Misterio

Emilia Pardo Bazán


Parte 1
El visionario Martín

Capítulo 1 Los enamorados

En uno de los barrios de Londres próximos al río, no muy concurridos de día y casi enteramente solitarios de noche, todavía existe hoy una casa con minúsculo jardín, situada frente a una plaza bastante espaciosa, en cuyo centro el square ostenta grupos de árboles centenarios, de esos árboles del viejo suelo inglés que la humedad nutre y desarrolla y convierte en colosos. El recuerdo inherente a esta casa podría, bien conocido, valer algunas propinejas a quien la enseñase al turista; pero la historia, no siempre cimentada en la realidad, suele poner en las nubes lo que no significa gran cosa y no volver siquiera su rostro de bronce cuando pasa por donde se desarrollaron dramas intensamente patéticos, ahogados y silenciosos. El que por algún tiempo guardaron las paredes de la angosta casita, eternamente permanecerá sumido en tinieblas; así lo quiso el destino, o por mejor decir, así lo quisieron los poderosos del mundo.

Al comenzar este relato, que aspira a proyectar un rayo de luz en las lobregueces históricas por medio de la lámpara caprichosa de la fantasía, un hombre joven, esbelto y robusto, vestido de camino, envuelto en un abrigo gris que no ocultaba lo gallardo de su figura, se acercaba a la verja del jardín, por la parte opuesta a la plazuela, a espaldas de la casa, y golpeaba con su bastón los hierros de la verja, a intervalos iguales, cuatro veces. Aunque ya el largo crepúsculo de Londres en primavera no derramaba sus vagas claridades boreales y había anochecido por completo, en medio de las espesuras del jardincillo podría verse blanquear una falda, y detrás de los hierros aparecer un rostro juvenil. Una mano diminuta pasó por entre dos barras, y el hombre se apoderó de ella estrechándola con ardor.

Transcurridos los primeros instantes, cambiadas las primeras demostraciones, calmada un tanto la agitación que hacía palpitar a la mujer como azorada paloma, vinieron las ansiosas preguntas que después de una ausencia revelan el deseo de cobrarle al tiempo los atrasos.

-¿Has llegado hoy mismo?

-Di ahora mismo -murmuró él-. Ni esperé a cambiar de traje. El billete que te avisó me precedía media hora: lo indispensable para arreglarme un poco.

-¿Saben allá tu venida?

-La ignoran. Me creen cazando en mis posesiones de Picmort. Hubo un momento de silencio. La mujer -casi podríamos decir la niña, pues no representaría arriba de diez y seis años- frunció el arco de sus perfectas cejas.

-No me gustan esos tapujos. Si me quieres, Renato, me confesarás. Amarme no es un delito.

Él también enmudeció al pronto, como si no acertase a dar respuesta. Al fin, con esfuerzo, balbuciendo, comenzó a explicarse.

-Escucha, Amelia del alma… Es que… Justamente he emprendido el viaje para que hablemos. ¡Llevamos ocho meses de incomunicación! Te he escrito poco y con recelo, en primer lugar porque afirmas que la correspondencia dirigida a los tuyos llega abierta o no llega, y, en segundo, porque hay cosas… ¡que sólo pueden decirse de palabra y apretando tu mano adorada! ¡Valor, Amelia, valor!… ¿Quién sabe si mañana las circunstancias cambiarán? No me aborrezcas; consérvame tu fe; yo te vinculo la mía… y esperaremos. En la actualidad, cuanto intentásemos sería inútil… ¡Créelo, Amelia, inútil enteramente!

Ella, en su afán de oír, quería filtrarse por la reja; las pupilas del enamorado, acostumbradas ya a la oscuridad, reconstruyeron su fisonomía, de singular belleza, semejante a un retrato de museo. La frente era espaciosa, lisa, marfileña; de delicado dibujo la nariz; los ojos de párpado ancho, ya lánguidos y voluptuosos, ya dominadores; las cejas arqueadas prestaban energía al semblante; la boca, de púrpura, tenía el labio inferior algo saliente, desdeñoso. En aquel momento toda la linda cara respiraba resolución.

-¿Inútil? ¿Tú, un hombre, dices eso? -pronunció con extrañeza-. ¿Qué obstáculo puede separarnos si nos une la voluntad? ¿Mentías al jurarme que eran inseparables nuestros destinos?

-Por Dios, Amelia -suplicó él-, escúchame serena y no empieces ya a acusarme. Venía a pedirte un inestimable favor: que me creyeses bajo palabra y no me obligases a revelarte lo que puede separarnos ahora, aunque la voluntad siga uniéndonos. ¿Me lo concedes? ¿Me permites que calle?

-No -repuso impetuosamente la niña-. Tengo derecho a tu sinceridad. Exijo la verdad, sea cual sea.

Renato se cubrió los ojos con las palmas. Se adivinaba por su actitud la lucha que sostenía. Al cabo de un minuto rompió a hablar, como si le arrancasen las palabras mal de su grado.

-Amelia, si dudas de mi amor, duda de que el sol alumbra el cielo. Desde que nos conocimos en el molino de Adhemar, para ti no más he vivido. La impresión que me causaste fue tan decisiva que cambió mi ser. Era un muchacho disipado, frívolo, calavera; me convertí en un hombre serio y casto. No pensaba sino en mis diversiones parisienses y en mis cacerías campestres; de todo prescindí; me cansaba y aburría el bullicio. Mi madre había buscado para mí un enlace brillante por varios estilos -ya sabes, Germana de Marigny, una casa cuyos ascendientes estuvieron con San Luis en las Cruzadas-; lo rompí sin contemplaciones de ningún género. Ni te he preguntado de dónde venías ni adónde ibas; me dijiste que tu padre ejercía oficio de mecánico en Londres y que habíais sufrido miserias sin cuento; no me importó: eras tú… bastaba. Si me acordé de tu nacimiento y de mi hacienda fue para complacerme en pensar que iba a rodearte de consideración social y de esplendor. Me hice cargo de que me maldeciría mi madre y de que mi tío, a quien respeto como a padre, me desheredaría… Y no obstante, me hallaba decidido a saltar por cima de cuanto me infunde veneración y a que se realizase nuestro matrimonio. Pero…

-Pero… lo has pensado mejor y has reconocido que cometías una insigne locura -articuló en tono glacial Amelia-. Te doy la razón y me despido de ti -añadió haciendo ademán de desviarse de la reja. Renato la retuvo por la manga y luego por la diestra, que besó con delirio.

