Título original: Incognitus. Nos vigilan

Este libro fue publicado por mediación de Ute Körner Literary Agent www.uklitag.com

© 2018 Antonia Huertas

Cubierta:

Diseño: Ediciones Versátil

© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta

1.ª edición: abril 2018

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

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08028 Barcelona

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Prólogo

Atención.

Escucha con atención. No tenemos mucho tiempo…

Nos vigilan.

Así que, por favor, haz lo que te digo.

Primero: finge leer este prólogo.

Ahora, disimuladamente, coge el móvil. Y sin despegar la vista del texto, como el que no quiere la cosa, apágalo, quítale la batería y déjalo en un sitio seguro.

Seguro para ti.

Por último, si tienes algún ordenador o aparato electrónico cerca, desconéctalos.

Todos.

¿Ya?

¿Seguro que está todo apagado?

Bien.

Entonces, ya podemos empezar.

No sé quién eres, ni qué llevas puesto.

Pero ellos sí.

Ellos lo saben todo.

Porque no estamos solos. Nunca estamos solos.

Ni siquiera, cuando crees que no hay nadie más.

Siempre puede haber alguien.

Alguien vigilándote.

Alguien capaz de hackear tu móvil, o de clonar tu disco duro.

O el mío.

De hecho, puede que alguien esté leyendo estas líneas antes que tú.

Incluso antes que mi editora.

Por eso, para luchar contra el cibercrimen, los detectives clásicos se han quedado desfasados.

Hoy en día, los enciclopédicos conocimientos de Sherlock Holmes serían demasiado elementales.

Al fin y al cabo, los delincuentes digitales no dejan huellas dactilares.

Irónico, ¿no te parece?

Y en la deep web, la red oscura y profunda donde se refugia lo peor de cada casa, y todo, absolutamente todo está en venta, puedes contratar sicarios más duros que Mike Hammer y el Diamante juntos, por un puñado de bitcoins.

Pero no temas. No todo está perdido.

Aunque el crimen nunca duerme, y la trampa va siempre varios pasos por delante de la ley, también hay @ngeles de la guarda que velan por nuestros sueños virtuales.

Sabuesos 3.0 como Beppa Mardegan, la íntegra, insobornable e indomable agente de Europol especializada en delitos informáticos y crimen organizado que conocimos en Alterworld y que, en esta ocasión, deberá evitar un ataque ciberyihadista mientras trata de limpiar el nombre de su madre, acusada de formar parte de las Brigadas Rojas y de perpetrar el atentado que le costó la vida.

O sociedades clandestinas como Incognitus, que intentan denunciar los abusos del poder y salvaguardar la seguridad de Internet.

Ya, todavía no sabes quiénes son.

Pero pronto, muy pronto lo sabrás.

Pronto, muy pronto, todos lo sabrán.

Sergio Vera Valencia

Director de la colección Off Versátil

1

15 de marzo de 1982

Consultó el reloj. Las seis menos veinte. Miró alrededor. En el único banco del andén seguía sentada, impasible, la misma anciana. Los hombres junto a la escalera tampoco se habían inmutado. El grupo de estudiantes, sin embargo, se habían percatado de algo y se interrogaban unos a otros. Entonces ocurrió. Un gigantesco resplandor la cegó. Un estruendo ensordecedor la sacudió. Una inmensa bofetada de aire caliente la golpeó, la levantó del suelo, la empujó con fuerza. Se sintió volar, arrastrada además por sus pensamientos, mucho más rápidos que su cuerpo cayendo hacia atrás. Era… ¡una explosión! Y si era eso, nada de lo que había planeado había salido bien. ¡Nada! ¿En qué momento pudo retroceder y no lo hizo? ¿Cuándo tuvo la última oportunidad de salvarse y no la vio?

Pasó planeando por encima del cuerpo del hombre que se acababa de desplomar y que aún empuñaba la pistola. Lo supo sin mirarlo, que estaba allí, muerto antes de que pudiera disparar. Algo más veloz que su propio movimiento le golpeó la cara. Era una mano ajena, a la que seguía un brazo sin cuerpo. No, era mucho más. Era una terrible masa de cuerpos desmadejados, cascotes de paredes, trozos de metal, de plástico, objetos inidentificables y polvorientos de la que formaba parte, que avanzaba en vuelo, a cámara lenta, implacable, en un tiempo que ya no le pertenecía. Era un viaje sin retorno. Lo supo antes de que acabara. El impacto con la vía del tren aún no se había producido, todavía tardaría un poco de ese tiempo distorsionado por la percepción extrema de la realidad que provoca el instante de un peligro, pero formaba parte de una inercia que nada podría detener.

Una sucesión angustiosa de escenas, personas, recuerdos, imaginaciones, enmarañados entre sí, amalgamados con su miedo y su desconcierto, se había adueñado de su mente. Arrastrada por ese caos sin sentido, ya no podía pensar con orden.

¿Cómo detener algún pensamiento al que aferrarse? Impotente, cerró los ojos, y fue entonces, justo antes del último instante tras el golpe final que le destrozó el cráneo, cuando la imagen de su hija que la miraba, sonriendo feliz, la transportó a otra realidad. Cuando abriera los ojos de nuevo estaría a salvo.

2

30 de septiembre de 2015

Se gira de golpe, volviéndose hacia el súbito fogonazo de luz en el cielo. El sol ha explotado en uno de esos instantes previos a su hundimiento definitivo en el horizonte. Mira alrededor. Otras personas pasean también por la playa, pero parecen ajenas a esa catástrofe, como si solo ella estuviera cargando con el enorme peso del crepúsculo.

El viento agita los toldos del chiringuito, combate con el vaivén del oleaje, zarandea su melena rubia y le azota la cara, orientada hacia ese sol que languidece a juego con la desolación de su corazón.

