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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2018 Cathy Williams

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

De la inocencia al deseo, n.º 2658 - octubre 2018

Título original: A Deal for Her Innocence

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-007-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL SEÑOR Rossi está en el gimnasio –informó la elegante rubia que se ocupaba de la recepción del edificio de cristal de seis plantas que acogía la sucursal europea del impresionante imperio de Niccolo Rossi, alzando la cabeza del ordenador y mirándola fijamente. Y sin que la más leve sonrisa llegase a descomponer su rostro perfecto.

–¿El gimnasio? –¿acaso se había levantado con el pie izquierdo?–. Pero si tengo una cita con él… –dijo Ellie, apretando contra su cuerpo el maletín que portaba.

–Planta baja. Los ascensores están a la izquierda –dijo la glacial belleza, tamborileando con una larga uña roja sobre el mostrador de mármol–. La está esperando. Le ha concedido veinte minutos. Es un hombre muy ocupado.

Ellie apretó los labios. Leyendo entre líneas, el mensaje resultaba alto y claro: «Muévete, porque el tiempo es dinero para el multimillonario Niccolo Rossi, y deberías considerarte afortunada de que te haya concedido audiencia». Se preguntó si actuar como una barrera entre su poderoso jefe y el mundo real formaría parte de las obligaciones de aquella mujer. Era muy probable. Niccolo Rossi tenía una sólida reputación de implacable playboy con una especial inclinación por las modelos de pasarela y las relaciones a corto plazo. El tipo de hombre que se divertía con las mujeres y, en cuanto la diversión se acababa, las soltaba como si fueran una patata caliente para ocuparse de la siguiente candidata.

Apenas un mes atrás, había estado hojeando una revista de cotilleos y se había topado con la fotografía de una despampanante dama parapetada detrás de unas descomunales gafas de sol, como insinuando que no deseaba que el mundo real descubriera sus ojos hinchados de tanto llorar por culpa de una cruel ruptura. No conocía al tipo en carne y hueso, pero no se necesitaba ser un genio para saber la clase de hombre que era. Joven, rico y poderoso. Guapo también, si a una le gustaba el tradicional tipo físico italiano. Rebosante de encanto barato y más bien falto de sinceridad.

La clase de tipo a quien la gente le importaba un pimiento, lo que explicaba que Ellie se dirigiera en aquel momento a encontrarse con él precisamente en un gimnasio. Y con un ojo puesto en el reloj, porque el tiempo no corría precisamente en su favor.

Una situación nada ideal. Pero entrevistarse personalmente con él tampoco había sido un plan ideal, pese a haberse convencido a sí misma de que debía hacerlo. Ellie tenía un brillante palmarés de éxitos: se había asegurado dos clientes de categoría, lo cual había sido todo un triunfo, y en consecuencia había querido demostrarse a sí misma que era capaz de ganar un cliente chapado en oro. A sí misma y a sus otros dos socios inversores de su pequeña agencia de publicidad, que apenas estaba empezando. Había invertido en ella hasta el último céntimo de la pequeña herencia que le legó un abuelo al que nunca había llegado a conocer, y había pedido prestado el resto de su contribución al capital conjunto. De esa manera se había convertido en una socia con igual derecho a voz y voto que los demás, pero era joven e inexperta, de manera que seguía sin poder sacudirse la sensación de que tenía aún muchos peldaños que escalar hasta que pudiera ponerse al mismo nivel que sus otros dos socios.

Aquello debería convertirse en un punto más a su favor en su historial particular, pero Stephen iba a continuar llevándose las medallas, pese a que su papel fuera el de permanecer en un segundo plano, observándola y soltándole todo tipo de preguntas incómodas. Desgraciadamente para él, había tenido que dejar a un lado aquel rol cuando, apenas la noche anterior, su madre tuvo que ser hospitalizada. En aquel preciso instante, Stephen la estaba velando a pie de cama mientras que Adam, el otro socio inversor de su agencia, no podía abandonar el barco para echarle una mano.

–¡No necesito que me echen ninguna mano! –le había asegurado Ellie, rebosante de confianza en sí misma.

Sin embargo, aquello había sido antes de que se hubiera encontrado con aquel cambio de escenario para su cita, y de que se hubiera activado el cronómetro de sus veinte minutos.

