La prueba

Emilia Pardo Bazán


Capítulo 1

 

No sé si he dicho en la primera parte de estos verídicos apuntes que Luis Portal, mi sensato, cuco y oportunista condiscípulo, era bastante feo y desgarbado, lo cual probablemente influía mucho en su manera de entender la vida y en su intransigencia para con los sueños, las ilusiones, la poesía, la pasión y demás cosas bonitas que dan interés a nuestro existir. Tenía Portal el cuerpo cuadradote y macizo; las manos anchas y mal puestas; la pierna corta; la cabeza bien desarrollada, pero redonda cual perilla de balcón; el cuello sin gallardía, y los hombros altos; las facciones demasiadamente grandes para su estatura, de lo cual resultaba una facies nada vulgar, pero de mascarón de proa; una carofla, como le decían para hacerle rabiar, cuando era chico, sus compañeros en el Instituto de Orense. El claro entendimiento de Portal le inducía a sufrir con risueña cachaza las bromas relativas a su físico; pero el amor propio inherente a la naturaleza humana debía de hacerle sentir a veces su aguijón, y lo revelaba, sin querer, en cierto afectado desprecio hacia la belleza masculina, y en las pullas que nos soltaba a los compañeros a quienes creía mejor tratados por la naturaleza.

Nunca advirtiera yo la mala gracia y prosaico exterior de Luis como un día que vino a verme, hallándome ya convaleciente de la enfermedad que atrapé a la salida del teatro Real -y que no sé si debo llamar bronco-pneumonía, bronquitis capilar, laringitis aguda, pulmonía doble, o con otro de los infinitos nombres que entretejen la complicada red de las afecciones de los órganos respiratorios-. Después de haber estado en verdadero peligro, alcanzando esas temperaturas altísimas más allá de las cuales el organismo se abrasa y aniquila, y sobreviene la muerte, de pronto se me inició franca mejoría, y ya me permitían levantarme un poco a las horas favorables, y permanecer al lado de mi mesita, reclinado en una butaca. El día en que Portal vino a acompañarme -domingo por señas- estaba el cielo encapotado, cosa rara en Madrid, y el camarada entró hasta mi cuartito metido en luengo impermeable barato, de esos que apestan a azufre desde una legua. Oculto en aquella garita de tela rígida, con su esclavina, su capucha caída a la espalda y su hongo, Portal parecía cada vez más rechoncho y desairado, y el color bazo de la prenda se confundía con el moreno de su gran cara. Esta, no obstante, irradiaba júbilo, que yo atribuí a la compra y estreno del impermeable, y así se lo dije al comprador.

-¡Qué tono nos damos! ¿Cuánto vales hoy con funda?

Portal sonrió, giró sobre sus tacones, se puso de perfil, se volvió de espaldas…

-¿No parece increíble que lo den por cuatro duros menos una peseta? ¡Y con esto, vengan chaparrones! Ya puede uno salir al campo, hacer cuantas expediciones quiera…

-Sí, pero no estar al lado de un amigo convaleciente. Hijo, eso huele a demonios -advertí- sin fijarme en la rareza de que Portal, tan sedentario y comodón, soñase en hacer excursiones campestres cuando se necesita chubasquero.

Mi amigo salió a colgar su adquisición en el perchero del recibimiento, y volvió, ya a cuerpo gentil, a sentarse cerca de mi sillón, dirigiéndomela pregunta clásica:

-¿Qué tal ese valor?

Abrí la válvula. ¡Necesitaba tanto un desahogo! ¿Y con quién mejor que con Luis, el camarada y amigote conocedor de la rara historia de mi alma durante el período de un año?

-De la enfermedad, chacho, muy bien; a pedir de boca. Yo mismo conozco que voy reponiéndome. Cada sorbo de caldo es vida que bebo. Ya puedo andar ¿ves? sin trémolos en las piernas ni telarañas en los ojos.

Hice la prueba, me puse en pie y di algunos pasos firmes, tropezando en seguida con la pared, pues mi cuarto era, como ustedes no ignoran, reducidísimo.

-¡Eh, pocas valentías!… A sentarse -ordenó Luis-. ¿De modo que hecho un héroe? ¿Con ánimos para todo?

-Según para qué -respondí, dejándome caer en la butaca y envolviendo las piernas otra vez en mi capa raída-. La carne va robusteciéndose; pero el espíritu… ps, ps.

La faz de Portal expresó claramente este signo ortográfico?

