicia; anudaron y desanudaron matrimonios. Y, lo más importante, tuvieron bajo su custodia lo divino. Se les confió para que nada le faltase de cuidado y de reverencia. Por esto, pues, a los escogidos, a la flor de la raza, no les es lícito penetrar en el día con el pie de la faena sino con el de la oración. Antes de iniciar cualquier trabajo, antes de pronunciar cualquier palabra, el hombre que sirve de dechado a los demás debe prosternarse ante su padre, el sol.

Amanece tarde en Chamula. El gallo canta para ahuyentar la tiniebla. A tientas se desperezan los hombres. A tientas las mujeres se inclinan y soplan la ceniza para desnudar el rostro de la brasa. Alrededor del jacal ronda el viento. Y bajo la techumbre de palma y entre las cuatro paredes de bajareque, el frío es el huésped de honor.

Pedro González Winiktón separó las manos que la meditación había mantenido unidas y las dejó caer a lo largo de su cuerpo. Era un indio de estatura aventajada, músculos firmes. A pesar de su juventud (esa juventud tempranamente adusta de su raza) los demás acudían a él como se acude al hermano mayor. El acierto de sus disposiciones, la energía de sus mandatos, la pureza de sus costumbres, le daban rango entre la gente de respeto y sólo allí se ensanchaba su corazón. Por eso cuando fue forzado a aceptar la investidura de juez, y cuando juró ante la cruz del atrio de San Juan, estaba contento. Su mujer, Catalina Díaz Puiljá, tejió un chamarro de lana negra, grueso, que le cubría holgadamente hasta la rodilla. Para que en la asamblea fuera tenido en más.

De modo que a partir del 31 de diciembre de aquel año, Pedro González Winiktón y Catalina Díaz Puiljá se establecieron en Chamula. Les fue dada una choza para que vivieran; les fue concedida una parcela para que la sembraran. La milpa estaba ahí, ya verdeando, ya prometiendo una buena cosecha de maíz. ¿Qué más podía ambicionar Pedro si tenía la abundancia material, el prestigio entre sus iguales, la devoción de su mujer? Un instante duró la sonrisa en su rostro, tan poco hábil para expresar la alegría. Su gesto volvió a endurecerse. Winiktón se consideró semejante al tallo hueco; al rastrojo que se quema después de la recolección. Era comparable también a la cizaña. Porque no tenía hijos.

Catalina Díaz Puiljá, apenas de veinte años pero ya reseca y agostada, fue entregada por sus padres, desde la niñez, a Pedro. Los primeros tiempos fueron felices. La falta de descendencia fue vista como un hecho natural. Pero después, cuando las compañeras con las que hilaba Catalina, con las que acarreaba el agua y la leña, empezaron a asentar el pie más pesadamente sobre la tierra (porque pisaban por ellas y por el que había de venir), cuando sus ojos se apaciguaron y su vientre se hinchió como una troje repleta, entonces Catalina palpó sus caderas baldías, maldijo la ligereza de su paso y, volviéndose repentinamente para mirar tras de sí, encontró que su paso no había dejado huella. Y se angustió pensando que así pasaría su nombre sobre la memoria de su pueblo. Y desde entonces ya no pudo sosegar.

Consultó con los mayores; entregó su pulso a la oreja de los adivinos. Interrogaron las vueltas de su sangre, indagaron hechos, hicieron invocaciones. ¿Dónde se torció tu camino, Catalina? ¿Dónde te descarriaste? ¿Dónde se espantó tu espíritu? Catalina sudaba, recibiendo íntegramente el sahumerio de hierbas milagrosas. No supo responder. Y su luna no se volvió blanca como la de las mujeres que conciben, sino que se tiñó de rojo como la luna de las solteras y de las viudas. Como la luna de las hembras de placer.

Entonces comenzó la peregrinación. Acudía a los custitaleros, gente errante, sabedora de remotas noticias. Y entre los pliegues de su entendimiento guardaba los nombres de los parajes que era preciso visitar. En Cancuc había una anciana, dañera o ensalmadora, según la solicitaran. En Biqu’it Bautista, un brujo sondeaba la noche para interpretar sus designios. En Tenejapa despuntaba un hechicero. Y allá iba Catalina con humildes presentes: las primeras mazorcas, garrafones de trago, un corderito.