Pensó en el tremendo esfuerzo que había supuesto la preparación de la campaña publicitaria que iba a presentar a Niccolo Rossi. Había trabajado todavía más horas de las muchas que hacía habitualmente, porque el contrato era sencillamente colosal. Había recabado hasta la última fuente de información sobre su resort del Caribe, ya de por sí bastante conocido. Había invertido innumerables horas, hasta bien avanzada la noche, en diseñar innovadoras formas de vender el resort a la clientela de multimillonarios.

El calor del gimnasio la golpeó como si fuera una sólida pared de ladrillo en cuanto empujó la puerta de cristal. Su mirada vagó por un terrorífico surtido de máquinas y artefactos, desde el saco de boxeo de la esquina al implacable espejo que ocupaba toda una pared, para reposar finalmente en el solitario macho sudoroso que se hallaba levantando un juego de pesas que, literalmente, le arrancó una mueca de asombro.

Niccolo Rossi. No se parecía en nada a las imprecisas fotografías que había visto de él en el pasado. Para empezar, en todas aquellas imprecisas imágenes había aparecido perfectamente vestido. Allí, en cambio, en el gimnasio, lucía camiseta de tirantes y pantalón corto negros Estaba de espaldas a ella, con su cuerpo bronceado exhibiendo músculo mientras levantaba la barra de un peso imposible, de la cintura hasta el hombro y vuelta a empezar.

Hipnotizada, Ellie apenas pudo hacer otra cosa que quedárselo mirando boquiabierta en el umbral. Todavía con el abrigo puesto, podía sentir cómo el sudor empezaba a correrle por la espalda… Llevaba unas mallas negras debajo de la falda del mismo color, una blusa de un blanco inmaculado, no del todo abotonada hasta el cuello, pero casi, y zapatos también negros. Se había vestido para una entrevista en una sala de reuniones con hombres de traje y una pizarra blanca al fondo. Pero allí, en un espacio tan cargado de testosterona, se sentía ridícula ataviada con aquella ropa tan formal y aferrando su maletín de ejecutiva.

En cualquier caso, había ido allí a hacer un trabajo. Ciertamente, habría deseado algo más de tiempo que aquellos escasos veinte minutos, que probablemente a esas alturas ya se habrían convertido en quince, pero era lo suficientemente inteligente como para cribar toda la información superflua y explicarle a grandes rasgos su propuesta, armada con su tablet y con sus copias encuadernadas del proyecto. No tenía otra elección. Irguiéndose, respiró hondo y se adelantó hacia Niccolo.

Los tacones de sus zapatos resonaron enérgicamente en el suelo de madera. Solamente en aquel momento pareció el hombre haberse dado cuenta de su existencia, porque dejó caer las pesas al suelo con un estrépito que la hizo dar un respingo.

Se volvió lentamente y Ellie se detuvo. El corazón se le había escapado del pecho para migrar a algún lugar de su boca, que se le había quedado seca. La sangre que atronaba en sus venas parecía haberse convertido en lava ardiente. Los pensamientos se le aturullaron de golpe y una densa niebla se instaló en su cerebro. Aquel hombre era pura belleza en movimiento, con aquel cuerpo esbelto y brillante, de cabello oscuro, ligeramente largo, húmedo de sudor.

Unos ojos negros como la noche la escrutaron cuando se plantó ante él, aferrando su maletín como si le fuera la vida en ello, y a punto de desmayarse de calor por culpa del abrigo que parecía haberse olvidado de quitarse. Niccolo tenía las pestañas más sensuales que había visto en hombre alguno: largas y espesas, enmarcando unos ojos que, por unos segundos, se mostraron velados de toda expresión.

Sus rasgos parecían esculpidos a la perfección. No era solamente el tipo clásico de hombre alto, moreno y guapo. Eran esos mismos rasgos pero amplificados de una manera singularmente peligrosa. Su cuerpo despedía la clase de insolente y despreocupado sex-appeal capaz de hacer que las mujeres se estrellaran contra una farola nada más volverse para mirarlo.

–Eleanor Wilson –Ellie se lanzó a un confuso y atropellado discurso, absolutamente desconcertada por el efecto que le estaba produciendo–. Señorita.

La velada expresión se despejó y sus ojos oscurísimos conectaron con los de ella con un dejo de diversión.