-Tú no sabes las cosazas que yo soñé en los días de mayor gravedad, en los días del calenturón, de los treinta y nueve grados y muchas décimas… Soñé (pero mira que lo estaba viendo y oyendo tan claro como te puedo ver y oír a ti, si me hablas ahora) que la tití… ¿entiendes? la tití en carne y hueso me hacía mil caricias, me decía palabras tiernas así por lo bajo, me abrazaba, consentía que la abrazase… en fin, que teníamos resuelto el problema.

Portal continuaba mirándome, pensando tal vez: «Dejemos a este que desembuche. A ver en qué para».

-Pues hijo -continué-, cesar el peligro y disiparse el sueño, fue todo uno. Mi tití ya es la de siempre: fuerte e inexpugnable, revestida de su deber lo mismo que de una cota de mallas. Cariñosa conmigo, sí; ¿pero qué? El cariño que nadie rehúsa a un enfermo, a no tener entrañas de fiera. ¡Nada de lo otro… nada! Así es que estoy tan perturbado, que echo de menos la fiebre, y la antipirina, y las drogas puercas que me disponía nuestro paisano el doctorcillo Saúco, el cual me ha vuelto loco a fuerza de potingues. ¡Ay! Me papaba yo ahora un cuartillo de óxido blanco a trueque de oír alguna de aquellas palabritas de azúcar, que ni sé en qué consistían… o por soñar que las estaba oyendo.

Mi amigo se cogía la barbilla como quien reflexiona. Al fin resolló:

-¿Y estás bien seguro de que efectivamente no has soñado las demostraciones de la tití? ¡Porque es tan fácil ilusionarse!

-¡Caramba! ¿De cuándo acá me ilusiono yo tratándose de esta mujer?

-Baja la voz -advirtió el prudente orensano-. Pueden andar por el pasillo, y si nos oyen…

-Tienes razón -contesté poniendo la sordina-. Pero conste que no me ilusiono, ni hay tales carneros. Habré delirado, habré divagado; solo que aquello… ni fue divagación ni delirio. Tan verdad como que ahora charlamos los dos aquí.

-Y después -interrogó Luis-, ¿nada?

-Nada absolutamente; ni esto.

Calló Portal un instante, y dándome suave palmada en el hombro, declaró con énfasis:

-Hijito, piensa bien si te es igual ser perdigón o aprobar las asignaturas. Si te es igual, sigue enamorado así, a lo Don Quijote, de la fermosa Dulcinea; si no, manda a paseo figuraciones y delirios; trinca los libritos en cuanto estés bueno del todo… y a vivir. Desde que te amartelaste, hablas y obras lo mismo que si tuvieses dos mil duros de renta asegurados, y siguieses la carrera por adorno. Mira que estamos en Abril, y que una enfermedad retrasa. Ya sabes que nuestros arrenegados estudios son como las cabras del cuento de Sancho Panza: si saltamos una cabra, hay, que empezar el cuento otra vez. Aprende de mí; a poco que me descuidé el año pasado… ¡No volverá a suceder, juro a Dios, por muchas tentaciones que se me presenten!

Al hablar así, sonrisa misteriosa iluminó la amplia faz de mi amigo, y sus ojos, expresivos a fuerza de inteligencia, destellaron chispas de orgullo, lo mismo que si dijesen: «Tampoco por acá somos costal de paja, y tenemos nuestras aventuras como cada hijo de vecino».

-Chacho -pregunté-, ¿qué pasa? Aquí hay gato encerrado… ¿De cuándo acá secretitos para mí? ¿No te lo cuento yo todo?

La sonrisa de Portal se difundió por su gran cara, y fue ya, más que sonrisa, resplandor de alegría verdadera. Los hombres que tienen poco partido con las mujeres, sonríen así cuando pueden afirmar que han cautivado a una.

-¡Phs!… -respondió, alardeando de modesto y de discreto- verás. Como se trata de una cosa tan rara, tan distinta de lo que solemos encontrar… No sé si te harás cargo… ¿eh? Porque ya te digo que es de lo que no abunda.

-Gracias por la brillante opinión que tienes formada de mis entendederas.

-No es eso, hombre… no es eso. Es que no estando en pormenores…

-Bueno; cállatelo si te da la gana, pero no me vengas con músicas. A fe que si quieres explicarte…

-Pues procuraré enterarte bien… y enterarme yo mismo: estoy aún como quien ve visiones. Lo primero, te diré que es una extranjera, una inglesa…

-¿Inglesa?

-Sí, hijito; del mismo Londres… castiza. Una mujer preciosa; ese tipo de allí, ya sabes… alta, blanca como la nieve, muy fresca, facciones regulares, y el pelo de un rubio así pálido, pálido… casi ceniza… ¡No creas que sosa… no! ¡Más maliciosa y más salada!… En los carrillos dos hoyos llenos de chiste.

