Título original: Alimentazione: falsi miti e inganni del marketing. Alimentación: falsos mitos y engaños del marketing

Este libro fue publicado por mediación de Ute Körner Literary Agent www.uklitag.com

© 2018 Roberta Milanese y Simona Milanese

© del prólogo: Giorgio Nardone

© de la traducción al español: Marcello Belotti, 2018

Cubierta:

Diseño: Ediciones Versátil

© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta

1.ª edición: mayo 2018

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2018: Sello Editorial, S.L.

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08028 Barcelona

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PRÓLOGO DE GIORGIO NARDONE

La evolución del hombre y su habilidad para manipular el mundo que lo rodea, mediante la creación de un bienestar social cada vez mayor, también ha supuesto paradojas reales tanto en el comportamiento individual como en el social.

En primer lugar, producimos y desperdiciamos alimentos en tales cantidades que podríamos abastecer sin problema a toda la humanidad y, sin embargo, todavía hay hambre en el mundo. Pero quizás aún más absurdo es el hecho de que cuanto más ha evolucionado la tecnología alimentaria, más ha empeorado la calidad de lo que comen los que viven en sociedades que se caracterizan por su riqueza y su opulencia alimentaria. Como incluso el que no es experto en este sector puede intuir, el cinismo de los intereses económicos, basados en el puro beneficio, centrado perversamente en los resultados a corto plazo y, por lo tanto, incapaz de ver el efecto boomerang de estas estrategias de mercado, domina la producción y distribución de los alimentos.

Esto, siendo para los afortunados que viven en el bienestar social ya no una necesidad pura, sino más bien una fuente de placer, ha hecho que el marketing de la alimentación se haya convertido mayormente en algo orientado a la promoción de alimentos de baja calidad nutritiva pero de alto efecto gustativo, hasta el punto de crear alimentos que producen adicción como las drogas reales. Simona y Roberta Milanese, médica y psicóloga, ambas psicoterapeutas formadas en Terapia Breve Estratégica, mis estudiantes-docentes en el Centro de Terapia Estratégica de Arezzo y en sus sedes de training del mundo, además de ser unas brillantes investigadoras, ofrecen al lector una cuidadosa descripción de estos problemas explicando de manera extraordinariamente clara las características, las cualidades y los efectos de nuestra manera de alimentarnos. De esta forma, desvelan los engaños del marketing alimentario y proponen formas para evitar ser sus víctimas.

Esto y mucho más es lo que el lector encontrará al leer las páginas de este libro agradable y útil que recomiendo tanto al especialista como al lector común.

Si, como dijo Aristóteles, «somos lo que hacemos repetidamente», lo que comemos a diario nos afecta y nos esclaviza más de lo que nosotros influimos en la comida que consumimos.

Giorgio Nardone

Introducción

«Todos los descubrimientos de la medicina se remontan a la breve fórmula: el agua, bebida con moderación, no es nociva». Mark Twain

Con «falsos mitos» nos referimos a todas aquellas creencias presentes en el imaginario colectivo que, a pesar de no haber sido confirmadas o incluso aunque hayan sido desmentidas por la investigación, ya se consideran verdades indiscutibles. Se pueden necesitar muchos años para construir un falso mito, pero una vez que ha entrado en la creencia popular, es muy difícil destruirlo. Después de comer, hay que esperar al menos una hora para entrar en el agua; la tierra en invierno está más lejos del sol; salir a la calle con el cabello mojado provoca un resfriado… Estos son solo algunos de los falsos mitos más populares y difundidos. Por otro lado, como eficazmente sostuvo Albert Einstein: «Es más difícil romper un prejuicio que un átomo».

De todas las áreas, la de la alimentación y la nutrición es sin duda una de las más susceptibles al nacimiento y mantenimiento de falsos mitos. Y esto sucede en virtud de diferentes factores.

El primero está relacionado con las características peculiares de la investigación científica aplicada al campo nutricional. En muchas disciplinas, como la Física y la Química, los experimentos científicos generalmente conducen a resultados incontrovertibles y reproducibles: si combino un átomo de cloro con uno de sodio, por ejemplo, siempre obtengo un compuesto conocido popularmente como sal común. Sin embargo, la investigación nutricional es extremadamente compleja, tanto en lo que concierne a su desarrollo como a la interpretación de los resultados. Estudiar los efectos de un alimento sobre la salud implica reclutar a muchas personas, todas similares en edad, sexo, origen y estilo de vida, para eliminar variables confundentes; personas lo suficientemente jóvenes como para que los efectos de la dieta tengan tiempo para manifestarse y en número suficiente como para que se tenga evidencia incluso de los efectos más leves. Además, el seguimiento de estas personas debe llevarse a cabo durante décadas, para registrar todas sus enfermedades y, finalmente, la causa de su muerte; y, lo más difícil de todo, deben seguir escrupulosamente, durante meses o años, una dieta que varíe solo en un aspecto (por ejemplo, rica o baja en grasas). Son estudios muy costosos y muy complejos, cuyos resultados deben esperarse durante años o décadas y, a menudo, suelen ser negativos; de manera que todo el tiempo y el dinero invertido han sido malgastados.