-No, no -repetía suplicante-. No es eso; no nos separaremos así. ¡Ya que te empeñas, nada te ocultaré! Me ofendes al suponer en mí un cálculo mezquino, y ahora estás obligada a escuchar mi defensa. ¿Qué me hubiese importado cualquier obstáculo? Cuando mi madre, a quien debí por lo menos escuchar, aunque no asintiese a su opinión, me dijo que no le era lícito a un de Brezé mezclar su sangre con la de una extranjera de humilde origen, le respondí la verdad: que a tu lado las damas más ilustres parecen nacidas para servirte y descalzarte, y que la hermosura y la honradez inmaculada son también dones divinos, merecedores de la más alta fortuna.

-Y tu madre -murmuró con ironía Amelia- habrá adivinado que esas son hipérboles de poeta y de amante fino y se habrá reído de lo que obceca la ilusión. Acabemos. Renato: esta situación, prolongándose, me hace sufrir cruelmente. Déjame que me retire para llorar mis ensueños disipados. ¡Adiós, nunca sabrás cuánto te quería!…

-¡Un cuarto de hora más! -insistió él desesperadamente-. Si no es eso, Amelia… Tú exiges de mí sinceridad, yo de ti atención.

Vio ella que Renato temblaba.

En su semblante, de rasgos varoniles acentuados, de tipo galo, de una blancura mate, con bigotes dorados y azules ojos, se leían la consternación y una especie de decisión trágica y fatal.

-Espero -declaró Amelia-. Te escucho… tardes lo que tardes en sacarme de dudas. Ya sabes que me sobran ánimos. ¡No seas cobarde tú!

-Pues bien, Amelia mía… permíteme que empiece por recordarte que soy por nacimiento y por instinto un caballero, y que para un caballero, por ley natural, lo más santo, aquello cuya falta no puede conllevarse, es el honor. Ignoro quién fue el dios que estableció en la tierra el código del honor; ignoro cómo se formó ese dogma que anteponemos a las mismas creencias religiosas, a la misma fe. Hay en el honor, como en los dogmas, mucho que la razón sola no acierta a explicarse… pero no sé si por eso cabalmente domina más nuestro espíritu. Pecamos cien veces al día… y no nos resignaríamos a faltar al honor una sola. ¡Ya ves si el honor ejerce señorío en nosotros; la vida y la felicidad valen mucho menos que el honor, Amelia!

-Continúa -ordenó la niña con aparente calma, desmentida por su respiración turbulenta.

-Continúo… Perdón, mi bien, de antemano. ¡Qué daño voy a causarte!… Mi madre, que desde hace algún tiempo parecía haber renunciado a combatir mi pasión por ti, me llamó anteayer y se encerró conmigo en su gabinete. «Ante tu tenacidad, Renato, me dijo, he reflexionado, temerosa de ser a mi vez una terca temeraria. Ningún empeño tengo en hacerte infeliz, y si la persona en quien te has fijado lo mereciese, no porfiaría en disuadirte. ¡Al fin eres libre y estás en posesión de tu herencia paterna! ¡Al fin has cumplido veintisiete años! Así es que, resuelta ya a transigir, he procurado tomar informes exactos acerca de la familia de tu ídolo. Si fuesen gente intachable… habría que resignarse a la mesalianza. He escrito, pues, a Spandau… Allí residió algunos años el padre de esa joven… y allí… ».

Renato se paró, como si le apretasen la garganta.

-Adelante, adelante -ordenó Amelia.

-¡Dios mío! «Y allí -es mi madre la que habla- fue encausado por dos graves delitos… ».

-¿Cuáles? No te detengas…

-«Por… por incendiario y monedero falso… Y la condena que en él recayó, veinte meses de trabajos forzados, la cumplió en Alstadt, en Silesia. Aquí tengo los documentos oficiales que lo confirman», agregó mi madre, presentándome un abultado sobre.

Amelia, inmóvil detrás de la reja, cumplía su compromiso: escuchaba hasta el fin.

-¿Has acabado? -interrogó.

-Sí… ¿Qué más puedo añadir? ¿No basta para desventura?

-Basta y sobra -replicó la joven con helada entereza-. Jamás volverás a verme, marqués de Brezé. Son las últimas palabras que cruzamos. ¡Hasta nunca!

Y desprendiéndose de las manos de Renato, corriendo a todo correr, lanzose Amelia hacia la casa, desapareciendo su vestido claro detrás de los macizos del jardín.

Capítulo 2 Memorias

Renato permaneció más de veinte minutos asido a la reja, murmurando con ahínco el nombre de Amelia, aunque no consintiese esperanza alguna aquella retirada en que se traslucían a la vez la indignación y el desprecio. Sintiendo que el corazón se le partía, se determinó por fin a marcharse, andando despacio, y su fiebre le impulsó a vagar por las calles próximas, sin objeto, distrayendo involuntariamente los sentidos. En el grado de exaltación en que se encontraba, imposible le era recogerse al Hotel Douglas -fonda escocesa de cuarto orden, elegida expresamente para evitar que le descubriese algún compatriota-; más imposible acostarse y conciliar el sueño. Sin saber hacia dónde se encaminaba, vino a parar a las márgenes del río, a la confusa hilera de muelles con embarcadero, solares cercados de vallas de tablas y extraviadas callejuelas por donde se accedía a los malecones que encierran la negruzca corriente del Támesis. No hacía niebla, y las estrellas de que comenzaba a poblarse el firmamento se reflejaban centelleantes en la oscura superficie. Renato seguía la orilla, a trechos erizada de mástiles de embarcaciones.