-Que me estás haciendo agua la boca… Ten caridad, hombre.

-No exagero pizca. ¡Si te aseguro que he tomado el asunto con cierta serenidad! No soy como tú, que te vas amelonando, amelonando… hasta que pierdes la chaveta. Nada de eso; yo en mis trece… Pero de ahí a cerrar los ojos y desconocer las cualidades de la persona…

-Anda con ellas. Inglesa, alta, pelo ceniza, hoyos… ¿Qué más?

-¡Bah!… ¿Soy algún simplón? Lo de los hoyos y del pelo es lo que menos me importa. Si algo me interesa o podrá llegar a interesarme, es el modo de ser de la chica. Ya sabes que a mí no me hacen feliz la ignorancia cerril y las rutinas educativas de la mujer española. Me gusta una muchacha instruida, capaz de alternar en conversación, despreocupada, con aficiones artísticas y conocimientos en todas las materias… Esta creo yo que es la mujer del porvenir. Bueno; pues mi Mó realiza ese tipo.

-Tu… ¿qué? -pregunté interrumpiéndole-. ¿Cómo dices que se llama esa señorita?

Portal se acercó a la mesa, cogió un lápiz y escribió sobre el primer papel que halló a mano: Maud.

-¡Ah! -exclamé, recordando mi inglés prendido con alfileres-. Eso me parece que significa Matilde. ¿Por qué no le llamas Matilde, que es más bonito y suena mejor?

-¡Hombre, qué ha de sonar! Mó es precioso… Mó, Mó… -repitió Luis relamiéndose.

-Bueno, pues convenido; responde por Mó la inglesa -dije, comprendiendo que mi amigo estaba encariñado con la sílaba británica-. ¿Y dónde has descubierto ese tesoro?

-En el tranvía. Suelo meterme en él a la tarde, ir hasta el fin del trayecto y volver luego paseando. Muchas veces subo por el de la Puerta del Sol a la calle de Fuencarral, y no me bajo hasta la Glorieta de Bilbao; desde allí, pédibus andando, a casa, a comer. Esto, generalmente, de seis a siete. Dos o tres tardes noté que en la misma Puerta del Sol entraba una señorita de aspecto extranjero. Chico, desde el primer día me llamó la atención. ¡Iba tan decidida y tan sencilla y tan seria! Por el camino sacaba un libro y leía. Miré de reojo… debía de ser una edición de Shakespeare, porque distinguí una lámina de Romeo subiendo por el balcón de Julieta.

-Bonito misal para una señorita -interrumpí yo-. ¿Sabes que por ahora no veo nada de particular en todo eso?

-Ni lo verás después -replicó Portal con algún enfado-. Para ti, todo lo que no sea descolgarse por una reja, robar a una esposa del Señor o seducir a una creyente heroína…

-No te sulfures, y sigue palante.

-Pues poco tengo ya que añadir -exclamó mi amigo, evidentemente amostazado por la interrupción-. Escalamientos y raptos, no los hay en esta historia. No la canté ninguna trova, ni la propuse la fuga. ¡Ha sido lo más vulgarón!… En vez de afincarme de hinojos, fui y la pagué el tranvía…

-¿Y diez a diez centimitos, entruchasteis la inglesa y tú?

-Yo no sé si puede llamarse entruchar -prosiguió el oportunista-. A las tres veces que pagué ya me saludó. Al otro viaje, después del saludo, me pidió prestado El Imparcial, que yo no acababa de comprar, y comentamos juntos alguna noticia. Ella solía bajarse poco más allá del Tribunal de Cuentas, a la entrada de una calle muy solitaria, donde me dijo que vivía. Así que se estableció el trato, la propuse que llegase conmigo hasta la iglesia de Chamberí, que luego nos volveríamos a pie; y aceptó la proposición sin empacho, porque en el extranjero no existen esas ñoñerías ridículas de aquí, y una señorita y un hombre se pasean juntos sin que tiemblen las esferas. A pie nos volvimos, con una tarde preciosa, y charlando que era una bendición de Dios.

-¿Y qué tal de varas? ¿Entra bien en suerte?

-¡Varas! ¡Estás fresco! Te equivocas de nación, hijo. A mi inglesa no ha nacido el que le ponga varas. Con una española, en el mero hecho de dar ese paseíto entre dos luces, teníamos arreglado el asunto; pero con esas barbianas… ¡Si ni sabe uno por dónde empezar!

-¡Inocente! -exclamé gozándome en ver al sagaz Luis cogido en la red, como un doctrino-. ¿No te acuerdas de lo que dice Shakespeare (ya ves que cito un inglés) en Otelo? «El vino que ella bebe está hecho con uvas».