Cuando oscurece, la inexorable llegada de la noche la sorprende con los pies desnudos sepultados en la arena. Si pudiera quedarse así, sola, inmóvil, mineral. Si pudiera dejar de sentir ese dolor tan antiguo. Si pudiera liberarse de sí misma… Pero no puede. No puede. No puede.

Impotente, se sacude la arena de los pies, se pone calcetines y zapatillas, recoge su bicicleta aparcada junto a la valla que retiene las dunas y se encamina de regreso a casa.

Su apartamento está solo a unos minutos de pedaleo atravesando el puerto, pero en este anochecer le cuesta tanto lo cotidiano… Por fin llega. Como una autómata, aparca junto a su edificio y sube a pie los dos pisos hasta su casa. Frente a la puerta, se siente tan abatida que no le importaría morir en ese instante. Solamente así descansaría de ese despiadado ser que lleva dentro, y que le grita que todo, todo, todo va mal.

Allí dentro nadie la espera, pero cuando mira distraídamente a la cámara de vigilancia y apoya la mano en el picaporte, el sistema de domótica reconoce su iris y demás constantes vitales y saluda con su alegre voz digital: «Hola, Beppa». Se sorprende. Esta vez no lo esperaba. ¿Es esa su única compañía? ¿Seres virtuales? Se siente mejor con ellos, desde luego, la mayoría de los seres humanos hace mucho que la han decepcionado.

De pie junto a la puerta, desanimada, a punto de romper en llanto, oye sonar su móvil. No va a contestar, no tiene ganas de hablar con nadie. Pero el teléfono sigue zumbando insistente, lacerante. Instintivamente mira la pantalla. Es Patrick. De repente se produce un destello en algún lugar muy profundo de sí misma y ve iluminarse un tenue quizás, quizás pueda. Se agarra a eso y abre la puerta dispuesta a responder.

Hi. —Entre ellos hablan en inglés.

—Hola, novata.

Es la voz grave de Patrick, con su marcado acento británico.

Silencio.

—¿Novata? ¿Beppa?

—Sí, soy yo.

—¿Y esa voz de funeral?

—No me coges en un buen momento.

—Pues me parece que es el momento perfecto. ¿Sabes qué? Que nos vemos en el bar frente a tu apartamento dentro de diez minutos, lo que tardo en llegar desde la oficina. Y sin replicar, que aún soy tu jefe. ¡Ah!, tengo novedades importantes que contarte.

Patrick cuelga sin darle opción a negarse. Con el móvil aún en la mano, Beppa hace una mueca de sonrisa. Se conocen muy bien. Desde hace tiempo, cuando ella empezó a trabajar en Europol como experta en informática forense. De él aprendió la ética del policía y el olfato del sabueso, pero sobre todo, encontró a un amigo. No fue fácil, los dos venían de lugares muy distantes y les costó bastante descubrirse el uno al otro.

Cuando entra al bar, Patrick ya ha llegado. Está sentado en una mesa junto al ventanal. El cabello castaño con las primeras canas despeinado, la corbata desanudada colgando del cuello de la camisa abierta y la chaqueta del traje abandonada en el respaldo.

Al verla llegar, alza su vaso de whisky, brindando al aire. Es evidente que está contento. Patrick se levanta con todo su metro noventa para recibirla, y le sonríe con sus vivos ojos verdes. No se besan. Nunca lo hacen. Se sientan frente a frente, sin hablar, sin presión. A pesar de todas sus diferencias son increíblemente parecidos y les resulta muy fácil estar juntos.

A esas horas no hay nadie más en el bar, es una suerte. Fuera está oscuro y desde allí puede ver, enfrente, la ventana de su salón iluminada a través de la persiana veneciana por la lámpara que ha dejado encendida. Sus vecinos, sin embargo, siguen la costumbre holandesa de no usar persianas ni cortinas y puede ver su televisor encendido. El contraste es evidente. Nunca será, del todo, de La Haya.

—¿Así que no tienes un buen día?

Patrick toma un trago y deja el vaso sobre la mesa.

—Pues no.

—¿Quieres comentarlo?

—Más vale que no.

No puede explicarle de qué se trata. Debe encontrar el momento adecuado para las confesiones. Aún no le ha dicho nada de la culpa que arrastra desde hace tanto tiempo, ni de que ella entró a Europol con el objetivo de encontrar a los asesinos de su madre y la frustración que le produce no haber sido capaz.

—No sé porqué creo que tiene que ver con esa obsesión tuya con la lucha imposible contra el mal.

Sí, de alguna manera, piensa Beppa, se trata también de eso.

—Supongo que sí. Si la batalla contra el mal es una batalla perdida, ¿por qué insistimos, Patrick?

—Porque no podemos hacer otra cosa. No hay alternativa. O nos enfrentamos o estamos perdidos.

Patrick es pesimista, pero de una manera diferente a la suya. Él también cree que no es posible la victoria definitiva, pero su deber ético es intentarlo. Ella no tiene esos principios férreos; lo suyo, más bien, es la imposibilidad de vivir con la culpa de no hacerlo.

—Precisamente de eso van las novedades. ¿Recuerdas que te dije que no iba a consentir que el caso TEVAS acabara de aquella manera?

Sí, claro que se acuerda. El último asunto en el que había trabajado a las órdenes de Patrick tuvo un final decepcionante. La muerte del director de Seguridad Informática de Europol se resolvió oficialmente como un accidente de aviación, cerrándose de manera abrupta desde las altas instancias justo cuando aparecieron pruebas de que la mafia rusa estaba involucrada. El poder había actuado con impunidad. Otra vez. Aunque, en estos momentos, el caso TEVAS y todos los demás casos no le importaban lo más mínimo. Ella había querido entrar en Europol para cumplir una misión personal y nada de lo que había planeado estaba saliendo bien. Nada.

—Pues hemos pillado a los rusos. No puedo explicarte más. Es información clasificada.

¡Claro! ¡Eso es! Lo que importa es que Patrick ha cumplido su promesa de no parar hasta descubrir la verdad. Que su confianza en sí mismo está intacta.

