elit133.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Candace Schuler

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una sola noche, n.º 133 - septiembre 2018

Título original: Good Time Girl

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-086-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Roxanne Archer preparó su estrategia como si fuera un militar condecorado… o un cazador al acecho.

La primera parte de su plan consistía en allanar el terreno, por lo que estudió con atención al sujeto y trazó su itinerario. Hizo una lista con sus requisitos, la repasó tanto como fue necesario y ahorró el dinero suficiente.

Le llevó casi seis meses conseguirlo.

La segunda parte implicaba el reconocimiento general y la vigilancia individual. Siguió a varios aspirantes posibles, y los observó en su hábitat natural antes de decidirse por uno. Entonces llegaba el turno de estrechar el cerco alrededor del elegido y de aprender sus costumbres y aficiones.

Eso apenas le llevó dos semanas.

La tercera parte era prepararse para la inminente campaña. Para ello se puso en manos de los pertinentes expertos en depilación, peluquería y maquillaje.

Esa fase solo duró un par de días.

Finalmente, estaba preparada.

Era el momento de conseguir a un apuesto y peligroso vaquero.

1

 

 

 

 

 

«Bueno, cariño, tienes que saber que los vaqueros son todos unos hijos de perra y que no te puedes fiar de ninguno de ellos, especialmente de los más guapos. Recuerda que se valen de su encanto para conseguir lo que quieren, por lo que si picas el anzuelo acabaras con el corazón destrozado. No lo olvides, cariño, porque esto que te digo es una verdad inmutable».

Roxanne Archer recordó aquellas palabras mientras aparcaba frente al Ed Earl’s Polynesian Dance Palace. Nadie iba a apartarla de su objetivo, ni siquiera un viejo ex jinete de rodeos de San Antonio.

Iba a encontrar a un vaquero.

Al más guapo y letal de todos, y si le rompían el corazón en el intento, allá ella. Después de todo, siempre sería mejor un corazón destrozado que uno seco y marchito… sin mencionar las otras partes de su anatomía con riesgo de deshidratación irreversible.

Apagó el motor del Mustang y se quedó unos minutos sentada, con la mano en la llave y el pie en el freno, contemplando las luces de neón de aquel local apartado en las afueras de Lubbock, Texas.

Pensó en la sucesión de acontecimientos que la habían llevado hasta allí, en mitad de sus vacaciones veraniegas. Roxanne había sido una buena chica, durante sus veintinueve años, excesivamente buena, y quería ponerle remedio antes de que fuera demasiado tarde.

Para ello, nada mejor que contar con la ayuda de un peligroso vaquero.

—No pienso volver hasta que encuentre a uno —se murmuró a sí misma mientras comprobaba su imagen en el espejo retrovisor.

Era increíble lo que un nuevo corte de pelo podía hacer en una mujer, combinado con un brillante pintalabios tan rojo como el coche y ropas nuevas. El peinado se le había deshecho desde que salió del hotel, pero, como le había asegurado la joven peluquera de Dallas, un aspecto descuidado mejoraba considerablemente el resultado.

Cuando pensó en el conjunto de lencería sexy que llevaba puesto, un tanga con estampado de leopardo y un sujetador que realzaba sus pechos, se sintió salvajemente distinta a la aburrida persona que solía ser. Abrió la puerta con decisión y salió del coche.

Al plantar su metro ochenta de estatura en el suelo de gravilla a punto estuvo de perder el equilibrio por culpa de las botas rojas de rodeo. No estaba acostumbrada a andar con tacones tan altos, pues no le gustaba elevarse sobre los hombres más de lo necesario.

Pero aquella vez no era la misma niña buena con zapatillas deportivas de siempre, y no importaba si dejaba a los demás por debajo o no. Además, siempre había querido llevar unas botas rojas de vaquero, desde que soñara en su infancia con ser una peligrosa reina a caballo, como Belle Starr o Cat Ballou. En ninguna parte había leído que las reinas llevasen botas, pero aun así se atrevió a pedirle unas a su madre.

Charlotte Hayworth Archer le había advertido contra sus escasas posibilidades de modelo y calzado, pero le compró unas botas de montar marrones y la inscribió a clases de hípica, esperando que aquello sirviera para que Roxanne cambiara sus aspiraciones por otras socialmente más aceptadas.