Así para Catalina fue nublándose la luz y quedó confinada en un mundo sombrío, regido por voluntades arbitrarias. Y aprendió a aplacar estas voluntades cuando eran adversas, a excitarlas cuando eran propicias, a trastrocar sus signos. Repitió embrutecedoras letanías. Intacta y delirante atravesó corriendo entre las llamas. Era ya de las que se atreven a mirar de frente el misterio. Una “ilol” cuyo regazo es arcón de los conjuros. Temblaba aquel a quien veía con mal ceño; iba reconfortado aquel a quien sonreía. Pero el vientre de Catalina siguió cerrado. Cerrado como una nuez.

De reojo, mientras molía la ración de posol arrodillada frente al metate, Catalina observaba la figura de su marido. ¿En qué momento la obligaría a pronunciar la fórmula de repudio? ¿Hasta cuándo iba a consentir la afrenta de su esterilidad? Matrimonios como éste no eran válidos. Bastaría una palabra de Winiktón para que Catalina volviera al jacal de su familia, allá en Tzajal-hemel. Ya no encontraría a su padre, muerto hacía años. Ya no encontraría a su madre, muerta hacía años. No quedaba más que Lorenzo, el hermano, quien por la simplicidad de su carácter y la vaciedad de la risa que le partía en dos la boca, era llamado el Inocente.

Catalina se irguió y puso la bola de posol en el morral de bastimento de su marido. ¿Qué lo mantenía junto a ella? ¿El miedo? ¿El amor? La cara de Winiktón guardaba bien su secreto. Sin un ademán de despedida el hombre abandonó la choza. La puerta se cerró tras él.

Una decisión irrevocable petrificó las facciones de Catalina. ¡No se separarían nunca, ella no se quedaría sola, no sería humillada ante la gente!

Sus movimientos se hicieron más vivos, como si allí mismo fuera a entablar la lucha contra un adversario. Iba y venía en el interior del jacal, guiándose más por el tacto que por la vista, pues la luz penetraba únicamente a través de los agujeros de la pared y la habitación estaba ennegrecida, impregnada de humo. Aún más que el tacto, la costumbre configuraba los gestos de la india, evitándole rozar los objetos amontonados sin orden en tan reducido espacio. Ollas de barro, desportilladas, rotas; el metate, demasiado nuevo, no domado aún por la fuerza y la habilidad de la molendera; troncos de árboles en vez de sillas; cofres antiquísimos, de cerradura inservible. Y, reclinadas contra la fragilidad del muro, cruces innumerables. De madera una, cuya altura alcanzaba y parecía sostener el techo; de palma entretejida las demás, pequeñas, con un equívoco aspecto de mariposas. Pendientes de la cruz principal estaban las insignias de Pedro González Winiktón, juez. Y, desperdigados, los instrumentos del oficio de Catalina Díaz Puiljá, tejedora.

El rumor de actividad, proveniente de los otros jacales, cada vez más distinto y apremiante, hizo que Catalina sacudiera la cabeza como para ahuyentar el ensueño doloroso que la oprimía. Apresuró sus preparativos: dentro de una red fue colocando cuidadosamente, envueltos en hojas para evitar que se quebraran, los huevos recolectados en los nidos la noche anterior. Cuando la red estuvo llena Catalina la cargó sobre su espalda. El mecapal que se le incrustaba en la frente parecía una honda cicatriz.

Alrededor de la choza se había reunido un grupo de mujeres que aguardaban en silencio la aparición de Catalina. Una por una desfilaron ante ella, inclinándose para dar muestra de respeto. Y no alzaron la frente sino hasta que Catalina posó en ella unos dedos fugaces mientras recitaba la cortés y mecánica fórmula de salutación.

Cumplida esta ceremonia echaron a andar. Aunque todas conocían el camino ninguna se atrevió a dar un paso que no fuera en seguimiento de la ilol. Se notaba en los gestos expectantes, rápidamente obedientes, ansiosamente solícitos, que aquellas mujeres la acataban como superior. No por el puesto que ocupaba su marido, ya que todas eran también esposas de funcionarios y alguna de funcionario con dignidad más alta que la de Winiktón, sino por la fama que transfiguraba a Catalina ante los ánimos temerosos, desdichados, ávidos de congraciarse con lo sobrenatural.

Catalina admitía el acatamiento con la tranquila certidumbre de quien recibe lo que se le debe. La sumisión de los demás ni la incomodaba ni la envanecía. Su conducta acertaba a corresponder, con parquedad y tino, el tributo dispensado. El don era una sonrisa aprobatoria, una mirada cómplice, un consejo oportuno, una oportuna llamada de atención. Y conservaba siempre en su mano izquierda la amenaza, la posibilidad de hacer daño. Aunque ella misma vigilaba su poder. Había visto ya demasiadas manos izquierdas cercenadas por un machete vengador.