—¡Gracias! Seguro que no ha sido fácil, habrás tenido que enfrentarte a muchas presiones para no remover esa porquería.

—De nada, novata. También tengo una mala noticia. Pavets sigue libre. Y Lena no estará a salvo hasta que lo cojamos.

Un silencio triste les envuelve entonces. Atrapar a Pavets, el peligroso ciberdelincuente involucrado en el caso TEVAS era una prioridad de Europol, y para ellos dos, además, era una cuestión personal.

—¿Sabes algo de ella? ¿Está bien? —pregunta finalmente Beppa.

—No sé nada. Ni siquiera sé donde está. Ya sabes lo a pecho que se lo toman los de protección de testigos. Deduzco que tú tampoco.

—No, tampoco.

En realidad, sí sabía algo. Lena había intentado contactar con ella. La había llamado desde un teléfono encriptado, asegurándose de que no la pudieran localizar, pero Beppa nunca había contestado.

Lena era la testigo principal en la causa penal contra los mafiosos arrestados en la macrooperación policial de Europol que tenía conexiones con el caso TEVAS. Lena era también Ripley, famoso hacker blanco, a quien Pavets había jurado venganza después de que lo desenmascarase. Pero para Beppa, Lena era, sobre todo, una peligrosa tentación. Lo que sintió aquellos pocos días que estuvieron juntas la asustó tanto que la desaparición forzosa de Lena con el programa de protección de testigos fue un alivio. Había sucedido algo incontrolable y ella no iba a permitir que la desviaran de su objetivo.

Beppa bebe un trago de su cerveza mientras hace una larga pausa. Luego intenta cambiar de tema. Patrick sabe lo que pasó entre ellas pero prefiere no seguir hablando de Lena con él. No quiere pensar en ella y tampoco le gusta ocultar a su amigo que Lena la está buscando. Por suerte, en ese momento suena el teléfono de Patrick.

—Es Rose, mi hija, disculpa un momento.

Patrick se traslada al fondo del bar para hablar en privado.

Los hijos de Patrick, Rose y Robert, viven con su madre desde que ella y Patrick se separaron, y ahora, además, estudian en Inglaterra. Él los ve poco, aunque a veces pasan algunos días con su padre, sobre todo cuando necesitan dinero, cosa que Beppa no les perdona. Pero cuando Patrick regresa, ella le pregunta, cortésmente, por sus hijos. Patrick responde con un forzado tono de voz alegre.

—Están bien. Muy ocupados con sus estudios. Rose tiene un nuevo novio que parece que le va a durar un poco más que el último. Robert, ya sabes, solo piensa en su carrera, llegará lejos.

Los dos sonríen. Sin embargo, a Beppa le preocupa Patrick. Estuvo casado dieciocho años con Beth, que lo dejó por otro, harta, según ella, de que él viviera para su trabajo. Después de eso, aunque fue la entrega a su profesión lo que salvó a Patrick de una depresión, una tristeza profunda se instaló en su vida y ya no volvió a ser el mismo. No es guapo en un sentido clásico, pero es atractivo y Beppa está segura de que podría volver a tener pareja y que eso le sentaría bien. A diferencia de Beth, Beppa cree que Patrick sería más feliz en compañía.

***

30 de septiembre de 2015

Se asoma a la ventana de su apartamento en ese pequeño pueblo de los Pirineos en el que nadie la conoce y divisa la franja azul intenso del mar en calma. Por fin ha dejado de soplar la tramontana.

Lleva meses escondida ahí. En el programa de protección de testigos activado desde Europol la dejaron elegir, y después de examinar los riesgos, le dieron el consentimiento. Ya no queda nadie de su familia en el pueblo, y la última vez que estuvo tenía once años, con su aspecto actual es prácticamente imposible que alguien la reconozca.

Su madre detesta el pueblo donde nació solo porque trasladaron allí a su padre, que era ferroviario, y el oscurantismo del tardofranquismo convirtió su juventud en una condena. En cuanto pudo, se fue, y solo volvió en Navidad y en verano mientras vivieron sus padres. Su madre no ha regresado al pueblo desde que murió la abuela Tonia. Tampoco ella había vuelto. Reconocía a algunas personas mayores pero ellos no la relacionarían jamás con aquella niña flacucha y morena que pasaba los veranos en Ca la Tonia. Fueron pocos años, pero muy importantes. El fuerte espíritu marinero que la impregna se lo debe a esos intensos días de mar, rocas y sal. El abuelo le enseñó a navegar. ¿Cómo pudo haberlo olvidado, contagiada por la animadversión de su madre? Le encantaba este lugar. Todavía hoy. Lo lleva dentro, configurando quién es ella mucho más que cualquier otro. Es irónico que haya tenido que poner en peligro su vida para volver allí, a reencontrarlo.

Con su nueva identidad, Lena es una testigo protegida. Aquí no puede comportarse como una cazabugs experta en seguridad informática que vive de encontrar y reparar agujeros de seguridad en empresas de internet. Aquí simula ser una investigadora que está realizando un estudio de la zona costera del Massís de l’Albera en el norte de la Costa Brava. Parte de su actividad diaria es salir a navegar con su barco, su ordenador y una serie de artilugios de medición que no usa. En alta mar, sola, se siente protegida. En internet, sin embargo, ha aumentado sus identidades virtuales y ha diversificado los espacios donde aparecen para camuflarse mejor. Si está en todos esos sitios a la vez no la pueden localizar en ninguno. Eso sí, ha tenido que abandonar los foros donde entraba como Ripley, el alias a quien Pavets está buscando para vengarse. Es más sencillo esconder esa identidad virtual que la física, simplemente la ha desconectado de internet. Ripley ha desaparecido sin más.

Lo más difícil de sobrellevar es haber cortado el contacto con su familia y amigos, a quienes hace mucho que no ve. Con los más allegados ha podido mantener una comunicación telefónica protegida, excepto con Beppa, que no responde a sus llamadas.

