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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Julia James

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Artes de seducción, n.º 2657 - octubre 2018

Título original: Carrying His Scandalous Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-006-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CARLA miró su reloj por enésima vez y luego giró la cabeza hacia la entrada del restaurante. ¿Dónde se había metido? Se sentía impaciente, angustiada. Experimentaba una poderosa emoción que no había experimentado nunca. Una que nunca hubiera imaginado sentir por el hombre al que estaba esperando.

Necesitaba desesperadamente volver a verlo entrando en el restaurante con su paso seguro, alto y dominante, convencido de que podía ir donde quisiera porque siempre habría un sitio para él, que la gente se apartaría para abrirle paso y nadie se atrevería a rechazarlo, en ninguna circunstancia.

Ella no lo había rechazado. No le había negado nada, se lo había dado todo. Todo lo que él había querido…

Desde el momento que esos ojos negros como la noche se habían clavado en ella, evaluándola, deseándola, había estado perdida. Totalmente perdida. Había cedido con la absoluta convicción de que era el único hombre que podría afectarla de ese modo.

Ese momento estaba grabado a fuego en su memoria, en su cuerpo, que ardía de repente, en su corazón.

Los recuerdos la asaltaron de nuevo.

La alta sociedad de Roma se había dado cita en la galería de arte, tomando champán y canapés mientras Carla se abría paso entre ellos, murmurando saludos aquí y allá. Sabía que era uno de ellos. Podía moverse en esos círculos no por haber nacido en una familia de aristócratas sino por ser la hijastra del multimillonario Guido Viscari.

El vestido de cóctel que abrazaba su figura, de seda salvaje en tono azul cobalto, era de su diseñador favorito y podía competir con la alta costura de las demás invitadas. Podía competir en todos los sentidos. Sus facciones eran más bien dramáticas, con unos ojos que podían echar chispas y unos labios generosos con un indicio de sensualidad. Era un rostro que atraía las miradas de los hombres, especialmente cuando estaba sola.

Al contrario que otras invitadas, ella tenía una razón de peso para acudir a esa exposición privada, aparte de pasar el rato antes de cenar, pero se había acostumbrado al constante examen de los hombres italianos. La había sorprendido e incomodado años antes, cuando era una adolescente británica nueva en la vida italiana, pero desde entonces se había acostumbrado y apenas le prestaba atención.

Salvo… Carla se detuvo abruptamente cuando iba a llevarse la copa a los labios. Alguien estaba mirándola. Alguien cuyos ojos podía sentir sobre su piel como si estuviese tocándola. Alguien que la observaba muy fijamente.

Y cuando giró la cabeza, lo vio.

Acababa de entrar en la galería y la recepcionista seguía sonriéndole, pero el extraño estaba concentrado en ella, mirándola desde el otro lado de la sala. Carla sintió un escalofrío, como si dentro de ella tuviese lugar un seísmo, y una repentina oleada de calor por todo el cuerpo.

Porque el hombre que la observaba tan atentamente era el más atractivo que había visto en toda su vida.

Alto, atlético, de anchos hombros, con unas facciones fuertes, fascinantes. Perfil romano, pelo y ojos negros y una boca con un rictus ligeramente torcido que le hacía cosas raras por dentro.

Cosas desconocidas.

Cosas que no había experimentado nunca.

La oleada de calor se intensificó. Estaba clavada al sitio, como si no pudiera moverse, como si estuviese atrapada en un lazo, capturada.

Cautivada.

No sabía durante cuánto tiempo estuvo sometida a esa mirada escrutadora, pero le parecía como si el tiempo se hubiera detenido.

Le faltaba oxígeno, pero un segundo después se sintió liberada. Otro hombre se había acercado al extraño para saludarlo efusivamente y solo entonces dejó de mirarla.

Carla tomó aire, profundamente turbada.

¿Qué había pasado?

¿Cómo podía una simple mirada hacerle eso? ¿Cómo podía afectarla de tal modo?

Tomó una copa de champán, nerviosa. Necesitaba el refrescante líquido para calmarse y se apartó para hacer lo que había ido a hacer a la galería: estudiar los retratos de la exposición.

Miró el que estaba frente a ella y, al hacerlo, se quedó sorprendida. Porque estaba mirando de nuevo esos ojos tan negros. Los mismos ojos negros del extraño.

Negros como la noche, velados, sensuales.

Los ojos del retrato parecían someterla al mismo escrutinio que los del extraño.

Carla miró la plaquita de metal en la pared. Aunque no tenía que leerla, sabía perfectamente quién era el artista.

Andrea Luciezo, que junto con Tiziano, había sido uno de los grandes maestros del Renacimiento. Su habilidad para capturar la esencia de los que posaban para él, los hombres ricos y poderosos que habían controlado la Italia del siglo XVI, y sus mujeres, retratados de una forma vibrante. Luciezo, cuyos lustrosos óleos infundían a cada sujeto de un potente encanto.

