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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Cindy Gerard

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazones solitarios, n.º 1091 - junio 2018

Título original: The Bridal Arrangement

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-228-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Lee Savage se sentía como un hombre a punto de enfrentarse con el desastre. Cuando bajó del jeep y observó el triste estado del rancho Shiloh se sintió culpable.

Ni siquiera las gafas de sol podían esconder el abandono.

Todas las construcciones, todas las cercas necesitaban arreglos o pintura. Las persianas estaban colgando, la mayoría rotas. Y eso era solo por fuera. Cuando subió al porche, las maderas crujieron bajo sus botas.

Decidido a no dejarse abatir, levantó el puño y llamó a la puerta del único hogar que había conocido.

Pasaron unos segundos antes de que una mano pequeña apartara la cortina y unos ojos violeta asomaran por el cristal. Él conocía esos ojos, pero los recordaba en la cara de una niña.

A los diecinueve años, Ellie Shiloh había dejado de ser una niña. Sin embargo, cuando abrió la puerta, en las aterciopeladas pupilas vio a la vez sabiduría e inocencia.

Lee sonrió involuntariamente. El olor a vainilla y a un perfume que no podía reconocer llegaron a su nariz recordándole su hogar y… despertando en él una apetencia que no tenía nada que ver con nada ni medianamente doméstico.

–Hola, Ellie.

Reconocía la sensualidad en aquellos ojos, pero la sonrisa le parecía demasiado amplia, demasiado feliz en aquellas circunstancias.

–Buenos días, Lee –la voz de la joven era tan pura como el aire de las montañas de Montana–. Hace una mañana preciosa.

Apretando el cinturón de su bata rosa, Ellie levantó la cara hacia el cielo, respirando profundamente.

–Sí, es preciosa –murmuró él, con voz ronca.

–Un poco temprano para que alguien de tu edad esté danzando por ahí, ¿no?

Le estaba tomando el pelo. Lee tenía dieciocho años cuando se marchó de Shiloh y apenas había vuelto en los últimos quince años. Cuando volvía, a ella le gustaba bromear sobre su edad y su supuesta sabiduría… para Ellie él era prácticamente un anciano.

Pero aquella vez Lee no pudo sonreír como había hecho otras veces.

Ellie no sabía en lo que estaba a punto de meterse. El hecho de que encontrase humor en la situación lo dejaba claro.

Lee se quitó las gafas de sol, las guardó en el bolsillo de la camisa y procedió a mirarse las botas. Su corazón se aceleró al ver las uñitas rosas de los pies, que asomaban por debajo de la larga bata.

–Entonces… –empezó a decir, aclarándose la garganta–. El catorce te parece bien, ¿no?

–Sí, el catorce es un día perfecto. He pedido que haga sol y un poquito de brisa. ¿Te parece?

Él estudió sus facciones, la nariz respingona, las cejas bien dibujadas, las orejitas parcialmente escondidas bajo una melena dorada con reflejos cobrizos que le caía hasta la mitad de la espalda.

Solo le faltaba echar a correr descalza por un campo de hierba, con flores en el pelo y mariposas aleteando alrededor de su cara mientras le pedía a los dioses el sol y la brisa.

–¿Te parece bien, Lee? –repitió Ellie.

Él la miró, sobresaltado. Estaba tan perdido en sus pensamientos que se le había olvidado contestar.

Nervioso, levantó la cara y miró hacia el techo del porche, donde la brisa hacía sonar un móvil de campanillas.

–Lo siento. ¿Qué es lo que debe parecerme bien?

Ellie lo agarró del brazo, en un gesto protector. A pesar de que Lee medía un metro ochenta y cinco y pesaba casi el doble que ella.

–¿Te encuentras bien?

–Sí, claro –contestó Lee, sintiendo como si por su brazo estuviera pasando una corriente eléctrica–. Me encuentro bien. ¿Qué estabas diciendo?

–Me gustaría que nos casáramos por la iglesia –dijo Ellie, con una sonrisa beatífica–. Si no te importa, claro.

