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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Joanne Rock

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un poco de emoción, n.º 131 - septiembre 2018

Título original: Silk, Lace & Videotape

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-909-0

Índice

 

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En los casi diez años que llevaba en el cuerpo de policía de Nueva York, el detective Duke Rawlins jamás había permitido que algo lo distrajera del cumplimiento de su deber. Lástima que la foto de archivo de la diseñadora Amanda Matthews no lo supiera.

Duke se estiró en el reducido espacio de su coche patrulla sin distintivos. Pasó un dedo sobre la granulosa fotografía en blanco y negro grapada al expediente de su caso más reciente. Esa mañana, tenía que detener al traficante de drogas con el que Amanda salía. Y el hecho de que se le llenara la boca de saliva pensando en una niña bien de Manhattan con más contactos en el hampa que invitaciones para cenar, no iba a resolverle la papeleta.

Y, de todos modos, ¿desde cuándo le gustaban a él las niñas bien? Hacía sin duda poco tiempo que la familia de Amanda Matthews aparecía en los anales de sociedad, pero su padre era el modisto predilecto de todos los peces gordos del hampa neoyorquina. Y, al parecer, Amanda iba a seguir los pasos de su papaíto.

Lo cual a él lo traía, naturalmente, al fresco.

Duke cerró bruscamente el expediente y lo tiró al otro lado del asiento corrido del coche. No había duda de que llevaba demasiado tiempo siguiéndole los pasos a Victor Gallagher, el novio de Amanda.

Porque, ¿qué más le daba a él que Amanda Matthews tuviera unos altos pómulos y unos labios carnosos que le daban el aire de una estrella de cine de los años cincuenta? Seguramente, Amanda saldría en cualquier momento del apartamento de Gallagher, tras pasar con él una tórrida noche de sexo. Quizá, al toparse con aquel hecho irrefutable, Duke volvería a concentrarse en su trabajo. Y en el ascenso que le depararía la detención de Gallagher.

Duke palpó un momento su revólver y el bolsillo en el que llevaba la placa, y se sintió aliviado por no ser uno de esos tipos que se distraían en el cumplimiento de su deber. Echando mano al tirador de la puerta, se preparó para realizar la detención clave en el desmantelamiento de la organización de tráfico de drogas del distrito de la moda. Y, cuando acabara aquel día, Duke arrumbaría de buena gana la foto de Amanda en un archivador, en los lúgubres sótanos de la comisaría.

Siempre y cuando no estuviera relacionada con los delitos de su novio, claro.

Duke se disponía a salir a la fina llovizna de fines de primavera cuando un taxi se detuvo frente al portal del edificio de apartamentos que estaba vigilando. El coche amarillo brillante le pareció una pincelada de color en medio del día gris. Instintivamente, Duke volvió a cerrar la puerta de su coche. Desde donde estaba situado, al otro lado de la calle, a unos pocos edificios de distancia, podía ver ambos lados del taxi.

El recién llegado no sería probablemente más que otro lechuguino de esos que vivían en la zona de moda del Lower West Side. Claro que la larguísima pierna de mujer que emergió del coche no parecía pertenecer a uno de aquellos tipos.

No. Aquella esbelta pantorrilla y aquella finísima rodilla estaban envueltas en un ligero velo de color rosa, como si una hábil araña hubiera tejido una tela de algodón de azúcar a su alrededor. Rematando aquella pierna suculenta enfundada en seda rosa, había un zapato fucsia que parecía más apropiado para pisar las alfombras de una alcoba que para chapotear en el pavimento encharcado de la calle Veintiocho Oeste.

Duke reconoció enseguida aquel zapato. La muñeca Barbie que le había comprado a su sobrina hacía dos años llevaba unos muy parecidos. Pero era la primera vez que veía unos zapatos tan incómodos en los pies de una…

De una mujer de carne y hueso.

Duke tragó saliva justo en el instante en que la segunda pierna descendía hacia el asfalto. Empezó a sudar cuando una figura en forma de reloj de arena, cubierta con una gabardina, se deslizó fuera del taxi. Y se quedó boquiabierto al ver aquel pelo castaño claro y aquel morrito de estrella de cine que tan bien conocía.