Y, en cierto modo, tuvo éxito. Roxanne aprendió a no manifestar su admiración por las mujeres poco convencionales, y no volvió a pedir unas botas rojas.

Al cabo del tiempo casi llegó a olvidar que alguna vez las había deseado. Las jinetes de doma no las llevaban, ni tampoco las estudiantes honoríficas ni los miembros del Club Latino. Y el día de la graduación ninguna alumna había subido al podio con botas rojas. Sí podían calzarlas las animadoras o las integrantes del grupo de teatro, pero ella era demasiado alta, cohibida… y sosa para esos papeles. Pasó por el instituto sin llamar la atención, y lo mismo le estaba pasando en la veintena. A los veinticuatro años mantuvo una relación con un profesor de la escuela privada donde impartía clases de Literatura inglesa y Latín, pero en los tres años que duró no consiguió ni que él se acordara de cómo le gustaba el café, con solo media cucharada de azúcar, ni que se diera cuenta de que sus orgasmos eran fingidos.

Esa era la razón que la había llevado hasta aquel garito de Lubbock, con unas botas de vaquero y la minifalda más corta que hubiera llevado en su vida.

Roxanne Archer estaba preparada para dar el salto y llamar la atención del mundo. Como dijo Auntie Mame, otra de sus ídolos inconvencionales, estaba lista para: «¡Vivir, vivir y vivir!».

Al menos, durante sus vacaciones de verano.

Se miró las uñas de las manos, pintadas con un llamativo esmalte rojo, y se pasó las palmas por las caderas para asegurase de que la minifalda vaquera cubría todo lo que debía cubrir.

Alguien silbó de admiración.

Inconscientemente, Roxanne se puso rígida, como si hubiera recibido un insulto o una amenaza. Pero enseguida recordó su misión e hizo un esfuerzo por relajarse. Se había vestido así para llamar la atención, ¿no? Bueno, pues lo estaba consiguiendo. Lo siguiente era saber qué hacer.

Miró por encima del hombro y le dedicó a su admirador una sonrisa supuestamente maliciosa.

La respuesta fue tan inmediata como gratificante…

El hombre caminó hacia ella arqueando exageradamente las piernas. Era el modo de andar propio de un jinete.

—Vaya, vaya… Hola, muñeca.

Media más de un metro ochenta y era tan ancho de espaldas como un toro. Una enorme hebilla decoraba su cinturón, y una amplia sonrisa le iluminaba el rostro bajo el sombrero Stetson.

Parecía demasiado honesto y bueno, y Roxanne estaba empeñada en buscar el peligro. Sin embargo, un vaquero seguía siendo un vaquero, aunque tuviese la nariz chata y la cara llena de pecas. Además, al menos le serviría de práctica…

—Hola, encanto —le respondió con voz melosa. Su acento era una perfecta imitación del vaquero de San Antonio. La ligera inclinación de cabeza era resultado de dos semanas de práctica ante el espejo. Sorprendentemente, funcionó.

El vaquero se acercó más y apoyó una de sus grandes manos en la puerta del coche. El olor a caballo, jabón y colonia la embriagó.

—¿Has venido sola, muñeca?

Roxanne pensó en hacer lo que hubiera hecho en cualquier otro momento de su vida. Huir. En vez de eso empujó la puerta con la cadera y le lanzó una mirada provocativa.

—He quedado con alguien dentro.

—¿Con una amiga? —preguntó. Ofrecía un aspecto tan ansioso que Roxanne no pudo evitar una sonrisa.

—Con mi novio —le tocó el pecho con la punta del dedo índice—. Y es muy celoso, cariño, así que yo de ti tendría mucho cuidado.

La sonrisa del vaquero se ensanchó.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo si tú lo estás, muñeca. Podemos irnos antes de que sepa que estás aquí. Tengo la camioneta ahí.

Roxanne soltó una carcajada y negó con la cabeza. Sus rubios cabellos reflejaron la luz rosada de los flamencos de neón.

—No me gustaría llevar tu muerte sobre mi conciencia, cariño. Pero gracias por la invitación —suspiró con pena—. Es una oferta muy tentadora. Difícil de rechazar… si no estuviese comprometida.

Le dio un golpecito en el pecho y, tras meterse las llaves en el bolsillo de la falda, echó a andar. Los altos tacones y la gravilla del suelo la obligaban a moverse con lentitud y a balancear sensualmente las caderas.