Su voz era suave como la brisa. Como sus ojos. Como la bata rosa que envolvía su cuerpo delicadamente voluptuoso; un cuerpo en el que no debería pensar, pero en el que no podía dejar de hacerlo desde que ella abrió la puerta para competir con el sol de la mañana.

Lee tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse. Ellie quería una boda por la iglesia. Era la primera petición desde que empezó todo aquel asunto.

–Sin problema –murmuró, sabiendo que no tenía alternativa–. Yo me encargaré de todo.

No quiso catalogar el efecto que ejercía en su interior la radiante sonrisa femenina.

No quería pensar en lo inocente, en lo confiada que parecía. Pero era fascinante, seductora… Y no debía pensar en eso.

En lo que tenía que pensar era en su deber, en la deuda. Una deuda que tenía toda la intención de pagar en cuanto arreglase algunos asuntos en Texas.

–Gracias, Lee.

–Como veo que estás bien, me marcho. Nos veremos dentro de dos semanas.

No había querido parecer tan formal, pero ya no podía arreglarlo.

Lee se dio la vuelta para no ver aquellos ojos aterciopelados que lo miraban llenos de esperanza. Esperanza cuando, en realidad, la situación parecía perdida. No podían hacer nada. Era demasiado tarde.

Sacó sus gafas de sol y se dirigió al jeep. Antes de subir, miró al cielo y se pasó la mano por el cuello.

Lo estaba mirando. Lo sabía. Como sabía que no era buena idea volverse. Pero lo hizo de todas formas.

Ellie seguía en el porche, descalza, abrazándose a sí misma para evitar el frío de la mañana. Con una mejilla apoyada contra la columna de madera, sonreía de una forma que le dejaba la boca seca.

–Adiós, Lee.

–Adiós. Todo va a salir bien.

Ella asintió, como intentando reconfortarlo.

–Lo sé.

«Es lo mejor para los dos», parecía decirle.

No le gustaba la idea de dejarla sola, aunque le había pedido a los vecinos que echaran un vistazo de vez en cuando.

–Vendré a buscarte el día catorce a las diez –dijo entonces Lee, después de carraspear un par de veces.

–Las diez es una hora estupenda –sonrió ella.

Aquella sonrisa era demasiado alegre. Ellie no entendía cómo iba a cambiar su vida desde aquel momento.

Si la situación no fuera tan seria, Lee habría soltado una carcajada.

–Llámame si necesitas algo. Tienes mi teléfono, ¿verdad?

–Lo tengo.

–Adiós entonces.

–¿Lee? –lo llamó ella cuando subía al jeep.

Al escuchar su nombre, se detuvo, sorprendido. Cuando se volvió, Ellie seguía sonriendo.

–Gracias.

Lee asintió, sabiendo que le estaba dando las gracias por lo que pasaría dos semanas más tarde. Algo que cambiaría sus vidas para siempre.

En una iglesia, se recordó a sí mismo. Ellie no se daba cuenta de que sería el mayor error que iba a cometer en su vida.

 

 

Ellie estaba de pie en medio de su dormitorio. La alegría hacía latir su corazón como el agua de un arroyo saltando por las piedras.

Experimentaba sentimientos difíciles de contener. Era el día de su boda. El día que su gran sueño se haría realidad.

Los pájaros cantaban en las ramas de los árboles, como un coro celebrando lo que estaba a punto de pasar. En menos de una hora, Lee iría a buscarla.

Había llamado la noche anterior desde el hotel Sundown donde había pasado la noche y Ellie estuvo a punto de derretirse al escuchar su voz.

Se lo imaginaba tumbado en la cama, con las largas piernas cruzadas y el ceño fruncido en un gesto que la llenaba de ternura. Tendría el pelo revuelto, los ojos azules llenos de preocupación y estaría agotado después del largo viaje desde Houston.

–Y está a punto de venir a buscarme –dijo en voz baja.

Quería estar preparada. Quería estar perfecta para aquel hombre al que había adorado desde que era pequeña.