Amanda Matthews había llegado.

Duke se recordó que debía respirar. Y pensar. Tenía un trabajo que hacer, maldita fuera.

Pero, por desgracia, no podía dejar de pensar en lo raro que era que la hermosa novia de Victor Gallagher entrase en el edificio de apartamentos de este a las nueve de la mañana, en vez de salir de él. ¿Podía considerarse que, al pensar en Amanda, estaba distrayéndose, o más bien que estaba reflexionando sobre el caso?

Maldición. Al parecer no podría librarse de Amanda Matthews tan fácilmente.

 

 

A Amanda nunca le había gustado especialmente el forro de seda de su gabardina. Hasta que salió de un taxi con aquella prenda como una única vestimenta.

Bueno, casi, casi.

Los corchetes metálicos del liguero le arañaron ligeramente los muslos al saltar un charco, en la calle Veintiocho Oeste. Aquel delicioso roce le recordó que, en efecto, llevaba algo bajo la amplia gabardina de color beige. Aunque, en realidad, el corsé de encaje rosa y las braguitas a juego no podían considerarse propiamente prendas de vestir. Esa mañana, Amanda iba dispuesta a desnudarse delante de su novio, si con ello conseguía deshacerse de su imagen de niña buena. ¿Acaso su vida no se merecía una cierta dosis de aventura? Antes de que Victor le dijera: «esperaremos hasta la noche de bodas», haría que la mirara con algo más que con tierno afecto.

Naturalmente, Amanda no tenía intención de quitarse la gabardina así, sin más. No, nada de eso. Había planeado la escena de la seducción con el mismo cuidado y la misma precisión que había puesto para pasar de ser una simple escaparatista a convertirse en una reputada diseñadora de moda. No se quitaría la gabardina hasta que le hubiera dado a su honorable novio la oportunidad de echarle un vistazo a su arma secreta: el vídeo.

Al llegar al edificio de Victor, Amanda se tocó el bolsillo para asegurarse de que la cinta seguía allí.

Aquella era posiblemente la cosa más inteligente o la más absurda que había hecho en toda su vida. Pero, en cualquier caso, a partir de ese día sabría si Victor y ella tenían algún futuro juntos. No estaba dispuesta a confiar en que la química sexual apareciera porque sí, mágicamente, en su noche de bodas.

Extendió la mano hacia la puerta, percatándose demasiado tarde de que su laca de uñas color «rosa flor de pasión» no iba tan a tono con su conjunto fucsia como ella creía. Maldición. Victor era un fanático de la moda, igual que el padre de Amanda. ¿Y si, al ver el provocativo striptease que había grabado para él, solo se fijaba en que el color de su laca de uñas no iba con el del encaje y la licra de su ropa interior?

—Olvídalo —se dijo, negándose a permitir que sus viejas inseguridades asomaran la cabeza en ese momento. No había llevado sus diseños a las pasarelas de Nueva York y Milán a fuerza de cuestionarse continuamente su buen criterio.

Antes de que lograra abrir la pesada puerta de madera, una ancha mano de hombre apareció en su línea de visión, abriéndola por ella.

—Permítame —dijo a su espalda una sedosa voz de barítono, sobresaltándola.

Amanda se dio la vuelta para darle las gracias a aquel ejemplar de caballero neoyorquino en peligro de extinción, y de repente se encontró mirando pasmada unos ojos azules como los de Sinatra, una mandíbula de granito, un mentón con hoyuelo incluido y un pelo rubio, más bien largo, pinchudo y desordenado. Menudo ejemplar. Comparados con aquel hombre, los modelos de los desfiles de su padre eran tan blandengues como copias al carboncillo de un muñeco Ken.

Amanda olvidó lo que estaba a punto de decir. Lo único que se le ocurría era que aquel tipo tenía más carisma en el blanco de los ojos que todos esos modelos juntos.

Y también tenía un anchísimo pecho bajo aquella espantosa corbata.

El hombre se inclinó hacia ella ligeramente, y de pronto Amanda notó avergonzada el leve susurro del encaje bajo la gabardina. La mirada azul de aquel hombre parecía penetrar directamente hasta su piel.