–Señorita Eleanor Wilson –murmuró él, alcanzando una toalla que Ellie no había visto hasta entonces y enjugándose el sudor de la cara para luego colgársela al cuello. La recorrió con la mirada de la cabeza a los pies y miró acto seguido a su alrededor–. ¿Dónde están los demás?

–Solo he venido yo, me temo. Stephen Prost, mi socio comercial, ha tenido una urgencia familiar. Espero que no le importe que se lo diga, pero no había esperado tener que plantearle mi proyecto en un gimnasio. ¿Podríamos sentarnos en algún sitio? –miró también a su alrededor y no encontró ningún asiento adecuado para mostrarle lo que había llevado, a no ser que optara por soltarle su perorata en la cinta de correr.

Ellie experimentó una punzada de irritación. ¿Tan difícil le resultaba a Niccolo Rossi atenerse al protocolo básico? Había sido él quien había concertado la entrevista. Apretó los labios, airada. Las normas y reglas tenían una razón de ser en la vida.

–Debería quitarse el abrigo –le sugirió Niccolo con tono suave–. Debe de estar pasando mucho calor.

–No había esperado hablar con usted en un gimnasio –repitió Ellie con una tensa sonrisa.

–Pero ahora lo está haciendo –él se encogió de hombros–. Sígame –y se giró en redondo para dirigirse hacia la parte trasera del gimnasio.

El vestuario. Se estaba dirigiendo al vestuario. Podía ver una puerta cerrada al fondo. Ellie lanzó una mirada desesperada a su espalda, hacia la puerta de cristal por la que había entrado, mientras sus piernas la empujaban a seguirlo hacia un escenario que se le antojaba tan incómodo que se debilitaba solo de imaginárselo.

Ellie se conducía siempre según las normas de rigor, y además creía en ellas. Le gustaban. Había llevado una vida de lo más patética con sus padres nómadas, vagabundos y hippies. Había pasado su infancia en diversos continentes, de recién nacida en la India, y luego en Australia con una breve estancia en Nueva Zelanda, para luego regresar a Europa vía Ibiza, Grecia y España. Apenas había pisado la escuela, porque algo tan aburrido y convencional como una escuela no habría hecho otra cosa que nublar los infinitos horizontes azules de sus libérrimos padres. Como resultado, aquellos viajes constantes habían terminado por sembrar en ella un profundo anhelo de estabilidad.

Para cuando tuvo catorce años sus pies volvieron a tocar tierra, y sus padres aceptaron a regañadientes que su sed de recorrer mundo había quedado suficientemente saciada, Ellie se había entregado al gozo de quedarse donde estaba con una pasión casi física.

Era una obsesa de los detalles, con una vena creativa que había heredado de sus artísticos padres. Aquella mezcla le había posibilitado obtener su primer empleo en una importante agencia publicitaria y, a partir de aquel momento, había sido invitada a volar por su propia cuenta haciendo equipo con Stephen y Adam, miembros ambos del consejo de administración de la misma empresa, para montar una agencia propia. Aquel había sido el mayor riesgo que había corrido hasta entonces. Con el tiempo, había conseguido hacerse con un significativo nicho de mercado en el mundo de la publicidad. Todo lo hacía con exquisito cuidado, sin dejar nada al azar, como el portafolio que seguía aferrando. Un portafolio que debería haber sido mostrado y explicado en los seguros confines de un despacho. Sin cintas de correr o sacos de boxeo a la vista.

Contempló el musculoso torso de Niccolo adivinado bajo la camiseta, la longitud de sus piernas, el poderoso dibujo de sus músculos y tendones… y se estremeció. Aquel hombre parecía ajeno a normas y protocolos. Peor aún. Aquel hombre parecía dispuesto a celebrar su entrevista de trabajo en el vestuario de un gimnasio.

Niccolo abrió la puerta y ella se detuvo encogida de puro nerviosa, engarfiados los dedos en su maletín, con los nudillos blancos. Él se volvió entonces, con ambas manos en los extremos de la toalla que se había colgado al cuello.