Ellie hizo las tareas domésticas a toda prisa aquella mañana: dio de comer a los caballos, recogió los huevos del gallinero y después se permitió a sí misma un lujo extraordinario, un baño de espuma. Estaba a punto de arreglarse para su futuro marido.

Con el corazón acelerado, se acercó al espejo de la habitación; la habitación que pronto compartiría con Lee.

Se puso colorada al observar el delicado sujetador de encaje que había comprado especialmente para la ocasión. Al rozar la tela con los dedos, sus pezones se endurecieron.

¿Podría darle placer?, se preguntó. Con aquellas braguitas de encaje blanco y las medias de seda parecía otra mujer. ¿La encontraría guapa? ¿Los ojos azul cobalto del hombre se encenderían de deseo al verla? ¿Le temblarían las piernas como le temblaban a ella cada vez que pensaba en estar con Lee?

¿O se llevaría una desilusión?

¿Sería menos de lo que él había esperado?

Ellie se observó con ojo crítico; era bajita, pero esbelta, con la piel clara y unos pechos de tamaño normal. La larga melena rubia con reflejos de color cobre estaba sujeta en lo alto de la cabeza por montones de horquillas.

«Ese pelo es una gloria», solía decirle su madre mientras se lo peinaba por las noches.

Cuando era una niña, le encantaba que su madre la peinase. Las largas sesiones con el cepillo la hacían sentirse como en un cuento de hadas, dispuesta a creer en los finales felices.

«Algún día, un príncipe vendrá y me hará su princesa, como en la Bella Durmiente». «¿Verdad, mamá?»

«Así es», solía decir su madre, con una sonrisa tan triste que no podía engañarla.

–Pues ya tengo a mi príncipe, mamá –murmuró Ellie entonces para sí misma–. Ojalá estuvieras aquí. Ojalá papá y tú estuvierais hoy aquí.

Su madre había muerto tres años antes. El tiempo había borrado parte del dolor, pero este se repitió tras la muerte de su padre el mes anterior. Y la sensación de vacío.

Por primera vez en su vida, Ellie estaba sola.

Intentando luchar contra la melancolía que amenazaba con envolverla, pensó en el hombre que iría a buscarla en menos de una hora. A partir de entonces no estaría sola.

Abrió el armario y sacó el precioso vestido de novia. Era un vestido hecho para una princesa, de satén blanco y encaje antiguo. Al fondo del armario, un par de zapatos de tacón hechos con la misma tela.

–Debías estar guapísima con este vestido, mamá –murmuró, sacándolo de la percha–. Papá debió volverse loco por ti.

Como Lee se volvería loco por ella.

Lo sabía. Con el tiempo. Cuando la conociera mejor. Cuando se diera cuenta de que era una mujer, no una niña. Cuando le enseñara lo que había aprendido del amor.

Y una vez que le hubiera probado que ella era más que una obligación.

Desilusionada por aquel pensamiento, pero no derrotada, empezó a ponerse el vestido. Ella haría que la amase. Tarde o temprano.

Mientras se abrochaba la larga fila de botones del vestido, volvió a mirarse en el espejo. No era perfecta, pero no iba a pensar en ello. No iba a dejar que eso interfiriese en el día de su boda.

De repente se sintió culpable, como se había sentido cuando Lee le explicó por qué iba a casarse con ella.

Lee Savage no sabía en qué se estaba metiendo. Debería haber hablado con él. Pero, como era algo de lo que no se hablaba en casa, no sabía cómo hacerlo. Ni siquiera sabía cómo empezar.

En toda su vida, no recordaba a sus padres diciendo esa palabra. Esa palabra que parecía maldita.

El doctor Lundstrum fue quien le habló de ello. Él le había puesto nombre a la fuerza que la hacía perderse, perder sus recuerdos, la noción del tiempo y, aparentemente, la capacidad de vivir una vida normal.

Epilepsia.

Ellie cerró los ojos.

No era una palabra que hubiera oído en su casa. Y no era fácil hablarle de ello a su futuro marido.

Sin embargo, debía decírselo.

«Lee lo sabe».

