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Akal / Clásicos de la Literatura / 11

Theodore Dreiser

EL ESTOICO

Traducción: María José Martín Pinto

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El estoico nos narra el desenlace de la historia de Frank Cow­perwood, el protagonista de la «Trilogía del deseo», inspirada en la vida real del magnate de los negocios estadounidense Charles T. Yerkes. La obra relata los años de senectud de un hombre enérgico, que si bien ha conseguido la riqueza y el control de grandes negocios, llega a su vejez con un logro pendiente: el reconocimiento de su valía por la alta sociedad de su país. Y para colmo, tampoco su matrimonio ha resultado ser satisfactorio y estar a la altura de sus aspiraciones sociales y su sensibilidad cultural y artística. Pero Cowperwood no conoce la palabra fracaso y es capaz de vencer cualquier adversidad dadas sus ganas de vivir, de amar, de triunfar. Ahora es Berenice su musa y Londres el «Nuevo Mundo» por conquistar con su experiencia en el campo de los negocios y del tranvía.

El estoico (1947) –concluida pocas semanas antes de la muerte de Dreiser y publicada póstumamente dos años después de esta–, pone fin a una historia –iniciada en El financiero y continuada en El titán‒ que cautiva no sólo por la fuerza y singularidad de sus actores, sino también porque es un retrato sin igual del nacimiento del mundo financiero que sigue rigiendo nuestros destinos.

 

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RAG

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Título original

The Stoic

© Ediciones Akal, S. A., 2018

para lengua española

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ISBN: 978-84-460-4529-8

INTRODUCCIÓN

Charles T. Yerkes, el magnate que revolucionó una sociedad

Theodore Dreiser se dejó llevar en sus primeros años de novelista por la curiosidad y cierta fascinación por la vida de Charles T. Yerkes, responsable del desarrollo del tranvía y los metros de Chicago y de Londres; resultado de ello fueron El financiero (1912) y El titán (1914), las cuales conformarían las primeras entregas de la «Trilogía del deseo». Como un reportero fiel a la realidad y a la noticia, Dreiser dio cuenta en ellas de las grandes transformaciones que a finales del siglo XIX e inicios del XX había sufrido América y Europa, a través de la vida de un hombre singular, porque todo: el desarrollo de los transportes, de las comunicaciones, de los negocios y las finanzas, de la tecnología, de la ciencia y del arte… todo se condensaba en su biografía. El conocimiento que Dreiser tenía de la vida de Charles Yerkes es evidente en los tres libros y la tarea de documentación sobre ella es encomiable si atendemos al paralelismo de la historia de Cowperwood con la biografía del personaje real y a la cantidad de datos sobre acontecimientos, lugares y personajes verídicos que Dreiser hace desfilar por sus páginas. Grandes banqueros, empresarios, financieros, políticos, pintores, escultores, arquitectos escritores, actores, bailarinas… se pasean por las tres novelas para, a través de unos protagonistas ficticios pero inspirados en personajes reales, hacer un retrato totalmente veraz de la sociedad de su tiempo. La biografía de Frank A. Cowperwood apenas se salta el guion de la de Yerkes. Aquellos que hayan leído El financiero y El titán, pasos previos recomendables por otra parte para emprender la lectura de El estoico, pueden juzgar la similitud de ambas trayectorias vitales[1]:

Charles Tyson Yerkes nació en Filadelfia el 25 de junio de 1837 y, tras cursar estudios en la Friends’ School y la Central High School de su ciudad natal, comenzó a trabajar como empleado en la casa de comisión de harina y granos y reenvíos de James P. Perot & Brother. Pronto destacó como un joven prometedor y brillante. Fue en 1859 cuando abrió su primera empresa independiente: una oficina de bolsa de valores, y tres años más tarde cuando adquirió una casa bancaria especializada en la negociación de bonos de primera clase. Cuando la ciudad de Filadelfia se vio en la necesidad de cumplir con las obligaciones económicas derivadas de la guerra y de la adquisición de más terrenos, emitió una gran cantidad de bonos que luego no pudo vender por su valor nominal. Fue Yerkes quien la sacó del aprieto concibiendo un plan para elevar el precio de los bonos, pero lo que resultó ser un éxito para la ciudad no lo fue tanto para el propio Yerkes. Al estallar el pánico financiero de 1871 causado por el incendio de Chicago, Yerkes se vio dueño de gran cantidad de valores que él mismo había adquirido pero que ahora no tenían comprador, lo que le abocó al endeudamiento. Las autoridades de la ciudad, temerosas de los efectos que el pánico pudiera causar, no le permitieron establecer acuerdo alguno y exigieron la devolución inmediata del dinero. Incapaz de abonar lo que se le exigía, fue condenado por hurto y sentenciado a 33 meses en la temida Penitenciaría del Este del Estado. Trató de evitar la cárcel negociando con dos influyentes políticos de Pensilvania, pero esto se hizo público y, temiendo que el asunto pudiera influir negativamente en las siguientes elecciones, se le prometió a Yerkes el perdón si negaba las acusaciones que había hecho. Este aceptó y quedó libre tras haber permanecido en la penitenciaría siete meses.

Animado por destacados banqueros y otros hombres de negocios que seguían confiando en su buen hacer como inversionista, Yerkes reanudó su actividad y pronto comenzó a recuperar sus pérdidas, particularmente en 1873, gracias al fracaso financiero del magnate Jay Cooke, que Yerkes supo aprovechar vendiendo las acciones para posteriormente comprarlas a precios mucho más bajos, lo que le permitió obtener inmensas ganancias. Además, el concejo de la ciudad, en reconocimiento a los grandes servicios que había prestado al municipio en el pasado, terminó aprobando una ordenanza que lo absolvió de todo endeudamiento con la ciudad.

