Escudriñad las Escrituras porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.

(Juan 5:39).

ÍNDICE

Portada

Portada interior

Presentación

Prólogo

La autoridad en la iglesia

I. La serpiente del Edén

II. La Torre de Babel

III. El diluvio universal

IV. La mujer de Lot

V. El sacrificio de Isaac

VI. Las plagas de Egipto

VII. Cruzar el Mar Rojo

VIII. El Arca de la Alianza

IX. Los sueños. ¿Canal de revelación?

X. El sol y la luna se detienen

XI. La conquista de Jericó

XII. Sansón: un héroe mítico

XIII. Elías sube al cielo

XIV. Jonás tragado por un gran pez

XV. La burra de Balaam

XVI. Jesús anda sobre el mar

XVII. Lázaro de Betania

XVIII. ¿Fue Pablo apóstol?

XIX. El tercer cielo de Pablo

XX Glosolalia

XXI. Ángeles y demonios

XXII. Apocalipsis

XXIII. La Gran Ramera

XXIV. El Milenio

XXV. La fe, el más grande de los enigmas

Epílogo. Cuidado con los falsos profetas

Créditos

Rebeca García Pérez

PRESENTACIÓN

El conjunto de libros que forman la Biblia nos introduce en lo más destacado de la historia, de la literatura y de la cultura hebrea y es, por otra parte, el fundamento teológico de la religión cristiana. Su lectura nos abre los arcanos de un pueblo cuya fortaleza ha consistido y consiste en sentirse pueblo elegido, protegido y conducido por Dios; un Dios interpretado por ese pueblo de forma endógena y exclusiva que, finalmente, por la intervención en la historia de Jesús, el Cristo, hijo y palabra encarnada de Dios, es proyectado mesiánicamente para alcanzar una nueva dimensión y dar paso a la creación de un pueblo sin fronteras, con una misión que identifica y da sentido a la Iglesia cristiana universal.

Dado el papel relevante que ocupa la Biblia en la formación del cristianismo, por entender que a través de ella Dios se comunica con los seres humanos, es necesario tener una visión diáfana de su contenido, así como de su diversidad. Por ese motivo, en tiempos de gran confusión teológica como los que nos toca vivir, en los que surgen con profusión “profetas” y “apóstoles” de muy diversos credos, que se presentan como intérpretes de Dios en base a una lectura subjetiva de la Biblia, reivindicamos una teología cristocéntrica, que se apoye en dos axiomas esenciales. 1) Un Dios inmaterial creador de la materia en todas sus manifestaciones; y 2) Jesucristo como Palabra de Dios encarnada.

Este convencimiento nos lleva a defender la necesidad de aproximarnos a la Biblia mediante una relectura capaz de extraer de ella la enseñanza que encierra, para lo cual es preciso separar el grano de la paja, es decir, hay que saber priorizar unos textos con respecto a otros, aprendiendo a identificar los mitos y leyendas con los que frecuentemente se arropan determinados mensajes, dándoles un tratamiento diferente al que se da al contenido básico de la revelación divina. Y éste es el propósito de este libro, compuesto por veinticinco historias bíblicas que sometemos a una reflexión serena, sirviéndonos de la enseñanza que nos brindan tanto las ciencias naturales como las sociales, sin perder de vista las ciencias bíblicas y, por otra parte, sin desviarnos en ningún momento del magnetismo que supone saber que nos encontramos ante un libro que, al menos un tercio de la población mundial, afirma que pone al ser humano en comunicación con Dios. Y lo haremos en un lenguaje sencillo, que sea capaz de hacerse comprensible fuera del ámbito profesional de la teología.