Así pues, Catalina iba a la cabeza de la procesión de tzotziles. Todas uniformemente cubiertas por los oscuros y gruesos chamarros. Todas inclinadas bajo el peso de su carga (la mercancía, el niño pequeño dormido contra la madre). Todas con rumbo a Ciudad Real.

La vereda —abierta a fuerza de ser andada— va serpenteando para trasponer los cerros. Tierra amarilla, suelta, de la que se deja arrebatar fácilmente por el viento. Vegetación hostil. Maleza, espinos retorciéndose. Y, de trecho en trecho, jóvenes arbustos, duraznos con su vestido de fiesta, duraznos ruborizados de ser amables y de sonreír, ruborizados de ser dichosos.

La distancia entre San Juan Chamula y Ciudad Real (o Jobel en lengua de indios) es larga. Pero estas mujeres la vencían sin fatiga, sin conversaciones. Atentas al sitio en que se coloca el pie y a la labor que cunde entre las manos; ruedas de pichulej a las que su actividad iba añadiendo longitud.

El macizo montañoso viene a remansarse en un extenso valle. Aquí y allá, con intermitencias, como dejadas caer al descuido, aparecen las casas. Construcciones de tejamanil, habitación de ladino que vigila sus sementeras o sus menguados rebaños, precario refugio contra la intemperie. A veces, con la insolencia de su aislamiento, se yergue una quinta. Sólidamente plantada, más con el siniestro aspecto de fortaleza o de cárcel que con el propósito de albergar la molicie refinada de los ricos.

Arrabal, orilla. Desde aquí se ven las cúpulas de las iglesias reverberantes bajo la humedad de la luz.

Catalina Díaz Puiljá se detuvo y se persignó. Sus seguidoras la imitaron. Y luego, entre cuchicheos, prisa y diestros ademanes, hicieron una nueva distribución de la mercancía que transportaban. Sobre algunas mujeres cayó todo el peso que podían soportar. Las otras simularon doblegarse bajo una carga excesiva. Éstas iban adelante.

Calladas, como quien no ve ni oye, como quien no está a la expectativa de ningún acontecimiento inminente, las tzotziles echaron a andar.

Al volver la primera esquina el acontecimiento se produjo y no por esperado, no por habitual, fue menos temible y repugnante. Cinco mujeres ladinas, de baja condición, descalzas, mal vestidas, se abalanzaron sobre Catalina y sus compañeras. Sin pronunciar una sola palabra de amenaza, sin enardecerse con insultos, sin explicarse con razones, las ladinas forcejeaban tratando de apoderarse de la redes de huevos, de las ollas de barro, de las telas, que las indias defendían con denodado y mudo furor. Pero entre la precipitación de sus gestos ambas contendientes cuidaban de no estropear, de no romper el objeto de la disputa.

Aprovechando la confusión de los primeros momentos algunas indias lograron escabullirse y, a la carrera, se dirigieron al centro de Ciudad Real. Mientras tanto las rezagadas abrían la mano herida, entregaban su presa a las “atajadoras”, quienes, triunfantes, se apoderaban del botín. Y para dar a su violencia un aspecto legal lanzaban a la enemiga derribada un puñado de monedas de cobre que la otra recogía, llorando, de entre el polvo.

II

MARCELA GÓMEZ OSO fue una de las que lograron escapar. Con movimientos furtivos y rápidos, como de animal avezado a la persecución y al peligro, Marcela se deslizaba por las calles empedradas de Ciudad Real. Iba con su fardo a cuestas, en medio del arroyo, porque a las personas de su raza no les está permitido transitar en las aceras. Turbada por el gentío; aturdida por el lenguaje extraño que le golpeaba los oídos sin conmover su inteligencia, maravillada y torpe, avanzaba Marcela. No quiso escoger el rumbo del mercado sino que se desvió por caminos laterales. Barrios apacibles aquellos. Roza el silencio el pie desnudo del pobre; lo rasguña la espuela brillante del hacendado; lo quiebra el pesado casco de las bestias.

Marcela se asomaba a los zaguanes abiertos y, modulando con voz insegura y alta las únicas palabras españolas de las que era dueña, pregonaba su mercadería. De más allá de los patios florecidos, del interior de cámaras invisibles, llegaba la respuesta: un “no”, impaciente o desganado, un rechazo impersonal y anónimo. A veces las sirvientas la introducían hasta sus dominios. Allí eran las bromas crueles, el regateo intolerable que Marcela entendía sólo a medias pero que la azoraba y la hacía temblar como un pájaro caído en el lazo. Cuando las criadas se aburrían del juego la dejaban partir.