No obstante, su interés principal se centró muy pronto en los tranvías. Cuando tenía tan sólo veintidós años, compró junto con otros colegas una participación mayoritaria en la Compañía de Tranvías de las calles Decimoséptima y Decimonovena de Filadelfia. Su profundo interés por el desarrollo del transporte urbano de pasajeros y sus inversiones en este ámbito fueron lo que le convirtieron en un gran hombre de negocios de fama casi mundial. Por entonces ya había contraído su primer matrimonio, en 1859, con Susanna Guttridge Gamble –Lilian en El financiero–, con quien tuvo cinco hijos: Josephine Yerkes (n. y m. enero de 1986), George Gamble Yerkes (29 de mayo-13 de agosto de 1862), Charles Edward Yerkes (1863-1925), Elizabeth Laura Yerkes (3 de noviembre de 1866-,¿?), y Robert Kenderdine Yerkes (14 de febrero-18 de abril de 1868). Charles y Bella, los dos únicos hijos que llegaron a la edad adulta, tienen su correspondiente personaje de ficción en los pequeños Lilian (Ann en El estoico) y Frank Jr.

En 1880, Yerkes realizó su primera visita a Chicago y en su gira por el Medio Oeste se detuvo en Fargo, en Dakota del Norte, donde hizo importantes inversiones con la compra de terrenos y construcción de edificios comerciales. Sería en Fargo donde obtendría el divorcio de su esposa Susan y en 1881 contraería matrimonio con la joven de veinticuatro años Mary Adelaide Moore, de Filadelfia –Aileen en la trilogía de Dreiser–, con quien no tendría descendencia. No obstante, al igual que el personaje de ficción Frank Cowperwood (o deberíamos decir el de ficción igual que el real), Yerkes tendría a lo largo de su vida numerosas amantes, si bien fue Emily Grigsby –que inspiró a la Berenice de la novela– quien conquistaría su corazón los últimos años de su vida[2].

En el otoño de 1881 estableció en Chicago una casa bancaria y cinco años después comenzó con las negociaciones para adquirir el control de los ferrocarriles urbanos de Chicago. Sus logros en esta ciudad fueron impresionantes, pero la oposición contra la que tuvo que luchar, también; aunque no dudó en emplear el soborno y el chantaje para salvar cualquier obstáculo. Obtuvo el control de la North Chicago City Railway Company y fue nombrado su presidente. Inició el cableado de los tranvías y consiguió la reutilización del túnel de la calle La Salle para sortear el inconveniente de los puentes colgantes, que ralentizaban el desplazamiento de las personas que vivían en el lado norte de la ciudad. Dos años más tarde cerró las negociaciones para una participación mayoritaria en la Chicago West Division Railway Company, convirtiéndose también en su presidente. En ambas empresas, la confianza de sus asociados era tal que lo dejaron actuar por completo. Yerkes se convirtió en el hombre más determinante en el desarrollo del sistema ferroviario de Chicago. Reorganizó la Lake Street Company y se encargó de construir un ferrocarril elevado en el lado norte de la ciudad. En 1897 formó la Union Loop Company, que se encargó de dotar de terminales a todas las líneas en el corazón de la ciudad y las líneas se extendieron más allá de los límites de esta, lo que llevó a un aumento de la demanda de terrenos en los distritos suburbanos. Yerkes concibió un sistema de vías suburbanas que permitía a los que vivían en el extrarradio llegar al centro de la ciudad. En total se construyeron 400 kilómetros de vías y todas las corporaciones que se constituyeron para esta labor se unieron finalmente en la Chicago Consolidated Traction Company.

No obstante, la presión de quienes tenían intereses contrarios era tal que Yerkes fue abandonando sus inversiones en Chicago y a partir de 1899 trasladó su base de operaciones a Londres. Su sueño era dotar a las instalaciones londinenses de un carácter moderno y revolucionar por completo los métodos que entonces se utilizaban. Pero su fallecimiento a causa de una enfermedad renal en 1906 a los 69 años de edad impidió que la huella de Yerkes en Londres fuera más profunda. Los periódicos se hicieron eco del funeral de uno de los hombres más ricos de Estados Unidos, que fue enterrado en la más estricta intimidad en un mausoleo hecho construir por él mismo en el cementerio de Greenwood[3].

La fortuna que dejó Yerkes a su muerte era inmensa –se calcula que su viuda recibió más de tres millones de dólares[4]–, pero fue posteriormente desmantelada por los numerosos acreedores que fueron surgiendo. Su deseo de que parte de su herencia fuera empleada en la construcción de un hospital nunca llegó a cumplirse, como tampoco que su mansión de Nueva York, que albergaba su extensa colección de arte, quedara abierta al público. La compra de obras de arte le había procurado la formación de una de las mejores galerías privadas de Estados Unidos, pero fueron subastadas y su colección dispersada[5]. Su viuda, Mary Adelaide, tuvo que trasladarse a un apartamento en la avenida Madison, en el que murió en 1911. Sí quedó para la posteridad, no obstante, el observatorio Charles Yerkes de la Universidad de Chicago, al que en 1897 dotó con el telescopio más grande construido hasta el momento.

Yerkes tampoco ha desaparecido de la memoria colectiva; en ella pervive como uno de los hombres más singulares de la historia de Estados Unidos, uno de los robber barons que dieron forma a la América del siglo XX y al que se han dedicado numerosos libros[6] que muestran al mecenas, al filántropo, al genio de las finanzas, pero también al hombre sin escrúpulos que no dudó en jugar con el dinero público para su propio enriquecimiento. No es de extrañar que Dreiser se dejara cautivar por este personaje dado que la historia de su vida ofrecía por sí misma todo un guion para una novela. Yerkes fue Cowperwood, y su biografía la «Trilogía del deseo».

La conclusión de la «Trilogía del deseo»

Tras la publicación en 1914 de El titán, Dreiser interrumpía el relato de la vida del magnate de las finanzas Charles T. Yerkes en plena madurez, pero con la idea de proseguir y completar la trilogía que dos años antes comenzara con El financiero (1912). Sin embargo, no fue hasta poco antes de su muerte en 1945 cuando el autor trató de completar la tarea que se había impuesto, con la ayuda de su esposa Helen[7], y escribió la última entrega a la que titularía El estoico, que se publicó, no obstante, póstumamente y de manera inconclusa.