—Oh, Dios… —lo oyó decir a sus espaldas.

No podía creerse que hubiera sido tan fácil, pensó con deleite mientras exageraba aún más el movimiento de los muslos.

Con una triunfante sonrisa empujó la puerta y entró como si fuera la dueña del local.

Fue como si hubiera entrado en otro mundo… igual que Dorothy al llegar a Oz. Se quedó parada y parpadeó con asombro ante aquel ambiente cargado de humo, ruidoso y cutre… maravillosamente cutre.

Farolillos de papel colgaban de palmeras de madera, peces de plástico pendían del techo, y las paredes estaban cubiertas de pelotas de playa, flamencos de varios tamaños y redes de pescador tachonadas con salvavidas. En todas las mesas se veían muñequitas giratorias bailando el hula-hula, esa clase de muñecas que llevaban en el coche la gente de dudoso gusto.

Las camareras vestían camisas hawaianas de colores chillones, con guirnaldas y botas. Sobre un pequeño escenario con forma de balsa de troncos tocaba una banda de cuatro músicos, y la enorme pista de baile estaba abarrotada de gente saltando, girando y pateando el suelo pintado de azul.

La sonrisa de Roxanne se desvaneció. Bailar nunca había sido su punto fuerte, pero no porque no le gustase. Le encantaba, pero las adolescentes con gafas, metro ochenta de estatura y afán por el estudio no tenían muchas oportunidades para aprender los últimos pasos que se bailaban en las fiestas del instituto. Por insistencia de su madre recibió clases de baile de salón, y la experiencia no pudo ser más embarazosa, bailando con una desmotivada pareja que apenas le llegaba a la barbilla.

Como estaba decidida a que ningún obstáculo la echase para atrás, se había pasado seis semanas ensayando en secreto para su aventura en el Salvaje Oeste. Pero nada de lo que había aprendido se parecía a lo que se bailaba en la pista del Ed Earl’s Polynesian Dance Palace. Estaba claro que sus profesores, una adinerada pareja con camisas de tejido escocés, nunca habían estado en un local de Texas.

—¿Bailas?

Roxanne desvió la mirada y se encontró a otro vaquero que le sonreía bajo su sombrero negro. Aquel era más delgado, con unos penetrantes ojos oscuros y un ligero parecido a John Travolta. Por desgracia no parecía tener más de veinte años.

Aun así era alentador que se fijaran en ella nada más cruzar la puerta, y si no hubiera estado tan segura de que haría el ridículo en la pista de baile, tal vez hubiera aceptado su proposición.

—No, gracias —le respondió con una sonrisa—. He quedado con alguien —indicó con el brazo la barra y las mesas que estaban al otro lado de la pista azul.

—¿Qué te parece si vamos bailando hasta allá? Una cosita como tú puede pasarlo mal si intenta atravesar esa multitud por sí misma.

En sus veintinueve años la habían llamado «flaca», «canija», «espárrago»… Pero nunca «cosita». Y encima por alguien que le sonreía como si lo dijera en serio. Fue algo irresistible.

—Está bien, cariño —le dijo. De repente se sentía pletórica de erotismo y poder femenino. Si podía recibir un calificativo como «cosita» de un joven y apuesto vaquero, podía conseguir cualquier cosa. Incluso bailar en público—. Te concedo un baile. El hombre con el que he quedado puede esperar.

El joven gritó alborozado, como si le hubiera tocado la lotería, y la llevó de la cintura a la pista antes de darle tiempo a cambiar de opinión.

—Un solo baile —insistió ella.

Fueron dos.

El primero apenas contó, ya que iba por la mitad cuando empezaron.

El segundo fue el de Cotton-Eyed Joe y, según su acompañante, en cualquier parte de Texas hubiera sido una afrenta abandonar la pista cuando sonaba esa canción.

Roxanne aceptó ese argumento más falso que Judas, pero se mantuvo firme cuando el joven intentó engatusarla para una tercera ronda.

Por muy guapo que fuese, ¡y era condenadamente guapo!, ella tenía otros planes para la noche y ya iba siendo hora de llevarlos a cabo.

—He quedado con alguien —le recordó—. Y dijiste que me llevarías bailando hasta allí. ¿Te acuerdas, cariño?