Conoció a Beppa en primavera, mientras ella trabajaba para Europol buscando un fallo de seguridad en sus sistemas informáticos. Su primer encuentro fue un desastre, porque Beppa estaba convencida, según le contó después, de que ella era el ciberdelincuente conocido como Pavets. Sin embargo, ahora lo sabe, la peligrosa era Beppa. Cuando se encontraron en persona la atracción fue inevitable y vivieron aquella aventura intensa durante toda una semana. En ese tiempo, lo de menos fue que ella actuara como una auténtica idiota, dejando un rastro inconfundible para Pavets. Lo realmente terrible es que ella se dejó arrastrar hacia una tela de araña donde todavía está atrapada. Beppa es la araña. No puede quitársela de la cabeza. El juicio donde debe declarar como testigo protegido tardará mucho. No va a poder aguantar tanto tiempo sin volver a ver a Beppa.

3

7 de octubre de 2015

Son las cinco de la mañana. Ha vuelto a tener esa pesadilla. Se ha despertado empapada en sudor, con el corazón desbocado. Es ese sueño recurrente, alguien está en grave peligro, la llama pidiéndole ayuda pero ella no puede hacer nada porque está paralizada; cuando ese extraño se gira, Beppa ve que es ella misma. Y entonces despierta.

Después de su encuentro con Patrick se sintió mejor. Siempre le pasa. Cuando se acostó, había recuperado la convicción de continuar luchando, incluso volvió a abrigar esperanzas de que su plan de reabrir judicialmente el caso de la muerte de su madre daría resultados. Pero esas pesadillas que la atenazan desde niña seguían ahí, mostrándole la angustia que no va a desparecer. Tendrá que cargar con ella, y no tiene muy claro si va a poder hacerlo.

Sabe que no podrá volver a dormir. Quizás si lee un poco… Algo que la distraiga. Es lo único que la tranquiliza cuando está así. Se levanta, se prepara un café, y decide volver a leer Los Terroristas, de Sjöwall y Wahlöö, una de sus novelas negras favoritas. Intenta enfocarse en esa historia, pero ya ha leído el primer párrafo varias veces sin poder concentrarse. Hoy ni la lectura funciona. Así que, aunque aún es de noche, lo mejor será salir a caminar. Irá al puerto a ver amanecer. Y luego se forzará a ir a la oficina.

Beppa lleva ya seis años en Europol, donde es conocida como la agente Beppa Mardegan. Eso es mucho tiempo removiendo los desperdicios de la sociedad y es consciente de que le ha afectado en el carácter, se lo ha agriado. Cuando llegó, sin embargo, recién acabado su doctorado en Inteligencia Artificial, todo le pareció fascinante. Empezó como agente analista y se esforzó para convertirse en una buena policía. Ahora, como agente del EC3, el Centro de Ciberdelincuencia de Europol, un puesto que le permite un acceso privilegiado a lo que pasa en internet, su poder ha aumentado, pero también la cantidad de basura a la que está expuesta, millones de terabytes de podredumbre. Es consciente, después de todo este tiempo, de que su afán y el de sus compañeros siempre será insuficiente para plantarle cara en su totalidad; como máximo consiguen poner obstáculos a su terrible avance. Pero no hay alternativa, hay que intentarlo.

Así que esa mañana, cuando entra en su oficina, un espacio lleno de ordenadores, pantallas y otros dispositivos electrónicos, a pesar de la migraña de la noche de insomnio y el desánimo que acarrea desde hace días, su sentido del deber se pone en marcha y lo primero que hace es comprobar su agenda, que se autogestiona automáticamente a partir de los cientos de datos y correos electrónicos que recibe cada día. Le han puesto una reunión no prevista a las cuatro de la tarde. No hay más información, pero la convocatoria viene de arriba y la asistencia es prioritaria. Tendrá que esperar hasta entonces para saber de qué se trata. Dentro de unos momentos comenzará el encuentro diario de su equipo. Repasa sus notas con atención y luego se dirige a la sala de reuniones. Cuando llega ya están allí Jaako y Niko, sentados en la gran mesa ovalada del centro de la sala.

Good morning, madam! —saludan al unísono.

Jaako es a quien mejor conoce, su colega desde hace mucho tiempo. Niko es el más joven y ambicioso de los dos, está segura de que escalará en el entramado de cargos de Europol.

—¡Buenos días! He visto que tenemos novedades importantes en el caso de eShopping verdad? —les pregunta Beppa.

—Sí, señora —le contesta Niko, el holandés experto en seguridad del grupo.

Esperarán al resto del equipo antes de empezar a comentar el caso, y Beppa aprovecha para ir a buscar un vaso de agua.

Cuando regresa ya están todos. Hoy visten con uniforme. Ella casi nunca lo lleva, prefiere un atuendo más informal. Los observa. Tiene que confiar en ellos, lo tiene muy claro. Si se equivoca será su responsabilidad.

Beppa, como siempre, comienza con el resumen del caso. Lo habitual sería que lo hiciera un subalterno, pero a ella le gusta hacerlo porque la obliga a tener siempre los datos actualizados.

—Es un caso típico de ingeniería social. Alguien ha conseguido embaucar a cientos de personas con anuncios publicados en las redes sociales. Una vez contactaba con ellos, se comunicaba por correo electrónico y les engañaba para que enviaran dinero, pagando por objetos y servicios que nunca recibirían. Tenemos algunos datos concretos, ¿verdad, Fernanda?

—Así es, han conseguido una media de seis transacciones por semana, a un promedio de cuatro mil euros cada una. Un buen negocio sin tener que moverse de casa. Ha embaucado sobre todo a estadounidenses, pero también han picado muchos europeos —responde Fernanda, una portuguesa con una asombrosa capacidad para manejar los programas de análisis forense, a pesar de que está recién salida de la universidad.

—¿Cómo funcionaba? —pregunta Beppa.