—¿Qué estás vendiendo, marchanta?

La pregunta la formuló una mujer cuarentona, obesa, con los dientes refulgiendo en groseras incrustaciones de oro. Estaba sentada en una sillita de madera, con las enaguas derramándose a su alrededor. Fumaba un largo cigarro envuelto en papel amarillo. Había hablado en tzotzil. Los ojos de Marcela brillaron de gratitud.

—Cántaros —respondió.

—¿Y serán de buena clase tus cántaros?

La india hizo un vehemente signo de asentimiento, mientras se descargaba de la red para que su interlocutora examinara por sí misma la calidad.

—¿No se me irán a ventear? ¿No se me irán a romper muy luego?

Marcela negó casi con angustia y esto pareció satisfacer a la compradora, quien se aplicó a palpar, una por una, las piezas de barro.

Marcela permanecía de pie, sin moverse, procurando no hacer ruido al respirar. El sudor le humedecía la cara.

Se hallaban en una amplia habitación. La puerta de la calle estaba abierta de par en par, en tanto que la puerta posterior —que daba acceso al fondo de la casa— estaba sólo entornada. Un mostrador de coyunturas flojas; un estante de cuatro tablas querían producir la impresión de que aquel cuarto era una tienda. Pero la exigüidad del surtido (varios atados, incompletos, de panela; tres botellas de temperante; algunos manojos de hierbas de olor) indicaba la poca prosperidad del negocio.

—Sentate, marchanta. Me da tentación verte parada allí.

Las palabras de la ladina salieron veladas por el humo del cigarro. Marcela, confundida por la amabilidad de la proposición, cambió de postura pero continuó de pie. La mujer insistía:

—Sentate, no tengás resquemor. ¿Acaso no venís cansada del camino?

Marcela sonrió ambiguamente.

—Aunque a tu edad se tienen bríos para eso y para más. Yo me acuerdo de mis tiempos… Vos bien que andarás andando ya en los catorce años.

—No sé, patrona. Mi nana no ha dicho nunca cuando nací.

—¿Vivís con tu nana todavía? ¿No te ha juntado con hombre?

—Todavía no, patrona.

La ladina dio una última chupada a su cigarro. Su pecho ronroneó placenteramente. Sus ojos permanecían atentos a la figura de Marcela. Como quien llega al final de una reflexión, dijo:

—Sos bastante regular.

Marcela había terminado por sentarse en el suelo. Con los párpados bajos, se entretenía en dibujar rayas sobre el ladrillo. Sus orejas se encendieron al escuchar el elogio.

—¿Ya tuviste marido?

—No.

—¿Por qué?

—Mi nana no me quiere apartar de ella.

—Será porque ya la podés ayudar con el trabajo.

—Será.

—Así te da a valer. Va a pedir un garrafón grande de trago por vos.

Una risa ronca, relampagueante de oro, hizo temblar el abundante pecho de la ladina. Marcela sintió un indefinible malestar, un remoto escalofrío de alarma. La mujer cambió la conversación.

—Conque ¿cuánto es lo que querés por tus cántaros?

—Doce reales, patrona.

Marcela aventuró la cifra sin saber exactamente su magnitud. Suponía que era mucho dinero y que se lo iban a negar. Esperaba la escandalosa protesta de la compradora, contaba con ella para disminuir su demanda. Pero la ladina no protestó. Se limitó a comentar:

—No se va a poder venderlos con ganancia. ¡Vaya por Dios!

Entonces Marcela tuvo la certidumbre de que no había pedido el precio justo, de que estaba regalando su trabajo. Pero ya no era posible desdecirse. Hizo una última objeción.

—¿Los vas a coger todos, patrona?

—No me digás patrona. Me llamo Mercedes. Mercedes Solórzano. Habrás oído hablar de mí.

—No, patrona.

Un “tanto mejor” mascullado apenas y luego la decisión.

—Sí, los voy a coger todos.

Doña Mercedes se levantó con dificultad.

—Esperame un rato.

Abrió la puerta posterior y desapareció.

Cinco, diez, quince minutos. Marcela sentía ascender por sus piernas, paulatino, el entumecimiento. Cambió de postura. La sangre volvió a circular de nuevo, hormigueadora.

Sin hacer ruido había regresado doña Mercedes.

—Está bien. Dejame aquí los cántaros y vení conmigo. Allá dentro te van a pagar.

Doña Mercedes iba señalando el camino. Al llegar frente a una puerta se detuvo. Tocó discretamente antes de traspasarla. Marcela se detuvo en el umbral.