Refrescaba su imaginación -herida por el dolor que le había causado la despedida de Amelia- escenas de la historia de aquella pasión, de su ciego desvarío por una mujer desconocida, tenida quizás en concepto de aventurera despreciable. Cerca del vetusto castillo de Brezé, cuyo parque y dominios se extienden por una de las comarcas más feraces y ricas de Francia entera, álzase el molino de Adhemar, antigua dependencia, así como la granja que le rodea, del castillo. Cuando lo incendiaron los revolucionarios, sobráronles teas y estopas embreadas para pegar fuego al molino también, porque los Adhemar, leales a sus amos, pasaban por legitimistas acérrimos. El marqués de Brezé y el conde de Lestrier, padre y tío respectivamente de Renato, hallábanse entre los emigrados, en compañía de los príncipes. Eloy Adhemar, el molinero, se había internado en Suiza, de donde volvió muy experto en su oficio; había servido de mozo en un gran molino de Berna. La efervescencia revolucionaria se calmaba rápidamente, Adhemar compuso su molino, y esperó allí a que los de Brezé, con la Restauración, retornasen a su castillo triunfadores. La familia la representaba Renato; su padre quedaba sepultado en tierra extraña. La madre de Renato, la duquesa de Roussillón, hacía reedificar el castillo con inusitada magnificencia, y Renato, encerrado en la aldea en lo mejor de su juventud, tomaba la costumbre al volver de la caza de beber un vaso de sidra en el molino de Adhemar.

La clave de estas aficiones del joven Marqués podía ser la consideración que merecía el molinero, el fiel Eloy, que bajo el Imperio no cesaba de conspirar, susurrándose que en el molino había vivido oculto el famoso general de Frotté, el que acabó su vida alevosamente fusilado a pesar de llevar un salvoconducto de Napoleón sobre el pecho. Sin embargo, sería preciso ignorar lo que son veinticinco años para asombrarse de que Renato fuese al molino atraído por la rústica coquetería de Genoveva Adhemar, la hija menor del molinero. Era esta una beldad de aldea, fresca, trigueña, de abultado seno y dientes blanquísimos, y en la comarca se murmuró algo y se contentó no poco cierta cancilla, cerca de la presa, que se abría a las altas horas y no se cerraba hasta el amanecer, así que había salido por ella un apuesto cazador. Esto sucedía en junio, pero en julio apareció en el molino otra muchacha a quien Adhemar llamaba señorita Amelia, y que venía, según noticias, a reponer su salud respirando aire puro. Y al llegar a este incidente, los recuerdos afluían como enjambre de doradas mariposas a la memoria de Renato.

¡Qué estremecimiento hondo y repentino, qué flojedad de nervios, qué súbita emoción de verdadero amor había causado en él la presencia de la niña! Una repugnancia profunda a sus relaciones con Genoveva fue la primer señal. No sabría decir si Amelia era o no más hermosa; sabía que ante ella, ideas del género de las que Genoveva despertaba no podían producirse. No sólo era Amelia distinta de las dos molineritas, sino de todas las mujeres. Únicamente en camafeos y medallones de miniatura, en ricas cajas de oro cincelado con pedrerías y esmaltes, en cuadros al pastel que su madre conservaba religiosamente, había admirado Renato un tipo parecidísimo a Amelia; un tipo que era el ideal de la hermosura femenina, realzado por la suprema dignidad del rango y la desgracia. Así es que Amelia, desde el primer momento, ejerció sobre el marqués de Brezé inexplicable dominio; el menor movimiento de sus labios, la mirada de sus ojos imperiosos y tiernos a la vez, le esclavizaban, reduciéndole a la humildad de la adoración.

La prueba de su cautiverio era que ni había tratado de averiguar de dónde Amelia procedía. Para él caía del cielo. Un detalle notó, sin embargo, con alguna extrañeza; mientras las hijas de Adhemar trataban a Amelia como se trata a una compañerita, Adhemar la demostraba cierto respeto, una deferencia peculiar constante. «Es hija -decía excusándose- de personas que me protegieron durarte la emigración».

¡Qué días tan dulces para Brezé los primeros del idilio! Recordaba todavía el delicioso ensueño: los paseos de las tardes de verano por las orillitas del río, orladas de espadañas y lirios y sombreadas por el lánguido follaje de los sauces; el brazo de Amelia enlazado al suyo; el compás de su andar medido por el de ella, con un ritmo que tenía algo de musical; la subida a los árboles para coger la fruta y dejársela caer a Amelia en el regazo: las noches de luna en que regresaban por los senderos respirando el aroma de las madreselvas y las mentas silvestres. Su embriaguez era tal, que ni le permitía observar las miradas siniestras y rencorosas de Genoveva, sus envenenadas y satíricas observaciones cuando les encontraba juntos. Vivía absorto en Amelia, la cual, delicada al principio lo mismo que una blanca azucena, iba recobrando salud y alegría, el brillo de una tez deslumbradora, el nácar húmedo de los ojos, la gallardía de entreabierto capullo de rosa lozana. Lo que más encantaba a Renato era la distinción suprema de Amelia, aquel aire suyo, aquel andar de diosa, aquel tono de voz, aquel estilo de gran señora, inexplicable en una niña de familia modesta. Renato tenía que confesarse a sí propio que su madre, la altanera y arrogante Duquesa, era, comparada con Amelia, una mujer vulgar y ordinaria.

Poco tardó en cundir por el país la nueva de que el heredero de la casa de Roussillón, el mejor partido de la comarca, el señorito por excelencia, andaba seriamente prendado de una joven extranjera de posición humildísima, acogida punto menos que por caridad en el molino. Casualmente la Duquesa no estaba entonces allí: la habían llamado a París asuntos relacionados con la devolución de sus bienes confiscados bajo el Terror, y que aspiraba a que la Restauración le restituyese íntegros y sahumados. Una mañana, cuando más tranquilo dormía Renato, soñando tal vez delicias amorosas, le despertaban en el lecho la voz y la mano de su madre, sacudiéndole violentamente y enseñándole una carta. Era un anónimo, en el cual reconoció el Marqués la letra basta y el estilo ponzoñoso de Genoveva. Se avisaba a la Duquesa de que el Marqués proyectaba casarse con una advenediza, a quien el molinero Adhemar mantenía de limosna.