Para cumplir el objetivo señalado anteriormente, es necesario redescubrir la Palabra, lo que es equivalente a decir que hay que aprender a leer la Biblia, a cuyos efectos nos remitimos a nuestro libro recientemente publicado Redescubrir la Palabra, Como leer la Biblia[1], en el que ofrecemos algunas claves hermenéuticas que pueden ayudar al lector interesado a lograr ese objetivo. Lo que pretendemos con ambos ensayos es ofrecer un homenaje a la Palabra de Dios, liberándola de quienes, consciente o inconscientemente, la han secuestrado y se han erigido en administradores de su enseñanza y contenido. Y lo hacemos desde el convencimiento de que la teología, el teólogo, a fin de cuentas, es como un minero que pica la roca en busca de oro, sabiendo que esos trozos de metal precioso van a aparecer envueltos en ganga inservible, por lo que hay que someterlos a un proceso de limpieza y depuración antes de que aparezcan, luminosos y atractivos, convertidos en refulgentes joyas, expuestas en los escaparates de una lujosa orfebrería. Dicho con otras palabras, la misión del teólogo es ofrecer una respuesta razonada, honesta y libre de prejuicios a las grandes incógnitas que plantea la teología, es decir, la reflexión en torno a Dios, en un lenguaje común y accesible. Una actitud que nos induce a dejar constancia de una especie de credo personal que sintetice nuestra postura al respecto, con el que cerramos esta presentación.

Creo en un Dios universal, sin fronteras, que no hace distinción entre personas a causa de su sexo, de su origen racial, de su procedencia o de sus peculiaridades religiosas.

Creo en la soberanía de Dios y en la gracia con la que él se ocupa de sus criaturas.

Creo en un Dios cuyo poder es ilimitado, pero que no actúa arbitrariamente a demanda de los seres humanos y no rompe las reglas con las que él mismo ha dotado a la naturaleza. Un Dios que se manifiesta a través de la Creación (“los cielos y la tierra proclaman la gloria de Dios”, Salmo19:1).

Creo en un Dios que también se manifiesta mediante experiencias personales no prefijadas ni controladas por ningún credo religioso, que escapan al control humano y que, al producirse en el ámbito personal, no pueden ni deben elevarse a normativa universal ni ser objeto de imposición a otras personas.

Creo en un Dios que no está confinado en un libro, ningún libro, por mucho que ese libro haya sido y siga siendo un medio a través del cual Dios se manifiesta y los seres humanos pueden encontrar en él, y encuentran, palabra de Dios.

Creo en un Dios que no está confinado a ninguna iglesia, templo, sinagoga, mezquita, pagoda, oratorio o capilla en particular.

Creo, como cristiano, aunque sin pretender ningún tipo de apoyo racional, que Dios se ha revelado en Jesucristo, convertido en Palabra de Dios encarnada.

Creo que los errores de los hombres, aunque estos hombres se auto proclamen o sean proclamados mensajeros divinos, no deben ser atribuidos a Dios. Por este motivo cuestionamos que determinadas historias, leyendas, alegorías, fábulas o metáforas que aparecen en la Biblia sean consideradas literalmente como “palabra de Dios”, a no ser que nos limitemos a extraer de ellas la enseñanza ontológica, admonición o consejo que pudiera encerrar a partir de una interpretación despojada de condicionantes literales.

Creo, por fin, en la misericordia de Dios para con todas sus criaturas.

[1] Máximo García Ruiz, Redescubrir la Palabra. Como leer la Biblia, Ed. Clie (Viladecaballs, Barcelona: 2016)