—Una vez ingresada la paga y señal y después de haber dado el OK a los términos de la transacción, esa letra pequeña que nadie lee, el vendedor quedaba libre de todo compromiso —continúa Fernanda.

—Lo peor es poder encontrar pruebas —añade Jaako, el finlandés desaliñado que es la viva imagen del friki informático, un as de la programación.

—Y cuando las tenemos, casi nunca podemos aplicar una legislación llena de vacíos respecto a los delitos en internet —se lamenta Niko, mostrando su puño en alto y el musculoso bíceps de gimnasio que parece querer explotar la manga de su camisa.

—Pero a este lo vamos a coger, señora —exclama Víctor, el español del grupo, experto en sistemas computacionales inteligentes y un lince en el diseño de estrategias de seguimiento en el entramado de internet.

—Sí, casi lo tenemos. Después de analizar muchos correos y de seguirle el rastro hemos identificado una IP física real del servidor origen en Ucrania —comunica con una gran sonrisa el rumano Anton, un famoso hacker blanco contratado por Europol, muy hábil identificando a usuarios y moviéndose por la internet profunda.

—Esos tipos son muy hábiles, pero tarde o temprano cometen un error —sentencia Jaako, que esta vez había encontrado la pista clave.

La reunión continúa. Comentan los datos técnicos en esos diálogos suyos salpicados de abundantes siglas incomprensibles para la mayoría. Niko será esta vez quien transmitirá la información al centro operativo de Europol que dirige Patrick White, que se encargará de coordinarse con la policía de Ucrania para detener al estafador. El trabajo de su grupo acaba aquí, identificando al ente real, el ciberdelincuente que comete el crimen virtual. Luego todo se desarrollará en el mundo real, fuera de su jurisdicción. Esta vez ha salido bien.

Por la tarde, Beppa se encuentra con la plana mayor de Europol. ¿Qué hace ella en esa reunión de altos cargos? Debe ser algo realmente imprevisto porque Patrick no le dijo nada ayer.

Está Ulrike Tubkel, la directora ejecutiva de Europol. Tubkel exhibe una sonrisa infantil y encantadora, la que suele reservar a la prensa y casi nunca a sus subalternos, piensa, Beppa. ¿De qué le suena esa imagen de su jefa? Divertida, se percata de que es el comienzo de Los Terroristas, precisamente el párrafo que había leído por la mañana.

Beppa observa cómo solo Dragos Bacula, jefe de operaciones del Centro de Ciberdelincuencia, su jefe inmediato, responde a esa sonrisa. Él sabe algo, o si no lo sabe le está haciendo la pelota, su especialidad. Ulrike Tubkel, sin embargo, ni se ha dignado a mirarlo. A Beppa tampoco le gusta Bacula, con sus trajes impolutos y su colección de sonrisas bien estudiadas y todas falsas. ¿Quién aguantará más tiempo? Bacula se da cuenta de que Tubkel lo ignora y frunce el ceño involuntariamente. Vence Tubkel, por supuesto, que ahora saluda.

—Buenas tardes, señoras y señores, por favor sírvanse y después entraremos en el asunto.

En el fondo de la sala hay una mesa con termos y unas bandejas. Está claro que en las altas instancias tienen costumbres diferentes a las de sus reuniones habituales.

Durante unos minutos, el grupo se arremolina en torno al café y las pastas, conversando un poco forzadamente. La directora Tubkel habla sobre todo con Federica Limiti, la responsable de la Oficina de Contraterrorismo, mientras que Patrick, que está ahí como Director del Departamento de Análisis Operativo Criminal, cruza algunas frases corteses con Drago Bacula. Beppa, un poco apartada, no ha querido tomar café, solidaria con el proletario grupo de compañeros que siguen trabajando sin merienda.

—Señoras y señores, por favor, tomen asiento y comenzaremos —dice Ulrike Tubkel, alzando la voz y cambiando a su tono habitual, seco y duro.

La alemana es una mujer de unos cincuenta años, corpulenta pero de facciones delicadas, rubia y de ojos azul metálico, muy diferente del azul intenso de los de Beppa. Acostumbrada a mandar y a ejercer el poder con mano de hierro, su llamada de atención es acatada de inmediato. Y entonces empieza su discurso.

—La ciberseguridad se ha convertido en una de las grandes obsesiones para la seguridad de infraestructuras críticas de los Estados de la Unión Europea.

Hasta ahí no hay nada nuevo, piensa Beppa. Es conocido por todos el miedo de Tubkel a un ataque cibernético masivo como el que sufrió Estonia en el 2007, que afectó a bancos, periódicos, universidades e instituciones, y que colapsó sus sistemas.

—Y las organizaciones terroristas, como saben, están aumentando su interés por el ciberespacio, en su intento de generar pánico entre la población del modo más impactante posible —continúa la directora—. Pues bien, dentro de unos meses se celebrará una cumbre antiyihadista en Barcelona y el gobierno español ha solicitado nuestra ayuda para la prevención de ataques ciberterroristas.

Claro, comprende Beppa, por eso está ella aquí.

—Es una oportunidad de oro para mostrar que estamos a la cabeza de la ciberinteligencia antiterrorista, y que no necesitamos a los estadounidenses ni a su agencia, la NSA, para que vengan a resolvernos los problemas. Ustedes tres son los jefes de los departamentos de Europol que estarán involucrados en el operativo y por eso les he citado.

Ninguna referencia a Beppa, que mira a Patrick. Él le responde con cara de no tener ni idea.

—¿Y la agente Mardegan? —pregunta entonces Patrick.

—Señor Bacula, conteste al señor White, por favor —responde Tubkel con su voz de mando.

—Sí, señora, encantado. La agente Mardegan es la jefa del equipo especializado en ciberinteligencia y ciberterrorismo que he seleccionado para coordinarnos con las divisiones de ciberseguridad y antiterroristas del Centro Nacional de Inteligencia de España, que, como saben, son los servicios secretos españoles.