El vaquero se encogió de hombros en un exagerado gesto de obediencia y decepción, y la llevó hasta el borde de la pista. Antes de soltarla la hizo girar en una serie de rápidas vueltas y acabaron con los dos cuerpos pegados.

Roxanne se echó a reír, casi sin aliento, y le puso una mano en el hombro para guardar el equilibrio. Sus rostros estaban separados por escasos centímetros y el modo en que la miraba le hizo reconsiderar su definición de «peligroso».

—Oh, cielos… —llevó la mano hasta su pecho e intentó apartarlo un poco, pero no consiguió moverlo—. Bueno… eh… ha sido muy estimulante —le dijo olvidando el acento—. Gracias.

—Gracias a ti —respondió él, e inclinó la cabeza hacia delante con inconfundible intención. Ella se echó hacia atrás, todo lo que le permitía el brazo que la rodeaba por la cintura—. ¿Es eso un «no»?

—No… quiero decir, sí. Es un «no» —balbuceó. Sentía una curiosa mezcla infantil de miedo y triunfo.

¡Había querido besarla!

No iba a permitírselo, desde luego. Era solo un crío, más joven que su hermano menor, Edward, que estaba en su penúltimo año en Brown. Pero aun así… ¡Aquel John Travolta había querido besarla! Era un pensamiento muy excitante, y si la diferencia de edad hubiera sido menor…

—¿Seguro que no puedo hacerte cambiar de opinión? Sé otras muchas cosas estimulantes… que podríamos hacer juntos —su voz adquirió un tono más provocador al tiempo que la apretaba contra él.

—Sí, seguro que las sabes —dijo ella con voz remilgada. ¿Cómo se había metido en eso y cómo iba a salir?—. Pero he quedado… —contuvo la respiración cuando él le acarició la mejilla.

—Tienes una piel muy suave —le murmuró mientras deslizaba el dedo hasta su cuello. Los ojos le brillaban con intenso calor masculino—. ¿Todo en ti es tan suave?

—No —le agarró la mano antes de que siguiera su infalible descenso hacia la blusa. Esa vez no había duda ni confusión en la respuesta.

El joven vaquero la soltó con un suspiro.

—Me ha gustado mucho el baile… los bailes —le dijo con una sonrisa cortés—. Y si cambias de idea solo tienes que gritar y acudiré en el acto.

La aceptación de su rechazo incrementó aún más la confianza de Roxanne. Parecía que su alter ego se desenvolvía bien en el duelo de sexos.

—¿Y qué nombre tendría que gritar, cariño? —inclinó la cabeza y lo miró por debajo de las pestañas—. Por si cambio de idea.

—Clay —le tendió la mano—. Clay Madison.

—Roxy Archer —era el diminutivo que había decidido adoptar con su papel.

—Muy bien, Roxy, ha sido un verdadero placer —se llevó la mano a los labios y la besó en los nudillos antes de soltarla—. Recuérdalo. Grita si cambias de idea.

—Lo haré —le aseguró ella, sabiendo que eso no ocurriría.

Clay Madison también lo sabía. Se tocó el ala del sombrero en un gesto de despedida y la dejó en el borde de la pista, mientras él se dirigía hacia una joven con vaqueros ajustados y un pecho más grande de lo que Roxanne podría tener, incluso con un sujetador de realce.

—Estupendo —se dijo a sí misma viendo cómo se ponía a bailar con ella—. Con la misma facilidad con la que vienen, se van.

No tenía la menor duda de que, si hubiese querido, estaría en ese momento pegada a Clay Madison y con su mano en el trasero. Era un pensamiento reconfortante. Hasta aquella noche no conocía su habilidad para inspirar el deseo en los hombres. Pero el vaquero del aparcamiento y Clay le habían demostrado que podía hacerlo. Todo lo que necesitaba era una minifalda ajustada, una sonrisa provocativa y un insinuante parpadeo.

Era sorprendente que hubiera tardado veintinueve años en descubrir algo tan simple. Pero al fin lo había aprendido, e iba a hacer buen uso de ello. Asintió con seguridad y se dirigió hacia la barra. Su sensual movimiento de caderas atrajo más de una mirada de admiración.

—Lone Star —le pidió al sonriente camarero.

Rechazó el vaso que le traía junto a la cerveza y se dio la vuelta para observar a los hombres que jugaban al billar en un rincón. Se llevó la botella a los labios y tragó saliva.