Aquella vocecita en su interior la calmó un poco. Y quiso convencerse de que era cierto mientras se ponía el velo de encaje sobre la cabeza. El miedo y una absurda esperanza de vivir feliz la hicieron olvidarse del sentimiento de culpa. Pero, aunque Lee lo supiera. ¿Qué sabría?

Solo lo que su madre le hubiera contado.

«No te preocupes, princesa. Nadie ha visto nada».

«¿Ver qué, mamá? ¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho?»

La respuesta siempre era la misma: «Solo ha sido una pesadilla, cielo. Has tenido una pesadilla y ahora debes descansar».

Ellie no tenía recuerdos de su vida sin la amenaza de los ataques, como no recordaba qué le pasaba cuando los sufría. Solo recordaba el resultado, encontrarse en el suelo o en la cama, sin saber cómo, con un dolor de cabeza que a veces duraba horas, a veces días.

La frustración de no poder controlarlo, de ser completamente vulnerable a aquella enfermedad era demasiado para ella y tuvo que hacer un esfuerzo para no pensar mientras se colocaba el velo.

Quizá era mejor que Lee no supiera nada. Ellie tenía cuatro años cuando él se marchó de Shiloh, Montana, para ir a la universidad en Texas. Los años pasaron y él iba de visita alguna vez, pero nunca había presenciado uno de sus ataques.

Si él supiera lo de su enfermedad sin haber tenido tiempo de conocerla bien… la miraría con los mismos ojos con los que la miraba otra gente. Con piedad, con miedo, con revulsión. Y lo perdería antes de tener la oportunidad de amarlo.

Desde abajo, escuchó el reloj de su abuelo dando la hora y se sentó frente a la coqueta para pintarse los labios.

Quedaba menos de media hora.

Toda una vida esperando y Lee llegaría en media hora.

Aquello era en lo que debía pensar. No en la epilepsia, no en que su madre no podía estar con ella, no en que no iría del brazo de su padre…

Cuando intentó pintarse los labios, se sorprendió al notar cómo le temblaban las manos.

Solo eran nervios, se dijo a sí misma, mientras se secaba unas gotitas de sudor.

Poco después, el reloj volvió a sonar. Más fuerte aquella vez. Como una campana. Como muchas campanas.

¿Por qué no paraba de una vez?, se preguntó a sí misma, luchando contra una ansiedad que no podía identificar.

Intentó reírse de los nervios, pero acabó cerrando los ojos para calmarse. Cuando volvió a abrirlos y se miró en el espejo, el miedo aumentó. Intentaba desesperadamente negar lo que veía. Una ligera dilatación de las pupilas, una niebla ocultando los ojos, que parecían desorbitados…

Ellie apartó la mirada y notó que la barra de carmín se le escapaba de las manos. Cayó sobre la coqueta y después rodó hasta el suelo.

Las campanillas del reloj eran tan atronadoras que tuvo que ponerse las manos sobre los oídos, gimiendo de dolor cuando el sonido penetró su cerebro.

–No, por favor –susurró al entender lo que estaba pasando–. Hoy no. Por favor.

Un ataque de epilepsia.

Iba a sufrir un ataque de epilepsia el día de su boda.

Pero aún rezándole a un dios que no parecía contestar, sintió un sabor metálico en la boca y supo que no podría hacer nada.

Nunca podía hacer nada.

Con las piernas temblorosas, se levantó y dio un par de pasos vacilantes. El sonido del reloj seguía retumbando en su cabeza, como una tortura.

Estaba sujeta a uno de los postes de la cama, pero perdió las fuerzas. Sintió que la madera desaparecía bajo su mano como si fuera agua y cayó al suelo rodeada de encaje y satén blanco, como una nube rota.

Una lágrima rodó por su cara y llegó hasta su frente mientras miraba al techo y se dejaba caer en el vacío… derrotada, sin defensas, completamente vulnerable en la oscuridad que la envolvía.

La belleza del día había desaparecido. La esperanza, muerta. El gemido infantil no lo escuchó nadie. Ni ella misma.

Nadie escuchó su soledad y su miedo.