Muy propio de Bacula. Ella acaba de enterarse. Podía haberla avisado. Todos la están mirando y se siente humillada.

—Hasta hace poco estaba en mi departamento —dice Patrick, que debe haber adivinado el malestar de Beppa— y, si me lo permiten, quisiera añadir que también es una experta en análisis operativo. Será un placer volver a trabajar con usted, agente Mardegan.

—Gracias, señor —responde Beppa, ignorando deliberadamente a su propio jefe.

A Dragos Bacula le precedía una reputación de experto en informática y tomó el ascensor de la fama de Rumanía como tierra de hackers. Provenía de la policía rumana y debió ser muy bueno en su momento, aunque después se había dedicado, sobre todo, a cultivar sus habilidades políticas. Era evidente que le había ido bien y le ofrecieron el mando de las operaciones del EC3 poco después del ascenso de Beppa a jefa de equipo. No había ni empatía ni confianza entre ambos, pero se necesitaban el uno al otro por diferentes motivos y esa era la base de su relación.

—Ahora trabaja bajo mis órdenes, señor White. Estoy seguro de que será igual de eficiente.

—Y todos bajo las mías. —Ulrike Tubkel zanja así la deriva absurda de la conversación—. Los tres departamentos deben trabajar conjuntamente. Señor White, usted coordinará las operaciones con la policía española y con los departamentos del señor Bacula y de la señora Limiti, y el equipo de la agente Mardegan llevará el peso de la colaboración que se nos pide desde Madrid.

—A sus órdenes, señora —contesta Patrick.

—Señor White, lo dejo en sus manos. Organice el operativo y manténgame informada de los avances.

Tubkel ha obviado a Bacula y a Limiti. Ni una pregunta ni unas palabras. Ha dispuesto la jerarquía de manera clara: ella, Patrick, y los demás. Y eso incluye a todos. Bacula se ha quedado callado. Ya no sonríe.

—Señores, les dejo para que empiecen. Buenos días.

Se marcha sin despedirse, dejando una vez más maravillada a Beppa, por su increíble adaptación al medio hostil.

***

11 de octubre de 2015

Es domingo. Beppa llega a casa de su padre en Treviso para una comida familiar. Ella vive ahora a caballo entre La Haya y Montebelluna, una pequeña ciudad a veinte kilómetros de Treviso y cincuenta de Venecia, pero este siempre será también su hogar. Además, aunque nació en Venecia se considera de Treviso, la ciudad natal de su padre, donde se trasladaron a vivir después de la muerte de su madre. Aparca y entra. Es una casa adosada con garaje y un pequeño jardín trasero; salón y cocina abajo y tres habitaciones arriba.

—Hola, papá. ¡Qué bien huele!

—¡Pasa, Gioseffa! —Es el único que la llama así—. Estoy en la cocina.

Su padre ya lo tiene todo preparado. Cuando están los dos solos conservan la costumbre de comer en la cocina, aunque desde que ella ya no vive allí, Abelardo, su padre, prepara la mesa con todo detalle: mantel bordado, ensaladeras, platos y cubiertos para las ocasiones especiales, y, sobre todo, una comida cocinada con pasión. Cuando Abelardo enviudó estuvieron viviendo un tiempo con la abuela Mardegan, donde se obligó a aprender a cocinar sus recetas y descubrió que era un cocinero portentoso.

—¡Están riquísimos! —Beppa acaba de probar los ñoquis.

—Gracias, cariño…

—¡Creo que has conseguido superar a los de la abuela! Lástima que yo no haya heredado esta habilidad culinaria tuya.

—No importa. Has heredado otras cosas más importantes, sobre todo de tu madre.

—¿Cómo qué? —Beppa sonríe de un modo infantil, a la espera de oír, con gozo, todo eso que ya sabe.

—Del aspecto físico no mucho, en eso te pareces más a mí.

Mira a su padre. Un hombre alto, esbelto, con el cabello blanco pero tupido, los ojos de un azul profundo y aquel elegante bigote aún rubio. Le parece guapo.

—Pero tienes su carácter fuerte; y, sobre todo, su buen corazón. —Su padre se calla de repente, mudando su sonrisa en un semblante pensativo—. Era la persona más íntegra que jamás he conocido.

—Y sin embargo, todo lo que han dicho de ella es justo lo contrario —añade Beppa.

Los dos bajan la mirada, conteniendo la rabia y la impotencia, como de costumbre, ante esa realidad.

—Nosotros sabemos cómo era ella —continúa Beppa—. Y no era el monstruo que nos quieren hacer creer. Por eso debemos seguir hasta demostrar la verdad.

No podemos sucumbir ante la frustración, piensa para sí, pero no lo dice porque sabe que Abelardo, que ahora come en silencio mirando al plato, hace mucho que tiró la toalla. La abruma la ausencia de conversación y bebe un trago de vino mientras lo mira con ternura.

—Papá, tengo noticias recientes sobre la reapertura del caso de mamá. Quería decírtelo en persona.

—Espero que sean buenas.

—Creo que sí. Ya han asignado el juez instructor y nos ha citado para dentro de un mes en los juzgados de Padua. Las cosas empiezan a acelerarse.

Quizás su plan acabe por dar frutos. Con la reapertura del caso del atentado en el que murió su madre habrá nuevas investigaciones y una oportunidad para revisar las que se hicieron en el pasado.

—Gioseffa, si no es imprescindible, prefiero no ir.

Su padre siempre fue reticente a volver a abrir el caso pero ante su insistencia, la apoyó. Ahora sabe que no puede pedirle más.

—No, no lo es. Con mi presencia será suficiente. El procedimiento se reabre en el punto en el que se cerró y supongo que esta primera cita es un puro trámite, solo para constatar la presencia de los documentos que ya conocemos. Lo verdaderamente importante es que el juez esté dispuesto a investigar más.