PRÓLOGO

El libro que voy a prologar posee una temática que miles y miles de personas hemos considerado como propia a lo largo de muchísimos años: los enigmas que nos plantea la lectura de la Biblia y, muy en particular el Antiguo Testamento. De los veinticinco que dan nombre a la presente obra, quince se refieren al Testamento Viejo y diez al Nuevo; la diferencia es de pura lógica. Éste último es obra de ocho autores; los ocho perfectamente conocidos, cuyas vidas nos resultan familiares y que escriben en general sobre lo que de modo directo escucharon a Jesús y a su inmediato entorno. La lista de autores del Viejo Testamento no es solamente mucho más amplia, sino que en parte nos resulta desconocida; varios de sus libros se redactaron siglos después de los hechos que relatan, y son hijos de tradiciones orales difícilmente controlables; el carácter de los diferentes textos resulta variado en sumo grado, desde narraciones históricas comprobables o no, a cantos espirituales, profecías o salmos o proverbios. Un conjunto muy poco reducible a ningún tipo de unidad, y cuyo respaldo por la revelación divina dista mucho de semejarse al del Testamento Nuevo, pues los autores del Viejo no narran lo que han oído o visto personalmente, y es obvio que Dios les ha inspirado, pero no les ha dictado palabra por palabra sus escritos.

Máximo García nos indica, en la “Presentación” con la que abre esta obra, que hay que aproximarse a la Biblia tratando de obtener toda su enseñanza, acertando a dar a cada texto su propia transcendencia, tan desigual de unos a otros; así que el autor se propone reflexionar sobre la Sagrada Escritura sirviéndose de la ayuda de las ciencias naturales y sociales, y por supuesto de la teología y las ciencias bíblicas.

Por lo que hace a los diez enigmas referidos en esta obra al Nuevo Testamento, tres se relacionan con la vida de Jesús, dos con San Pablo, uno con el conjunto de los apóstoles, tres con el Apocalipsis y uno es genérico y trata de la fe. Los cuatro últimos resultan, sí, llenos de misterio; los seis primeros son perfectamente comprensibles y, más que enigmas propiamente dichos, aparecen como interpretaciones lógicas de acontecimientos menos explicables o menos conocidos.

Por mi parte, yo no soy un escriturista, y la invitación que me hace el autor para que prologue su libro nace mucho más de su amistad que de mi competencia. La competencia no la he adquirido y la amistad no la he merecido, pero la generosidad de Máximo García ha pasado por encima de ambos defectos míos para llamarme a abrir estas páginas. Y lo hago en la línea que más arriba acabo de apuntar: los enigmas que le inquietan a Máximo me inquietan también a mí y a muchos otros; y si no tengo autoridad para reconocer la verdad latente en tantos textos sagrados, si la tengo para afirmar que el autor ha sido aquí, como lo es siempre, de todo punto sincero, y nos ha expuesto sus interrogantes con las mejores explicaciones que ha sabido encontrar a los mismos.

El libro es, pues, muy personal, y es también muy apasionante; resulta difícil escapar de las preguntas que Máximo García se hace y no escuchar con interés las respuestas que él ha podido encontrar.

El autor, cuya rica bibliografía conozco en muy buena parte, posee títulos académicos más que suficientes para afrontar su trabajo. Estudió en un Seminario de la Iglesia bautista, a la que pertenece; se licenció en Teología en una Universidad Metodista-Presbiteriana y se doctoró en la Universidad Pontificia de Salamanca, donde obtuvo asimismo la licenciatura en Ciencias Políticas y Sociología; ha impartido clases durante cuarenta años en una Facultad de Teología de la Iglesia bautista, siendo actualmente Profesor Emérito. Todo lo cual es solamente una parte de su muy rica biografía. Y puedo recordar, entre sus muchas publicaciones, algunas de las más recientes, como pueden ser La Reforma y el Cristianismo en el siglo XXI (2017), Redescubrir la Palabra. Cómo leer la Biblia (2016), un prólogo a ¿Por qué los hijos de los creyentes abandonan la Iglesia? (2015), Protestantismo y Derechos Humanos (2011), Recuperar la Memoria. Espiritualidad protestante (2007), La libertad religiosa en España. Un largo camino (2006). Y en el tomo XXIX, del año 2013, del “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado” que dirijo, tuve el honor de publicarle un muy interesante artículo sobre “Los Acuerdos de Cooperación entre el Estado Español y las Confesiones religiosas minoritarias. 20 años después”; un tema hoy de suma actualidad, pues en el año 2017 -cuando escribo estas líneas- nos encontramos ya en el veinticinco aniversario de tales Acuerdos, y ha tenido lugar en el Congreso de los Diputados un solemne acto conmemorativo de tal efeméride, en el que hemos tomado parte, entre otras muchas personas, Máximo García Ruiz y yo mismo. Hay razones, pues, más que de sobra, para que quede aquí sentada la personalidad del autor y el interés de sus aportaciones al tema que ahora nos ocupa.