En El estoico se relatan los años finales de Cowperwood, el alter ego ficticio del magnate Charles Tyson Yerkes, quien, como el personaje real, una vez concluida su odisea empresarial con los tranvías de Chicago, pone sus ojos en las posibilidades de negocio en Europa, concretamente en Londres. Nada ha cambiado en él pese al paso de los años. Cowperwood sigue siendo esa «combinación de príncipe maquiavélico, un superhombre nietzscheano, un héroe argelino que usa su inteligencia, su economía, su ingenio, sutileza y visión para prosperar en la auténtica jungla de las finanzas del siglo XIX»[8]. Sus críticas hacia el orden impuesto, su inadaptación a las convenciones sociales de la época siguen predominando en su temperamento, el cual rezuma de un inconformismo que nace de su voluntad de no estar sometido a nada. El lema «Yo me satisfago a mí mismo» sigue abanderando la actitud y la práctica de este personaje que no se esconde sino que se burla del puritanismo hipócrita y la estrecha moral de sus coetáneos. De esta manera, triunfar en el Viejo Mundo, con su rancia alta sociedad como defensora y protectora de las buenas costumbres, supone un auténtico reto para un hombre que no ha conseguido hacerse un hueco en la América de las oportunidades.

Así, la trayectoria del personaje se dibuja como una continuación de su anterior experiencia vital, de manera que el lector se encuentra al inicio de la obra consciente de que el relato va a dar conclusión a una aventura económica, que se espera exitosa, y a una aventura amorosa, que ofrece más interrogantes dada la inestabilidad sentimental del protagonista. Sin embargo, pronto se percibe que la lectura de la trilogía no sigue un camino en línea recta, pues, aunque los negocios siguen siendo el hilo conductor de la historia, el núcleo argumental se desplaza al centrarse en un tema mucho más personal e íntimo que comienza a inquietar cada vez más a nuestro personaje. La percepción de que la vida se agota lleva a Cowperwood a preocuparse más por su corazón, sentimentalmente hablando, aunque su espíritu financiero no le permita dejar a un lado cualquier posibilidad de hacer un buen negocio. Mas su feroz lucha por ser un hombre reconocido en el mundo empresarial y por la alta sociedad ha sido tan objeto de sus desvelos como su eterna búsqueda de la mujer ideal, y es ahora el amor quien pasa a dirigir sus decisiones. Su pasión por Berenice es la que le empuja a emprender su aventura europea y es la juventud de la muchacha la que le proporciona la vitalidad que los años le han podido ir restando. Berenice es, por fin, la mujer que le complementa, porque Cowperwood, que mantiene su visión egocéntrica de la vida y no sabe medir a los otros independientemente de sus necesidades o de su concepto de sí mismo, lo que realmente persigue es una esposa cuya inteligencia puedan apreciar los demás y, por extensión, su buen gusto escogiendo compañera. Berenice es esa mujer, muy distinta a Aileen, puesto que ella es capaz de amar el arte y disfrutar intensamente de la vida cultural que el dinero puede proporcionar en forma de colecciones de obras artísticas y viajes por Europa. Pero Berenice es joven, demasiado joven, y la alta sociedad muy tradicional y prejuiciosa, por lo que Cowperwood sabe que tiene que mantenerse en un segundo plano si no quiere perjudicarla a ella, y a sí mismo también. Cowperwood toma por ello conciencia del perjuicio que causa el paso del tiempo, de que su madurez, pese a que su inteligencia y perspicacia, así como su atractivo, no se han visto menguados, le pasa factura.

Berenice, por otra parte, es el contraste con la frívola Aileen (a quien no podemos negar el mérito de poner ese «punto de sal» que le faltaría a la novela si se centrara sólo en los personajes de Cowperwood y su amante). La pasión de Aileen por Cowperwood es incondicional, pero no basta para alimentar el espíritu de un hombre de la talla del financiero. Ambas son hermosas, pero Aileen representa el exceso y Berenice, la inteligencia, el equilibrio, en lo estético y en lo emocional, y Cowperwood tiene muy claro que, pese a que debe a Aileen un gran respeto por el amor que durante tantos años le ha profesado, es Berenice la que colma sus aspiraciones de grandeza; porque Cowperwood aspira a la grandeza material y también a la grandeza espiritual.

Su preocupación por dejar un legado comienza a surgir en él y, si Aileen se retirara de la escena, Berenice podría ser la idónea para prolongar su altruismo. Cowperwood es un hombre frío que sabe utilizar el dinero adecuadamente para atraer simpatías y pronto aprende que la filantropía es una manera de procurárselas y también de constituir ese ansiado legado que perpetúe su memoria. Su ambición de lograr el reconocimiento no se limita al tiempo que dure su vida sino que también debe sobrevivir a su muerte. El observatorio astronómico y su colección de arte son su sueño y el alimento de sus inquietudes intelectuales, pero también una magnífica arma propagandística. Lástima que la vida sea demasiado corta e imprevisible y que los buitres siempre acudan, en el momento funesto, rápidos y carentes de escrúpulos.

Por todo lo hasta aquí dicho, la lectura del El estoico no puede por menos que sorprender al lector por el cambio de la perspectiva narrativa de Dreiser, pero sobre todo por el desenlace de la novela. Este no fue ajeno al interés que muchos escritores americanos empezaron a sentir en la primera mitad del siglo XX por el hinduismo y decidió introducir como epílogo reflexiones de Berenice sobre la vida, la muerte, el presente y el futuro que le esperaba a partir de la filosofía derivada de esta religión oriental[9]. El libro se cierra pues con la visión de Berenice sobre la vida de Frank A. Cowperwood, un hombre al que amó y admiró. Su memoria no se perpetuó de la manera que él hubiera querido, pero logró dejar grabado su nombre en la historia. Hoy se conoce más que nunca al hombre de ficción y al hombre real, pero Dreiser ha hecho difícil diferenciar dónde empieza uno y dónde termina otro.