Allí estaba.

Su atractivo y peligroso vaquero.

Bajó la botella helada hasta su rodilla y lo contempló. No era tan guapo como el joven Clay Madison, pero ella no quería alguien parecido a una estrella de cine. Quería alguien con un rostro curtido y varonil. Un vaquero auténtico, no una imitación.

Y el vaquero de la mesa de billar era más auténtico que ninguno.

Era alto y esbelto, con anchos hombros, estrecha cintura y fuertes muslos. Tenía el rostro marcado por la experiencia, con finas arrugas alrededor de los ojos y sobre la bronceada piel de las mejillas. Sus andares eran los propios de un hombre que valoraba la paciencia, y era mayor que los otros jinetes de rodeo. Aquel dato era muy importante para una mujer que estaba a punto de cumplir los treinta.

El pelo oscuro apenas le sobresalía por debajo del sombrero. Llevaba una camisa azul lisa, unos vaqueros ligeramente ajustados, y la hebilla plateada del cinturón tenía el tamaño apropiado. Su sola presencia transmitía serenidad y confianza en su mismo, sin necesidad de demostrar sus proezas o hacer ostentación de su físico.

Roxanne llevaba observándolo dos semanas, y al fin estaba segura de su decisión. Nadie más merecía la pena.

El hombre se inclinó sobre la mesa dispuesto a golpear la bola. El sombrero le cubría el rostro y no parecía advertir a la mujer que lo miraba.

Roxanne se quedó con la vista fija en él, deseando que levantara la mirada.

Según decían los libros que leyó en su entrenamiento, el modo más fácil que una mujer tenía para atraer a un hombre era mediante el contacto visual. Una mirada directa y prolongada, humedecerse los labios, pasar la punta de los dedos por el borde del vaso… Todo era inútil si él no le devolvía la mirada. Los artículos de seducción no habían previsto que el sujeto deseado no se fijara más que en las bolas de billar.

Estaba considerando la posibilidad de acercarse y probar una táctica más directa cuando, de repente, él elevó muy despacio la cabeza y movió los hombros, preparado para golpear la bola.

Roxanne pudo ver cómo su mandíbula cuadrada emergía de las sombras del sombrero, la curva esculpida de sus labios, sus pómulos marcados del color de los doblones antiguos… y el increíble azul de sus ojos cuando finalmente la miró.

Sus miradas se encontraron.

Y se mantuvieron.

Roxanne sintió que le flaqueaban las rodillas. Serenidad, se ordenó a sí misma. No era el momento de de ruborizarse como una niña tímida. Serenidad. Había captado su atención; lo próximo era conseguir atraerlo hacia ella.

Igual que había hecho cientos de veces frente al espejo, alzó su mano libre y se acarició el borde de la blusa, pasando los dedos sobre el escote que ofrecía el sujetador de realce.

El hombre siguió con la mirada el movimiento de los dedos, y cuando volvió a mirarla a los ojos lo hizo con una clara expresión de curiosidad sexual.

Roxanne sintió a la vez el miedo, la excitación y el estremecimiento de su poder femenino. Lo había conseguido. Lo había atrapado. Todo lo que tenía que hacer era tirar del anzuelo.

«Ven con mamá», pensó mientras le dedicaba una inconfundible sonrisa de invitación.

2

 

 

 

 

 

A Tom Steele le llevó diez segundos convencerse de que la rubia del mostrador lo estaba mirando a él. No era la primera vez que llamaba la atención de una mujer, pero las chicas que frecuentaban el Ed Earl’s solían ir detrás de los grandes trofeos. Jóvenes presumidos y arrogantes, no como él.

Acababa de entrar en la treintena, por lo que era mayor que casi todos los vaqueros de aquel garito. Pero ni siquiera en su juventud había hecho gala de sus logros ni se había paseado con enormes hebillas en el cinturón. Estaba orgulloso de lo que era: un jinete de rodeos los fines de semana y un trabajador en un rancho el resto de los días.

O, más bien, eso era lo que había sido.

Aquel año había decidido ir a por todas y vivir a lo grande. Dejó el rancho y se dedicó a recorrer el estado en su camioneta, yendo de rodeo en rodeo y viviendo de la comida rápida y el café.