-Supongo -dijo con desdén la dama- que esto es sólo media verdad. Que tengas aventurillas con esa muchacha o con otra, es cosa que no me interesa; allá tú; no son asuntos en que intervenga yo. Lo único que pregunto a tu lealtad es esto: ¿encierra alguna sombra de verdad lo relativo a planes de matrimonio?

Interpelado así, Renato se incorporaba en la cama y respondía categóricamente:

-Encierra verdad completa. Si Amelia consiente, nos casaremos.

La tempestad que siguió a esta declaración, los días de combate que sobrevinieron, aun parecerían, presentes a la memoria del marqués de Brezé, los más amargos de su vida. Momento especialmente cruel fue el de la ida de la Duquesa al molino de Adhemar con objeto de conocer a Amelia. Circunstancias extrañas se relacionaron con esta visita. Renato no pudo menos de fijarse en ellas. La mañana del día en que la visita al molino se realizó llegó de la Corte un correo con un pliego para la Duquesa, la cual, después de leerlo, mostrose agitada y alterada; luego mandó enganchar su calesa a toda prisa y se hizo conducir al molino, donde preguntó por Amelia. La niña salió tranquila, sin alterarse; al verla, la Duquesa se quedó como petrificada: parecía la imagen del asombro. Corta fue la entrevista, y en ella no se trató de nada relativo a Renato; la Duquesa pretextó el deseo de ver por sus ojos a una muchacha tan bonita, y al retirarse la madre de Renato, volviéndose hacia Amelia, como involuntariamente, se inclinó; parecía, a pesar de su aplomo, subyugada y confusa. En la misma calesa que había traído a la señora hizo esta subir a Eloy Adhemar; apenas llegaron al castillo se encerró con el molinero, durando más de dos horas la encerrona. Al salir Adhemar de la habitación iba trastornado, tropezando en las paredes, y la Duquesa apretaba los dientes y daba vueltas en el gabinete como una leona en su jaula.

Aquella tarde se dispusieron dos viajes: Adhemar salió del molino con Amelia para acompañarla hasta Calais; la Duquesa, desplegando toda su fuerza moral y su autoridad materna, se llevó a su hijo a París.

¡Qué nostalgia la de Renato en los primeros días de la separación! Encerrado en sus habitaciones, ni aun a los amigos que siempre le acompañaban quería recibir. Su aspiración era marcharse a Londres para reunirse con Amelia; pero ignoraba todavía sus señas, y comprendía lo difícil que es descubrir en la populosa capital británica a una persona no conociendo su domicilio. Al fin una carta de Amelia, recibida por conducto de Eloy Adhemar, le enteró de lo que saber necesitaba. Quiso ponerse en camino inmediatamente y se lo impidió una lenta fiebre que le tuvo postrado tres meses entre cama y convalecencia. No quiso decírselo a Amelia por no alarmarla; escribió breves epístolas, mensajeras de una fe inquebrantable. Recobrada ya la salud, renovada la pasión con la sangre que se agolpaba a las venas impetuosa y juvenil, decidió proceder abiertamente, anunciar a su madre sus propósitos, la persistencia del cariño que le impulsaba a tomar a Amelia por compañera de su vida. Y entonces, como una bomba que estallase a su lado y le dejase en el suelo hecho trizas e inerte, retumbaron las fatídicas palabras de la Duquesa:

-Siempre sería una locura en el marqués de Brezé dar su nombre a la hija de un oficial mecánico, de un vagabundo que no tiene abolengo conocido, que ni siquiera podría probar limpieza de sangre y que ha rodado aventurero por Europa, mantenido, en sus primeros años, a expensas de una mujer de edad madura, a la cual no sabemos qué lazos le unían. Sabía yo bien estos antecedentes, pobre hijo mío, y hazte cargo de si constituirían un torcedor para mí. Con todo, la dignidad y la moralidad pueden existir en la clase más baja, y me consolaba suponiendo que esa… ¡gente! las poseyese. Sin embargo, como los que no estamos locos de amor debemos enterarnos bien, he escrito, he indagado, para enterarme aún mejor. Al decirte que conozco la verdad, añado que poseo los documentos que la establecen… Ya ves que no era obstinación caprichosa la mía. El padre de tu ídolo, ese Dorff, que según indicios debe de ser de estirpe judía, tiene un pasado mancilladísimo por delitos feos y no leves. Aquí te presento el atestado del burgomaestre de Spandau, las cartas e informaciones de las autoridades prusianas, un protocolo entero. Es un incendiario: pegó fuego al teatro del pueblo. Es un monedero falso: se le cogió con las manos en la masa, arrojando un saco de escudos de plomo al Sprée para desembarazarse del cuerpo del delito. Purgó su culpa en el correccional de Alstadt, donde cumplió la condena impuesta por los tribunales… Ya estás al cabo. Si es ése el blasón que quieres reunir al tuyo, limpio y glorioso desde la cruzada de San Luis en la historia de la patria… eres libre, Renato; yo no puedo encadenarte, ¡que si pudiera lo haría! Mi deber queda cumplido; ya no alegarás ignorancia. Adiós, hijo mío; pronto sabré si el heredero de Roussillón vive o debemos vestir luto por él.

Este discurso era el que, muy suavizado en la forma aunque idéntico en la esencia, había repetido Renato a Amelia hacía pocos momentos. Y ahora, al reflexionar, a la luz de las estrellas, en su destino, Renato comprendía dos cosas: la primera, que entre Amelia y él se había abierto un abismo; la niña, en su orgullo, no le perdonaría nunca; y la segunda, que él no podía vivir sin Amelia, y que el mismo honor caballeresco, el culto sagrado de los antepasados, de los muertos ilustres, la adoración del Santo Grial -donde se encierra la sangre pura y redentora- era impotente contra aquel amor insensato.