Él le guiñó un ojo.

—Nunca hay un portero a mano cuando uno lo necesita, ¿verdad?

Al oírlo, Amanda dio un respingo y recordó que no estaba soñando despierta otra vez. Estaba realmente cara a cara con un hombre que parecía salido de un sueño, y solo se le ocurría mirarlo pasmada, como una adolescente crecidita. Aunque, en realidad, ella en su adolescencia jamás se había puesto unas braguitas de encaje.

—Gracias —balbució, vagamente molesta porque un hombre guapo pudiera distraerla de su propósito.

Quería casarse con el culto y refinado Victor Gallagher, ¿no? Pues, siendo así, no tenía ninguna necesidad de sentir una atracción fugaz por aquel desconocido cuya sonrisa invitaba al pecado.

Al entrar en el edificio, una ráfaga de viento levantó el bajo de su gabardina. La fría brisa hinchó la prenda y subió audazmente por sus muslos. Amanda sintió un escalofrío y pensó que sin duda se debía a la brisa y no a los pensamientos que le provocaba el desconocido. Mortificada por imágenes en las que veía su liguero expuesto a ojos del mundo, y sobre todo a los del hombre que iba tras ella, Amanda se ciñó un poco más la gabardina al cuerpo. Mientras caminaba apresuradamente hacia el ascensor, sentía la presencia del hombre que caminaba con lentitud a su espalda. Las puertas del ascensor se estaban cerrando, pero tal vez si se daba prisa…

—¡Espere! —gritó, y echó a correr, pero estaba tan deseosa de escapar del atractivo desconocido que se olvidó de sus zapatos de muñequita y estuvo a punto de torcerse un tobillo.

De pronto, ante sus ojos aparecieron imágenes aún más horribles que las anteriores. Si se caía en medio del vestíbulo, el hombre que iba tras ella le vería algo más que el liguero. Del elegante moño francés que había tardado media hora en hacerse empezaron a escaparse descarriados mechones de pelo. ¿Cómo era posible que un completo extraño la turbara de aquel modo?

Amanda respiró hondo para intentar calmarse y aguardó el siguiente ascensor diciéndose que, una vez iniciara una relación íntima con Victor, no volvería a ser víctima de aquellas tentaciones. Seguramente, lo que le pasaba era que estaba muy necesitada de atenciones masculinas. Sobre todo, teniendo en cuenta que llevaba años de celibato involuntario.

Seguro que era eso.

O eso esperaba, al menos, porque las ballenas del corsé le estaban rozando los pechos de manera insoportable. Sin duda, a ello se debía la sensación de tirantez que notaba en los pezones, y no a los lentos pasos de Ojos Azules, que seguía acercándose a ella.

De adolescente, siempre había intentado pasar desapercibida porque pesaba quince quilos de más y porque se había empeñado en triunfar profesionalmente en el glamuroso mundo de su padre. Luego, años más tarde, había seguido pasando desapercibida porque era la hija del famoso diseñador Clyde Matthews y nadie quería liarse con la hija de un hombre que tenía fama de conocer a todos los peces gordos del hampa.

Todo lo cual la había impulsado a prender fuego al mundo de la moda con sus propios diseños. Pero también la había dejado prácticamente tan falta de experiencia como una monja, a sus veinticinco años. Su primer y único encuentro sexual con un colega de profesión había dado como resultado la repentina desaparición del chico, que al parecer había decidido apuntarse a un curso de artes plásticas en algún lugar de Utah. Sin duda, el poderoso padre de Amanda había influido en semejante decisión. Sin embargo, Clyde Matthews no había puesto ninguna pega a la relación de su hija con Victor Gallagher, su principal proveedor de telas.

Quizá cuando se sintiera más unida a Victor, Amanda consideraría sus repetidas ofertas de matrimonio. Lo único que tenía que hacer era impulsar su relación hasta el nivel siguiente para asegurarse de que eran realmente compatibles. Y tratar de ignorar a los atractivos desconocidos con los que se topaba por la calle.