-¿Sí? Pues aplícale eso a tu tití, que a Mó no le cuadra. Porque lo que no resultó en el primer paseo… resultó en los posteriores… ¡Pero si vieras! De la manera más natural del mundo. Si te cuento cómo…

-Todo soy oídos.

-Pues nada… Figúrate que siempre hablábamos de cosas indiferentes, de esas que son conversación vedada para las madrileñas: de política, de ciencias, de literatura, de artes, hasta de religión… y yo sin encontrar resquicio para espetarle la declaración y saber cómo lo tomaría… Una tarde que habíamos dado un paseo más largo que de costumbre, la veo que saluda a un señor alto y entrecano que pasaba, y al saludarlo se orzara bastante. Pregunto por qué, y quién era aquel señor, y me contesta: «¡Oh! Nadie… El representante de la compañía Stirling, que conoce a mi papá muchísimo. Yo me he puesto así, colorada, porque como aquí no es costumbre que las señoritas paseen solas con sus novios… En mi país se hace, y no extraña… ». Así averigüé que era novio de Mó. ¡Figúrate cómo me quedaría!

-¡Olé por la pérfida Albión! ¡La niña que no tomaba varas! Total, que ella fue quien te espetó a ti su atrevido pensamiento.

-¡Bah!… Yo no sé a qué te entero de estas cosas. Está visto que nuestro ideal amoroso se parece como un huevo a una castaña. Mejor me fuera callarme el pico.

-No, hombre, no; si me hace gracia el verte dichoso y contento, en posesión de la mujer con que sueñas. ¿Qué es Mó? ¡Pues santas Pascuas! Ya ves que soy más tolerante, muchísimo más que tú. Tú no transiges con la mía… Yo admito la tuya, con sus pies de una vara de largo, que parecerán dos sollas… Ya todo esto, aún no sabemos qué oficio ni qué beneficio tiene la señorita Mó, ni si cuenta con padre, madre o perrito que le ladre.

-¡Qué cosa más rara! -exclamó riéndose Portal-. Has nombrado precisamente todas las cosas que Mó posee. ¡Padre y madre! ¡Ya lo creo! Y excelentes personas. Un poco así… vamos, muy ingleses en tu tipo. ¿Perrito que le ladre? Se me había olvidado decirte que cuantas tardes pasea conmigo, lleva un king’s Charles de lanas negras… una monada.

-Estaréis muy monos, efectivamente, la señorita, el cusculeto y tú.

-Y -prosiguió mi amigo desdeñando la interrupción- en cuanto a oficio y beneficio… Mó lo tiene; no es como estas mujeres de por acá, que andan en busca de un marido que las mantenga, porque su ineptitud y las absurdas ideas sociales no les permiten ganarse honradamente la vida. Mó va todos los días a la calle Ancha de San Bernardo a dar lecciones de inglés, geografía e historia a unas señoritas hijas de gente rica. En muchísimas casas le hacen proposiciones para institutriz; pero no le conviene. Prefiere estar con su familia, con sus hermanitos.

-¡Ay, ay, ay!… ¡Malorum! -dije, saboreando el gusto de motejar a Portal-. ¡Muy encandilado te veo! Esto va a tener mal fin.

-¿Quién, yo? -preguntó mi amigo, tocándose con el índice de la izquierda la solapa de la americana-. ¿Casaca a mí, al hijo de mi padre? ¡Quia, hombre! Por lo mismo que se trata de una mujer ilustrada, instruida, superior a su sexo, ¿crees que va a preguntarme si voy con buen fin; ¡Dios nos libre! Mó y yo somos dos amigos… vamos… dos que se gustan, que se dan paseítos juntos por las afueras y que se irán algún domingo de excursión a Alcalá o al Escorial… ¡Pero de esto a lo otro! ¡A la Vicaría! ¡Qué desatino, chacho! Ella vive y se las arregla; yo estoy en camino de conquistarme también mi posición; no tengo nada de Quijote ni de visionario; por lo tanto, figúrate si me he de caer en ese pozo.

-¿Entras en la casa? -pregunté.

-Todavía no -respondió mi amigo con cierto embarazo.

-¿Pero vas a entrar?

-¡Ah! Sí, no habrá más remedio… Pero en concepto de amigo de Mó solamente. Nada de noviazgos oficiales. Así se lo he dicho a ella, y está enteramente conforme. En su casa tampoco hacen preguntas indiscretas, ni extrañarán que lleve presentado a un amigo, a tomar té. Son otras costumbres, más fáciles y racionales que las nuestras. Después de que me presenten a mí, te llevo a ti un día. Debe de ser una casa patriarcal.