Capítulo 3 El atentado

Al convencerse de que le subyugaba un sentimiento reprobado por su conciencia, al sentirse tan débil y tan incapaz de resistir, Renato miró instintivamente al río, cuya corriente oscura habrá ocultado más de una desdicha suprema y sin remedio humano. Un vértigo le deslumbró; un frío sutil serpeó por su médula. El Támesis le atraía y fascinaba.

En tales situaciones, la circunstancia más insignificante basta para romper el círculo de brujería. El marqués de Brezé se detuvo sorprendido al notar que dos hombres, salidos de una calleja fétida y miserable, conversaban en francés. En el extranjero siempre prestamos oído cuando resuena el idioma natal. Este instinto se aguza si en el diálogo aparece un nombre conocido: Renato creyó soñar al oír dos veces, distintamente, el del padre de Amelia. Entonces, apagando el ruido de las pisadas y buscando la sombra de los edificios y de los barcos anclados en el río, púsose a seguir a los desconocidos a distancia prudente.

Aunque no lograba sorprender el asunto de la conversación, estudiaba los tipos, asaz sospechosos. El uno, rasurado, de corta estatura, pero membrudo y recio; el otro, bien barbado, alto, huesoso, sepultado en luengo capotón, con sombrero que le tapaba la parte superior de la cara. Ambos iban poco a poco, haciendo tiempo, y de rato en rato miraban alrededor cautelosamente. En una de estas ojeadas hubieron de columbrar a Brezé, y se dieron al codo; la traza elegante del Marqués era extraña en aquel lugar y a tales horas, cuando sólo discurrían por allí marineros ebrios y meretrices de ronca voz y ademanes impúdicos. Callaron los sujetos, y diez minutos después, como movidos por un resorte, torcieron rápidamente a la derecha y se engolfaron en el laberinto de callejuelas torcidas, mal olientes y peor alumbradas. Encontrose el Marqués desorientado al pronto, pero tenía piernas y olfato de cazador y siguió el rastro de sus compatriotas. ¿Por qué tal espionaje? Apurado se vería, caso de que se lo preguntasen. Aquello caía por fuera del raciocinio.

Adivinando más que acertando la dirección de los dos individuos apretó el paso y no tardó en divisar, bajo el farol amarillento de una tabernucha, las siluetas de ambos. Violes entrar en el sucio recinto, pedir unas copas de gin y atizárselas al cuerpo como si fuesen genuinos ciudadanos de Londres. Emboscado aguardó la salida, y ya prevenido, les siguió de lejos acechando. Después de media hora de recorrer calles menos angostas, más claras y donde ya rodaban algunos cabs y se encontraban transeúntes, hicieron otra vez una ese caprichosa, descendieron en el sentido del río y desembocaron en aquella misma plaza donde se encuentra la casa del reducido jardín, cuya verja trasera había presenciado el coloquio de Amelia y Renato.

El corazón del Marqués golpeó contra su pecho al notar esta coincidencia, y más aún al avizorar desde lejos que los equívocos individuos se emboscaban detrás de los árboles centenarios del square, al amparo del rugoso tronco. Relacionando el nombre oído en el diálogo de los malhechores, que ya por tales les tenía, y el sitio adonde habían venido a detenerse, tuvo la percepción consciente de que iba a suceder algo que a Amelia le importaba, algo en que él intervendría, conducido por la suerte o la fatalidad. A su vez, se agazapó en la zona de sombra proyectada por la vegetación del jardinillo; su abrigo gris contribuía a ocultarle; era del mismo tono que los muros.

Así transcurrió algún tiempo, imposible de calcular. La plaza permanecía solitaria, la noche era a cada paso más tenebrosa. Sólo rasgaba el velo pálido del silencio el son pausado de algún reloj de iglesia y el paso impaciente de algún trabajador que regresaba a su hogar, cumplida la faena del día. Acababa el reloj de desgranar en el aire nueve campanadas, cuando por el extremo de la plaza opuesto al que guardaba Renato asomó un hombre. Su andar era mesurado, tranquilo, y al aparecer él, los dos que acechaban a un tiempo salieron del escondite. Con movimiento coordinado y hábil, describiendo un semicírculo, vinieron a colocarse uno a su derecha, otro a su izquierda. Fue momentáneo; apenas pudo Renato darse cuenta de lo que pasaba, cuando los malhechores acometieron. El alto, del capotón, describió un molinete con el garrote que llevaba escondido y amagó a la cabeza; al volverse la víctima para evitar el golpe, el rechoncho esgrimió la afilada hoja de un cuchillo. De un salto se interpuso Brezé; agarró de la muñeca al rechoncho y apretó, paralizándole; entretanto, el garrotazo caía al sesgo y sin fuerza sobre el brazo derecho del asaltado -que por instinto había rehuido el palo en la frente- cuando acudió al quite Brezé, y sin más armas que su bastón, pero con vigor y rabia, descargó un diluvio de bastonazos sobre el del capote, que se dio a la fuga con más prisa que coraje. Volviose vivamente Renato hacia el rechoncho, le echó las manos a la garganta y la apretó gradualmente, como apretaría la de un lobo, hasta que le vio con los ojos salientes, fuera la lengua y el rostro violáceo. Entonces aflojó. Apenas lo hubo hecho sintió en la espalda algo frío; precipitose de nuevo, volvió a apretar y el bandido se desplomó inerte, soltando el arma. El asaltado, asiendo el brazo al Marqués, le arrastró vivamente hacia la casa del jardincillo, diciéndole en voz conmovida y persuasiva y en lengua francesa hablada con acento alemán:

-Venga usted… Dese prisa… Escapemos… Si acude la policía, ¡ay de nosotros!

-No puedo -balbució Renato, que se desvanecía-. Se me doblan las piernas… Creo que me han herido…

Cogiendo a Renato por el cuerpo y sosteniéndole en vilo el asaltado se dirigió a la casa, donde llamó de un modo especial, tres veces seguidas. La puerta se abrió: una mujer como de treinta y siete años, hermosa aún, de esculturales formas, alumbraba con una lámpara de aceite. Lanzó un grito al ver el grupo.