[1] Los datos sobre la biografía de Charles T. Yerkes están tomados de Leach, Josiah Granville, Chronicle of the Yerkes family, Filadelfia, J. B. Lippincott company, 1904 [disponible en https://archive.org/stream/chronicleyerkes00leacgoog/chronicle yerkes00leacgoog_djvu.txt] y de «Charles TysonYerkes», Encyclopædia Britannica [disponible en www.britannica.com/biography/Charles-Tyson-Yerkes].

[2] Veáse J. Pinkerton y R. H. Hudson, Encyclopedia of the Chicago Literary Renaissance, Nueva York, Facts on File, 2004, p. 323.

[3] Véase, por ejemplo, el artículo publicado en el The Daily Times from New Philadelphia, del 30 de diciembre de 1905 [disponible en www.newspapers.com/newspage/85985363/].

[4] Véase, por ejemplo, el artículo que informa del fallecimiento de Mary Adelaide publicado en el Star Tribune from Minneapolis, el 3 de abril de 1911, p. 2 [disponible en https://www.newspapers.com/newspage/180267171/].

[5] Su amor por el arte le llevó a promover la exposición Colombina celebrada en Chicago en 1893, de la que fue nombrado miembro de la junta directiva.

[6] Pueden citarse J. Franch, Robber Baron: The Life of Charles Tyson Yerkes, University of Illinois Press, 2008 y T. Sherwood, Charles Tyson Yerkes: Railway Tycoon, The History Press, 2009.

[7] L. E. Hussman, «Theodore Dreiser», Encyclopædia Britannica, entrada actualizada el 15 de noviembre de 2017; en https://www.britannica.com/biography/Theodore-Dreiser.

[8] K. Newlin, A Theodore Dreiser Encyclopedia, Westport, Conn., Greenwood, 2003, p. 75.

[9] Parece que fue el poema La luz de Asia (1879) de sir Edwin Arnold, el que puso a Dreiser en contacto con las doctrinas hindúes, y en particular con el Bhagavad Gita. R. N. Mookerjee, «Dreiser’s Use of Hindu Thought in The Stoic», American Literature 43, 2 (mayo de 1971), pp. 273-278; y D. C. Stenerson, «Some impressions of the Buddha: Dreiser and Sir Edwin Arnold’s The light of Asia», Canadian Review of American Studies 3 (invierno de 1991), pp. 387-405.

CRONOLOGÍA

1871: Nace Theodore Herman Albert Dreiser en Terre Haute, Indiana, el duodécimo hijo de un inmigrante germano, John Dreiser.

1889: Tras su graduación en un colegio de Warsaw, Indiana, asiste a la Universidad de Indiana durante un año.

1892: Comienza a trabajar como reportero del Chicago Daily Globe y como enviado especial en Saint Louis para el St. Louis Globe Democrat.

1893: Trabaja durante un año para el St. Louis Republic.

1898: Se casa con Sara Osborne.

1900: Publica su primera novela Nuestra hermana Carrie [Sister Carrie].

1901: En respuesta a un linchamiento del que fue testigo, publica en Ainslee’s Magazine el relato «Niger Jeff».

1906: Trabaja durante un año como redactor jefe de la revista femenina Broadway Magazine.

1907: Trabaja durante un año como editor de la revista Butterick Publications.

1909: Se separa de su esposa Sarah debido a su relación con Thelma Cudlipp, hija de un compañero de trabajo.

1911: Publica su segunda novela, Jenny Gerhardt.

1912: Publica la primera novela de su Trilogía del deseo: El financiero [The Financial].

1913: Publica su ensayo A Traveler Forty. Inicia una relación con la pintora y actriz Kyra Markham.

1914: Publica la segunda novela de su Trilogía del deseo: The Titan [El titán].

1915: Publica El genio.

1916: Publica su primera obra teatral, Plays of the Natural and Supernatural, y su ensayo A Hoosier Holiday.

1918: Publica The Hand of the Potter [La mano del alfarero], y otros relatos cortos con el título de Free and Other Stories.

1919: Publica su ensayo Twelve Men. Inicia una relación con su prima Helen Patges Richardson.

1920: Publica el ensayo Hey Rub-a-Dub-Dub: A Book of the Mystery and Wonder and Terror of Life.

1922: Publica el ensayo A Book About Myself; reeditado posteriormente en Newspaper Days.

1923: Publica el ensayo The Color of a Great City.

1925: Publica la novela considerada como su gran obra maestra: Una tragedia americana.

1926: Publica el ensayo MOODS Cadenced and Declaimed, con una tirada única y numerada de 550 ejemplares autografiados.

1927: Publica una colección de relatos cortos con el título de Chains: Lesser Novels and Stories.

1928: Publica su ensayo Dreiser Looks at Russia, resultado de su viaje a la Unión Soviética.

1929: Publica una colección de relatos cortos con el título de Una galería de mujeres y el ensayo My City. Su poema «The Aspirant» es publicado en The Poetry Quartos, una colección de poemas reunidos por Paul Johnston.

1930: Dreiser es nominado al Premio Nobel de Literatura.

1931: Se estrena en el cine Una tragedia americana. Asume la dirección del Comité Nacional para la Defensa de los Presos Políticos (NCDPP). Publica Tragic America, una crítica al capitalismo americano, y Dawn.

1941: Publica America Is Worth Saving, en la misma línea de crítica al capitalismo.

1944: Se casa con Helen Patges Richardson.

1945: Se une al Partido Comunista en el mes de agosto. Muere en Hollywood, Los Ángeles, el 28 de diciembre.

1946: Se publica póstumamente The Bulwark.

1947: Se publica postumamente la tercera y última novela de su Trilogía del deseo: The Stoic [El estoico].

