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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Carol Marinelli

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cautiva entre sus brazos, n.º 2652 - septiembre 2018

Título original: Captive for the Sheikh’s Pleasure

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-002-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

JAMÁS habría ido si me lo hubieras dicho.

Maggie Delaney estaba molesta cuando se dirigía de vuelta al hostal de Zayrinia con Suzanne, su compañera de habitación.

Maggie, pelirroja y de piel muy blanca, había tomado demasiado el sol de Arabia, pero no era eso lo que la preocupaba en aquel momento, sino que la excursión inocente en barco que había esperado había resultado ser algo muy distinto.

–Era prácticamente una orgía –protestó.

–Yo no sabía que iba a ser así –se justificó Suzanne–. Creía sinceramente que íbamos a hacer snorkel. ¡Oh, vamos, Maggie, suéltate un poco!

A Maggie le habían dicho eso muchas veces en su vida, especialmente el último año.

No era íntima amiga de Suzanne. Se habían conocido unos meses atrás, cuando trabajaban en el mismo bar y se habían encontrado por casualidad allí en Zayrinia.

Para Maggie era el final de un año entero de vacaciones trabajando y había sido el año más increíble de su vida. Había viajado por Europa y Asia y ahorrado dinero suficiente para salir un poco del camino trillado en el viaje de vuelta a casa. Había incluido una parada en Zayrinia en la última etapa del viaje y se había enamorado del sito antes incluso de aterrizar.

Por la ventanilla del avión había visto que el desierto daba paso a una ciudad espectacular, en la que contrastaban rascacielos relucientes con una antigua ciudadela amurallada. Y luego, en la maniobra de aproximación final, habían sobrevolado el reluciente océano y el puerto deportivo lleno de yates lujosos. Maggie se había enamorado de Zayrinia a primera vista.

Ese día era el aniversario de la muerte de su madre y se había despertado un poco triste. Luego Suzanne le había dicho que le sobraba una entrada para una excursión en barco al arrecife de coral.

La inquietud de Maggie había empezado antes incluso de subir a bordo.

En lugar de un barco de snorkel, se habían acercado a un yate de lujo, pero Suzanne había desestimado la preocupación de Maggie.

–Invito yo –había dicho sonriendo–, antes de que vuelvas a Londres. ¿Estás deseando ir a casa?

Maggie no había tenido tiempo de contestar antes de que la interrumpiera Suzanne.

–Perdona, es una pregunta inoportuna, teniendo en cuenta que allí no tienes a nadie que te espere.

Esa disculpa insensible había sido más dolorosa que el comentario inicial, pero Maggie no había sabido qué contestar. Hacía mucho que le había contado a su amiga que había estado en muchas casas de acogida desde los siete años y no tenía familia.

–¿O hay alguien esperándote? –insistió Suzanne–. ¿Sigues en contacto con alguna de tus familias de acogida?

–¡No!

La respuesta de Maggie fue rápida y un poco dura. Era muy consciente de que en ocasiones parecía brusca. Eso era algo en lo que había intentado trabajar durante ese año. Pero no le resultaba fácil abrirse a la gente y Suzanne había tocado un punto débil. Cuando tenía doce años, a Maggie le habían prometido el oro y el moro. Durante unos meses había creído que formaba parte de una familia. Ya le había ocurrido una vez antes.

Un año después de la muerte de su madre, la había acogido una pareja joven, pero el matrimonio se había roto y ella había vuelto al albergue de acogida. Por un tiempo había recibido regalos de cumpleaños y Navidad, pero eso se había acabado. Le había dolido, por supuesto, pero nada comparado con lo que sucedió unos años después, cuando la había acogido otra familia. Maggie ya no esperaba nada para entonces, pero Diane, su madre adoptiva, se había empeñado en dárselo todo solo para quitárselo después fríamente.

Maggie se esforzaba por no pensar en aquello. Lo que pasó aquel día horrible no se lo había contado ni siquiera a Flo, su mejor amiga.

–Tengo amigos –dijo, esforzándose por no sonar a la defensiva y que Suzanne no captara que le había hecho daño.

–Por supuesto que sí. Pero no es lo mismo, ¿verdad?

Maggie no contestó.

Suzanne a menudo hería sus sentimientos sin darse cuenta. Maggie intentaba ser más confiada y abierta con la gente, pero no le salía fácilmente. Era muy consciente de ser un poco cínica y de que siempre tenía la guardia alta, algo que le había sido útil en algunos de los lugares donde había vivido.

Aun así, lo intentaba.

Por eso, en lugar de explicar que el comentario le había hecho daño y preguntarle a Suzanne dónde había conseguido la invitación, subió a bordo.