-Es un herido, Juana, y herido por defenderme -advirtió el asaltado con autoridad-. Cierra bien, ayúdame a echarle, y veamos qué le han hecho.

Obedeció la mujer, dejando la lámpara en un mueble y cargando con Renato por los pies, hasta depositarle sobre un ancho sofá, en la salita que comunicaba con la entrada de la casa y que servía de recibidor. Sólo entonces se atrevió a murmurar tímidamente:

-¿Y tú? ¿Y tú, Carlos Luis mío? ¿Te ha pasado algo?

-¡Nada!… un insignificante trastazo en este codo; ni vale la pena de hablar de ello. A ver, inmediatamente: éter, agua, el bálsamo, tafetán aglutinante, vendas… Llama a Amelia por si hace falta. Ya sabes que es valerosa.

Mientras Juana corría a buscar todo lo que le encargaban, el llamado Carlos Luis desabrochaba el largo gabán de viaje de Renato, se lo quitaba y le despojaba también de la entallada levita, del chaleco de casimir, abriendo y bajando la camisa de holanda con encajes, empapada en sangre, para descubrir la herida. Hallábase esta sobre el omoplato izquierdo, y a poco más que el puñal penetrase sería peligrosísima, porque alcanzaría el pulmón; afortunadamente, por hallarse el bandido semiasfixiado, había profundizado poco; el desvanecimiento de Renato debía atribuirse únicamente a la abundante hemorragia que seguía fluyendo y dejando un surco pegajoso en la blanca piel.

Terminaba el reconocimiento cuando acudió Juana con el éter, pero ya abría los ojos Brezé y sonreía como tranquilizando a la señora. Carlos Luis empapaba en agua mezclada con bálsamo un trapito, y sosteniendo la cabeza de Brezé empezaba a lavar cuidadosamente la herida. Una joven, vestida de claro, entraba en la habitación trayendo en la diestra un candelero con una bujía encendida, y al reconocer a Renato, pálido, desnudo de cintura arriba, con la ropa manchada de sangre, un grito de pavor se ahogó en su garganta, su mano temblona soltó la luz.

-¿Qué es eso, Amelia? -preguntó el padre-. No te asustes: no es nada, hija mía; gracias a Dios, este amigo desconocido no corre peligro. Acércate, alumbra. Así… bien. La venda ahora. Baja una de mis camisas; trae mi levita verde. Un vaso de cognac… o un poco de café, para que recobre fuerzas.

-Ya estoy muy bien -declaró el herido-. Por Dios, no se molesten ustedes más. En el Hotel Douglas tengo mis maletas con ropa…

Al hablar así, los ojos de Renato buscaban apasionadamente los de Amelia, que dilatados de terror no se apartaban de él.

-Es tarde para enviar a nadie al Hotel Douglas; las calles, como usted ha podido comprobar, ofrecen peligros. Acepte usted por un momento la ropa de un modesto artesano, señor…

-Renato de Giac, marqués de Brezé.

-Carlos Luis Dorff -contestó el artesano a la presentación del Marqués-. Mi esposa, mi hija -añadió señalando a Juana y Amelia-. ¿Querrá usted creer que adiviné que era usted francés desde que le vi o le entreví lanzándose a protegerme con su cuerpo?

Al oír decir a su padre que Renato le había protegido, Amelia se acercó al doliente y le envolvió en una mirada que era toda fuego, toda arrebato de un alma entregándose sin condiciones. Duró un segundo la mirada, que a durar más se derretiría de ventura el corazón del enamorado, del que momentos antes pensaba en arrojarse al Támesis de cabeza.

-Francés y héroe por capricho y gusto es uno todo -prosiguió Dorff sonriendo con simpatía-. Usted no me conoce; usted no tiene motivo alguno para arriesgar la vida por mí. Doble es mi reconocimiento, doble la deuda con usted contraída.

Amelia acababa de presentar a Renato una taza de café, que apuró, y reanimado ya, más por la alegría que por la bebida confortadora, exclamó vivamente:

-Hacía media hora que estábamos emboscados en la plazuela los bandidos y yo; hacía una hora que iba siguiéndoles y presintiendo lo que maquinaban.

-¿Es posible? -exclamó Dorff.

-Y tan posible. Verá usted cómo… Yo paseaba sin objeto por las orillas del río; oí hablar francés a dos hombres de malísima traza; les seguí la pista; pronunciaron su nombre de usted repetidamente; al ver que yo iba detrás huyeron; apreté el paso les alcancé y fui tras ellos con más disimulo; se dirigieron aquí, se colocaron en acecho… Lo demás, usted no lo ignora.

Dorff miraba atento al herido, que acababa de cubrirse rápidamente, por cima de la venda colocada ya, con la ropa traída por Juana, y buscaba en su rostro la clave del enigma.

-¿Según eso, usted me conocía?

-Sí, señor… le conocía de nombre… y es una cosa rara; ahora que le puedo mirar despacio, me parece que también de vista. Tiene usted, por lo menos, una de esas figuras que nos son familiares y que hasta van unidas a nuestros recuerdos; no sé dónde ni cuándo, pero afirmaría que le había visto a usted no una sola vez, mil veces. Cuando abrí los ojos y la lámpara iluminó su cara de usted, me parecía la de un conocido muy antiguo. Es raro, pero es así.