-¿Conque excursioncitas? Ahora ya veo yo la razón práctica de los cuatro duros menos una peseta del apestoso -dije a Portal, para tirarle más de la lengua.

No conseguí. Continuó hablándome de su aventura y de los méritos de la señorita Mó, la cual era un estuche de habilidades; pintaba a la acuarela, tocaba el piano, escribía impresiones, bordaba y hasta sabía levantar mapas -mapas, no es broma-. Era visible que mi amigo estaba en ese período en que las naturalezas más egoístas que altruistas ceden al placer de creerse amadas, y experimentan una plenitud vanidosa que se parece muchísimo al verdadero entusiasmo. De repente torció la conversación, y me dijo con misterio:

-La Belén me ha preguntado más de diez veces por ti. Hasta dio una misa a no sé qué Virgen, para que te sanara. ¡Pillete!… ¡Qué fortuna! Haz, haz remilgos. Y… ¿y tu tío Felipe? ¿Qué tal se ha portado mientras duró la enfermedad? Explícame eso, que será curioso. ¿No ha sacado el Cristo de los celos? ¡Si vieses cuánto me extraña que ya no tengas desazones por ese motivo!

-Ninguna -contesté sobriamente-. Admírate. En mi opinión, ese hombre está cansado de su mujer, y hasta creo que arrepentido de su boda.

-¡Chist!… ¡Baja la voz! No hablemos aquí de eso -suplicó mi cauteloso amigo-. Hacemos muy mal en tocar siquiera la conversación. Si no se enteran ellos, pueden enterarse la cocinera o el criado, y entonces peor que peor. Veo que este intríngulis toma nueva faz… El primer día que te permitan salir, charlaremos.

Capítulo 2

 

El día llegó por sus pasos contados, después de los trámites inevitables de toda convalecencia: el ala de pollo, devorada con placer y golosina; el sopicaldo frecuente; los paseos por la casa, realizados por países nuevos; y después de ejecutar tantas acciones indiferentes con la ilusión que ya no producen cuando son actos de la vida diaria, el alta, el regreso al mundo de los sanos, que, en vez de júbilo, causa inexplicable melancolía, análoga quizás a la del navegante que después de haberse acercado al puerto seguro, se arroja otra vez al Océano. Permitiéronme salir a la calle embozado en mi capita, a las horas de sol, de ese generoso luminar madrileño, alivio de los achacosos, alegría de los vagos y consuelo de los tristes. Una mano desconocida, sin duda la piadosa diestra de la tití, había descolgado de la pared de mi cuarto el espejo, para impedirme que comprobase lo que los médicos llaman el hábito exterior de la enfermedad. Con el alta volvió el espejo a su clavo, y cuando me vestía, pude echar una ojeada a mi coram vobis. La ropa me revelaba un estirón en mi persona, y la azogada luna me dio otra noticia más sorprendente, demostrándome que se había cumplido el ciclo de mi desarrollo físico y realizádose la plenitud de mi ser. Era una especie de vegetación suave, pero tupida, que me guarnecía el mentón, dando a mi fisonomía aspecto tan nuevo, que apenas me reconocí. ¡Barba, Dios mío, barba! ¡El signo de la dignidad viril; el noble atributo de la hombría de bien; el fenómeno que señala el pleno ritmo de las funciones fisiológicas; el adorno que negó la naturaleza a las razas inferiores, oscuras y salvajes; el símbolo de la lealtad; el distintivo de la aristocracia en sus orígenes; aquello que se les repelaba a los traidores, y por que juraban los caballeros sin tacha, como sobre sagrada reliquia!

Apenas podía creer que fuese realmente barba lo que orlaba mis mejillas con cerco de tan dulce sombra. Admirábame, a manera de hombre electrizado que ve cumplirse en su organismo, sin anuencia de su voluntad, arcanas leyes de la naturaleza. Tocaba aquel vello oscuro, lo acariciaba, lavábalo con agria y jabón, pasábale el peine, y me costaba trabajo reprimir la tentación de ir a retratarme en seguida. Nunca hice tanto gasto de espejo como al punto en que me convencí de que era hombre barbado. En mí surgía, con la entera virilidad, secreto orgullo y cierta conciencia de la legitimidad de la pasión. Antes, cuando pensaba a solas en el enigma de mi enamoramiento loco, y me acusaba por dejarme llevar sin defensa de la corriente romántica, solía, buscando argumentos contra mí mismo, acordarme de mi faz casi lampiña, de mis mejillas lisas y redondas como las de una damisela, y del ligero trazo al difumino sobre el labio superior, único rasgo grave que realzaba una fisonomía por demás juvenil. Ahora me parecía que hasta el bigote se había robustecido y espesado, y contemplando mis ojos, agrandados por la enfermedad, y mis facciones, acentuadas por la transformación, sentía cual si hubiese subido un peldaño de la escala humana, pareciéndome que ya ni los grandes sentimientos ni los grandes actos eran ridículos en mí.