Por estas razones, la mayoría de estudios nutricionales son epidemiológicos de correlación, es decir, son estudios en los que se observan los hábitos alimenticios de determinados grupos de personas en busca de una correlación con un elemento particular como, por ejemplo, una enfermedad. Imaginemos que queremos comprobar la hipótesis de que una dieta rica en grasas aumenta el riesgo de infarto. Tendrá que compararse una población que come muchas grasas, como la francesa, con una que come menos, como la japonesa, y ver cuál de los dos sufre más infartos. Si se observa una diferencia significativa entre los dos grupos, habremos encontrado una correlación. Esta metodología, mucho más simple que la primera es, sin embargo, inexacta y aproximativa, no por la falta de pericia de los investigadores, sino por su propia naturaleza, y los resultados están sujetos a muchísimos errores de interpretación.

En primer lugar, los hábitos alimenticios generalmente se investigan a través de cuestionarios que, a pesar de todos los esfuerzos de los investigadores, son herramientas extremadamente imprecisas. De hecho, las personas pueden aproximar, sobrestimar o subestimar su consumo de un alimento dado; además, las categorías de alimentos a menudo son imprecisas o genéricas. Por ejemplo, entre los que declaran consumir «carne» de 3 a 4 veces por semana, nos encontraremos tanto a los consumidores de carne de buena calidad, bien cocinada y, tal vez, acompañada de una guarnición de verduras, como los que comen hamburguesas en los restaurantes de comida rápida con un plato de patatas fritas y mayonesa. Por lo tanto, evaluar los efectos de la carne en la salud será harto difícil, y esto es aplicable a cualquier otro alimento.

Este tipo de estudio generalmente identifica diferentes correlaciones, en su mayoría casuales, lo que genera enormes problemas de interpretación a los investigadores. Por ejemplo, se puede demostrar estadísticamente que en Estados Unidos existe una correlación entre el consumo de helado y el riesgo de ser atacado por un tiburón. Es obvio que los tiburones no prefieren a los consumidores de helados, y las dos categorías están unidas por un tercer factor: la llegada del verano. Con el calor, los estadounidenses comen más helado y se bañan en el mar más a menudo, arriesgándose así a encontrarse con un tiburón. Asimismo, se puede encontrar una correlación entre comer queso y el riesgo de morir estrangulado por las sábanas o entre el consumo de margarina y la tasa de divorcio en Maine. Estos son ejemplos extravagantes que muestran, sin embargo, lo fácil que es encontrar correlaciones estadísticamente correctas, pero sin el menor sentido.[1]

Por otra parte, dado que una dieta que es pobre en algo, (por ejemplo, en grasas), será automáticamente rica en otra cosa, (por ejemplo, en carbohidratos), es complicado encontrar una correlación con una enfermedad concreta, (por ejemplo, la diabetes), así, queda abierta la cuestión de si el problema está en comer pocas grasas o demasiados carbohidratos.

Y, finalmente, la mayoría de las enfermedades modernas no tienen una sola causa, como las enfermedades infecciosas, sino muchas causas distintas que se combinan en diferentes grados. Si alguien con colesterol alto, que es también fumador, con sobrepeso y diabético, muere de un infarto: ¿es culpa del colesterol o de la diabetes?, ¿o del tabaco?, ¿o de una combinación de factores?

Incluso cuando, con el debido cuidado, una correlación parece particularmente significativa, no se debe caer en la trampa de interpretar que esconde una relación causa-efecto. Decir que dos hechos ocurren al mismo tiempo no significa que uno sea la causa del otro, y la correlación es solo el punto de partida para investigaciones adicionales. Por esta razón, si queremos evaluar la bondad de una correlación, usaremos diferentes criterios, llamados de causalidad. Tomemos como ejemplo la conocida correlación entre fumar cigarrillos y el riesgo de contraer cáncer de pulmón. Antes de poder decir que fumar es una causa del cáncer de pulmón, se han evaluado diferentes aspectos de la correlación. La primera es la fuerza: si el riesgo de enfermedades en los fumadores es mucho mayor que en los no fumadores, y los que fuman más, o desde hace más tiempo, se enferman más (relación dosis-efecto) tenemos una fuerte correlación. El segundo es la consistencia: el tabaquismo se correlaciona con el cáncer de pulmón en todas las poblaciones (si con el mismo número de cigarrillos, se enfermaran los españoles pero no los franceses, la correlación perdería su sentido). Son también importantes la temporalidad (el consumo de tabaco precede al cáncer y no al revés), y la plausibilidad biológica, es decir, en base a lo que sabemos de la acción del tabaco en los pulmones, la correlación es plausible (a diferencia de la que hay entre los helados y los tiburones).

