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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Cathie L. Baumgardner

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una misión casi imposible, n.º 1066 - septiembre 2018

Título original: Between the Covers

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-039-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Paige Turner parpadeó confusa. Aquella no era la primera vez que Shane Huntington acudía a la Biblioteca pública High Grove y le pedía ayuda, pero sí era la primera vez que lo oía pronunciar aquella palabra. Una palabra que, le había dicho en una ocasión, le inspiraba respeto.

–Que quieres… ¿qué?

–Una esposa… perfecta.

–¿«Una Esposa Perfecta»? No conozco ese título.

Shane llevaba meses acudiendo a la biblioteca, y siempre se detenía en el mostrador de atención al público para preguntar por novelas de misterio. Paige se había fijado en él desde el primer día, igual que el resto de las chicas de la biblioteca. Con su aspecto atlético y sus hombros anchos, era difícil que pasara inadvertido.

Y además estaba su rostro. No era el rostro de un chico mono, sino el semblante de un hombre encantador. La mandíbula fuerte indicaba que era cabezota, y sus ojos marrón oscuro resultaban hechizantes. Tenía pequeñas arrugas junto a los ojos, lo cual significaba que era un hombre al que le gustaba reír. Su forma amable y seductora de mirar a todas las mujeres de menos de noventa y ocho años hacía pensar que era un hombre que sabía gozar de las mujeres. Además de saber que ellas gozaban con él, claro.

Aquel día llevaba un traje negro, una camisa azul y una corbata con una inscripción. Llevaba la chaqueta abierta, pero no parecía en absoluto el típico detective de policía de la televisión. Era miembro del departamento de policía más próximo, la Wentworth Police Department, y era tan sexy que podría haber figurado en una valla publicitaria anunciando el cuerpo de policía por todo el país. Era todo un hombre, con mayúsculas.

Paige frunció el ceño con la vista fija en la pantalla del ordenador mientras escribía el título.

–«La Esposa Perfecta» –repitió en voz alta, decidida a concentrarse en los libros en lugar de mirar a Shane–. ¿Sabes el nombre del autor?

–No estoy hablando de ningún libro –contestó Shane perdiendo la paciencia y dejándose caer sobre el sillón de caoba, junto al mostrador–, estoy hablando de mi vida. Necesito encontrar una esposa perfecta –afirmó clavando sus ojos hechiceros directamente sobre ella.

De pronto, por alguna razón, Paige sintió como si se ahogara. Contempló sus ojos. Era difícil no dejarse hechizar por ellos. Despegó la lengua del paladar, de pronto seco, y dijo:

–Estás de guasa, ¿verdad?

No sería la primera vez que Shane le contaba alguna de las bromas que solía gastar a sus compañeros, oficiales de policía.

–¿Tengo aspecto de estar de guasa?

Shane era demasiado guapo, era imposible que Paige se sintiera cómoda a su lado. La expresión de su rostro indicaba que se sentía ofendido. Bien, no estaba de broma.

–Y recurres a mí… ¿por qué?

–Porque tú siempre sabes dónde encontrarlo todo, así que pensé que podrías ayudarme también en esto.

¿Ayudarlo?, ¿casándose con él? Paige sintió que le temblaba la mano. Las entrelazó en el regazo tratando de calmarse y preguntó:

–¿Haciendo qué, exactamente?

–Ayudándome a encontrar a la mujer perfecta.

Por un instante, nada más contarle Shane que buscaba esposa, Paige había pensado que se refería a ella. La idea la había sobresaltado. Acto seguido, al explicarle él que lo único que deseaba era su ayuda para encontrarla, otro sobresalto la sacudió profundamente. Pero esa vez fue un sobresalto de desilusión. Ambas emociones, no obstante, la hicieron darse cuenta de lo vulnerable que era ante él.