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Retrato de Charles Tyson Yerkes (Frank Algernon Cowperwood en la novela) hacia 1899.

 

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Penitenciaría de Pensilvania para el Distrito Este de Filadelfia (ca. 1920), donde estuvo preso el magnate tras el Pánico financiero de 1871. Actualmente es Monumento Histórico Nacional.

 

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Vista del Loop de Chicago a principios del siglo XX.

 

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El Observatorio Astronómico Charles Yerkes, situado en el lago Geneva, WilliamsBay, Wisconsin, contó con el refractor más grande construido hasta ese momento.

 

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Yerkes construyó su mansión de Chicago, hoy desaparecida, en Madison Avenue. Su diseño fue encargado a Burling & Whitehouse Arquitects.

 

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La mansión que erigió en Nueva York, en la Quinta Avenida, se convirtió en un auténtico museo. La colección de arte fue subastada y la mansión demolida.

 

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El 3 de abril de 1911, el Chicago Tribune se hacía eco de la muerte de Mary Adelaide Moore Yerkes, viuda del magnate (Aileen en la novela), haciendo hincapié en su triste y solitaria vida.

 

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Retrato de Emily Grigsby (Berenice en la novela) realizado por Jan van Beers, uno de los pintores favoritos de Yerkes.

 

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Mausoleo donde descansan los restos de Charles Yerkes y su segunda esposa Mary Adelaide Moore Yerkes, en el cementerio de Greenwood.

 

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Interior de la mansión que Yerkes construyó para Emily Grigsby en Girard Avenue, hoy desaparecida.

 

 

EL ESTOICO

 

CAPÍTULO I

Frank Cowperwood se enfrentaba a dos problemas extremadamente inquietantes por la época de su derrota en Chicago, cuando, tras una larga lucha, perdió por completo la batalla por la renovación de sus franquicias por un periodo de cincuenta años.

En primer lugar, estaba la edad. Se acercaba a los sesenta, y aunque aparentemente seguía siendo tan vigoroso como siempre, presentía que no le iba a resultar fácil amasar la gran fortuna, que con total seguridad se habría terminado asegurando si hubiera conseguido la prórroga de su franquicia, cuando ahora habían aparecido en escena otros financieros más jóvenes y con tanta iniciativa como él. Una fortuna que estimaba que podría haber ascendido a cincuenta millones de dólares.

En segundo lugar, había algo que tenía aún mayor importancia, según su juicio más realista, y era el hecho de que aún no había logrado establecer conexiones sociales de valor; en otras palabras, seguía sin gozar de prestigio social. No cabe duda de que su encarcelamiento en la penitenciaría de Filadelfia en su juventud no le había ayudado en este aspecto, y, además, estaba su promiscuidad natural, a la que había que sumar su desgraciado matrimonio con Aileen, quien no le había supuesto ayuda alguna en el aspecto social, y su propio individualismo, tan decidido y casi salvaje, que había hecho que se apartaran de él muchos que, de otro modo, quizá le habrían brindado su amistad.

Cowperwood no era dado a fraguar amistades con aquellos que eran menos enérgicos, sutiles o eficientes que él mismo. Le resultaba demasiado parecido a infravalorarse sin propósito alguno y, en su opinión, era además una pérdida de tiempo en el mejor de los casos. Por otro lado, descubrió que no siempre era fácil conseguir la amistad de los fuertes, de los inteligentes ni de aquellos que eran genuinamente importantes. En Chicago, en particular, donde se había enfrentado a tantos de ellos en su lucha por conseguir posición y poder, habían optado por unirse en su contra, y no porque él representara una moralidad o unos métodos distintos a los que ellos mismos estaban dispuestos a emplear o a tolerar en otros, sino más bien porque él, que era un auténtico desconocido, se había atrevido a pisarles el terreno en aspectos financieros que supuestamente les pertenecían y había adquirido grandes riquezas y poder en menos tiempo que ellos. Y lo que es más, había atraído a las esposas y a las hijas de algunos de aquellos mismos hombres que más celosos estaban de su situación financiera, de modo que se habían propuesto condenarlo al ostracismo social y muy cerca habían estado de conseguirlo.

En lo que al sexo respecta, siempre había deseado gozar de libertad individual y se había propuesto lograrla de manera implacable. Al mismo tiempo, siempre había tenido la idea de que bien podría llegar a encontrar en alguna parte a una mujer tan excelente que lograra sujetarlo, muy a su pesar, en una relación en la que hubiese un afecto y una comprensión auténticos, aunque no lograra que fuera absolutamente fiel –nunca se mostraba dispuesto a contar con eso en lo que se refería a sí mismo–. Hacía ya ocho años que sentía que había encontrado ese ideal de mujer en una muchacha, Berenice Fleming. Obviamente, ella no se sentía deslumbrada por su personalidad ni por su fama, ni le impresionaban en lo más mínimo sus artimañas habituales. Y debido a eso, así como al profundo hechizo estético y sensual que ejercía sobre él, había nacido en su interior la convicción de que ella, con su juventud, su belleza y su mente despierta, además de la certeza que tenía de su propia valía personal, lograría crear y mantener el entorno social natural adecuado a su fuerza y su riqueza, obviamente en el supuesto de que alguna vez fuese libre para casarse con ella.

Desgraciadamente, a pesar de su determinación en lo relativo a Aileen, no había logrado deshacerse de ella. Lo primero es que estaba decidida a no renunciar a él. Y sumar la lucha por su libertad a su ya difícil batalla por los tranvías de Chicago habría resultado ser una carga demasiado pesada. Lo que es más, seguía sin ver rastro alguno de la aceptación necesaria en la actitud de Berenice. Parecía tener los ojos puestos en hombres que no sólo eran más jóvenes que él, sino que además contaban con los convencionales privilegios sociales que su historia personal le impedía ofrecerle. Esto le había supuesto conocer por primera vez lo que era una derrota romántica, y había pasado horas y horas sentado solo en sus habitaciones convencido de que había sido vencido sin remedio en su batalla por conseguir una fortuna aún mayor y por el amor de Berenice.