—Ésta es —dijo, señalándola, doña Mercedes.

Un hombre de complexión robusta, de mediana edad, sacaba brillo al cañón de una pistola con un retazo de gamuza. Vestía traje de dril, calzaba botas de campo. Se reclinaba perezosamente en el respaldo de un sillón giratorio. Al entrar las mujeres alzó levemente la cabeza. Un ojo rapaz y certero valuó a la muchacha indígena. Hizo un imperceptible guiño de consentimiento. Entonces doña Mercedes aguijó a Marcela.

—Pasá. Te están esperando.

Pero como Marcela no obedecía con la rapidez necesaria, la ladina la empujó sin contemplaciones.

—Se te está diciendo que pasés.

Marcela se tambaleó y para sostenerse buscó apoyo en un mueble. Doña Marcedes se dispuso a salir.

—Cierre usted la puerta —recomendó la voz del hombre.

Doña Mercedes se alejó, refunfuñado.

—Este Leonardo… ¡como si yo no conociera bien mi oficio!

Volvió a su tienda, a sentarse en la sillita baja. Empezó a liar otro cigarro.

El temperamento de doña Mercedes era comunicativo y se avenía mal con las prolongadas soledades a las que las circunstancias la sometían. Acabó por adquirir la costumbre de hablar sola, imaginando un impreciso auditorio.

—Hay cosas que no se creerían si no se palparan. Don Leonardo Cifuentes, una de las varas altas de Ciudad Real, un hombre tan bien visto y tan aseado, al que le bastaría alzar un dedo para que se le rindieran las adonisas más pretenciosas, es un codicioso de indias. Cierto que, como dicen, en la variedad está el gusto. Y que el que diario come faisán bien apetece un plato de frijoles de la olla. Pero una india… eso es como ir a josear en una batea de puercos. ¿No sos de mi misma opinión, compadre? Ya lo ves: yo procuro, hasta donde está a mi alcance, que sean muchachas medio limaditas, que siquiera estén limpias. Pero de todos modos no vayas a creer que me he vuelto tan vaquetona que no me da remordimiento hacer estas cosas. En mis tiempos ¡qué esperanzas que yo anduviera de correchepe, como otras que conozco y que se pasan de sobradas! No, yo adentro de mi casa, como una reina, que para eso tenía yo muchos que dieran la cara por mí. Ya se podía desvivir la gente, murmurando. Era mi suerte la que las afrentaba. Porque lo que es en la honra nadie me ha puesto nunca un pie adelante. Las señoras bien se pueden mirar en mí, que soy un espejo de cuerpo entero.

—¿Te acordás cómo en mi casa abundaba todo? ¡Qué iba yo a pedir que no me lo dieran! ¿Quién me iba a ahuizotear que me iba yo a ver en estos trances? Me pasó lo que a la cigarra del cuento. Me fui quedando íngrima, sin apoyo, sin consuelo. Aunque pecado sería que yo me quejara. Tengo mucho que agradecer, primeramente a la Virgen Santísima de la Merced, mi patrona, y después a Leonardo. Me acuerdo cuando lo conocí. Asinita era. Lo llevaron a mi casa sus amigos, tamaños hombrones. El pobre patojo estaba trasijado de miedo. Sentate en la orilla de mi cama, le dije. No se qué me dio por hablarle de vos, como si fuéramos de confianza. Acercate, no te voy a comer. Sentí cómo se iba amansando su corazón, poco a poco. Te lo voy a pagar cuando yo sea grande, me dijo. ¿Quién lo iba a creer? Palabras de muchacho. Pero me las hizo buenas en la mejor ocasión. Aquí me tiene arrimada a su casa, a la casa de los Cifuentes. Si no fuera por él ¿a dónde hubiera ido yo a parar? Estaría yo de atajadora, como tantas infelices que no tienen donde les haga maroma un piojo. O de custitalera, o de placera… a saber. Y en vez de eso… La señora no me ve con buenos ojos. Según ella soy una alcahueta que solapo las sinvergüenzadas de su marido. Pero ya quisiera yo verla en mi lugar. A ver si a la hora de devolver el favor se iba a hacer la melindrosa.

Por la calle cruzaba, de cuando en cuando, algún transeúnte. Algún señor que saludaba a doña Mercedes llevándose la mano al ala del sombrero con gesto furtivo y después miraba en torno suyo y suspiraba con satisfacción al notar que no había sido observado.

—Más te detenías antes conmigo, viejo hipócrita, mi compañero.