Leyó entonces el nombre del sujeto del retrato y asintió lentamente con la cabeza. «Ah, claro».

Las poderosas facciones, el pelo negro como el azabache, largo hasta la nuca, con barba, como mandaban los cánones de belleza de ese tiempo, la sensual línea de la boca, el terciopelo negro del jubón, el cuello blanco de la sayuela, el brillo dorado sobre su ancho y poderoso pecho.

Era un hombre al que el artista tenía en gran estima y cuyo retrato decía a las claras que no era un simple mortal. Estaba en la mirada desafiante, en el ángulo de su cabeza, en la rigidez de sus hombros. Era un hombre a quien el mundo obedecía, ordenase lo que ordenase…

Tras ella escuchó una voz profunda, resonante, con un timbre que de nuevo provocó un escalofrío.

–¿Qué le parece mi antepasado, el conde Alessandro?

Al dar media vuelta, Carla se encontró con la versión actual de la oscura mirada del retrato; la versión que la había dejado transfigurada unos minutos antes.

Cesare di Mondave, conde de Mantegna.

El propietario del valioso retrato de Luciezo y de una vastísima fortuna. Un hombre cuya reputación lo precedía. Según los rumores, vivía como lo habían hecho sus ilustres antepasados, como si el mundo le perteneciese. Un hombre a quien ningún otro diría que no y a quien cualquier mujer querría decir una sola cosa:

Sí.

Y cuando Carla se encontró con su mirada supo con una sensación de fatalismo que esa era la única palabra que ella querría pronunciar.

–¿Y bien?

Carla se dio cuenta de que tenía que hablar, que le había ordenado que dijese algo. Porque aquel era un hombre que debía ser obedecido.

Pero no obedecería inmediatamente. Lo desafiaría al menos en eso.

Deliberadamente, volvió a mirar el retrato, haciéndolo esperar.

–Un hombre de su tiempo –dijo por fin.

«Mientras tú no eres un hombre de tu tiempo».

No, el conde de Mantegna, que parecía llevar su antiguo linaje como una capa invisible, no era un hombre del siglo XXI.

–¿Qué quiere decir? –le preguntó, frunciendo el ceño.

De nuevo, la pregunta exigía una respuesta inmediata y Carla volvió a mirar el cuadro.

–Su mano está en la empuñadura de la espada y mataría a cualquier hombre que lo insultase –empezó a decir–. Se somete al escrutinio de alguien que nunca podría estar a su altura, por mucho genio que Luciezo poseyera, sencillamente para exhibir su ilustre imagen. Su arrogancia se ve en cada línea, en cada pincelada.

Se volvió luego hacia el hombre que le había hecho la pregunta. Su respuesta no lo había complacido, era evidente.

–Confunde arrogancia con orgullo. Orgullo no por sí mismo sino por su familia, su linaje, su honor. Un honor que defendería con su vida, con su espada, que debía defender porque no tenía otra opción. Soporta el escrutinio del artista porque debe tener presente lo importante que es proteger y preservar su legado. Este retrato será su persona cuando ya no esté, perdurará para la posteridad cuando él se haya convertido en polvo.

Los ojos negros se clavaron en los del retrato. Era como si los dos hombres estuvieran comunicándose.

Carla frunció el ceño. Qué extraño pensar que un hombre del presente pudiese mirar a los ojos de uno de sus antepasados. Eso hacía que el conde fuese diferente al resto de los mortales.

Ella no sabía nada de sus antepasados. Su padre no era más que un nombre para ella, un hombre que se había casado con su madre a regañadientes cuando quedó embarazada, y que murió en un accidente de coche poco después. Su madre la había criado sola hasta que volvió a casarse con Guido Viscari cuando ella era adolescente.

«Sé más sobre la familia de mi padrastro que sobre la de mi propio padre».

Para un hombre como el conde, que conocía la identidad de todos sus ilustres antepasados, ese desconocimiento debía ser algo incomprensible.

–Y, gracias a su genialidad, Luciezo fue capaz de expresar todo eso en esta imagen–le dijo–. Sin su talento para el retrato, su antepasado solo sería eso, polvo.

Había cierto desafío en su tono, y también una abierta afirmación: que por muchos antepasados aristócratas que el ilustre conde de Mantegna tuviese, ninguno podría compararse con el inmenso genio del gran maestro Luciezo.

–¿No seremos todos polvo tarde o temprano? –replicó él–. Pero hasta que llegue ese momento… –algo cambió en su tono, algo que hizo que Carla se pusiera colorada–. ¿No deberíamos aprovechar el momento?

–¿Aprovechar el momento? –musitó Carla.

Pero había notado el cambio en su tono de voz y podía ver el brillo de sus ojos. Estaba observándola, aprobando lo que veía, haciéndola temblar.