La causa se cerró a los pocos meses de iniciarse, con una rapidez insusual, al dictaminarse que había sido otro atentado de las Brigadas Rojas. Flora fue acusada de terrorismo y de haber perpetrado el ataque en el que ella misma murió. Pero hubo algunas irregularidades formales y evidentes contradicciones en las declaraciones de la policía y de los carabineros. Además, las Brigadas Rojas nunca reivindicaron el atentado. Beppa ha usado todo eso en su afán de revisar el caso y poder averiguar la verdad sobre su madre.

—Gracias. No es que no quiera ayudar, es que creo que mi presencia puede ser perjudicial.

Abelardo, impotente ante la dureza de la respuesta institucional, hubiera preferido dejar las cosas como estaban, y esa seguía siendo su postura.

—Quizás sí. Tu no crees que podamos conseguir saber lo que pasó aquel día, ¿verdad?

—No es eso. Lo que me da miedo es el precio que tendremos que pagar por volver a revivir todo aquello. Ya hemos sufrido bastante. Sobre todo tú.

—Yo no puedo hacer otra cosa, tengo que saber la verdad.

—No te lo van a poner fácil, lo sabemos. Además, te arriesgas a averiguar cosas que te pueden hacer mucho daño. Todo ese sufrimiento no nos devolverá a tu madre, y tú estás destrozando tu vida con esta obsesión.

Esa es la cuestión, y ella lo sabe. Su padre está convencido de que Beppa echó al traste su brillante carrera académica cuando, en lugar de seguir en la universidad, se incorporó a Europol para buscar a los asesinos de su madre.

—No puedo hacer otra cosa. En serio. No puedo.

Después de comer, ayuda a su padre a recoger y a limpiar, y poco después vuelve a su casa de Montebelluna, donde intenta pasar los fines de semana. Al día siguiente es lunes y desde el aeropuerto de Venecia tomará el avión de primera hora a La Haya para pasar el resto de la semana. Dedicará la tarde a seguir buscando indicios antes de su cita con el juez. Sabe que es muy difícil encontrar en internet los documentos originales de hace más de treinta años, pero debe seguir intentándolo.

Llevaba ya mucho tiempo investigando por su cuenta, pero todo lo que concernía a aquel atentado era información reservada italiana a la que no podía acceder como agente de Europol. Así que entendió que debía abrir un hueco para acceder en el entramado de las instituciones italianas. Pensó que podría hacerlo involucrando a la magistratura, que después de la desclasificación de muchos documentos secretos de los años más negros del terrorismo, volvía a tener interés investigar aquella época. Por eso solicitó la reapertura del caso de su madre, que nunca se llegó a archivar correctamente.

El 2 de noviembre, en Padua, por fin, su plan se pondría en marcha.

4

13 de Octubre de 2015

Lo que lleva peor de su vida a caballo entre Montebelluna y La Haya es, con diferencia, los cambios abruptos de temperatura entre las dos ciudades, que le afectan el ánimo. A menudo abandona Italia con sol y llega a una Holanda nublada, o sale de La Haya con un precioso cielo azul y aterriza en una Venecia lluviosa y gris. Hoy es una mañana radiante en La Haya y está de buen humor. Queda lejos la tristeza del último encuentro con su padre. En tres semanas tiene su cita con el juez y eso es lo único que importa. Mientras tanto, cómo seguir con su vida. Después de esperar tanto tiempo, estos pocos días le parecen una eternidad. Siente a la vez miedo y anhelo.

Es duro crecer como la hija de una terrorista. Con los demás señalándote o, en el mejor de los casos, compadeciéndote. Pero es insoportable cuando la imagen que tienes de tu madre no tiene nada que ver con esa acusación. Tendrá que enfrentarse, una vez más, a todas aquellas infamias. No será fácil. No lo será. Sin embargo, tiene confianza ciega en la Flora que ha ido reconstruyendo sobre aquella otra que le habían impuesto. A ella volverá cada vez que le falten las fuerzas.

Hoy, además, el sol brilla. No puede desanimarse. Se propone dedicarse completamente al trabajo. Eso la distraerá de los malos pensamientos. Baja con energía los dos tramos de escaleras desde su apartamento hasta la calle y recibe el regalo del olor a plantas aromáticas de las macetas que hay en la entrada de su finca. En su calle el entorno es agradable, con árboles, parterres de flores y bicicletas aparcadas por doquier.

Los edificios de su barrio son bajos, de ladrillo, con tonos que van del marrón al rojo, y con alegres ventanales pintados de blanco que les confieren un aspecto acogedor. Camina hacia la calle principal, Prins Mauristlaan, la que desemboca después en la avenida donde está el edifico de Europol. Justo cuando llega, pasa el tranvía que la recorre, deslizándose elegante sobre las vías insertadas en el césped. A ambos lados del amplio paseo hay coches aparcados, pero muy poca circulación. En esta zona de la ciudad lo que abundan son las bicicletas. Beppa pasea complacida, dejándose acariciar por los cálidos rayos de esa mañana. Se deleita admirando los edificios señoriales, de tejados puntiagudos, ventanales amplios, y un aire retro, vetusto, seguro. Cuando cruza Frederik Hendriklaan, la calle comercial del barrio, falta poco para su destino. Ya los divisa, los inconfundibles bloques. Cruza la gran avenida Eisenhowerlaan, esta sí con tráfico, pero tan respetuoso que no incomoda. Ha llegado a la sede central de Europol.

Supera las barreras que convierten el recinto en uno de los más seguros de La Haya: lector de iris, de huellas dactilares y reconocedor de voz. Luego, ya en el vestíbulo acristalado, saluda distraída en italiano al recepcionista, con esa costumbre latina que aquí no tiene el mismo significado. Nadie le ha respondido, pero no importa. Es la hora de entrada del personal y esa zona está bastante transitada. Una amalgama de personas con y sin uniforme, moviéndose con una coreografía precisa aunque improvisada, dan un aire futurista a la escena. Beppa no conoce a todo el mundo, claro, pero la mayoría de sus caras le resultan familiares.