Shane jamás la había mirado, jamás la había considerado una candidata al puesto de esposa perfecta. La única vez que alguien había utilizado la expresión «perfecta» para referirse a ella había sido cuando su ex novio, Quentin Abbywood, la había descrito como una mujer «perfectamente aburrida». Eso había sido justo antes de abandonarla para marcharse con otra. Y no con cualquiera, no. Quentin se había fugado con Joan Harding, una escritora de novelas de misterio, minifalda y cabellos rubio platino, a la que Paige había invitado a la biblioteca a dar una conferencia. Y luego hablaban de echar sal en la herida abierta.

Aquella historia había ocurrido en Ohio, hacía ya casi dos años. Desde entonces Paige había aprendido a mantenerse a distancia de los hombres guapos con sonrisa sexy, de los hombres como Quentin. Hombres que sólo buscaban sexo y pasión, hombres a los que les importaba más el envoltorio que el contenido. Tampoco había sido tan difícil, porque por lo general ese tipo de hombres jamás se volvía para mirarla una segunda vez.

Hasta que Shane entró en la biblioteca. Paige había comenzado una nueva vida en Chicago. No obstante, con sólo mirarla a los ojos una vez y susurrar la palabra «esposa», Shane había conseguido derretirle hasta los huesos. Al menos por un instante. Bien, pues más valía olvidarlo. Con el tiempo, Paige había conseguido recuperar en parte su confianza en sí misma, y no estaba dispuesta a volver a arriesgarla cayendo en otra trampa. No, le gustaba su vida tal y como era. Una cosa era ayudar a Shane a buscar una novela, y otra muy distinta ayudarlo a encontrar esposa.

–¿Tengo aspecto de ser la directora de una agencia matrimonial? –preguntó Paige sarcástica.

–No, de lo que tienes aspecto es de estar de mal humor. Pareces dispuesta incluso a echarme de aquí.

–No tengo tiempo para bromas –afirmó Paige con cierto remilgo.

O, al menos, así le sonó a ella. Detestaba parecer la típica bibliotecaria remilgada. No le faltaba más que señalarlo con el dedo índice y mandarlo callar. ¿Desde cuándo se había convertido en el estereotipo de bibliotecaria?

–Yo tampoco tengo tiempo para bromas –replicó él–. Tengo menos de un mes para encontrar una esposa perfecta y casarme. En caso contrario, perderé un millón de dólares.

–¿Un millón de dólares? –repitió ella incrédula–. ¿De qué se trata?, ¿de un nuevo concurso de la televisión?

–No –replicó él aflojándose el nudo de la corbata para, segundos después, quitársela como si lo ahogara–. Es la forma de mi abuelo de asegurarse de que su apellido, Huntington, se conserva.

–¿Pagándote un millón de dólares para que te cases?

–Más o menos. Un millón de dólares es mucho dinero. No lo será quizá para el resto de los Huntington, pero sí para mí. Soy la oveja negra de la familia. Shane Huntington, de los Huntington de Winnnetka –rezó con una breve expresión de vulnerabilidad en los ojos.

No le sorprendía que fuera la oveja negra. Lo que sí le sorprendía era que proviniera de una familia adinerada–. ¡Deja ya de mirarme de ese modo! –gruñó Shane–. Soy un tipo normal y corriente, un trabajador que jamás llegará a ganar un millón de dólares ni en un millón de años.

Era evidente que Shane la había interpretado mal. Paige había esbozado una expresión de simpatía ante su breve muestra de debilidad, y él había creído que lo que le gustaba era su familia y el dinero, su procedencia.

–Será mejor que empieces por el principio –sugirió Paige.

–Es una larga historia –advirtió él retorciéndose prácticamente en el asiento.

–Entonces tendrás que hablar deprisa.

–Escucha, en circunstancias normales jamás me preocuparía ese dinero –aseguró Shane.

–¿Por qué?, ¿porque tu familia es rica?

–No, porque el dinero no es importante para mí. Fue eso lo que volvió loco a mi padre. Se desesperó cuando no quise seguir sus pasos y los del resto de mis antepasados, accediendo a trabajar en la profesión familiar.