Así pues, desde su religiosidad protestante y la mía católica, Máximo García Ruiz y yo llevamos ya muchos años de ininterrumpido e interesante diálogo. Él, al referirse a su identidad religiosa, considera que lo más significativo es ser cristiano, y que cree en una iglesia universal con diferentes manifestaciones. Piensa en consecuencia que el diálogo nos enriquece, nos abre fronteras, nos lleva a reflexionar sobre temas en los que tal vez en solitario no habríamos reparado. Y el diálogo se ve enriquecido -nos indica- cuando, como es el caso, se establece entre personas que mantienen intereses comunes, en torno a Jesús de Nazaret, nuestro común Maestro y Salvador. Justamente al concluir su “Presentación” introduce el autor nueve afirmaciones sobre el contenido de su fe; el lector encontrará en ellas toda la base doctrinal en la que el presente volumen se apoya.

Partir de la información que nos da el autor sobre tales afirmaciones o convicciones facilita de manera notable la comprensión de su obra. La Biblia -tema central del presente libro- se le presenta como un texto difícil. En ella se encuentran -afirma- muchos estilos, muchas claves, muchos enigmas, leyendas, fábulas, que a veces confunden al lector y le llevan a un complejo esfuerzo en orden al qué y al cómo creer. Una rica y difícil temática, acerca de la cual el diálogo, como el autor nos insiste, supone una aspiración noble y necesaria, una necesidad y un deber. Recientemente se vienen dando importantes contactos entre el Papa Francisco y las iglesias protestantes; nada de cuanto suponga acercamiento, camino en común, esfuerzo por llevar la fe en Dios y la enseñanza de Cristo a todas las gentes, le resulta extraño a Máximo García.

En el Índice de este libro encontrará el lector la relación de los veinticinco enigmas que integran el contenido del mismo. Aquéllos que pertenecen al Antiguo Testamento hacen especial referencia a hechos de carácter histórico que los autores de los correspondientes libros no pudieron conocer sino a través de tradiciones y leyendas. Y el autor los afronta desde diferentes perspectivas. Tal sería por ejemplo la posibilidad de que los fenómenos narrados puedan haberse dado de forma natural en otras diferentes zonas, resultando tratarse de un acontecimiento presente también en diversas tradiciones, como puede ser el caso del diluvio universal; o también que se deban a realidades naturales que en un momento dado pudieron producirse por causas de la propia naturaleza, como el apartarse de las aguas del Mar Rojo al paso de los hebreos, o la detención del sol; o la dificultad de aceptar la muerte de todos los primogénitos de Egipto, o de admitir que Jonás pasase tres días en el vientre de un pez, o de explicar la crueldad de los judíos en la conquista de Jericó. La personalidad de Elías, tenida cuenta además de su presencia posterior en la Transfiguración de Cristo; o la docilidad de Abraham cuando se le pide el sacrificio de su hijo; la figura de Sansón, tan lejos de la que la propia Biblia ofrece para otros líderes del pueblo escogido… Realmente estamos ante fenómenos narrados por los autores del Viejo Testamento que no parecen explicables simplemente hablando de milagros y prodigios divinos. Y si pasamos al Testamento Nuevo, el autor cambia sustancialmente el enfoque y el tratamiento de sus enigmas. Ya hemos indicado antes que los hechos neotestamentarios proceden de plumas conocidas y responden a una enseñanza de Jesús efectivamente escuchada. Sólo entonces se podrá detener nuestro autor en pasajes muy concretos: ¿qué pudieron ver realmente los apóstoles, en la noche y en la turbulencia del mar, cuando Jesús se les aparece andando sobre las aguas? No es que tal milagro escapase a la potestad de Cristo, sino que tan sólo se pregunta Máximo García por la posibilidad de interpretar lo sucedido a la luz de la lógica confusión de los discípulos en aquellas circunstancias. El análisis de si Pablo fue apóstol resulta constituir un enigma no sobre acontecimientos extraños sino sobre los pasajes menos claros de la vida de una persona, lo cual está más cerca del estudio científico o histórico que de los enigmas bíblicos. Y, en fin, es obvio que el Apocalipsis es el único texto del Nuevo Testamento que no nace de la predicación de Jesús sino de las visiones y revelaciones de su autor. Y digo “su autor” porque Máximo García se pregunta hasta qué punto pudo ser San Juan quien lo escribiera, lo cual vuelve a ser, como en el caso de San Pablo, una investigación planteada científicamente; y se interroga igualmente sobre textos y figuras particularmente notables del propio Apocalipsis, como puede ser la revelación sobre el Milenio o la identidad de la Gran Ramera.