Y luego, de repente, ella había acudido a él para anunciarle de la manera más sorprendente e inesperada que se rendía, lo que le hizo experimentar tal sensación de rejuvenecimiento que casi logró restablecer su antiguo espíritu creativo. Sintió que al fin tenía el amor de una mujer que podría de verdad apoyarlo en su búsqueda de poder, fama y prestigio.

Por otro lado, a pesar de que la explicación que ella le había dado del porqué había acudido a él fue franca y directa, «pensé que probablemente me necesitaras en este momento… he tomado una decisión», seguía habiendo por su parte cierta actitud que denotaba que se sentía herida por la vida y la sociedad, y eso era lo que la impulsaba a buscar una suerte de reparación por las crueldades que la vida le había impuesto en su primera juventud. Lo que ella de verdad pensaba, y que Cowperwood no llegó a comprender debido a la alegría que le había producido su repentina rendición, era: «Eres un paria de la sociedad; igual que yo. El mundo se ha propuesto desbaratar tus planes. En mi caso, ha intentado excluirme de la esfera a la que, por temperamento y por todo lo demás, siento que pertenezco. Estás resentido; y yo también. De ahí esta relación: basada en la belleza, la fuerza, la inteligencia y el valor de ambos, pero sin que haya dominación por parte de ninguno de nosotros. Porque si no nos tratamos con justicia, no habrá posibilidad de que esta unión no conforme a las convenciones sociales perdure». Estos fueron, en esencia, sus motivos para acudir a él en aquel momento.

Pero, sin embargo, Cowperwood, a pesar de ser consciente de la fuerza y la perspicacia de ella, no fue capaz de entender del todo cuáles eran sus razonamientos en este sentido. No habría dicho, por ejemplo, al contemplarla cuando apareció aquella noche ventosa (perfecta y florida a pesar de aquel viento helado), que había llegado a aquellas conclusiones meditándolas con decisión y con sumo cuidado. Habría sido demasiado esperar de alguien tan joven, tan sonriente, tan alegre, y en conjunto, tan sumamente exquisito en todos los aspectos de la feminidad. Pero, sin embargo, así era. Se plantó ante él, desafiante, aunque algo nerviosa en el fondo. No había ni rastro de malicia en su actitud, sino más bien amor, si al deseo de estar con él y de que se convirtiera en su dueño hasta el final de sus días en estas condiciones se le puede llamar amor. Por mediación suya y con él caminaría en pos de cualquier victoria posible, cooperando ambos sin reservas y en apoyo mutuo.

Y así, aquella primera noche, Cowperwood se volvió hacia ella y le dijo:

—Pero, Bevy, siento mucha curiosidad por esta decisión tuya tan repentina. Y vienes a mí justo ahora, cuando acabo de sufrir mi segundo revés de importancia.

Los tranquilos ojos azules de ella lo envolvieron como un cálido manto o como una disolución de éter.

—Bueno, sabes que llevo años pensando y leyendo sobre ti. El domingo pasado, sin ir más lejos, en Nueva York, leí dos páginas completas sobre ti en el Sun[1] que me hicieron comprenderte mejor, creo.

—¡Los periódicos! ¿De verdad?

—Sí y no. No las críticas que te hacían, pero sí los datos, si son reales, que ellos enumeraron. Nunca quisiste a tu primera mujer, ¿verdad?

—Bueno, al principio, creía que sí. Pero, claro, es que era muy joven cuando me casé con ella.

—¿Y a la actual señora Cowperwood?

—Ah, a Aileen sí. Hubo una época en la que la quise mucho –confesó−. Hizo muchas cosas por mí y no soy una persona desagradecida, Bevy. Además, era muy atractiva. Muchísimo, me parecía a mí, en aquellos tiempos. Pero yo seguía siendo joven, y no era tan exigente con las cualidades mentales como lo soy ahora. No es culpa de Aileen. Fue un error debido a la falta de experiencia.

—Me siento mejor oyéndote hablar así –dijo ella−. No eres tan despiadado como dicen. Pero, de todas formas, soy mucho más joven que Aileen, y tengo la sensación de que si no tuviera el aspecto que tengo, quizá mi mente no sería demasiado importante para ti.

Cowperwood sonrió.

—Muy cierto. No puedo alegar ninguna excusa por ser como soy –dijo–. Tanto si es una medida inteligente como si no lo es, procuro seguir la línea de mi propio interés, porque, en mi opinión, no hay otra guía posible. Quizá esté equivocado, pero creo que la mayoría de nosotros actuamos así. Quizá haya otros intereses que deban prevalecer sobre los del individuo, pero, al favorecerse a sí mismo, por regla general, parece que favorece a otros.

—Hasta cierto punto, estoy de acuerdo con tu forma de ver las cosas –comentó Berenice.

—Lo único que estoy intentando dejar claro –continuó Cowperwood sonriéndole con afecto− es que no pretendo quitar importancia ni subestimar el daño que haya podido causar. El dolor parece ser inherente a la vida y al cambio. Quiero simplemente exponer mi caso según mi propio punto de vista para que puedas comprenderme.

—Gracias –dijo Berenice y soltó una risilla−, pero no es necesario que te lo tomes como si estuvieras en el estrado declarando como testigo.

—Bueno, casi. Pero, por favor, permíteme que te explique algunas cosas sobre Aileen. En su naturaleza predominan el amor y la emoción, pero su capacidad intelectual no es, ni ha sido nunca, suficiente para cubrir mis necesidades. La entiendo a la perfección y le estoy muy agradecido por todo lo que hizo por mí en Filadelfia. Se quedó a mi lado, incluso en detrimento de su posición social. Y por eso sigo cumpliendo con ella, a pesar de que me es absolutamente imposible amarla como antes. Lleva mi nombre, reside en mi casa. A su modo de ver, le corresponde mantener ambas cosas. –Hizo una pausa porque tenía dudas sobre lo que diría Berenice−. Tú lo entiendes, ¿verdad? –le preguntó.