–¿Que es?

–Yo provengo de una familia de cirujanos –confesó Shane con una extraña sonrisa–. Les dije que no quería dedicarme a la medicina, no sé si me entiendes –Paige no pudo evitarlo, sonrió–. Sí, ríete si quieres –continuó Shane–, ellos no se tomaron tan bien como tú… mi decisión de convertirme en oficial de policía. De eso hace casi diez años, y desde entonces nada ha cambiado. Hasta que me llegó esto.

Shane sacó un sobre de aspecto muy formal de su bolsillo y releyó una vez más su contenido. Había olvidado completamente la herencia de su abuelo fallecido hasta el momento de recibir aquella carta del gabinete de abogados de la familia Huntington: Bottoms, Biggs & Bothers. En ella se le requería para que acudiera cuanto antes a una cita.

Shane acababa de salir de aquella cita en el gabinete, y después se había dirigido directamente a la biblioteca pública. Era el lugar al que siempre acudía cuando necesitaba algo que no se relacionaba directamente con su trabajo. Acudía a Paige Turner, la mujer que una vez le había confesado que, con ese nombre, jamás habría podido dedicarse a otra cosa que no fuera ser bibliotecaria.

Shane sabía qué significaba estar destinado a hacer algo. Su familia siempre le había dicho, desde pequeño, que él estaba destinado a ser un Huntington, de Winnetka. El elegante colegio y el instituto formaban parte del proyecto, un proyecto que él era incapaz de seguir.

–Debe haber miles de mujeres que estarían encantadas de casarse contigo –afirmó Paige.

–Ese es el problema, que no puedo casarme con cualquiera –contestó Shane enseñándole la carta–. Los abogados de Bottoms, Biggs y Bothers, me han informado de que si me caso con una mujer que satisfaga las exigencias de mi abuelo conseguiré el millón de dólares, cosa que, en circunstancias normales, no me hubiera preocupado. Sin embargo las circunstancias ahora mismo no son las normales.

–¿Qué ocurre?, ¿es que has tirado demasiado de la tarjeta de crédito?, ¿o has apostado demasiado dinero a los caballos? Puede que hayas visto un deportivo al que no hayas podido resistirte, ¿es eso? –Shane no parecía muy divertido con sus bromas. Tenía la mandíbula tensa, más dura que de costumbre. Había tocado su punto débil–. Lo siento –se disculpó Paige poniendo una mano reconfortante sobre su brazo.

Shane se recobró enseguida. Parecía como si lamentara haber mostrado cierta debilidad ante ella. De nuevo volvía a ser el hombre amable, encantador, dispuesto siempre a sonreír.

–Vale, admito que quiero el dinero para una mujer. Se llama Brittany, y tiene siete años.

¿Shane tenía una hija? Paige se negó a sacar conclusiones apresuradas, y preguntó:

–¿Y cuál es tu relación con esa niña?

–Brittany es una más de los cientos de niños que viven en Hope House, una casa de acogida para familias que necesitan comenzar de nuevo tras una relación abusiva con el padre. Lo lógico sería pensar que ese tipo de casas, que realizan una labor tan magnífica, no tengan problemas para conseguir dinero, pero no es así. Su mayor benefactor les ha retirado la subvención debido a la falta de fondos. Estábamos haciendo una colecta, tratando de remediar la situación, cuando me llegó esta carta. Parece cosa del destino. Ese millón de dólares podría reemplazar de sobra la subvención que antes recibían.

–No sé qué decir –contestó Paige con cierto sentimiento de culpabilidad por haberse burlado de él–. Eres muy generoso, ofreciéndote a ayudarlos así.

–No se trata de caridad –dijo Shane–. Ellos le salvaron la vida a un buen amigo mío, y desde entonces me he mantenido siempre en contacto. Igual que el departamento de policía. Pero tardaríamos años en reunir ese dinero con una colecta.