Enigmas y misterios que el autor no pretende por supuesto resolver doctrinal o dogmáticamente, sino plantear como curiosidades que despiertan el interés del lector de la Biblia y le llevan, si no es un experto en las Escrituras, a aceptar la lectura como dedicada a un texto sagrado cuyo sentido es más profundo y va más lejos de cuanto nos sea dado comprender o explicarnos.

Y no hemos de olvidar la segunda parte del título del libro: “A la luz de la evolución de la autoridad en la Iglesia”. “La autoridad en la Iglesia” es el enunciado de unas páginas que el autor sitúa detrás de su “Presentación”, Se trata ahora de un tema capital para la comprensión del volumen. Es un punto en que radica de manera sustancial la distancia que separa al Catolicismo de la Reforma protestante. Como seguidor de ésta, el autor señala a lo largo de tal Introducción los principios católicos sobre la autoridad eclesial como resultado de una interpretación no acertada de la Escritura, y lo hace siguiendo el devenir histórico desde la época apostólica hasta los momentos actuales. De hecho, insiste en lo que él subraya como el desarrollo del poder pontificio, considerado como una base que aleja a la Iglesia romana de una interpretación precisa de la Biblia.

No hay que entrar aquí en esa difícil problemática, ni hay ahora que subrayar las diferencias del catolicismo con el resto del cristianismo. El libro presente no ha sido escrito para marcar diferencias entre credos religiosos, y si el autor introduce las citadas referencias a la autoridad eclesial lo hace en función de sentar una base sobre la que, a partir de sus creencias, entrar en el examen crítico de los textos escriturísticos que constituyen realmente el objeto de su análisis. Esto era necesario hacerlo; Máximo García no pretende polemizar sino apoyar las dudas en su fe.

Por mi parte, yo he firmado este prólogo como vicepresidente de la International Religious Liberty Association; se trata de la entidad internacional más antigua dedicada a la defensa de esta libertad, pues nació en las postrimerías del siglo XIX en el seno de la Iglesia Adventista, y se ha expandido luego de modo amplísimo, abarcando todos los credos, por supuesto también los no cristianos, ya que sólo busca personas empeñadas en la defensa de la libertad de religión para todos los hombres. La Asociación lleva a cabo tal defensa en el mundo entero, en todo lugar donde los derechos religiosos de toda persona son violados. Y quiero señalar que he ejercido esa vicepresidencia bajo la presidencia de Denton Lotz, secretario general durante años de la Alianza Bautista mundial, la Iglesia a la que como ya he dicho pertenece Máximo García Ruiz. Y difícilmente me entenderé nunca mejor con nadie de cómo lo hice con el Dr. Lotz, pues -siendo cada uno miembro de una rama diferente del cristianismo- nuestro empeño en defender la libertad religiosa ha sido idéntico, y al mismo dedicamos ambos nuestras vidas; que cada ser humano pueda vivir su propia religión con sinceridad y con empeño, apoyándose en la fe.