En efecto, de Brezé había experimentado esa impresión en presencia del padre de su amada y volvía a experimentarla ahora. Aunque el amor confisca los sentidos y fija la atención en una sola persona. Renato prescindía de Amelia en aquel momento y sólo tenía ojos para Carlos Luis. Este parecía frisar en los treinta y seis o treinta y ocho años; su cabeza era grande, su frente espaciosa y descubierta, sus cejas arqueadas; su cabellera de un rubio ceniza, con algunos hilos de plata, rizada en naturales bucles. En su barba un hoyo recordaba la niñez; su esternón era alto y saliente, su talle empezaba a desfigurarse con un poco de obesidad, pero delataba aún contornos esbeltos; sus manos eran de exquisita finura. La expresión de su cara consistía en una mezcla de dignidad, amargura y desconfianza honda. Grandes desdichas habrían caído sobre aquel ser, pues sus facciones estaban como devastadas por el paso de un torrente de lágrimas. La semejanza con Amelia consistía más bien en eso que se llama aire de familia que en verdaderas similitudes físicas; diferenciábanse bastante el padre y la hija, y sin embargo Renato no podía aislar las figuras de los dos; unidas se le presentaban, inseparables. Así es que cavilaba, con una especie de angustia:

-Pero ¿donde he visto yo a este hombre, hace tiempo? ¿Dónde su rostro junto al de Amelia?

Capítulo 4 Amelia

Dorff se había quedado pensativo, sentado en un sillón al lado del sofá, en el cual ya se incorporaba Renato; sus pupilas continuaban interrogando gravemente. El Marqués no sabía qué decir, pero su cortesía le ordenaba poner término a aquella situación.

-Ya me siento muy firme… Con licencia de mi bondadoso huésped voy a retirarme; tomando un cab ahí cerca, en Willington Street, llegaré a mi hotel en veinte minutos… y mañana, si la calentura no me postra, me permitirán ustedes que venga a saludarles y a saber cómo siguen. Sólo me resta preguntar a usted, señor Dorff, si le parece que demos parte de esta agresión, para que echen el guante a los dos pillastres, a uno de los cuales hemos dejado tendido allí y acaso todavía roncará estrangulado sobre el césped del square.

Esta proposición, muy natural, produjo en Dorff explosión de susto…

Su boca se crispó al objetar:

-¡Dar parte! No, no; todo antes que la justicia humana. Déjela usted en sus antros, déjela usted en sus cubiles. ¡Prefiero a los malvados que estuvieron a punto de acabar con nosotros! Al menos -añadió con exaltación que sacudía sus nervios y enronquecía su voz antes pastosa-, al menos esos descargarían pronto el golpe y nos matarían de una vez: nada de lentos martirios, nada de destrozar nuestras carnes fibra por fibra. ¡El fin rápido, el descanso después: la justicia de Dios certera, infalible, vengadora! ¡La única, la que reparará en el cielo los crímenes y las iniquidades de la tierra!

Al oírle hablar así, levantose Amelia y se arrojó en sus brazos, escondiendo la cara en su seno. Juana, conmovida, se tapaba con un pañuelo los ojos para ocultar el llanto; sin embargo, Renato observó que la esposa era menos allegada, por decirlo así, que la hija; Amelia y su padre formaban el verdadero grupo psicológico de seres afines, las almas unidas por una misma vibración. Cuando deshicieron el abrazo, después de haber besado Dorff la tersa frente de la niña, esta se volvió hacia Renato y le dijo serenamente:

-Caballero marqués de Brezé, no podrá usted decir que en esta casa no se han cumplido con usted los deberes de la hospitalidad y del agradecimiento. Tenemos con usted una deuda eterna y sagrada. Cuando se retire irá armado con las pistolas de mi padre, que por desgracia nunca quiere llevar consigo, a pesar de tantas pruebas como posee de la infamia de los hombres, y podrá usted defenderse contra cualquier asechanza. Pero antes de que usted se vaya… deseo hablar con usted y con un padre de algo que importa que aclaremos, porque será la base de nuestra conducta y de nuestra relación en lo futuro. Aguarde usted, pues, unos minutos… si quiere otorgarme este nuevo favor.

Al hablar así Amelia hizo una seña a Carlos Luis.

-Juana de mi vida -dijo dulcemente Dorff a su esposa-, ve a ver cómo duermen los niños. Y si es posible, ¡que nunca lleguen a sospechar lo ocurrido esta noche!

Juana comprendió la orden categórica y se retiró sumisa y sonriente. Solos ya el padre y la hija con el Marqués, Amelia volvió a tomar la palabra con el mismo singular aplomo:

-Sin mengua del agradecimiento, Marqués, permítame usted decirle que el trato se funda únicamente en la estimación. Si usted no estima a mi padre como él merece ser estimado; si usted, al salvarle la vida por un arranque de nobleza, no le profesa el respeto que está obligado a profesarle… le quedaremos siempre reconocidísimos, pero no volveremos a vernos más en la tierra, a no ser que usted nos llame para sacrificarle nuestra vida en justo pago. Yo pienso así… y mi padre piensa igual.

-¿Qué estás diciendo, hija mía? -intervino Dorff-. ¿Qué significa todo esto?

-El Marqués lo sabe -repuso Amelia bajando los ojos-, y le consta que ejercito un derecho y cumplo un deber.

Dorff, atónito, miró un instante a su hija y al extranjero. El rubor de ambos le respondió.

-¿Conocía usted a Amelia, señor Marqués?

-He tenido ese honor en Francia -declaró Renato-. En el molino de Adhemar, que forma parte de mis tierras patrimoniales.

-¿Qué clase de relación has tenido con el Marqués? -preguntó Dorff volviéndose hacia Amelia-. A ti no necesito encargarte que respondas la verdad.

-No por cierto. Mi relación con Renato de Giac fue de amor, en que mediaba compromiso de matrimonio. Es -advirtió Amelia como si esta indicación fuese importantísima- un hidalgo de la primer nobleza de Francia.

-Calma, hija mía -ordenó Dorff observando que la voz de la niña indicaba angustia-. No te avergüences; ¿qué has hecho de malo? También tu padre amó tiernamente, y el hombre que has elegido acaba de revelar que es digno de ti.

-Eso es lo que justamente está por averiguar -articuló Amelia con severidad, irguiendo su cabeza altiva-. Eso es lo que el señor marqués de Brezé va a demostrar sin tardanza. Esperamos…

Oía Retrato, admirado de tanta intrepidez, y al llegar a este punto exclamó con sentida vehemencia:

-La señorita Amelia me lastima, pero no me ofende, porque ella no puede ofender, y a mí menos que a nadie. A su vez ella reconocerá, es demasiado verídica para negarlo, que he respetado su honra y su decoro como cosa propia, como respetaría a mi madre y a mi hermana si la tuviese, y por si fuese necesaria una prueba de lo que afirmo -añadió levantándose-, aprovecho esta ocasión, quizás no muy oportuna, para dirigir a su padre un ruego: Señor Dorff, el marqués de Brezé pide la mano de la señorita Amelia.