Mientras permanecía de pie entre las palmeritas del vestíbulo, Amanda intentaba contener un ataque de nervios. Los pasos del desconocido se acercaban, haciéndose cada vez más fuertes. Su radar empezó a sonar enloquecidamente cuando el hombre volvió a colocarse a su lado. Bajo la gabardina, se le puso la piel de gallina otra vez. El forro de seda rozaba su carne, atormentándola impíamente.

Sin duda se sentía así por culpa de la lencería y de los tacones de aguja, que agudizaban su sentido del pudor. Ella, sencillamente, no era la clase de chica que se ponía esas cosas. Ella, al fin y al cabo, había ido a un colegio de monjas. Rara vez se mezclaba con las gentes del sofisticado mundo de su padre. De momento, había logrado evitar la vida tumultuosa que reflejaban las revistas de sociedad y prefería pasar su tiempo libre encerrada en casa.

Además, aquella era la primera vez en su vida que iba desnuda debajo de la gabardina.

—¿Sube? —preguntó el desconocido del pelo de punta cuando la puerta del ascensor se abrió ante ellos.

Su voz tersa le produjo a Amanda un ligero estremecimiento. Aunque no parecía que las ráfagas de viento fueran un peligro dentro de un ascensor, Amanda decidió que toda precaución era poca y cruzó los brazos sobre el pecho, ciñéndose más aún la gabardina.

Asintiendo, entró delante de él en el reducido espacio del ascensor. Pronto estaría a salvo en el apartamento de Victor y aquel pequeño interludio de pasión se habría acabado. Lo cual era un alivio. ¿No?

—Décimo piso.

Él apretó el botón y Amanda notó que no pulsaba ningún otro. ¿Viviría también en el piso de Victor? ¿O acaso querría abalanzarse sobre ella en medio del pasillo?

Ahuyentó aquella sospecha, pensando que los violadores no iban por ahí vestidos con ropas tan fáciles de recordar. Aunque no hubiera pertenecido al mundo de la moda, Amanda habría reconocido aquella corbata en cualquier parte.

El viejo ascensor se elevó entre chirridos, haciendo que Amanda oscilara levemente sobre sus tacones. El hombre la sujetó del brazo un momento para impedir que se cayera. Aunque, de todos modos, su proximidad ya la había dejado clavada en el sitio. Al sentir el roce de su mano, Amanda notó que se le aceleraba un poco el pulso y que el resto de su cuerpo se acaloraba todavía más.

—Quizá deberíamos haber subido por las escaleras —dijo él, bajando la mano.

—No con estos zapatos —Amanda estaba acostumbrada a los tacones altos, pero aquellos zapatos estaban hechos de poco más que cintas.

Se arrepintió de aquellas palabras en cuanto las dijo, porque la mirada azul de aquel hombre se deslizó inmediatamente hacia sus pies, luego subió por sus piernas, deteniéndose en la breve extensión de media rosa que se veía por debajo de la gabardina y finalmente pasó como una exhalación por el resto de su cuerpo para ir a posarse en sus ojos. Aquella mirada lánguida resultaba excesivamente descarada. De pronto, a Amanda le dieron ganas de enseñarle algo más.

Él asintió lentamente.

—Tiene razón. Esos zapatos son un problema. Pero la gabardina es fantástica.

Amanda alzó la mirada hacia los números que se iban iluminando a medida que ascendían. Estaba segura de que, si volvía a mirar aquellos ojos azules, aquel hombre acabaría adivinando su secreto.

—Gracias —balbució.

—Clásica y conservadora —él se enderezó la corbata, atrayendo la atención de Amanda hacia el colorido dibujo cósmico—. Igual que yo.

Amanda no pudo contener la risa.

—Ya lo veo.

La campanilla del ascensor tintineó cuando llegaron al décimo piso. Amanda olvidó por un instante que tenía que bajarse allí. Estaba demasiado enfrascada absorbiendo el calor que emanaba de aquel descarado desconocido y pensando que era una pena que no conociera a más gente que supiera reírse de sí misma con tanta facilidad.

—¿No es este su piso? —él mantuvo abiertas las puertas cuando estas empezaron a cerrarse de nuevo.

Ella intentó concentrarse. ¿Qué le estaba pasando?