—Sí, sí –exclamó Berenice−, por supuesto que lo entiendo, y por favor, no quiero molestarla en modo alguno. No he acudido a ti con eso en mente.

—Eres muy generosa, Bevy, aunque injusta contigo misma –dijo Cowperwood−. Pero quiero que sepas lo importante que eres para mi futuro. Quizá no lo comprendas, pero voy a reconocerlo ahora mismo, ante ti. No me he pasado ocho años siguiéndote en balde. Eso significa que te aprecio mucho; muchísimo.

—Lo sé –dijo ella suavemente, no poco impresionada por aquella declaración.

—En estos ocho años –continuó él− he tenido un único ideal. Y ese ideal eres tú.

Hizo una pausa sintiendo deseos de abrazarla, pero decidió que de momento no debía hacerlo. Después, metiéndose la mano en uno de los bolsillos del chaleco, sacó un fino medallón de oro del tamaño de un dólar de plata, que abrió y le entregó a ella. En una de las caras interiores había una fotografía de Berenice a la edad de doce años, delgada, delicada, arrogante, reservada, distante, tal como seguía siendo hasta entonces.

Ella la miró y reconoció la fotografía; se la habían hecho cuando ella y su madre aún estaban en Louisville y su madre era una mujer que gozaba de medios y de posición social. ¡Qué distinta era la situación ahora, y cuánto había sufrido ella a causa de ese cambio! La observó y aquella foto le trajo agradables recuerdos.

—¿Dónde la conseguiste? –le preguntó al fin.

—La cogí de la cómoda de tu madre en Louisville la primera vez que la vi. Aunque no estaba en este medallón; eso ha sido cosa mía.

Lo cerró con un gesto cariñoso y se lo volvió a meter en el bolsillo.

—Desde entonces la he llevado muy cerca de mí –le dijo.

Berenice sonrió.

—Espero que la hayas guardado donde nadie pudiera verla. Ahí no soy más que una niña.

—Es igual; para mí sigue siendo un ideal. Y ahora más que nunca. He conocido a muchas mujeres, por supuesto. Las he tratado según mis luces y mis deseos en cada momento. Pero aparte de todo eso, siempre he tenido claro el concepto de qué era lo que de verdad deseaba. Siempre he soñado con una muchacha fuerte, sensible y poética como tú. Piensa de mí lo que te plazca, pero júzgame sólo por lo que haga, no por lo que diga. Dijiste que habías venido porque pensabas que te necesitaba. Y así es.

Ella le puso la mano en el brazo.

—Lo he decidido –le dijo con calma−. Lo mejor que puedo hacer con mi vida es ayudarte. Pero nosotros… yo… ninguno de los dos podemos hacer simplemente lo que nos apetezca. Y tú lo sabes.

—Perfectamente. Quiero que seas feliz conmigo y yo quiero ser feliz contigo. Y no podré serlo, desde luego, si hay cualquier cosa que te preocupe. Aquí en Chicago, especialmente en este momento, tengo que ser extremadamente cuidadoso y tú también. Por eso es por lo que vas a volver a tu hotel dentro de nada. Pero mañana será otro día, y sobre las once, esperaré tu llamada. Y entonces quizá podamos hablar de esto tranquilamente. Pero espera un momento. –La cogió del brazo y la condujo hasta su dormitorio. Cerró la puerta y se dirigió con paso enérgico hacia un bonito cofre de hierro forjado que había en un rincón de la habitación. Lo abrió con la llave y extrajo tres bandejas que contenían una colección de antiguos anillos griegos y fenicios. Tras colocarlas en fila ante ella, le dijo:

—¿Con cuál de estos te gustaría que selle mi compromiso contigo?

Con aire indulgente y ligeramente indiferente, como era habitual en ella –que era siempre la que se hacía de rogar y nunca la que rogara−, Berenice estudió los anillos y jugueteó con ellos, haciendo alguna exclamación ocasional sobre alguno que le interesara. Y al fin, dijo:

—Quizá Circe habría elegido esta serpiente de plata trenzada. Y Helena, quizá este anillo de flores de bronce verde. Creo que a Afrodita quizá le habría gustado este brazo y esta mano que rodean la piedra. Pero yo no elegiré basándome sólo en la belleza de la pieza. Para mí elegiré esta banda de plata sin bruñir. Tiene fuerza, además de ser bella.

—¡Siempre te decides por lo más inesperado, por lo original! –exclamó Cowperwood−. ¡Eres incomparable, Bevy!

La besó con ternura mientras le colocaba el anillo en el dedo.

[1] El periódico neoyorquino The Sun se publicó desde 1833 hasta 1950, y era políticamente más conservador que el New York Times y el New York Herald Tribune.

CAPÍTULO II

El principal logro que había conseguido Berenice al acudir a Cowperwood en el momento de su derrota fue el de renovar su fe en lo inesperado, y mejor aún, en su propia suerte. Porque la de ella era una individualidad egoísta, ecuánime, irónica, en opinión de él, pero menos brutal y más poética que la suya. Mientras que él deseaba el dinero para liberar aquello que contenía en su esencia, el poder, y utilizarlo a su antojo, Berenice parecía exigir el privilegio de expresar las múltiples facetas de su temperamento de maneras que contribuyeran a la belleza, satisfaciendo así sus ideales, que eran esencialmente estéticos. No deseaba tanto expresarse a sí misma a través de una determinada forma de arte como vivir de modo que su vida, así como su personalidad, fuesen en sí mismas una manifestación del arte. Había pensado más de una vez que si gozara de una gran riqueza y de enorme poder, los utilizaría de una manera creativa. Nunca los malgastaría en grandes casas, terrenos ni en alardes, sino que se rodearía de un ambiente exquisito y por supuesto inspirador.