Doña Mercedes lo decía sin alterar el tono de su voz, sin amargura, sin resentimiento; como quien conoce bien la veleidad del mundo y la mezquindad del hombre. Sus dos manos, acostumbradas al ocio, descansaban sobre el regazo.

La puerta posterior se abrió. En el vano apareció Marcela. Venía desencajada. Su pelo negrísimo, en desorden, daba a su rostro un nimbo patético. Se cubría los hombros con las manos como si tuviera frío. Doña Mercedes la contempló sin curiosidad.

—Ah, ya estás aquí, marchanta. Esperate. Te voy a dar tu paga.

Doña Mercedes sacó un envoltorio de entre su blusa. Lo desató, apartó unas monedas y las contó parsimoniosamente.

—Cabal. Doce reales.

Marcela apretó el dinero, convulsa. Y de pronto, en una súbita resolución, lo arrojó sobre doña Mercedes. Corrió hasta el sitio donde yacían, amontonados, los cántaros y los estrelló contra el mostrador, contra los estantes, contra el suelo. Los fragmentos volaron, cayeron dispersos. El estrépito ahogó las injurias de la alcahueta que, a media calle, apostrofaba a la fugitiva.

—¡India desgraciada! ¡No te vaya yo a agarrar que no salís viva de mis manos! Mirá que venir a hacerme perjuicios… ¡Puta, malnacida!

La precipitación de la carrera, los gritos de doña Mercedes, rebotaban contra los muros, se multiplicaban en innumerables y confusos ecos.

Atraída por el escándalo una mujer descorrió el visillo de una ventana. Era Isabel Zebadúa, la esposa de Leonardo Cifuentes. Por un instante su rostro se dibujó tras los vidrios. Un rostro trabajado por el sufrimiento, roído de ansiedad, troquelado en el desdén.

Vio la india despavorida; vio la encubridora furiosa y no necesitó más para entender lo que no era la primera vez que presenciaba.

No pudo evitar un gesto de asco. Vivamente se retiró de la ventana, atravesó la habitación, abrió una puerta. Sus pupilas se dilataban para escrutar en la penumbra. Vagamente surgían de ella los objetos: un armario, sillones. Al fondo una cama de dosel.

Con los brazos extendidos, como una sonámbula, Isabel avanzó. Se detuvo a la orilla del lecho, murmurando:

—Idolina.

No obtuvo respuesta. Se arrodilló sobre la alfombra. Sus dedos se aferraron a las sábanas.

—Idolina, despierta. Puñadito de mirra, amarga, amarga; patitas de canario que no saben andar, despierta. ¿Hasta cuándo voy a ver el sol? ¿Hasta cuándo me va a alumbrar el día? Hijita de mis penas, colibrí, patitas flacas que no saben andar, despierta.

La letanía, incoherente, adelgazada en diminutivos —ternura, urgencia, desesperación—, se quebraba en sollozos.

Idolina no hizo ningún movimiento que delatara su vigilia. Se mantuvo rígida, vuelta de espaldas como quien huye, con los ojos tercamente fijos en la pared.

III

MARCELA se detuvo, jadeante. Había corrido hasta sentir que el corazón se le quebraba. No era posible correr más. Avanzó unos pasos, tambaleándose como a punto de caer desplomada. Se sentó en el filo de la banqueta, apretó los párpados con la yema de sus dedos profunda, ansiosamente.

La ciudad entera, con sus ruidos, zumbaba a su alrededor, martirizándola. Esa puerta, batida por un golpe de viento; esas campanadas perezosas y lúgubres; el chasquido del fuete al restallar en el anca del caballo; la insistencia irritante del mendigo. Y el insulto, saliendo a borbotones, torciendo la boca taraceada de oro de una prostituta.

Doña Mercedes —repetía el zumbido—, doña Mercedes Solórzano. Y Marcela perseguía este nombre, sílaba por sílaba, letra por letra, como si al apoderarse de él entrara en posesión de lo más preciado: la noche, el sueño, la muerte.

Porque Marcela no guardaba sino una imagen confusa de la violencia que había sufrido. Detrás de los gestos autoritarios y voraces de Cifuentes (a los que se resistió de manera salvaje, a mordiscos, a arañazos) Marcela vislumbró algo. No lo que tantas mujeres de su condición: el orgullo de ser preferidas por un caxlán. No lo que otras hembras: el peligroso deleite de suscitar un deseo brutal. No, Marcela había adivinado un paraíso: la suprema abolición de su conciencia.