—Sí, gracias —murmuró, ansiosa por escapar de aquellos hipnóticos ojos azules.

Caminó con lentitud hacia la puerta de Victor. Su entusiasmo por el plan que había trazado para ese día había menguado considerablemente. ¿Cómo iba a seducir a su novio cuando un completo desconocido la había excitado más en cinco minutos que todos los besos que Victor le había dado en dos meses?

Al detenerse frente a la puerta del apartamento 10G, consideró la posibilidad de olvidarse del asunto. Después del sofoco que había sentido en el ascensor, le parecía extraño que de pronto se hubiera apoderado de ella un leve estremecimiento de frío.

Pero recordó que había invertido mucho tiempo en la preparación de su arma secreta. Había grabado aquel striptease para averiguar de una vez por todas si era capaz de incitar a un hombre a la lujuria.

Lo cual no respondía precisamente a los valores de su educación religiosa. Pero es que necesitaba asegurarse de que Victor era el hombre adecuado para ella. Además, ¿acaso no se merecía una pizca de aventura en su vida?

Intentando olvidarse de Ojos Azules, Amanda llamó al timbre de Victor. Pero el desconocido del pelo de punta se materializó a su lado antes de que se abriera la puerta.

—Eh, ¿también es usted amiga de Vic?

Amanda volvió a sentir que se acaloraba. ¿Acaso Ojos Azules la estaba siguiendo? Tenía que ponerle punto final a aquello antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse. Como, por ejemplo, meterse con aquel hombre en uno de los cuartos de limpieza del pasillo y no salir en una semana o dos.

—Sí. Estamos prácticamente comprometidos —contestó, convencida de que Victor no permitía que nadie lo llamara «Vic».

—Lástima —el desconocido sacudió la cabeza—. No sabía que estaría usted aquí. De haberlo sabido, no habría venido tan temprano.

Quizá aquel hombre tuviera negocios con Victor.

—No se preocupe. Normalmente no suelo molestar a Victor a estas horas, pero…

La puerta del apartamento 10G se abrió de par en par. Solo que la persona que apareció al otro lado no era precisamente el hombre que casi le había suplicado a Amanda que se casara con él.

No.

La persona que abrió la puerta del apartamento de Victor era una exótica y bella morena envuelta en una bata de hombre, con el pelo revuelto y el carmín corrido como si acabara de levantarse de la cama.

En el interior de Amanda se instalaron por un momento la confusión y la perplejidad. Sin duda se había equivocado de apartamento… Pero entonces se oyó la voz de Victor que gritaba desde el fondo de la casa:

—¿Quién es, Cindy?

La mujer de la puerta miró a Amanda de arriba abajo con cara de desdén. Pero, al ver a Míster Corbata, se relamió los labios.

Cindy no se molestó en darles los buenos días. Se giró y gritó por encima del hombro:

—¡Es para ti!

La confusión de Amanda se convirtió en ira al ver que los pies descalzos de la mujer se deslizaban por el suelo de parqué en dirección a la cocina de Victor. Sus generosas curvas temblequeaban bajo la bata, dejando claro que no llevaba ropa interior.

La indignación prendió fuego a los ojos de Amanda y luego se abrió paso por el resto de su cuerpo. De no haber sido porque de pronto notó que Míster Corbata le tocaba la espalda para sujetarla, habría arrojado su arma secreta directamente al trasero bamboleante de aquella mujer. Su compañero de ascensor se inclinó un poco hacia ella y le susurró al oído:

—Quizá debería venir usted un poco más tarde.

Y luego tiró de ella suavemente, sin darse cuenta de que Amanda tenía los pies clavados al suelo. En ese momento, Victor apareció por el pasillo.

—¿Quién es, nena…? —dijo y de pronto se quedó parado, mirando a Amanda boquiabierto.

¿Cómo había podido creer alguna vez que amaba a aquel hombre? Victor ya se había abrochado los pantalones perfectamente planchados, pero aún llevaba suelto el cinturón. Su camisa de seda de Armani ondulaba desabrochada, dejando al descubierto su pecho salpicado de vello negro y su abdomen moldeado a la perfección en un gimnasio de postín.