En circunstancias normales, no era ese el escenario que habría elegido para concertar una entrevista, pero había llegado a la oficina más tarde de lo normal. A las ocho en vez de a las seis, la hora habitual. Tampoco había llegado muy contento. Su última amante, en un arranque de despecho, se había dedicado a vender detalles de su vida privada a la prensa rosa después de que él hubiera puesto fin a su relación. Su madre y sus tres hermanas, por su parte, habían hecho frente común en su misión de someterlo a un ataque verbal en toda regla sobre su promiscua vida amorosa.

La tarde anterior había ido a cenar con su madre a su preciosa casa rural, cerca de Oxford, esperando alguna conversación ligera y la excelente comida que elaboraba su cocinero particular cada vez que tenía invitados. El problema fue que se encontró de repente en compañía no ya de su madre, sino además de sus tres hermanas, cada una de las cuales tenía opiniones más que firmes sobre la clase de mujeres con las que salía. En consecuencia, al día siguiente se había levantado tarde, y la única cosa que le habían entrado ganas de hacer cuando llegó a la oficina fue un poco de ejercicio en compañía de un saco de boxeo y un extenuante juego de pesas.

Y, en justicia, no había esperado a ninguna mujer. Y menos aún a una que parecía que estuviera chupando limones, tan agria era la cara que estaba poniendo. En aquel momento aquella mujer lo estaba mirando con una mezcla de consternación y desaprobación. Seguía con el abrigo puesto y llevaba el cabello perfectamente recogido hacia atrás en un apretado moño. Aunque tenía que reconocer que tenía unos ojos de un precioso color dorado y que su boca, apretada en una fina e implacable línea, podía llegar a ser de lo más atractiva, con aquellos labios carnosos y rosados…

–Se ha parado usted –observó él con tono cortés–. ¿Por qué?

–Me temo que no considero apropiado mantener con usted una entrevista de trabajo en un vestuario.

–Oh, vaya. Como puede usted ver, no voy precisamente vestido de traje, y después de hora y media en este gimnasio le aseguro que necesito cambiarme de ropa.

Dos radiantes coloretes se habían dibujado en sus mejillas. Su piel parecía arder como si estuviera demasiado cerca de una llama y, en respuesta a aquellas reacciones físicas, agarró su maletín todavía con mayor fuerza.

Él se había apoyado en el marco de la puerta, solo parcialmente abierta.

–Quizá podría esperarlo en su despacho –sugirió Ellie. Se quedó mirando fijamente su rostro, porque le parecía el lugar más seguro donde posar los ojos. La otra opción era su cuerpo escasamente vestido, pero era tan terriblemente guapo que le provocaba un sudor frío.

–Quizá sí… –reflexionó Niccolo en voz alta, con los ojos clavados firmemente en su rostro en forma de corazón, que seguía bañado de un rubor de incomodidad–. Pero no. Me temo que no. No tengo tiempo que perder –se irguió–. Si este contrato significa algo para su agencia, tendrá entonces que superar su incomodidad ante mi informal comportamiento y seguirme –sonrió y enarcó las cejas, a la espera de su respuesta.

–Esto… esto es muy poco formal –balbuceó ella en un último y desesperado intento por permanecer en el lado seguro de la puerta entreabierta.

–¿Es usted una tiquismiquis de las formalidades? –inquirió Niccolo, ladeando la cabeza y dejando que el silencio resbalara entre ellos como una descarga eléctrica.

–Sí –Ellie no vaciló en dejarle claro ese punto. Si había una cosa que sus poco convencionales padres le habían enseñado era precisamente el valor de las formalidades.

Niccolo soltó una carcajada de auténtica diversión. Se preguntó qué edad tendría. Debía de andar por los veintipocos años, aunque aquella gazmoña actitud le recordaba más a una conservadora abuela que a una joven del excitante y selecto mundo de la publicidad. Los otros rivales suyos con los que se había entrevistado brevemente para aquel contrato habían sido modernos hasta la extenuación. Gorras, barbas y gafas de aro en el caso de los hombres, y cansinos modelos de último grito para las mujeres. Dudaba que cualquiera de ellos se hubiera quedado tan desconcertado ante la perspectiva de celebrar una entrevista de trabajo en un gimnasio. En un mundo que resultaba ya demasiado predecible, Niccolo se descubrió de repente disfrutando de la situación.

–Bueno, al menos es usted sincera –observó él–. Aunque le confieso que no llevo muy bien estar rodeado de gente demasiado aficionada a las normas y reglas. Me gusta la gente que es original.