Desafortunadamente, la mayoría de los estudios nutricionales no cumplen con todos estos criterios y, por lo tanto, los resultados deben interpretarse con sumo cuidado. De hecho, en un provocador artículo, Is everything we eat associated with cancer? A systematic cookbook review (¿Todo lo que comemos está asociado con el cáncer? Una revisión sistemática del libro de cocina) (Schoenfeld, 2013), los autores han seleccionado al azar, en un libro de 50 recetas, ingredientes comúnmente utilizados (como la pimienta o el limón) y se encontró que el 80 % de ellos habían sido estudiados en relación con el cáncer en al menos un artículo científico, aunque en la mayoría de los estudios las correlaciones observadas eran posiblemente casuales.

Una dificultad adicional en los estudios nutricionales es el tiempo extremadamente largo que se necesita para interpretar los resultados. Decir que en los últimos 30 años han disminuido tanto el consumo de grasas como las muertes por infarto podría sugerir que las grasas causan el infarto, y que comiendo menos grasas las personas mueren menos. Pero si añado la información de que los casos totales de infarto han aumentado, la imagen cambia por completo. No es comer menos grasas lo que salva vidas, sino el notable progreso logrado por las terapias médicas en los últimos 30 años. En realidad, las personas enferman más, aunque mueren menos, y ello cambia por completo el significado de la correlación.

Muchos estudiosos intentan eludir estos límites estudiando animales, como ratones o conejos. En estos casos, de hecho, el control del experimentador sobre la nutrición es completo y, dada su menor esperanza de vida, no es necesario esperar décadas para evaluar los efectos de la dieta. Sin embargo, los resultados de estos estudios no son necesariamente transferibles al ser humano y, una vez más, deben interpretarse con mucha precaución.

Un segundo factor que complica la situación está relacionado con el llamado publication bias (sesgo de publicación), que es el fenómeno según el cual un estudio tiene muchas más probabilidades de ser publicado en revistas científicas si obtiene un resultado positivo o si se muestra la correlación que los investigadores estaban buscando, en lugar de un resultado negativo, o que no confirme lo que fue planteado por los investigadores. Este fenómeno, por desgracia transversal a toda la investigación en el ámbito médico, termina por falsear la percepción del investigador más escrupuloso, de manera inevitable, ya que los estudios publicados no son representativos de toda la investigación que se ha llevado a cabo sobre un tema concreto.

Un tercer factor es lo que podríamos definir como el «sesgo del investigador», que es el error relacionado con la tendencia típica de la condición humana, de ir en busca de lo que confirme nuestras convicciones y creencias. Especialmente cuando los investigadores han dedicado años o incluso décadas, han convertido en el trabajo de su vida desarrollar su propia teoría, incluso los más serios, precisos y escrupulosos corren el riesgo de ser víctimas de su necesidad de confirmarla y terminar creando o alimentando falsos mitos. Este proceso de autoengaño se hace aún más poderoso debido a la dificultad de interpretar los datos típicos de este tipo de investigación. Así lo expresa Blaise Pascal: «La gente llega a creer, no sobre la base de las pruebas, sino sobre la base de lo que encuentra atractivo».

Además, no debe olvidarse que cualquier hipótesis, si se repite un cierto número de veces, se transforma inexorablemente en un hecho, y luego se convierte en una verdad consolidada que ya nadie se plantea cuestionarse. Cuando se ha proclamado una «verdad» científica, los investigadores no realizan más estudios sobre el tema porque pierden interés, temen que no podrán encontrar los fondos económicos necesarios o piensan que no conseguirán publicar los resultados. Las verdades aceptadas, incluso provisionalmente, se convierten así en verdades indiscutibles, que ya nadie intenta desmentir.