Tenía gracia que aquella fuera la primera vez que lo veía tan desvestido. A pesar de que acababan de sorprenderlo in fraganti, aquel hombre parecía recién salido de un anuncio de desodorante.

De pronto, al comprender la magnitud de su traición, Amanda recordó que, por mucho éxito que tuvieran sus creaciones, ella nunca acabaría de encajar en el glamuroso mundo de su padre.

Su rabia se avivó, difuminando la perplejidad que la había dejado paralizada. Se acercó rápidamente a Victor.

—Maldito bastardo mentiroso…

Ojos Azules se interpuso entre ella y su objetivo.

—Será mejor que nos sentemos los tres y aclaremos las cosas —agarró a Amanda por los hombros, mirándola fijamente, sin vacilar.

Pero Amanda estaba furiosa y necesitaba descargar su rabia contra alguien, aunque ese alguien no lo mereciera.

—¿Quién demonios eres tú? —le gritó al desconocido.

Ojos Azules sacó una pequeña cartera de cuero del bolsillo de la chaqueta y les mostró una placa reluciente. Pero siguió mirando a Amanda sin pestañear.

—Detective Duke Rawlins, del departamento de policía de Nueva York, para servirles.

¿Un poli? ¿Se había sentido atraída por un poli? Su rabia se difuminó un poco, sustituida por una súbita oleada de temor. De pronto, como a gran distancia, oyó que Victor y su querida empezaban a hablar al mismo tiempo. Pero en lo único que podía pensar era en la posibilidad de que la llevaran detenida a comisaría. El detective la había seguido hasta el apartamento de Victor. Estaba claro que tenía que enfrentarse a algo más que a un novio mentiroso y traicionero.

¿Habría cometido ella un delito de indecencia? ¿Habría revelado aquella ráfaga de aire más de lo que ella creía? ¿Y si el detective la cacheaba? O, el Cielo no lo permitiera, ¿y si la registraba? Amanda se ciñó la gabardina con más fuerza sobre el cuerpo.

Seguramente no sobreviviría a la humillación de que la encerraran como si fuera una vulgar delincuente. Su padre ya proporcionaba a la prensa rosa suficientes cotilleos sobre la familia Matthews. Las excelentes críticas que Amanda había recibido por sus diseños no significarían nada a la luz de semejante escándalo.

El detective Rawlins señaló el sofá. Su actitud había cambiado por completo. Su amplia sonrisa del ascensor se había desvanecido. Parecía completamente a sus anchas tomando el mando de la situación.

—Señoras, debo pedirles que se sienten un momento mientras me ocupo del señor Gallagher.

Cindy se acercó de mala gana al sofá. En cuanto había descubierto la verdadera identidad de Ojos Azules, había dejado de flirtear con él y había empezado a mirar a Amanda como si ella tuviera la culpa de todo. Pero Amanda no le hacía caso. Estaba tan preocupada pensando en cómo iba a explicarle a su padre que la habían detenido que ni siquiera reparó en la mirada de odio de la amiguita de Victor.

Amanda se sentó cuidadosamente en un sillón de orejas, asegurándose de que la gabardina permanecía perfectamente pegada a sus muslos. Mientras tanto, el detective Rawlins se paseaba por el cuarto de estar, observando cada detalle de la escueta decoración del apartamento.

—Vic, te enfrentas a una pena de entre tres y diez años de cárcel por ayudar a tus amigos los traficantes. Si me hablas de tus socios, puede que no investiguemos tus ingresos no declarados.

Amanda sintió alivio cuando el policía empezó a leerle sus derechos a Victor y lo arrestó enumerando una sarta de delitos que ella apenas entendía. ¿Qué demonios significaba «cohecho»?

En lo único que podía pensar era en que, de momento, tal vez no tendría que vérselas con los chicos de la prensa.

Dio gracias al Cielo por no tener que ir a prisión. Lo único que tenía que hacer era mantener la gabardina bien pegada al cuerpo, responder a las preguntas del detective y no permitir que la atractiva sonrisa de este la pusiera nerviosa otra vez.

Y luego, con un poco de suerte, podría salir de allí balanceándose sobre sus altos tacones rosas para regresar a su aburrida pero respetable existencia.