–O, al menos, aprovechar la noche –dijo él, con voz ronca.

Los ojos oscuros estaban clavados en ella y el mensaje que había en ellos era tan antiguo como el tiempo.

Le complacía. Su aspecto al menos, aunque no sus palabras. Ese intercambio había sido una estrategia para acercarse a ella, la oportunidad que deseaba para conseguir lo que quería.

El final que buscaba abiertamente.

–Cena conmigo esta noche –le dijo entonces, tuteándola.

Simple, directamente. Los oscuros y expresivos ojos clavados en ella. Carla sintió el impacto de esa mirada y entendió el mensaje.

Tenía por costumbre decir que no. Había mantenido pocas relaciones en su vida y nunca con italianos, ni en Roma, bajo la ansiosa y especulativa mirada de los círculos en los que se movía. Y nunca había pensado que pudiera enamorarse de verdad. Le atraían la amistad y la compatibilidad, nada más que eso, porque era más seguro que ceder a una atracción sensual que podría encender una pasión insaciable.

Después de todo, nadie sabía mejor que ella dónde podía llevar eso. ¿No le había ocurrido a su madre al enamorarse de un hombre que solo se casó con ella obligado por las circunstancias?

Y el matrimonio había sido un fracaso. Su padre estaba a punto de dejar a su madre cuando murió en un accidente y ella no quería cometer el mismo error.

Por sentido común, solo podía responder de un modo ante ese hombre arrogante y sensual que tenía el poder de turbarla como ningún otro.

Pero no era capaz de pronunciar las palabras. Solo pudo esbozar una sonrisa y bajar la mirada para esconder su reveladora reacción mientras le preguntaba:

–¿Ha prestado otros cuadros para la exposición?

Su tono sonaba algo abrupto, pero le daba igual. Lo miró a los ojos, intentando disimular, pero el brillo sagaz en los ojos negros le decía que había entendido por qué no respondía.

Pero, por suerte, él le siguió la corriente.

–Por supuesto –respondió, con un brillo burlón en los ojos–. El retrato es parte de un tríptico. Los otros dos están al otro lado de la galería. ¿Vamos a verlos?

–Sí, claro.

Un segundo después, se detenían frente a dos retratos femeninos.

–¿Qué le parecen?

Carla, experta en arte, admiró de inmediato la habilidad y maestría de las pinceladas, el sello de un maestro. Pero no eran de Luciezo.

–¿Caradino? –aventuró.

En la mirada del conde había un brillo de sorpresa y aprobación.

–Caradino –le confirmó–. Han sobrevivido muy pocos de sus trabajos y algunos los atribuyen a Luciezo, pero no es así.

–Hay una gran diferencia –asintió ella, admirando las pinceladas, la luz y las sombras.

No eran nada parecidos. Nada, nada parecidos.

El primero era el retrato de una mujer pálida y rubia, una mujer casada, como ilustraban los símbolos de la pintura: los pendientes de perlas, la ramita de mirto en su regazo, el plato de membrillos sobre una mesita a un lado. Y, sin embargo, tenía un aire virginal, como si pudiera haber posado para un retrato de la Virgen María.

Llevaba un vestido de color azul y un crucifijo en las manos que brillaba entre sus largos y pálidos dedos. Carla miró los ojos de la mujer y en ellos vio un brillo de tristeza. Igual que la Virgen María, tenía en la mirada un presagio de grandes penas.

Carla miró el otro retrato.

Otra joven, con el pelo de un exuberante castaño rojizo, suelto y cayendo sobre un hombro desnudo. El vestido era escotado y de un rojo suntuoso, no azul celestial, revelando una piel de alabastro. Había dos rosas rojas sobre su regazo y llevaba un collar de rubíes. Sus manos reposaban sobre el abdomen; el ligero abultamiento discreto, pero innegable.

Carla volvió a mirar su rostro. Precioso, sensual, las mejillas arreboladas, los labios generosos, sensuales. Miró entonces sus ojos, sosteniendo durante un segundo la mirada de alguien que había vivido siglos atrás.

–¿Quiénes son?

–¿No lo sabe? –le preguntó el conde, señalando el retrato de su antepasado–. Su mujer y su amante. Hizo que el artista las pintase al mismo tiempo. Caradino se alojaba en el castillo y las pintó a las dos, una después de la otra.

–Ah, qué conveniente –murmuró Carla, burlona–. Parece que a su antepasado le gustaba tener cerca a sus amantes.

Él no pareció molesto por el irónico comentario.

–Era normal en esos tiempos, nada excepcional. Las dos mujeres conocían y entendían la situación.

Carla apretó los labios.

–Saber y entender no es lo mismo que tolerar y aceptar –replicó.