Definitivamente, Shane Huntington valía más de lo que parecía. No era simplemente un tipo sexy, tal y como había afirmado Leslie, la del departamento de préstamos bibliotecarios. Sin embargo el hecho de que fuera un filántropo no alteraba en absoluto el hecho de que fuera, además, un peligro público, sexualmente hablando. Ligar para él era algo perfectamente natural. Su amabilidad, su encanto y su atractivo le conferían siempre preferencia por encima de cualquier otro hombre. Pero también era la señal de que, para ella, jamás podría ser más que un conocido.

Todo eso estaba muy bien, se decía Paige en silencio. Sin embargo sus razonamientos no explicaban el cosquilleo que sentía en la espalda cada vez que él entraba en la biblioteca. Y desde luego tampoco explicaban el modo en que se le aceleraba el corazón cuando él le rozaba la mano, como había ocurrido al tenderle la carta minutos antes.

Era humana, se sentía tentada, reflexionó. Tentada por Shane Huntington. Y eso no era bueno. Porque la última vez que se había sentido tentada por un hombre guapo y encantador las cosas habían acabado muy mal. Quentin se había largado con la escritora y ella se había visto obligada a abandonar la ciudad.

La mejor solución era casar a Shane. Y no sólo en beneficio de una buena causa, los niños necesitados, sino, además, para que Shane desapareciera del mapa.

–Has mencionado una lista de exigencias –le recordó Paige.

–Sí, aquí las tengo, anotadas –contestó él sacando un bloc de notas de espiral del bolsillo–. Vamos a ver. La novia debe cumplir los siguientes requisitos: el primero, debe ser una mujer joven y guapa. El segundo, debe provenir de una familia de dinero, respetable y con buenas relaciones.

–No puedo creer que nadie sea capaz de hacer una lista como esa.

–Pues créelo, los Huntington jamás hablan en broma. Para mi familia el matrimonio es un asunto muy serio.

–¿Y dices que se dedican a la medicina?

–Bueno, se reservan la pasión para la profesión –explicó Shane con un aspaviento–. Lo sé, lo sé. Espera, aún no he terminado. En tercer lugar, la novia debe ser capaz de tener hijos.

–¡Dios mío! ¿Qué quieren?, ¿una mujer, o una fábrica de reproducción?

Shane hizo caso omiso de su comentario y continuó:

–En cuarto lugar, debe haberse graduado en el instituto. Y por último, aunque no menos importante, debe ser pelirroja. Pelirroja de nacimiento –aclaró Shane mirándola, para murmurar después–: ¿Sabes?, acabo de darme cuenta de que eres pelirroja, más o menos.

¿Pelirroja, más o menos?, ¿qué clase de descripción era esa? Sus cabellos habían sido su ruina desde pequeña, cuando el resto de las niñas del colegio se burlaban de ella y la llamaban «Cabeza de zanahoria». Por fin, con más de veinte años, el tono anaranjado había cedido para transformarse en un color al que a ella le gustaba llamar «otoñal». Eso de «otoñal» sonaba mucho mejor que lo de «pelirroja, más o menos».

–Pero si tu familia fuera rica, tú no estarías trabajando en una biblioteca, ¿verdad? –continuó Shane. Paige sencillamente se quedó mirándolo, sin contestar, y él añadió–: Así que, ¿conoces a alguna mujer que reúna esas características?

–Aunque la conociera, no sé cómo ibas a convencerla para que se casara contigo –dijo Paige de mal humor, respondiendo en nombre de todas las mujeres que, naturalmente, hubieran debido sentirse ofendidas ante semejantes exigencias.

Los Huntington parecían tratar a las mujeres como si fueran ganado, en lugar de personas. Shane la miró con una sonrisa encantadora, ligeramente ofendido, a su vez.

–Eh, que puedo ser muy amable, si hace falta. Y desde luego la causa lo merece. Además, sólo necesito estar casado durante un año. Con eso basta para satisfacer las exigencias.

–¿Significa eso que tendrías que esperar un año para conseguir el dinero? –preguntó ella.