La fe, el gran misterio que es el centro del último capítulo del libro de Máximo García: “La fe, el más grande de los enigmas”. Según el autor, posiblemente no exista, en efecto, un enigma más insondable que la fe, a la que considera, apoyándose en la Biblia (en especial en las cartas de Pablo a los Efesios, a los Hebreos y a los Romanos), como “un don de Dios, un regalo”. Y siendo la gracia -nos dice- eficaz a través de la fe, importa en gran medida determinar qué es y en qué consiste la fe, así como los límites que presenta.

No es tampoco éste el lugar para entrar en ese terreno, pues una vez más recordaré que no es tal la finalidad del volumen; lo que aquí he de señalar es que nuestro autor considera a la fe como “el vehículo a través del cual el ser humano entra en contacto con la gracia y es receptor de la salvación”. Y desde tan interesante perspectiva llega Máximo García a su contacto con el enigma: la fe es la recepción de la palabra de Dios, pero “la dificultad se presenta cuando queremos ponernos de acuerdo en lo que es y lo que no es la palabra de Dios, un tema en el que son evidentes las discrepancias existentes entre teólogos cristianos”.

La finalidad del libro no es desde luego teológica; el autor no va a identificarnos los problemas y resolver los enigmas mediante la llamada a la Palabra; ya hemos visto cómo sus esfuerzos están en una línea meramente humana, la búsqueda de explicaciones en lo posible lógicas a fenómenos extraños contenidos en las Escrituras. Sólo que, cuando va a cerrar sus páginas, sí que entonces se plantea la fe como el gran tema; no como una duda sino como un misterio, estando todos de acuerdo en que cabe hablar del misterio de la salvación. Su condición de protestante le llevará lógicamente a afirmar que la justificación se alcanza por la fe en cuanto se trata de un concepto “de cuyo alcance teológico se hará eco siglos después el reformador Lutero, identificando de esta forma la vida eterna con la fe”.

Desde esta base de requisito de salvación y de don divino, el autor se pregunta por la increencia de tantas personas. ¿Es que Dios da a unos la fe y la niega a otros? Y el análisis de tan interesante enigma va a cerrar el libro, alejándose ahora de los intentos de meras explicaciones racionales para entrar en el análisis de la naturaleza misma de la fe, que “no consiste simplemente en un acto intelectual de aceptar como verdaderas ciertas afirmaciones” sino que se trata de “un acto de confianza en Dios”. Pero ¿no es necesario creer primeramente en la existencia de Dios para poder luego tener en Él confianza? Ciertamente que el contenido de la fe va más allá de la creencia en que Dios existe; detrás de todo este entramado -en el mejor sentido de la palabra- yace el misterio de la fe, que el autor no intenta resolver en cuatro páginas, pero sí significar su transcendencia, en cuanto que es un nexo de unión entre el hombre y su Creador.

¿Es el libro más apasionante que curioso, más interesante que misterioso, más atrayente que denso? Podemos volver del revés todos estos calificativos, anteponer los postreros a los que van delante. El volumen participa de todos ellos, es de lectura sumamente amena, está respaldado por un hondo conocimiento de las Escrituras, y cada lector podrá obtener de sus páginas muy diferentes frutos. Cada uno tenemos una formación y unas perspectivas propias; a todos, por unos u otros caminos, nos llega el libro que tenemos en las manos, y al que debo horas de reflexión y horas de distracción. Y como de todo ello ando necesitado, gracias.

Alberto de la Hera y Pérez de la Cuesta

Vicepresidente de la International

Religious Liberty Association

Catedrático emérito de Derecho

Canónico y de Historia de América de la

Universidad Complutense de Madrid