–Yo soy una firme partidaria de las normas y de las reglas –Ellie apretó los labios y se le dilataron las aletas de la nariz mientras aspiraba su embriagador aroma masculino.

Sus ojos se vieron atraídos por el escote en forma de uve de su camiseta negra y se detuvieron allí. La camiseta era lo suficientemente ajustada para subrayar su ancho y musculoso torso, así como lo estrecho de su cintura. Podía distinguir una sombra de vello oscuro en el pico de aquella uve, un detalle tan intensamente viril que se quedó sin respiración por unos segundos, antes de apartar rápidamente la vista con el corazón martilleándole en el pecho.

–Pero… –Ellie respiró hondo, aquietando la súbita aceleración de su pulso– eso no significa que no sea original. Soy muy buena con el tipo de dinámicas que mis clientes suelen buscar en sus campañas publicitarias. Formamos una empresa pequeña y relativamente nueva en el sector, pero somos terriblemente dinámicos y sabemos llegar al mercado joven. Las redes sociales en todas sus variadas formas constituyen nuestra principal herramienta a la hora de culminar con éxito un encargo, y tenemos a gala ser de los mejores en ese terreno.

–Gracias por el discurso –repuso Niccolo con tono cortés, apartándose de la puerta–, pero sigo teniendo necesidad de cambiarme. Tiene usted la oportunidad de ganarse a pulso el contrato mientras lo hago –se giró y Ellie no tuvo más remedio que seguirlo con piernas temblorosas y la mirada clavada en su espalda mientras penetraba en una espaciosa habitación, alicatada del suelo hasta el techo con mármol gris y blanco. Y con dos espejos ocupando sendas paredes de manera tan desafortunada que veía su propia imagen reflejada en cada ángulo.

Ellie se esforzó todo lo posible por ignorar su propio reflejo. Medía uno setenta, y los tacones aumentaban bastante su estatura, pero aun así él le sacaba más de una cabeza. La fugaz imagen de sus respectivas figuras en aquellas paredes de espejo mientras atravesaban la sala la hizo encogerse por dentro.

Él le había confesado que no llevaba muy bien el estar rodeado de gente «demasiado aficionada a las normas y reglas». Lo había dicho como si cualquiera que no fuera un descarado granuja fuera un ser aburrido y carente de interés. ¿Qué debía de pensar de ella, en ese caso? Ya había levantado su estandarte por lo que se refería a las normas y reglas, y, aunque no lo hubiera hecho, una sola mirada a su aspecto lo habría convencido de que ella era precisamente la clase de ser aburrido y convencional con quien él nunca se llevaría bien.

Si Niccolo Rossi era el equivalente del felino depredador y peligroso, absolutamente imprevisible y escandalosamente bello, entonces ella era la equivalente del pusilánime gorrioncillo posado en la rama de un árbol, temeroso de acercarse demasiado.

–Pensé que funcionaría mejor si destacáramos los espléndidos alrededores y el estilo orgánico de los edificios. En estos tiempos, la gente es muy consciente del valor y del encanto de un complejo que está en total armonía con la naturaleza –le mostró la imagen de una de las cabañas de dos dormitorios levantadas a corta distancia de la playa, una más de las muchas que el contacto que se había preocupado de cultivar en el complejo le había enviado la semana anterior–. De ahí el detalle de que toda la madera utilizada en la construcción de su hotel proceda precisamente del Caribe.

Continuó mostrándole otra serie de artísticas fotos de la cocina con estrella Michelin que ofrecería el complejo. El problema estribaba en que era agudamente consciente de que los fabulosos ojos oscuros de Niccolo la recorrían lentamente, con un leve brillo de diversión.

–Aquí, el detalle de que la mayoría de los ingredientes procedan de la isla y de que algunos productos vayan a ser cultivados directamente en la finca del complejo, junto con el centro de yoga, es absolutamente genial.

–Sí, ya he visto todas esas fotos, pero no ganará usted este contrato enseñándome fotos de palmeras y puestas de sol. No pienso seducir a poetas para que vayan a mi resort, ni animarles a que pasen su tiempo mirando a la lejanía para después ponerse a escribir sonetos –arqueando las cejas con expresión irónica, Niccolo sonrió–. Así que se lo repito una vez más: ¿es esto todo lo que tiene para mí?