Además -con algún rubor lo declaro-, comprendía que mi apostura, mi exterioridad, lo que llamaba mi estampa Luis, habían mejorado en tercio y quinto con la aparición de la barba. Claro está que no pretendía darla de buen mozo, ni era semejante vanidad lo que me complacía, sino la idea de que parecer más hombre era desde luego el principal y tal vez el solo canon de la estética varonil.

Una cosa me cohibía, aguándome el gustazo de las barbas. Y era cierta deficiencia, no orgánica, sino social: la carencia de algo tan preciso para existir entre nuestros semejantes, en medio de nuestra civilización, como la sangre para el proceso biológico. Me faltaba, ¿quién no lo adivina?, metal acuñado; y el metal acuñado es padre de todo aplomo y arrogancia, y fundamento hasta de esa labor imaginativa que cristaliza en nuestro cerebro los ensueños y las aspiraciones poéticas. ¿Qué hace la criatura humana privada de tan indispensable emolumento? Ni aun la pasión es lícita al que carece de palanca de oro. Poned aun hombre en la fuerza de la juventud, con energía y plasticismo de ilusiones, y atadle las manos por falta de un pedazo de papel mugriento con la efigie de Mendizábal o de Lope de Vega, y veréis lo que es bueno en materia de berrinches vergonzantes. Sin dinero, sólo no agacha las orejas el descarado petardista, el corsario capaz de apostarse en la esquina de un callejón para dar caza a las pesetas ajenas, y que ya ha perdido esa delicada película que es al decoro lo que al cuerpo humano la epidermis.

En aquella ocasión, la escasez de guita se traducía en mí por gran decadencia en el ramo de indumentaria. Entre la batalla de todo el invierno y el estirón de la enfermedad, no había prenda que me sirviese. Lo noté al vestirme par a la primer salida, y cuando mi tití me despidió en la puerta, encargándome que «volviese temprano por causa del frío», me avergoncé de mis pantalones rabicortos y de mi capa vetusta. «Parezco un escribiente temporero», pensé con rabia.

Recuerdo que fue lo primerito de que hablamos Portal y yo mientras bajábamos, por las calles de Serrano y Lista, hacia el paseo de la Castellana. Hacíamos rumbo al candelero de Colón, cuando dije a mi amigo:

-Chico, no hay, cosa más cargante que no disponer de un céntimo. A veces me entran ganas de echarlo todo a rodar y marcharme a Buenos Aires. Con lo que sé ya me basta para ganarme la vida allí. Es una ridiculez andar como ando, con este tipo y este pergeño, y no poder irse en derechura al sastre: «Hagame usted un traje de mezclilla, que estamos en primavera». Aquí me tienes reducido a un chupiturqui que parece la chaquetilla del pirata Barbarroja, y a esta capa indecente. Hijo, no nos acerquemos a Recoletos, que allí pulula la gente y encontraremos conocidos. El descubridor de las Américas nos manda volver atrás.

Así lo hicimos, y Portal, tomando a broma mis contrariedades, me preguntó:

-¿Y para cuándo son los sablazos a las mamás?

-¡Ya comprenderás que no deja de habérseme ocurrido! Y por ahí acabaré… pero me molesta. Mi madre hace demasiado; hace prodigios. No habrá otro remedio… Mal va a sentarla el petitorio, después de que mi tío la avisó de que le pasará la cuenta del médico.

-¿Eso hará?

-Eso. ¿Qué te creías tú? Y lo prefiero. Me avergonzaría que pagase él los gastos de mi enfermedad. Gracias a Dios, correrá con ellos mi madre. Mi tío está sufriendo en su carácter un cambio, para empeorar, por supuesto. Antes era únicamente antipático. Ahora se ha hecho aborrecible. El menor extraordinario le sobreexcita. Yo le observo, y me froto las manos, porque veo que en mi tití se establece correlación de sentimientos, y que conforme él se vuelve más tacaño, más cominero y más duro, ella se retrae más, y la intimidad matrimonial se la lleva el diablo.

-Chacho -advirtió Portal deteniéndose, con el movimiento característico que ejecutamos cuando una conversación nos interesa-, en la historia de tus tíos noto que armas unos embrollos psicológicos tales, que no ocurriendo nada en ese matrimonio, al menos exteriormente, cuando hablas tú parece que existe un drama interior complicadísimo. Ni comprendo al marido ni al galán. A ver si me aclaras el infundio.