Fue sólo un instante… Aflojar las manos, soltar lo que traía entre ellas: la miseria, la zozobra. Entregarlo todo y quedar libre. De su cuerpo, como de un planeta distante, le llegaba un rumor doloroso. Pero Marcela estaba lejos, flotando en una atmósfera densa y tibia, maternal. ¿Por qué la habían arrojado otra vez a la intemperie? Volvió en sí, rodeada de alaridos, cuando la persecución mordió su calcañar. Y había corrido no sabía si huyendo o regresando. ¿Pero cómo se regresa, Dios mío, cómo se regresa?

Sentada en el filo hostil, con las rodillas juntas para sostener su frente abatida, Marcela se balanceaba con extrema lentitud, acompañando este movimiento con un arrullo ronco, de paloma arisca.

Así. Ya está el sopor cargándote de plomo las entrañas. Así. La paloma se amansa poco a poco. Así.

El mediodía volaba despacio.

—Miralo vos, está bien bola.

Dos niños, hasta de once años, se codeaban para señalar a Marcela. En sus ojos, mancillados ya por el espectáculo de la degradación humana, brillaba un chispazo de regocijo.

Marcela no escuchó este comentario. En su interior seguía taladrando un zumbido, el zumbido que dice: doña Mercedes, doña Mercedes Solórzano. Y después el despeñadero, la nada.

—Se está haciendo la sonsa, vos.

—Yday pues.

Uno de los niños extrajo de la bolsa de su pantalón de dril —remendado con grandes parches a la altura de la rodilla— una resortera. Le acomodó una cáscara de naranja. Apuntó. El proyectil dio en el blanco. Marcela abrió los ojos enormes de la sorpresa, los ojos desorientados del miedo.

—¡Ejush! ¡Ejush!

Gritaban los niños, parapetándose tras de la esquina, provocando una cólera que no podía manifestarse.

Súbitamente, de la misma manera que habían surgido, el miedo, la sorpresa, se extinguieron, llamaradas sin pábulo. Marcela volvió a abatir los párpados.

Los niños, envalentonados por aquella primera travesura de la que salieron impunes, planeaban otra mayor. Pero algo los contuvo. Ocultaron la resortera; afectaron un inocente descuido, una expresión angelical que contradecían sus cabellos revueltos, sus manos sucias, sus ropas mal puestas. Querían fingir así ante quienes se acercaban: don Alfonso Cañaveral, obispo de Chiapas, y un joven seminarista, Manuel Mandujano.

—Dale una limosna a esa pobre mujer —ordenó el señor obispo a su acompañante.

Manuel trató de depositar una moneda en la mano de la muchacha. Pero la mano, laxa, dejó caer la moneda hasta el suelo.

Las cejas, canosas ya, de don Alfonso, se juntaron en un ceño de incrédulo asombro. Era la primera vez que presenciaba la indiferencia de alguien hacia el dinero. No podía suceder sino por una causa muy grave.

—Pregunta qué le pasa, si está enferma.

—No sé hablar la lengua, Su Ilustrísima.

—Yo tampoco. Y tendría la disculpa de no ser de aquí si no hubiera vivido en Ciudad Real más años de los que tú cuentas.

Don Alfonso requirió el brazo de su compañero para apoyarse en él porque le gustaba exagerar su debilidad. Continuaron su camino. En torno de la pareja flotaban los amplios, oscuros manteos.

A su hora pasaron, con su paso lento, procesional, las otras gentes. La mujer que va a entregar el pan de casa en casa; la beata que acude a los oficios vespertinos; el aprendiz que sale de su trabajo; la modista que acaba de cerrar, con varias vueltas de llave, su taller. Señores de bastón con empuñadura de oro que van de paseo, entre dos luces, silbando para ocultar sus intenciones.

Marcela se estremeció y maquinalmente se puso de pie. Miró a su alrededor con extrañeza. ¿Quién la condujo hasta aquí? ¿Cuánto tiempo había permanecido en este sitio? ¿Por qué? No alcanzaba a comprender, no recordaba. Tenía un propósito: volver a Chamula. Echó a andar de prisa, equivocándose, hasta detenerse en el mercado. Allí, sentadas en los escalones, estaban las tzotziles. Aguardaban a Marcela. Enmudecieron al verla aproximarse.

Marcela se paró frente a ellas. Muda también. Sus ojos sobrenadaban en un agua turbia y sin fondo.

De entre el mujerío surgió una voz que la increpaba.

—¿Por qué te dilataste tanto? Ya se va a meter el sol. Por tu culpa vamos a regresar de noche.