Era una buena vida, mientras durase. Los días eran más calurosos y sucios, y pasaban por largos períodos de inactividad y aburrimiento antes de volver a la emoción de una nueva doma. Solía pasar las noches en la carretera o en garitos como aquel, y no tenía más responsabilidades ni preocupaciones que preguntarse cuál sería el siguiente caballo en montar y asegurarse un buen precio por su actuación.

Lo único que echaba de menos de su última aventura amorosa era… precisamente eso, una última aventura amorosa.

Pero parecía que las cosas empezaban a mejorar en ese aspecto.

—Maldita sea, Tom, ¿vas a quedarte mirando embobado a esa chica o piensas jugar de una vez?

Tom se incorporó, sin apartar la vista de la mujer, y le tendió el taco al vaquero que le estaba llamando la atención.

—Voy a jugar.

—¡Pero si te has apostado veinte dólares en la partida! —le recordó el otro.

—Considéralo una retirada —respondió él—. Creo que he encontrado un juego más interesante.

Sin atender a los gritos que su comentario provocó entre sus compañeros, rodeó la mesa y se dirigió hacia la barra con calma y decisión, del mismo modo con que se acercaba a la rampa de un rodeo.

Ni el ruido ni el humo le hicieron apartar la mirada de su objetivo. Ella tampoco dejó de mirarlo; no se ruborizó ni se echó a reír como una tonta ni se echó hacia atrás el pelo. Se quedó sentada junto a la barra, con la espalda recta, las piernas cruzadas y la mano sobre el pecho.

Tom vio que era más alta que los ansiosos vaqueros que la rodeaban. Alta y esbelta, con cierto refinamiento en su expresión y un aspecto de niña mimada difícil de ocultar. Su pelo, corto y rubio, estaba tan despeinado como si acabara de levantarse de la cama, y los labios tenían un brillo rojo, como si acabara de pintárselos. La minifalda dejaba ver unas piernas bien contorneadas, y el cuello de la blusa estaba lo bastante bajo para ofrecer una tentadora vista de su escote. Y aquellas uñas, largas y coloradas…

Sí, no había duda de que sabía lo que estaba haciendo, por muy despreocupada que intentara mostrarse mientras se acariciaba el pecho. Con aquella misteriosa y desafiante sonrisa parecía estar esperando para engullirlo cuando se acercara lo suficiente.

Tom sintió que la sangre le hervía en las venas. Aquello era peor que estar montado sobre un animal de cuatro toneladas, esperando que se abriera la puerta de la pista.

Hizo lo que siempre hacía ante una situación difícil. No importaba si se trataba de una mujer o de un caballo. A los dos había que enseñarles quién era el jefe… especialmente a mujeres como aquella.

Se detuvo a poca distancia de sus rodillas desnudas, cubriendo con su cuerpo todo su ángulo de visión, y la desafió con la mirada.

Su descarada sonrisa vaciló un poco y con la punta de la lengua humedeció nerviosamente el labio inferior, pero no apartó los ojos de los suyos.

—¿Quieres que te invite a un trago, vaquero?

Su voz era débil y ronca, y se adivinaba un acento exótico bajo la fingida entonación texana. A Tom le gustaba lo exótico, sobre todo cuando se presentaba en forma de mujer rubia y desvergonzada. Se tocó con el pulgar el ala del sombrero y, sin decir nada, puso la mano sobre el mostrador.

Ella retrocedió un poco y su mirada decayó por un breve segundo. Pero enseguida se enderezó y alzó el mentón, tan regia como una princesa. Los dos se enfrentaron en un silencioso intercambio de miradas, azul contra castaño dorado, hombre contra mujer, yin contra yang, mientras la especulación, la curiosidad y la más pura energía sexual vibraban entre ellos.

—¿Y bien? —le volvió a preguntar arqueando las cejas—. ¿Te apetece un trago o no, cariño?

Tom reprimió una sonrisa. ¡Demonios, cómo le gustaban las mujeres con tanto descaro! Puso la otra mano sobre la barra, de modo que la tuvo atrapada entre sus brazos.

—¿Qué te parece si nos saltamos los preliminares y vamos directos al grano? —su voz era profunda y sensual.

Ella lo miró con ojos muy abiertos, y él creyó ver que tragaba saliva.

—¿Saltarnos los preliminares?

Él se acercó un poco más, dominándola con su fuerza y alta estatura. No pudo evitar una sonrisa al ver cómo la echaba hacia atrás.