-Verás -contesté, apoyándome en su brazo, porque aún me sentía un poco débil-. Pues la situación me parece bien sencilla, aunque en ella, como en todas estas cuestiones amorosas y matrimoniales, hay algo que no se explica bien. Ni en amor ni en filosofía conseguirás nunca entender las substancias. Soy el primero a reconocer que es una anomalía este entusiasmo tan fuerte, y creo que debido al solo hecho de haberse casado con mi tío esa mujer…

-Sí, hijo, es anomalía, o manía, hablando pronto -afirmó el oportunista-. He visto muy poco de eso. Si tú vivieses recluido en algún seminario… ¡Corcho! entonces… El hombre reprimido esta expuesto a cometer ene disparates por una escoba con faldas. Pero teniendo tú libertad y la suerte de haberle caído en gracia a una mujer tan principal como Belén… ¿No sabes? Coche, ¡tiene coche ya!… Tanto la calenté la cabeza, que la mujer no ha sosegado hasta sacárselo al bolsista. Lo sé porque ayer volvió a preguntarme por tu salud… No te quiere enfermo la chica.

-Déjame de belenes -contesté risueño-. ¿Nos sentamos en este banco? -añadí indicando uno entoldado por frondosa acacia.

-Corriente. Pero vas a confesarte conmigo. A ver si determino los coeficientes de tu estado moral, y averiguo la causa de que estés así, a quinientas atmósferas de amor, sin por qué ni para qué.

El sol, que picaba agradablemente, calentando mis piernas y mis pies y la parte de tronco que yo sacaba de la zona de sombra producida por el árbol, me infundía en las ideas claridad y optimismo, causándome a la vez cierta impresión que puede llamarse de irrealidad de las penas; benéfica operación mediante la cual el alma elimina el gas mortífero del dolor, y respira el oxígeno de la esperanza, sin causa ni motivo, sólo por la virtud curativa y reparadora que lleva consigo la existencia.

-También a mí -contesté- me han entrado ganas de hacer examen. A veces se me figura que vivo rodeado de fantasmas, y que esos fantasmas me los he forjado yo mismo. Se me ocurre si no habrá tal pasión, ni tal odio, ni nada. Chacho, ¿qué te parece?

Y al decirlo apoyé la mano en el hombro de Luis. Mi amigo, opuesto siempre a dar pábulo a la curiosidad de los transeúntes, y además muy poco demostrativo, al menos con los varones, se apartó, y dijo mirándome con un reposo lleno de inteligente sagacidad:

-Buena señal cuando tú mismo conoces tu extravagancia. Capítulo primero. Mientras estabas malito, ¿te figuraste que la mujer de tu tío te manifestaba cariño, o amor, o qué sé yo qué?

-Tampoco entiendo yo lo que era. Ojalá fuese amor; pero también pudo ser cariño.

-Y al cesar el peligro, ¿cesaron las demostraciones?

-Sí, de repente. Hoy sólo noto en ella… la simpatía involuntaria que siempre noté; una especie de atracción, que, comparada a la repulsión que la inspira su marido… ya es algo.

-¿Y él? ¿Él? Capítulo segundo e importantísimo. ¿Él ha pescado? ¿Hay celotipia?

-No. Casi no entró en mi cuarto.

-¿Y a qué atribuyes tú esa frescura?

-A dos cosas puede atribuirse. La primera, a que mi tío no es tonto, y sabe de qué madera está hecha su mujer.

Portal, sin abrir la boca, dejó oír el sonido de una u repetida y prolongada.

-¿No lo crees? A ver la segunda explicación. A mi tío no le importa su mujer. Nunca la quiso, y desde hará un par de meses se ha despegado totalmente de ella.

-¿Por qué?

-Sospecho que por la boda de su padre, aquel señor de Aldao, que debe de estar ido, cuando hizo la melonada de casarse en secreto con una chicuela, hija de un cabo de carabineros, que tendrá dieciséis o diecisiete años y la mayor cabeza de viento que se conoce en las cuatro provincias. A mi tío se le atravesó la boda; empezó por armar escándalo con su mujer, lo mismo que si ella fuese responsable de las chocheces del papá; y desde ese día casi no ha vuelto a dirigirle la palabra. Se está fuera todo el tiempo que puede, y escatima hasta un ochavo. Nunca fue espléndido; pero ahora sufre una crisis de avaricia. De rechazo, no por celos ¡quia!, tiembla que yo le sea gravoso. Uno de los motivos porque no quiero hablarle del mal estado de mi guardarropa, es porque le creo capaz de ofrecerme prendas suyas de desecho. Te digo que está el hombre medio lunático; se figura que el señor de Aldao tendrá sucesión, y, que la tití quedará desheredada, y anda todo caviloso; ninguna conversación le distrae; cuando la gente le pregunta qué le duele, responde que no sabe, que es un poco de murria… Sólo el verle da hipocondría.