Tenía derecho a hablar. Era Felipa, la madre de Marcela. Pero Marcela no respondió. Su mutismo irritaba a la mujer. Chillando, con un chillido frágil y ridículo, exigía:

—¡Contesta!

¿Qué iba a contestar Marcela? Había entrado en una casa desconocida: había ofrecido sus cántaros a una compradora desconocida.

—¿Dónde está la paga?

Felipa se irguió. Sus pómulos estaban amoratados de ira. Las demás asistían, atónitas, a la escena. Algunas desviaron el rostro porque la desobediencia no es buena de contemplar.

Felipa descendió los escalones, amenazante.

—Me vas a entregar ese dinero, grandísima cabrona.

Esta palabra repentina, la única en español de aquella frase, restalló como un latigazo. Se alzó el puño colérico, cayó sobre el rostro de la muchacha. El dolor se le quebró en sollozos.

—¿Y qué? ¿Qué me vas a decir? ¿Que te robaron por andar de boca abierta?

Por fin toda la energía que las horas de espera habían acumulado en el corazón de aquella mujer, se descargaba en el castigo. También la decepción. Y no sólo de este día. Los años de paciencia ante el infortunio; los años de sufrimiento soportados sin una queja; toda la memoria amarga que el indio adormece en la embriaguez y en la oración, pesaba en el puño cerrado de Felipa. Y cada gemido de Marcela enardecía más y más a su madre. Ya estaba bañada en sudor; ya un calambre agarrotaba su brazo y aún no quería soltar a la víctima. Hasta que una voz imperiosa la paralizó:

—¡Déjala!

Era Catalina Díaz Puiljá. Desde su sitio, en el escalón más alto, habló. Y no le fue necesario más que ser escuchada para ser obedecida.

Felipa se volvió, inerme, hacia Catalina. Sumisos los párpados, trémula de fatiga y de aflicción, quiso justificarse.

—No merezco reproches, madrecita. Tú misma lo atestiguaste. Yo le pegué a esta Marcela. ¿Pero acaso ella tuvo compasión de mi cara? Mírame. Yo no soy más que una pobre vieja. Mis lomos ya no aguantan el trabajo. Me duelen mucho mis pies. Antes ¿dónde iba a ir Dios que no tuviéramos que darle de comer a nuestra boca? Pero hoy el hombre tiene cargo; desatiende la milpa; las deudas vienen a levantar la cosecha. ¿Y el dinero? ¿Es que se barre con escoba? ¿Es que se recoge entre la basura? Ay, madrecita, qué te estoy contando. Hace tiempo que el hambre me muerde aquí, entre las costillas.

La ilol hizo un gesto displicente para detener aquella catarata de lamentaciones.

—Te estorba tu hija. Dámela. Yo la voy a tener bien.

Felipa no esperaba esta proposición. El desconcierto mostró desamparadas sus facciones. Ensayó torpemente una excusa.

—Te la diera yo, madrecita, si esta Marcela no fuera tan dejada. Pero lo acabas de ver con tus propios ojos. Le robaron la paga de los cántaros. Y así es, siempre. Si la mandas a traer leña te trae leña verde. Si la mandas a tortear deja que las tortillas se tuesten en el comal. Pierde las ovejas del rebaño.

Catalina sonrió ante la puerilidad de estos pretextos.

—Entonces es mejor que esté conmigo y no contigo. Tú ya no tienes alientos para enderezarla. Yo sí.

El tono con que Catalina había hablado era concluyente. Felipa asintió. Dijo bruscamente a Marcela:

—Levántate. Desde ahora vas a quedar ajenada. Ya no estás en mi poder.

Marcela se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y fue a colocarse detrás de Catalina. Así anduvieron. Así llegaron a San Juan Chamula.

Catalina apartó el cerrojo que trababa las dos puertas de su choza y entró. Marcela no traspuso el umbral, temerosa de arriesgarse a oscuras en un sitio que jamás había visitado antes.

La luz temblaba desde un velón de sebo transfigurando las cosas con su amarillento, macabro resplandor. Catalina tomó el velón y fue a colocarlo en una pequeña tabla que pendía del techo.

—Dormirás aquí.

Desenrolló un petate corriente, deshilachado por las orillas, y lo extendió en un rincón. Marcela se acurrucó encima de él. Miraba el trajín de Catalina para reanimar el fuego sin atreverse a ofrecerle ayuda. Se preguntaba cuál podía ser el motivo que indujo a la ilol a interponerse entre el castigo de su madre y ella y para qué la trajo a vivir consigo. No le era posible ceder a la gratitud mientras no desapareciera la desconfianza.

—Agarra tu cena.