Cuando zarpó el yate, resultó cada vez más claro que no iban de excursión al arrecife de coral. Lo que había en el barco era una fiesta muy exclusiva y parecía que ellas estaban allí como floreros.

Pero, a menos que quisiera saltar por la borda, había ya poco que Maggie pudiera hacer. Vestida solo con un bikini y un pareo, se sentía vulnerable. Al principio intentó sonreír y aguantar el tipo, pero era demasiado consciente de los ojos que recorrían su cuerpo y eso la hacía sentirse sumamente incómoda e irritada, aunque Suzanne no dejaba de decirle que se relajara.

Maggie rehusó el champán gratis que fluía sin cesar, pero, harta de agua y necesitada de algo dulce bajo aquel sol feroz, pidió un cóctel sin alcohol.

Le dieron una bebida especiada y con sabor a canela, que le supo de maravilla, hasta que, cuando iba por la mitad, empezó a sentirse enferma y mareada.

Pensó que podían haber entendido mal su pedido, aunque resultaba dudoso, y se sintió agradecida cuando Suzanne la sacó del sol y la llevó a tumbarse a un camarote.

 

 

–Has tardado siglos en volver –comentó Suzanne cuando se veía ya el hostal–. Venga, cuéntame. ¿Qué habéis hecho el príncipe sexy y tú?

Maggie se detuvo en seco.

–Nada –contestó–. ¿Cómo iba a saber yo que estaba en el camarote real?

–¿Y cómo iba a saberlo yo? –replicó Suzanne con calma–. Ha sido un error, te lo aseguro.

Maggie se encogió de hombros e hizo lo posible por olvidar el tema. Aunque parecía que con Suzanne tenía que hacer eso muy a menudo. Pero guardó silencio de nuevo, prefiriendo creer que había sido un simple malentendido y agradecida de que no hubiera pasado nada grave. De hecho, había sido agradable esconderse un par de horas en el frescor del camarote, aunque al principio había sido violento que entrara el príncipe y la encontrara tumbada en su cama.

Suzanne asumía que había ocurrido algo más.

No era cierto.

Con ella nunca ocurría.

A veces se preguntaba por qué su libido era tan baja, pues ni siquiera ver a un príncipe sexy con solo una toalla alrededor de las caderas conseguía excitarla.

Al principio había sido violento. Ella se había disculpado, por supuesto, y habían terminado hablando.

No había ocurrido nada más.

Cuando entró en el hostal, Maggie solo quería ducharse, comer algo y contestar algunos correos electrónicos. Paul, su jefe en el café en el que había trabajado antes de salir de viaje, andaba corto de empleados y le había pedido que le dijera cuándo llegaría a casa y si quería su antiguo trabajo.

También quería enviarle un correo largo a su amiga Flo, que sin duda se reiría al imaginarse a Maggie sola en un dormitorio con un príncipe sexy y que los dos se limitaran a conversar.

Después de eso, solo quería leer en paz.

Quizá eso era mucho pedir, teniendo en cuenta que se hospedaba en una habitación de cuatro camas en el hostal, pero Suzanne se había apuntado esa noche a la excursión de ver las estrellas y las otras dos mujeres se habían marchado aquella mañana.

Con suerte, no habrían llegado más.

–¡Maggie!

La llamaban desde Recepción. La joven se dirigió hacia allí mientras Suzanne se iba al dormitorio.

Tazia, la recepcionista, le dedicó una sonrisa de disculpa.

–Acabamos de saber que la excursión de mañana para ver las estrellas se ha cancelado porque hay prevista una gran tormenta de arena. Puedo devolverte el dinero.

–¡Oh, no! –Maggie suspiró. Le apetecía mucho aquella excursión.

–Lo siento –dijo Tazia, cuando le devolvía el dinero–. Lo antes que puedo ofrecerte es el lunes, pero incluso eso dependería de que la tormenta terminara antes.

Maggie negó con la cabeza. Su vuelo salía el lunes por la mañana, así que aquello no le servía.

–¿Y esta noche? –preguntó, aunque estaba muy cansada.

–Está lleno. He probado con dos operadores más, pero con lo impredecible del tiempo, la mayoría ya no salen con turistas esta noche.

Era una gran decepción y Maggie se arrepintió de no haber optado antes por hacer la excursión esa noche, pero había querido hacerla sola y no con Suzanne.

–Gracias de todos modos –dijo–. Si hay alguna cancelación, avísame, por favor.

Yo no contaría con ello –repuso Tazia–. Estás la décima en la lista de espera.

Simplemente, no estaba destinado a ocurrir.