–No, pero tengo que firmar un documento comprometiéndome a devolver el dinero en caso de incumplimiento de los requisitos.

–¿Y qué hay de la mujer con la que te cases?, ¿vas a engatusarla diciéndole que la amas para abandonarla después, cuando consigas el dinero?

–¡Por supuesto que no! –respondió Shane indignado.

–¿Qué vas a decirle, entonces? –volvió a preguntar Paige sin dejarse convencer.

–Bueno, es cierto, aún no lo he decidido. Primero tengo que encontrarla. Ya me preocuparé después de lo demás.

–¿Y qué te hace pensar que es tan fácil encontrar a la esposa perfecta?

–Yo no he dicho que sea fácil, por eso he acudido a ti. Tienes que ayudarme, decirme por dónde empezar. Olvídate de mi abuelo, ya sé que la lista es insultante. Piensa en Brittany, en los niños. No me queda mucho tiempo. Tengo que casarme antes de cumplir los treinta años, y falta menos de un mes. Necesito encontrar a la mujer perfecta cuanto antes, y no sé por dónde empezar –resumió encogiéndose de hombros, con un gesto de impotencia.

–Pues empieza por un salón repleto de mujeres ricas –aconsejó Paige automáticamente–. El otro día leí algo en el Chicago Magazine acerca de… Espera un segundo, voy a buscarlo.

Shane observó a Paige acercarse a la sección de revistas. Su rostro era como el de un duende, siempre la había considerado una pequeña preciosidad. De pronto, al verla de pie, se daba cuenta de que era muy alta. Llevaba un vestido largo, azul, de flores. Un vestido que le llegaba casi hasta los tobillos. Al caminar, no obstante, las aberturas de los lados mostraban sus tentadoras piernas.

Paige era una de las pocas mujeres que conocía a las que no parecía afectarle en absoluto su encanto personal. Tampoco es que él estuviera empeñado en conquistar a todas las mujeres. Simplemente las conquistaba, era un hecho. Igual que era un hecho que sus cabellos fueran castaños o que tuviera una pequeña deformación en la nariz a causa de un golpe jugando al hockey.

No, Paige jamás había respondido a sus insinuaciones, como el resto de las mujeres. En lugar de ello se echaba a reír o lo miraba como diciendo: «vamos, no puedes estar hablando en serio». Y era realmente una preciosidad. Era una lástima que no proviniera de una familia adinerada, de otro modo habría resuelto inmediatamente su problema. Aunque, pensándolo bien, ella jamás le había hablado de su familia o de su vida privada. Por lo poco que sabía, igual podía proceder de un barrio bajo de Chicago o de una granja rural de Iowa. Eso a él jamás le hubiera importado, de no haberse visto en la obligación de tener en cuenta las exigencias de su abuelo. Una cosa sí era segura: con mujeres como Paige, uno jamás conseguía salirse con la suya.

Al alzarse ella para alcanzar el estante de arriba el vestido de flores se le pegó al pecho. Paige tomó una revista y volvió hacia él.

–Aquí está. Este fin de semana hay un baile de caridad en el centro de la ciudad –dijo mostrándole el artículo, con fotos del baile del año anterior en el que se veía a mujeres bien vestidas y sonrientes.

Las mujeres ricas tenían nombres como Cindy o Mindy, y sus dientes, blanquísimos, habrían sido el orgullo de cualquier dentista. Una de ellas parecía rubia tirando a pelirroja. Quizá encajara.

Shane sacó inmediatamente el teléfono móvil y marcó el número que proporcionaba la revista para más información. Tras escuchar un mensaje grabado, comentó:

–Ya han vendido todas las entradas sueltas. Tendré que comprar entradas para ir en pareja. Además, sólo queda una. La última, así que… –Shane marcó otro número que, según parecía, era el de su tarjeta de crédito. Inmediatamente después comentó–. Arreglado. Tengo las últimas entradas para el Windy City Ball, y eso significa que tú vendrás conmigo.