Sorprendido al pronto, después rebosando emoción y alegría, volviose hacia su hija Dorff, consultándola con la mirada.

-No se la concedas, padre mío -dijo ella con calma-, mientras no haga confesión y una retractación.

Renato comprendió al fin; su lealtad ingénita le enseñaba el camino que debía pisar. De pie, como se había puesto para formular su demanda de matrimonio, se inclinó hasta el suelo y pronunció resueltamente.

-Confieso y me retracto, no porque Amelia lo pide, sino porque mi conciencia lo impone. En Francia me aseguraron, señor Dorff, que usted había sido encausado como incendiario y falso monedero, y que había cumplido en Silesia una condena a trabajos forzados por esos delitos. Se lo dije a Amelia hace dos horas, y en aquel instante, si no lo creía, al menos lo dudaba. Desde que le he visto a usted no lo creo. Perdóneme y permítame que le estreche la mano.

Nube de inmensa desesperación veló el semblante de Dorff; sus rasgos se descompusieron, sus ojos se cubrieron como de una humareda, en que se transparentaba el cristal del llanto. Se tambaleó un instante cual un hombre borracho, y sin poder contenerse gritó:

-¡No me estreche usted la mano! Lo que le han dicho a usted en Francia es verdad. He sido llevado a los tribunales bajo la acusación de quemar un teatro y fabricar moneda falsa, y he molido yeso en el presidio de Alstadt. No podrá usted alegar engaño, Marqués.

Amelia, sollozando arrodillada, besaba el borde de la levita de su padre; le cubría de caricias, agarrándose a él con una especie de frenesí.

Renato dudó un instante, pero el instinto, prevaleciendo sobre la razón, le dictó un arranque sublime.

-La mano, señor Dorff. No me la rehúse usted o creeré que es usted quien duda de mí. Tengo la certidumbre de que esas acusaciones y esas condenas no son más que una trama infame, del mismo género que la asechanza que tuve la suerte de ayudar a desbaratar hace poco. Mi corazón me lo dice. Mi corazón no miente. El marqués de Brezé, con su honor inmaculado, responde del de Dorff.

No fue la mano, fueron los brazos lo que Dorff presentó a su nuevo amigo, estrechándole impetuosamente. Renato correspondió con igual efusión.

-No sólo es usted inocente de todo delito -repuso-, sino que es usted un perseguido, un calumniado, una víctima. Desde hoy tiene usted a su lado a un defensor incondicional. Yo haré brillar su reputación tan clara como el sol: fíe usted en mí. Dorff sacudió la cabeza con melancolía.

-No está en manos de usted, no está sino en las de Dios cambiar mi suerte… Cansado de tanto sufrir, había resuelto entregarme a la fatalidad. Viviendo oscuro, pobre, humilde, creía que me olvidarían, dejándome siquiera por único bien el descanso. ¿Qué daño les hice; qué pretenden? ¿No podré ni aun disfrutar en calma el amor de los míos, la paz de mi hogar de trabajador? No; han decretado mi asesinato como antes decretaron mi deshonra. Hoy me has salvado tú, hijo mío… -exclamó tuteando de pronto a Brezé- pero no estarás siempre cerca. Y si intentas colocarte entre el destino y yo… ¡ay de ti! Una voz espantosa y profética me ha dicho un día, entre las tinieblas de un calabozo: «Tus amigos perecerán».

Desplomada en un sillón. Amelia sollozaba.

-No llores, rosa del cielo -balbuceó Dorff cogiéndola y obligándola a aproximarse a Renato-. La misericordia divina permite que al menos tú, mi preferida, seas dichosa. Mi sueño era verte esposa de un noble francés. Este a quien quieres es dos veces noble: por el alma y por la cuna. ¡Amaos, Carlos Luis os bendice!

-No -protestó Renato-, no le abandonaremos a usted para gozar egoístamente nuestra dicha. Amelia no lo consentiría; yo tampoco. Ignoro quién es usted; ignoro qué telaraña de iniquidades se ha ido formando para envolverle en ella. Pero no sólo me inspira usted afecto, sino un respeto indecible, cuya razón desconozco. Amelia y yo no nos casaremos sino después de que usted sea rehabilitado; después de que se declare su inocencia; después de que el universo entero…

Amelia aprobó, tendiendo la mano.

-Bien, Renato, así te comprendo. No nos casaremos hasta que mi padre recobre su nombre y su honor. No seríamos felices.

-Hágase vuestra voluntad -murmuró Dorff-. Una vez más pelearé contra la fatalidad, aunque sé de antemano que caeremos vencidos…

Hizo una seña al Marqués, y este, siguiéndole, penetró en la otra habitación de las dos que formaban el piso bajo de la casita. Era una especie de taller, a la sazón alumbrado por la claridad mortecina de un reverbero pendiente de la ahumada pared. Sobre mesas y mostradores hallábanse esparcidos menudos utensilios y chismes de relojería; resortes, pinzas, muelles, alambres, tenacillas diminutas, relojes desmontados, otros en sus cajas, cerraduras, máquinas de toda clase, hasta armas de fuego, pistolas de arzón incrustadas de plata, confundíanse con los instrumentos del trabajo. Dorff cerró la puerta con doble vuelta de llave, y bajándose, movió una de las mesas, contó los ladrillos, a partir de la pared, y levantó con una palanqueta el que hacía el número quince. Apareció un escondrijo de forma rectangular, del cual tomó un objeto oblongo, una funda de cuero amarillo, como las que sirven de estuche a los anteojos de larga vista, y un cofrecillo cuadrado, que tenía alrededor un bramante del cual pendía una llave dorada.