Pero nunca había hablado de ello. Se hallaba, más bien, implícito en su naturaleza, algo que Cowperwood en modo alguno lograba siempre interpretar con claridad. Se daba cuenta de que era delicada, sensible, evasiva, esquiva, misteriosa. Y por estas razones, nunca se cansaba de contemplarla, igual que no se cansaba de contemplar la naturaleza: el nuevo día, el extraño viento, los paisajes cambiantes. ¿Cómo sería la siguiente mañana? ¿Cómo sería Berenice la próxima vez que la viera? No lo sabía. Y Berenice, consciente de su propia rareza, no podía explicárselo ni a él ni a ningún otro. Ella era como era. Cowperwood, o cualquier otro, tendría que tomarla como era.

Además de todo esto, ella era, tal como él había percibido, una aristócrata. Con su actitud reposada y segura de sí misma, imponía respeto y despertaba la atención de todos los que entraban en contacto con ella. No podían evitarlo. Y Cowperwood reconocía en esta superioridad suya aquello que siempre había admirado y deseado en una mujer, aunque casi de manera inconsciente, y eso le provocaba una profunda satisfacción, al tiempo que lo impresionaba. Era joven, hermosa, inteligente, dueña de sí misma; una auténtica dama. Ya lo presintió nada más ver la fotografía de aquella niña de doce años en Louisville ocho años atrás.

Pero ahora que Berenice al fin había acudido a él, había algo que lo preocupaba. Se trataba de su idea entusiasta, y de momento sincera, de la más absoluta y exclusiva devoción a ella. ¿De verdad era esa su intención? Tras su primer matrimonio, especialmente después de la experiencia de haber tenido hijos y de la naturaleza grave y monótona de su vida doméstica, se había dado perfecta cuenta de que los habituales dogmas del amor y el matrimonio no estaban hechos para él. Eso se demostró en su aventura con la joven y bella Aileen, cuyo sacrificio y devoción fueron recompensados más adelante cuando se casó con ella, tras lo cual, se sintió completamente liberado, sensual y emocionalmente.

No sentía deseos de intentar alcanzar, y mucho menos mantener, una sensación de permanencia. Aun así, había perseguido a Berenice durante ocho años. Y ahora se preguntaba cómo debería presentarse ante ella de manera honesta. Sabía bien que era extremadamente inteligente e intuitiva, y que las mentiras que resultan suficientes para aplacar, si no para llegar a engañar del todo, a las mujeres normales, no le servirían de mucho con ella.

Y para empeorar aún más las cosas, por esta época había una tal Arlette Wayne en Dresde, Alemania. Hacía sólo un año que había comenzado una aventura con ella. Arlette, que antes había estado enclaustrada en un pequeño pueblo de Iowa y que se sentía ansiosa por liberarse de un destino que amenazaba con asfixiar su talento, le había escrito a Cowperwood adjuntando una foto en la que se apreciaba su cuerpo de sirena. Pero al no recibir respuesta, había decidido pedir dinero prestado y presentarse personalmente en su oficina de Chicago. La personalidad de Arlette tuvo éxito donde antes había fracasado la fotografía, porque no sólo era atrevida y segura de sí misma, sino que además, era dueña de un temperamento que Cowperwood comprendía muy bien. Hay que añadir a esto que su objetivo no era simplemente mercenario, sino que su interés por la música era genuino, a lo que se sumaba que tenía buena voz. Cuando se convenció de ello, deseó ayudarla. También había traído pruebas convincentes de sus orígenes: una fotografía de la casita en la que vivían ella y su madre viuda, que era dependienta, y una historia conmovedora de los esfuerzos y penalidades de su madre para mantenerlas y por fomentar sus ambiciones.

Como es natural, los escasos cientos de dólares que sus aspiraciones requerían no eran nada para Cowperwood. Le seducía cualquier forma de ambición, y ahora, conmovido por la muchacha, procedió a planificar su futuro. Para empezar, tendría la mejor formación que pudiera encontrarse en Chicago, y más adelante, si llegaba a demostrar que verdaderamente merecía la pena, la mandaría al extranjero. Sin embargo, para no comprometerse ni enredarse en modo alguno, había previsto un presupuesto concreto con el que ella tendría que arreglárselas para mantenerse, y ese presupuesto seguía vigente. También le había aconsejado que se trajera a su madre a Chicago para que viviera con ella, de modo que alquiló una casita pequeña, mandó llamar a su madre y se instaló, y andando el tiempo, Cowperwood se convirtió en visitante asiduo.

Gracias a su inteligencia y a la sinceridad de su ambición, su relación se había basado en el reconocimiento mutuo, así como en el afecto. A ella no le había movido nunca el deseo de comprometerlo en modo alguno y muy poco tiempo antes de que Berenice llegara a Chicago, la convenció de que se marchara a Dresde porque él se había dado cuenta de que quizá muy pronto él mismo no permaneciera en Chicago mucho tiempo más. Y si no hubiera sido por Berenice, al poco tiempo habría visitado a Arlette en Alemania.

Pero ahora, cuando la comparaba con Berenice, no sentía que ejerciera una atracción sensual sobre él, porque en aquel aspecto, como en todos los demás, Berenice prometía absorberlo completamente. Sin embargo, como aún le seguía interesando el temperamento artístico de Arlette y verla alcanzar el éxito, pretendía continuar ayudándola. Pero, según le parecía ahora, quizá fuera mejor que desapareciera por completo de su vida. A él no le supondría mucho; ella ya había tenido su momento. Era mejor empezar haciéndolo todo de una manera completamente diferente. Si Berenice iba a exigirle una absoluta fidelidad romántica so pena de separación, haría todo lo que pudiera por plegarse a sus deseos. Sin duda era merecedora de enormes sacrificios por su parte. Y con semejante estado de ánimo, se sintió más proclive a soñar y a hacer promesas que nunca antes desde sus tiempos de juventud.

CAPÍTULO III

A la mañana siguiente, poco después de las diez, Berenice llamó por teléfono a Cowperwood y acordaron reunirse en su club para charlar.