Portal reflexionó algunos instantes, y clavando en mí las pupilas, intensas y escrutadoras, repitió:

-¿Pero tu estás seguro de que ese hombre no tiene celos?

-No -repliqué con energía-. Siento, conozco que no los tiene. Aunque me lo jurasen frailes descalzos. No tiene celos.

-¡Cosa más rara! -murmuró mi amigo, sacudiendo la cabeza meditabundo-. Porque no puedo convencerme de que sea únicamente cuestión de boda del suegro… Eso le pondría furioso al pronto; pero las murrias no penden de la boda. Si estás seguro de que no hay celos, otros disgustos habrá. Un paisano mío me dijo anteayer que en Pontevedra andan muy mal las cosas, y que el Santo del Naranjal le da de codo a don Felipe y protege a su gran enemigo Dochán, el que le hizo tanta guerra para que no le pusiesen en casa la oficina de Correos… En algo de esto consistirá; aunque, realmente, son motivos fútiles para tanto abatimiento. No lo entiendo. Nadie me quita de la cabeza que ahí hay busiles. Los celos sí que lo explicarían perfectamente; pero tú dices -insistió el muy porfiado- que celos no.

-Celos no. Vive seguro de ello. ¡Ojalá los tuviese, y fundados!

-Oraciones de locos no llegan al cielo. Y después de todo -añadió Portal rascándose una oreja-, ¿de dónde sacas que no existe fundamento para celarse? No me has repetido cien veces que ella le mira con repugnancia? Si tú lo notas, ¿no había de notarlo él? ¿Y no dices que ella te hizo muchas carantoñas mientras estabas enfermo? Pues auto en mi favor. Si él percibe algo, y al mismo tiempo nota que no le cae en gracia a su señora… blanco y migado…

-¡Te digo que no es eso! -repliqué impaciente-. Te digo que si fuese así, no me cabría a mí el gozo en el cuerpo, ni necesitaría tomar el sol para reanimarme. ¡Ay, ojalá! Pero naíta. Mi dicha ya sabes que carece de elementos positivos, y se funda en el negativo de sorprender en ella, no sólo aquella repugnancia misteriosa de antes, sino, de algún tiempo acá, otro sentimiento más declarado y más activo. Sí; por mucho que se reprime y trata de no caer en lo que a ella misma le parece una maldad muy grande, no lo logra, y el sentimiento renace más fuerte que su voluntad. ¿No sabes que yo la estudio constantemente? Esta manía es una gran empollación.

-Ya lo sé… ¡Así empollases las asignaturas! ¿Y qué más averiguas de ese estudio?

-Que antes era sólo repulsión, y ahora es aborrecimiento… No lo dudes, no. Mi felicidad no tiene otra base. Vivo de que le aborrezca. ¿Comprendes lo que en una criatura como ella significa el odio? ¡Ella, que es toda simpatía y caridad! Pues le odia. Yo la observo: nada de cuanto hace puede escapárseme. Noto que por las mañanas, cuando vuelve de misa o del confesionario, se vence, le habla con dulzura, hasta con afecto, y no le mira, por no dejar asomar a sus ojos la luz de aquello que pretende encubrir a toda costa… Pero a medida que pasa el día, su vehemencia y su espontaneidad vuelven a sobreponerse, y ¡créelo! si la voluntad fuese un veneno… mi tío estaría muerto hace días.

-¡Válgala el diablo! ¿Y de qué razones nace ese odio?

-Ya te lo he dicho: en mi concepto, del actual modo de ser de él, y de que la antipatía enconada puede convertirse así, de pronto, en saña invencible. Yo no soy persona que haya sentido jamás impulsos de atentar a la vida de nadie; pero a mi tío, créeme que de algún tiempo a esta parte le hubiera escabechado dos o tres veces de muy buena gana.

El oportunista pegó un brinco sobre el banco de piedra, y se puso a mirarme lo mismo que se mira a los locos y a persignarse de prisa.

-¡Hijo… hijo… hijo… ! ¡Esta es la cierta! ¡Rematado, rematado! No te lo digo de broma: tus nervios se encuentran desequilibrados completamente; por Dios, sin tardanza, duchas, bromuro, régimen tónico…