Maggie fue al dormitorio a buscar su bolsa de aseo antes de ir a las duchas.

–¿Qué quería Tazia? –preguntó Suzanne.

–El viaje de mañana al desierto se ha cancelado –Maggie suspiró–. Voy a ducharme.

–Mientras lo haces, ¿me prestas tu teléfono? Solo quiero mandarle un mensaje a Glen.

El teléfono de Suzanne se había mojado y llevaba unos días usando el de Maggie.

–De acuerdo –dijo esta.

La ducha no era ningún lujo, pero después de un año en hostales, Maggie estaba más que acostumbrada. El agua era fría y refrescante, así que se quedó un rato debajo del chorro, lavándose la enorme cantidad de crema para el sol que se había puesto porque tenía la piel muy blanca. Luego se masajeó acondicionador en los largos rizos pelirrojos y pensó en lo que había ocurrido ese día.

Era muy consciente de que, en el terreno sexual, andaba años luz por detrás de sus amistades.

No era por falta de oportunidades. En el café en el que trabajaba antes había muchos clientes que querían salir con ella. Maggie aceptaba una cita de vez en cuando, pero siempre con el mismo resultado. La suma total de su repertorio sexual eran unos cuantos besos incómodos.

Aun así, aunque no hubiera habido atracción, había sido interesante hablar con Hazin. A pesar de su atractivo y sus privilegios, parecía un hombre pragmático. Normalmente, cuando le decía a alguien que no tenía familia, se mostraban compasivos con ella. Hazin había sonreído y le había dicho que tenía suerte, para luego seguirle hablando de sus padres y de la frialdad con la que los habían criado a su hermano Ilyas y a él.

Maggie le había preguntado si estaba muy unido a su hermano y Hazin le había contestado que nadie podía estar unido a Ilyas.

Sí, había sido interesante, y ahora estaba deseando escribirle a Flo y contárselo todo. Cerró el grifo y tomó la toalla.

Por suerte, la crema solar había hecho su trabajo y solo tenía un poco rosas los hombros. Lo demás estaba tan blanco y pecoso como siempre.

Era incapaz de broncearse y hacía mucho que había dejado de intentarlo. De hecho, parecía que acabara de salir de un invierno inglés y no de un verano en Oriente Medio.

Se puso un pantalón claro de yoga y una camiseta de manga larga. Aunque los días eran calientes en el desierto, las noches eran frías. Cuando volvió al dormitorio, vio que Suzanne hacía la maleta.

–¿Te preparas para esta noche? –preguntó Maggie.

–No. Ha habido un cambio de planes. Me voy a reunir con Glen en Dubai.

–¡Oh! ¿Esta noche?

–Tengo que recoger el billete en el aeropuerto.

–¡Caray! Bien, supongo que nos despedimos aquí, pues.

Suzanne asintió con una sonrisa.

–Ha sido agradable pasar tiempo contigo.

–Estoy de acuerdo –repuso Maggie con cortesía. Ninguna de las dos ofreció seguir en contacto.

Maggie estaba habituada a las despedidas. Recordaba todavía una en la que había ido corriendo a casa desde su nuevo colegio para ver a su nuevo cachorro y en la casa se había encontrado con la trabajadora social, que le había dicho que era hora de volver a lo de siempre.

Maggie no olvidaría jamás los ojos azules fríos de Diane cuando había pedido ver al cachorro.

¿Puedo despedirme de Patch? –había preguntado.

–Patch no está aquí –había contestado la trabajadora social.

Maggie no había llorado cuando cargaban sus bolsas en el coche de la trabajadora social ni tampoco al salir de aquella casa.

Las lágrimas no ayudaban. Si lo hicieran, su madre seguiría todavía viva.

Sí, estaba acostumbrada a las despedidas y la de Suzanne además era un alivio.

–¡Eh! –dijo esta de pronto. Abrió su billetero–. Puedes usar tú esto.

Maggie miró el billete para la excursión de aquella noche.

–¿Estás segura?

–Yo no lo voy a usar. Pensaba dejarlo en Recepción y que me devolvieran el dinero…

–No lo hagas –Maggie le tendió el dinero que le había dado Tazia–. Estoy muy abajo en la lista de espera.

–Entonces tendrás que usar mi nombre. Pagué también por montar un camello –Suzanne sonrió–. Date prisa, el autobús sale a las ocho.

Maggie tenía el tiempo justo de hacerse una coleta con el pelo y empaquetar una bolsa pequeña para esa noche.

–Me marcho –dijo Suzanne.

–Buen viaje.

–Lo mismo digo. Y no olvides que por esta noche eres Suzanne.