–Las mujeres no tenían poder en esos tiempos. Y, después de todo, la amante de mi antepasado vivía suntuosamente.

–Estaba esperando un hijo suyo –comentó Carla, sintiendo una emoción que no quería sentir.

–Una forma excelente de asegurarse la protección del conde –dijo Cesare–. Creo que tuvieron varios hijos. Él le fue fiel, algo sorprendente en esos tiempos.

Carla miró el retrato de la esposa del conde Alessandro. No había signos de fertilidad y en sus ojos había un brillo de tristeza.

«¿Qué habría sentido, cómo habría podido soportar que su marido tuviese un hijo con su amante?». «Sin embargo, también ella debió tener un heredero o la dinastía habría desaparecido y, evidentemente, no es así».

–Pero no hablemos más de mis antepasados –dijo él entonces–. ¿Ha visto el resto de los retratos?

La voz del conde la devolvió al presente. Carla miró el retrato del conde Alessandro, que había encargado que pintasen a su mujer y a su amante al mismo tiempo, sintiendo una oleada de femenina indignación.

–No, aún no los he visto todos y debo hacerlo. Tengo que escribir mil quinientas palabras sobre la exposición –respondió, nombrando la revista de arte para la que escribía y dejando claro que estaba allí a título profesional–. Muchas gracias por mostrarme estos fascinantes cuadros. Siempre es interesante descubrir los orígenes y las circunstancias de un retrato. Especialmente en el caso de Caradino, ya que su obra no suele ser expuesta.

Intentaba que su tono sonase ligero y despreocupado mientras sonreía, sabiendo que debía despedirse. Cualquier otra cosa sería…

No quería pensar en el camino que no había tomado. En el consentimiento que no había dado.

De modo que se despidió con un gesto y se dio la vuelta.

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En cuanto al conde… ah, él tendría todo lo que quisiera. Su pálida y obediente esposa, su complaciente amante.

Lo tendría todo.

Intentó apartar de sí tales pensamientos mientras inspeccionaba los demás cuadros, consultando el catálogo, intercambiando luego unas palabras con el director de la galería, que la saludó efusivamente como crítica de arte y también como hijastra del último presidente de la cadena hotelera Viscari, un generoso patrón de las artes.

Había sido su padrastro el primero en notar su interés por el arte cuando era adolescente y gracias a él estudió Historia del Arte en las universidades más prestigiosas de Inglaterra e Italia. Guido la había animado en su carrera periodística, una carrera enormemente satisfactoria, y Carla sabía que era muy afortunada.

Ahora, después de haber tomado las necesarias notas, estaba dispuesta a irse de la galería. Pasaría la noche estudiándolas y esbozando el artículo.

Mientras se despedía de sus conocidos miró alrededor. Sabía a quién buscaba con la mirada y sabía por qué no debería hacerlo. Cesare di Mondave era demasiado turbador para tener algo que ver con él.

No lo vio y se dijo a sí misma que se alegraba porque seguir hablando con él no sería sensato en absoluto.

Miró por última vez el retrato de su antepasado, el conde Alessandro, observando el esplendor del Renacimiento con sus ojos oscuros, autoritarios y arrogantes. Pensando en su mujer y en su amante. Dos mujeres, rivales para siempre, sus destinos atados al hombre que había encargado esos retratos.

«¿Lo habrían amado las dos o ninguna de ellas?».

Nunca lo sabría, pero sí sabía con total certeza que no sería sensato para ninguna mujer tener algo que ver con un hombre por cuyas venas corría la sangre del conde Alessandro.

Daba igual que su descendiente la hubiese impresionado como ningún otro hombre, o que sus ojos oscuros acelerasen su pulso, o que no hubiese podido apartar la mirada de sus esculpidas facciones, anhelando tocar su cara, rozar la bronceada piel de su mandíbula, la sensual curva de su boca.

Daba completamente igual.

Porque dejarse llevar por el arrogante y aristocrático conde de Mantegna sería una locura.

Ella no era y nunca sería como la amante del retrato de Caradino, dependiendo del deseo del conde, temiendo siempre perderlo. Y tampoco sería como la otra mujer. Sí, ella se movía en los círculos de la alta sociedad italiana, pero los Viscari eran hoteleros, ricos, pero sin sangre azul. Carla sabía que cuando el conde eligiese una esposa sería una mujer como él, con una familia aristocrática.

«Yo no sería más que un interludio para él».

Estaba anocheciendo cuando por fin salió de la galería. Frente a la puerta, ignorando las señales de tráfico que prohibían aparcar allí, había un coche bajo, descapotable. La pintura roja y el caballo rampante, un símbolo conocido por todos, brillaban como el anillo en la mano que sujetaba el volante.

El hombre giró la cabeza y clavó en ella su oscura mirada.

–¿Por qué has tardado tanto? –le preguntó Cesare di Mondave, conde de Mantegna.