–¿Y por qué iba yo a ir contigo? –preguntó Paige mirándolo como si se hubiera vuelto loco.

–Porque así podrás ayudarme a elegir a la mejor candidata.

–¿Y no te parece que resultará un poco raro aparecer con una chica cuando buscas novia? –preguntó Paige, que siempre había sido muy práctica.

–Bueno, diremos que eres mi prima –sonrió él como si fuera una idea tan brillante como la teoría de Einstein.

–¿Y por qué estás tan seguro de que voy a acceder?

–¿Te he enseñado ya la foto de Brittany? Esta es del año pasado –comentó Shane sacándola de la cartera.

–Es una niña adorable, pero me estás haciendo chantaje –contestó Paige mirando la foto.

–Es por una buena causa. Además, la cena es gratis.

–Ah, bueno, si la cena es gratis… –bromeó ella.

–Estupendo, sabría que accederías.

–Sólo estaba bromeando.

–Demasiado tarde, ya no puedes echarse atrás. Ponte algo elegante, te recogeré en tu casa hacia las seis y media. Dame tu dirección.

–No –se apresuró Paige a contestar, negándose a acceder a tanta intimidad–. Nos encontraremos allí, en el vestíbulo del hotel. Cerca de conserjería. A las siete.

–Estupendo. Gracias por tu colaboración, Paige. No podría haber encontrado ninguna prima mejor.

–Sí, esa soy yo. Lo hago por deporte –musitó Paige mientras Shane salía de la biblioteca–. Creo que necesito un psiquiatra.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–¡Quietas las manos! –gritó Esma con un perfecto acento inglés haciendo un aspaviento con la cuchara de madera.

Esma Kinch, propietaria de una empresa de catering que iba ganando fama de día en día, sentía una pasión contagiosa por la vida. Paige la había conocido al poco tiempo de mudarse a Chicago, cuando Esma se ofreció para ocuparse de la fiesta de la biblioteca, celebrada para reunir fondos. La gente se había quedado maravillada con sus platos, y desde entonces todo Chicago se disputaba su habilidad culinaria.

Esma era de Londres, vestía siempre con muchos colores y tenía un sexto sentido para el diseño. Era, sencillamente, la mejor amiga de Paige. Aquella noche la había invitado a su apartamento para ensayar una nueva versión del gumbo pero, según parecía, antes de probarlo había que pedir permiso.

–¡Pero si sólo he probado un poquito! –se defendió Paige.

–No es que no me guste probar los platos en la cocina, es que te vas a destrozar las uñas recién pintadas.

–¿Cuánto tardan en secarse?

–Bastante. Toma, prueba esto –contestó Esma sosteniendo la cuchara llena.

Paige cerró los ojos y saboreó un éxtasis de sabores.

–Mmm… ahora puedo morir feliz.

–No sin antes asistir al Windy City Ball. Quiero que prestes atención a la comida que sirven y que me lo cuentes todo.

–¡Pero si eres la cocinera más prestigiosa de Chicago!

–Acabo de llegar, relativamente hablando –comentó Esma con modestia.

–¿Y qué empresa de catering ha servido las comidas en las dos fiestas más importantes de Chicago, la de la Lyric Opera y la del Art Institute, este año?

–Sí –admitió Esma–, pero Umberto Gerreaux va a preparar algo muy especial para el Windy City Ball –señaló bajando el gas de la cocina de acero inoxidable. Toda la cocina era del mismo material moderno, al estilo industrial–. Y bien, ¿qué vas a ponerte para el baile?

–Tengo un traje de pantalón negro muy bonito… ¿qué? –preguntó Paige al ver su expresión.

–¡Que no se puede llevar un traje de pantalón al Windy City Ball! –exclamó Esma horrorizada–. ¡De ningún modo! Hay que guardar ciertas normas. Es tu oportunidad para lucirte.

madam

Eso era lo que se temía. Temía estar con él… y enamorarse.