Un último factor (no en orden de importancia) que determina la difusión y el mantenimiento de los falsos mitos es, desafortunadamente, el económico. La industria alimentaria es la más poderosa del mundo y es evidente para todos que enormes intereses económicos se mueven alrededor de los hábitos alimenticios de las poblaciones. Cuando en los años 70 en Estados Unidos se difundieron nuevas directrices alimentarias que recomendaban aumentar los carbohidratos en detrimento de los productos de origen animal, por ejemplo, la industria del maíz y otros cereales tuvo un alza de ingresos nunca vista.

Precisamente porque la investigación es difícil, imprecisa y a veces contradictoria, es posible que la industria alimentaria seleccione información aislada y la presente como certezas absolutas, lo que contribuye a la creación de falsos mitos. Asistimos al fenómeno conocido como cherry picking (recoger cerezas), que se refiere a la selección arbitraria de casos particulares para confirmar la posición de uno. Los grandes intereses económicos que giran en torno a la alimentación involucran otro negocio global importante: el de la industria farmacéutica. El miedo generalizado a la «hipercolesterolemia» (es decir, el colesterol alto), por ejemplo, ha hecho que los medicamentos para reducir los niveles de colesterol, las estatinas, se hayan convertido en los más vendidos en todo el mundo.

La industria ya tiene muy claro que, una vez nos hemos formado una opinión sobre los efectos beneficiosos o nocivos vinculados al consumo de ciertos alimentos, tendemos a buscar la confirmación que valide nuestra idea hasta desarrollar ideologías reales. A través de hábiles estrategias de marketing, la industria alimentaria, por una parte, favorece y refuerza los prejuicios ya existentes (basta pensar en cuántos productos están etiquetados como «con vitamina C»), por otra, se convierte en portadora de supuestos nuevos conocimientos.

Estamos siendo testigos de modas cada vez más difundidas, como los suplementos nutricionales, como el omega 3 y el selenio, que están abriendo nuevos y prometedores sectores empresariales. Todo esto patrocinado no solo a través de la publicidad, sino también gracias a la difusión científica amplificada por los medios de comunicación. Por estas razones, estábamos convencidas de que en un libro sobre falsos mitos alimenticios no podía faltar lo que hemos llamado, con la intención de resultar provocador, los «engaños del marketing»: estrategias de comunicación hábilmente utilizadas para explotar y difundir cada vez más los falsos mitos y promover la venta de productos vinculados a ellos.

La idea de este libro nació como resultado de las charlas entre dos hermanas que, como médico y psicoterapeuta, han estado lidiando con el bienestar psicofísico de las personas durante años. En nuestra trayectoria profesional, de hecho muy a menudo, hemos tratado a personas víctimas de falsos mitos relacionados con la comida. Algunos pacientes solo necesitan información correcta, otros han desarrollado enfermedades reales relacionadas con conductas alimentarias. Y, en paralelo, para ambas ya se ha convertido en un juego vagar por los supermercados, divirtiéndonos (un poco) e indignándonos (mucho) al observar que ahora todos estamos inevitablemente inmersos en un mundo de información publicitaria tendenciosa y a menudo incorrecta.

El objetivo de este libro no es, obviamente, proponer nuevos «mitos» alimenticios, ni siquiera dar indicaciones dietéticas, sino proporcionar al lector una panorámica del estado actual de la investigación en el sector alimentario y, al mismo tiempo, estimular la reflexión crítica y consciente de lo que nos cuentan todos los días.

[1]. Para algunas correlaciones divertidas y también irrelevantes recomendamos la web: www.tylervigen.com/spurious-correlations

Falso mito n.º 1: Para adelgazar tengo que comer menos (y consumir más)

«Para cada problema complejo siempre hay una solución simple, que es incorrecta».George Bernard Shaw

El año 2000 marcó un punto de inflexión en la historia de la humanidad: por primera vez en el mundo, habían más personas gordas que delgadas. La gordura se está convirtiendo en la nueva normalidad. Desde 1930 hasta hoy, el porcentaje de personas con sobrepeso u obesas ha ido aumentando sin parar, tanto que en 1997 la OMS reconoció formalmente la obesidad como una epidemia mundial. Solo en los últimos 30 años, en la mayor parte de Europa, la obesidad se ha triplicado; en España, en 2017, el 46 % de los adultos tenía sobrepeso y el 16,7 % era obeso (y se estima que serán el 21% en 2030). Incluso el porcentaje de niños gordos, candidatos a convertirse en adultos obesos, está en constante crecimiento. Sin embargo, como nunca antes en la historia, nos preocupamos por las dietas y el ejercicio físico, pagamos a nutricionistas y entrenadores personales, compramos libros y manuales, y consultamos la red para acceder a información relacionada con la nutrición. Al introducir la palabra «dieta» en Google aparecen 191 millones de entradas. Hay cientos de dietas diferentes, algunas muy pintorescas, como aquella genial «de los palillos» cuya regla básica es comer con palillos para reducir la cantidad de comida ingerida.