Sube en el ascensor hasta la segunda planta, donde se ubica el Centro de Ciberdelincuencia. Al avanzar por el largo pasillo hacia su despacho, mira de reojo las puertas semicerradas de las diferentes salas y oficinas. Algunas con muchas mesas, ordenadores y grandes pantallas. Los despachos individuales son la excepción. A ella le corresponde uno por ser jefa de equipo. Antes de entrar, siguiendo una costumbre que adquirió hace algunos años, se para un momento frente a la puerta preparándose mentalmente para lo que le espera. Toma aire. Apoya la mano en el pomo de la puerta. Abre. Entra. No solo a la habitación; entra al mundo despiadado que se agazapa en aquellos ordenadores, cables, redes, dentro de internet. Un mundo amenazante tan real como el real.

Esa mañana tiene previsto el primer contacto con el enlace del Centro Criptológico Nacional español, el equivalente al de Ciberdelincuencia de Europol. La reunión se hará a través de un sistema de comunicación de máxima seguridad de Europol: PRIOR. Delante del ordenador, ella espera ya la llamada concertada para las nueve de la mañana. El aviso del sistema llega puntual a la pantalla. Hace clic sobre el icono rojo de activación y se pone los auriculares.

—¡Buenos días! Soy la agente Giuseppa Mardegan —saluda Beppa en un perfecto español.

—¡Buenos días! ¡Qué sorpresa que hable mi lengua! —responde alguien al otro lado, desde la imagen estática de una silueta oscura. Al contrario que ella, su interlocutor no ha activado el vídeo.

—Sí, hablo español, y pensé que usted lo preferiría. Olvidé comentarlo en mi mensaje de correo. Si prefiere cambiamos al inglés, pero podemos hablar en español.

—No, no, así está bien —le oye decir apresuradamente, a menudo los contactos españoles tienen un inglés limitado y agradecen hablar su lengua.

—Disculpe, no ha puesto el vídeo —le recuerda Beppa, pensando que ha olvidado hacerlo.

—¡Ah! No. Es que prefiero no usarlo, si a usted no le importa. Soy agente de los servicios secretos españoles y es mejor que mantenga el anonimato. Ni siquiera le puedo dar mi verdadero nombre. Para estos contactos uso el de Marcos García. Mis constantes biológicas, las que lee el sistema, claro, sí que son reales. Para garantizarle mi identidad y que en las próximas comunicaciones seré siempre yo, ningún otro agente español se comunicará con usted.

Beppa se queda en silencio, sorprendida ante esta eventualidad a la que no está acostumbrada. Patrick va a tener razón, le ha repetido una y mil veces que es mejor mantenerse alejada de los servicios secretos. Y allí está ella, hablando con una sombra de nombre ficticio, y fiándose de unos datos físicos que solo PRIOR controla. ¿Es alguien real? Si estuviera viendo una cara hablando en un vídeo, ¿sería alguien más real? La comunicación a través de la interfaz, lo sabe bien, permite todo tipo de simulaciones. Su imaginación, se da cuenta, ha empezado a rellenar esos vacíos de información, y en su mente ve a un hombre calvo, moreno, con bigote poco cuidado, cara redonda, poco agraciado, con barba de varios días y ojeras de insomne.

—De acuerdo, agente… García. Le llamaré entonces así. Mi nombre sí es el real, pero también le pido discreción.

Durante unos minutos repasan los datos que van a compartir en las próximas semanas. El equipo de Beppa podrá tener acceso a las personas residentes en España que recientemente han viajado a Siria u otras zonas de conflicto. Sobre todo a la lista de los retornados, algunos en prisión y otros en libertad. García cuantifica en unos setenta y cinco los potencialmente peligrosos. Muchas personas pendientes de investigación. Su equipo deberá rastrearlos en internet para evaluar el posible riesgo de que puedan llevar a cabo un atentado ciberterrorista. También tendrán que analizar la propaganda del autoproclamado califato del Estado Islámico, mucha de la cual está en español desde hace un tiempo. Es una suerte poder contar con los miembros de su equipo que conocen esa lengua.

—Necesitaré todos esos textos para rastrearlos en las redes. Imagino que vosotros ya lo habéis hecho, pero nosotros buscaremos otras cosas. No nos interesan las actividades de propaganda habitual, sino los indicios de su capacidad para llevar a cabo ciberataques contra infraestructuras informáticas críticas. Ese es el cometido de mi grupo y me gustaría dejarlo claro.

—En efecto, así es. A ustedes les compete rastrear a los grupos capaces de producir ataques ciberterroristas y no simplemente de difundir su propaganda en las redes sociales. De esos ya nos encargamos nosotros.

La conversación dura unos minutos más en los que, como es habitual, se establecen los objetivos para el próximo encuentro. Cuando García desconecta y la pantalla se queda en negro, Beppa cierra los ojos en un intento de oscurecer también su imagen mental. Cuando los abra de nuevo regresará al mundo real, a sus formas, a sus colores, a sus sonidos, pero por ahora se quedará un poco más descansando en la negritud.

Dos días después, ya con la lista de sospechosos que ha enviado García, Beppa se reúne con los agentes de su equipo que entienden español. No podrá contar con Niko y Jaako, los dos miembros más experimentados, pero confía en que los latinos del grupo estén muy motivados. El proceso de selección de Europol es riguroso y preciso. No solo se tiene en cuenta el currículo, también la personalidad: compromiso y entrega son rasgos prioritarios. Si estás dentro, tienes que implicarte completamente, nunca rehuir tu responsabilidad. A eso le llaman estar motivado.

Ha repartido el trabajo entre Víctor, Fernanda y Anton. Para rastrear y analizar cantidades ingentes de datos usarán los instrumentos forenses de Europol, sobre todo la Plataforma de Análisis Forense, la PAF. Beppa se ha reservado los cinco hombres más peligrosos de la lista y además utilizará a Voyager.

Voyager es un software