Sin embargo, décadas de dietas e innumerables programas de ejercicio físico no han combatido esta preocupante epidemia en lo más mínimo. De hecho, cuanto más nos esforzamos por perder peso, más engordamos.

«Hacer dieta» para los occidentales significa, básicamente, comer menos y consumir más. Incluso cuando nos enfrentamos a su flagrante fracaso, esta estrategia nos parece tan convincente que seguimos insistiendo y terminamos haciendo «más de lo mismo».

1.1 En clase de Física

La rama de la dietética moderna que se ocupa del control del peso es extremadamente simple y se puede resumir en 3 puntos básicos:

  1. La comida contiene calorías.
  2. El cuerpo consume calorías.
  3. Si las calorías que entran son las mismas que las que salen, el peso permanece estable.

El punto c es la famosa «ecuación de calorías» o equilibrio energético y su principio es, por supuesto: «Si como más de lo que consumo, engordo; a la inversa, pierdo peso». De aquí viene el famoso concepto: «Para bajar de peso tengo que comer menos y consumir más», que es, con las debidas variaciones, el único consejo dietético que se nos ha dado en los últimos 50 años, pero con resultados desastrosos.

Los partidarios de la teoría calórica lo apoyan apelando a una ley física, el primer principio de la termodinámica que, en una de sus muchas formulaciones, afirma que: «En un sistema aislado, la energía no se crea ni se destruye, sino que se transforma». Esta ley universal, también conocida como la «ley de conservación de la energía», se traduce en términos nutricionales, tales como: «Si las calorías que como no se consumen, ya que no se destruyen, se depositarán como grasa; si como menos calorías de las que consumo, al no poder crear energía, tendré que usar la energía almacenada en la grasa».

Esta interpretación, convincente en apariencia, en la que se fundan todas las dietas basadas en contar calorías, presenta varias contradicciones. En primer lugar, reduce la enorme complejidad del control de peso a una ecuación simple y simplista; luego mezcla incorrectamente el concepto de energía, es decir, las calorías que entran y salen, con el concepto de peso; finalmente, supone, de manera errónea, que las personas tienen el control total sobre las calorías que entran y las que salen. De acuerdo con esta teoría, por lo tanto, si una persona tiene sobrepeso es porque ha perdido el control sobre las calorías que entran (es demasiado golosa), o sobre las que salen (es demasiado vaga). En cualquier caso, en algo se equivoca. Una teoría que, además de ser culpabilizadora, es reductiva en extremo. Sin embargo, instintivamente las cosas simples nos fascinan, y el concepto se ha repetido ya tantas veces que ahora se da por descontado. De hecho, si las cosas fueran así, uno podría preguntarse por qué los nutricionistas estudian tanto. Para hacer que las personas adelgazaran, bastaría con un curso básico de física y una calculadora.


PARA LOS AMANTES DE LA LÓGICA

La interpretación nutricional del primer principio de la termodinámica: «Si la entrada es igual al consumo, el peso es estable», de aquí viene el famoso principio: «Si como más, engordo, y si como menos, adelgazo», presenta 3 errores lógicos fundamentales:

Error lógico 1: el principio se aplica solo a sistemas aislados, es decir, no en comunicación con el entorno que los rodea. Estamos en interacción continua con el medio ambiente, por ejemplo, dispersamos energía en forma de calor.

Error lógico 2: el principio solo habla de energía, no de peso, mientras que la ecuación se transforma en: «Energía entrante igual a energía de salida = peso estable».La formulación más correcta del principio sería por lo tanto: «Energía entrante igual a energía de salida = energía estable total», que es una tautología.

Error lógico 3: la ecuación se lee como: «Si la energía entrante es igual a la de salida, entonces el peso permanece estable», introduciendo arbitrariamente un factor de causalidad. Suponemos que el peso es el efecto del equilibrio de energía; lo opuesto podría ser igualmente cierto, es decir, el equilibrio energético está determinado por el peso.


1.2 ¿Qué es una caloría?

La caloría es simplemente una unidad de medida de la energía. En física, la caloría o «pequeña caloría» es la antidad de calor necesaria para subir 1 °C la temperatura de un gramo de agua, de 14,5 °C a 15,5 °C (a presión atmosférica); en nutrición usamos la «gran caloría», o kilocaloría, que corresponde a 1000 calorías, también llamada genéricamente «caloría».