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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2018 Annie West

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atrapada por su amor, n.º 2659 - octubre 2018

Título original: Contracted for the Petrakis Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-008-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ADONI Petrakis escrutó la multitud que llenaba la sala de fiestas de su hotel en Londres. Al principio, los invitados se habían comportado con mesura durante la ceremonia de boda, sin embargo, en ese momento, los ánimos estaban desbocados. La nueva familia política inglesa de su amigo Leo se estaba soltando el pelo sin miramientos.

Contempló a Leo y a su esposa, que estaban rodeados por un grupo de amigos del novio brindando una y otra vez. Revoloteaban a su alrededor un ejército de damas de honor, embutidas en ostentosos vestidos en tonos limón y mostaza.

Ya se habían llevado a cabo todos los formalismos, se había cortado la tarta, habían tomado fotos y se habían dado los discursos oportunos. Nada lo retenía allí por más tiempo. Él había hecho su parte, le había ofrecido su hotel para la celebración a Leo, había acudido en persona, incluso, había bailado con la novia.

Levantó un hombro, tratando de aliviar la rigidez que sentía en las clavículas. Aunque no tenía ganas de irse a la cama, tampoco deseaba quedarse en esa fiesta cada vez más ruidosa.

Si hubiera encontrado atractiva a alguna de las invitadas, le habría ofrecido acompañarlo a su suite para una celebración privada. Pero no le gustaba ninguna. Las únicas mujeres hermosas tenían pareja o lo miraban con el signo del dólar en los ojos.

Había aprendido hacía mucho tiempo a distinguir a esa clase de depredadoras.

Así que Adoni se despidió de la feliz pareja y salió de la sala de fiestas.

Ya que no iba a tener compañía esa noche, repasaría el nuevo contrato. O, tal vez, iría a su gimnasio privado.

Estaba inquieto. No dejaba de pensar en la pareja que acababa de prometerse amor para toda la vida. Inevitablemente, le recordaba a su propio matrimonio fallido hacía unos años. Apretó los labios.

Por supuesto que había dejado atrás su historia con Chryssa, se dijo. Sin embargo, era raro como, durante toda la noche, su mente lo había llevado una y otra vez a ese pasado medio olvidado, cuando la vida le había parecido llena de esperanza y había creído en el amor.

Había pasado una eternidad desde entonces.

Marcó el código para entrar en el ascensor privado que lo llevaría a su suite. Las puertas se abrieron y entró. Segundos después, una figura envuelta en satén amarillo se catapultó dentro, estrellándose contra él.

Adoni estornudó, al verse envuelto por su laca del pelo.

–Lo siento. ¿Te he hecho daño? –susurró una voz junto a su barbilla–. Por favor, no me delates –suplicó y, en vez de apartarse, se pegó contra él, agarrándolo de una manga.

–¿Delatarte?

–Por favor. No quiero que él me descubra –dijo ella. Alargó una pálida mano y apretó un botón para que la puerta del ascensor se cerrara. En cuanto así fue, soltó a Adoni y se pegó contra la otra esquina del pequeño cubículo.

–¿Estás bien? –preguntó él, preocupado.

La mujer tenía la cabeza gacha, pero él intuyó su miedo, por la tensión de sus hombros y su pulso acelerado en la base del cuello.

–¿Te ha hecho daño alguien?

–¿Daño? –repitió ella. Meneó la cabeza y se enderezó–. Aunque estoy segura de que él me estrangularía, si pudiera. Me odia y es un sapo asqueroso.

Con un grito sofocado, la chica se tapó la boca y levantó la vista. Sus ojos azul cielo se clavaron en él. Hubieran sido bonitos, de no haber sido por el exceso de sombra de ojos demasiado brillante y unas enormes pestañas postizas que le pesaban sobre los párpados. Parecía una ramera asustada.

–No pretendía decir eso en voz alta –se disculpó ella, mirándolo con desconfianza.

–Parece un hombre de quien huir.

–Sí que lo es –afirmó la joven, asintiendo con fuerza.

No debía de tener más de dieciocho años, pensó él. Veinte, a lo máximo.

–Si hubiera sabido que él iba a estar aquí, nunca le habría dicho que sí a Emily. La discreción es una cualidad muy valiosa.

–¿Emily? –preguntó Adoni. Cruzándose de brazos, se apoyó en la pared, intrigado. Por alguna razón, esa chica despertaba su curiosidad. Después de todo, no tenía prisa. En su habitación, solo lo esperaban el trabajo y una copa de coñac.

–La novia –contestó ella con una mueca–. ¿No estabas en la boda? Me pareció verte en la otra punta del salón, todo serio y aburrido –señaló, mirándolo con atención–. Estoy segura de que eras tú. Las hermanas tontas estaban como locas de excitación, incitándose entre ellas a sacarte a bailar.

–¿Hermanas tontas?

–Las otras damas de honor.

–Ah –dijo él. Entonces, lo comprendió. Esa mujer era la dama de honor que se había sentado en la otra punta de la larga mesa con aspecto de estar mareada.

–¿Estás enferma?

–Esa gente me da ganas de vomitar –contestó ella. De nuevo, abrió mucho los ojos y se tapó la boca.

Adoni la contempló fascinado, muy a su pesar. Ella parpadeó y enderezó la espalda. Le llegaba apenas por la barbilla.

–Debe de ser por el champán –murmuró la chica–. ¿Quién lo habría pensado? Solo me he tomado dos copas. ¿Será por eso? –le preguntó, levantando la vista hacia él.

–¿Será qué?

–Lo que me hace tener la lengua tan suelta –repuso ella, frunciendo el ceño–. Por lo general, suelo pensar las cosas antes de hablar.

–Depende de lo que estés acostumbrada a beber –opinó él.

–Nunca bebo. Esta noche he probado el champán por primera vez.

–Entonces, seguro que es por eso –confirmó él. Aunque se estaba divirtiendo con el encuentro imprevisto, pensó que los amigos de la chica la estarían buscando–. ¿No es hora de que vuelvas?

La joven se estremeció y volvió agarrarse a la manga de Adoni.

–¡No! No volveré hasta que él se haya ido –negó ella y miró a los botones del ascensor–. ¿Por qué no nos movemos? –preguntó y volvió a presionar el de subir–. Lo siento, espero que quieras subir. Yo quiero ir a cualquier sitio donde él no esté.

–¿El sapo?

–¡Sí! ¿Cómo lo sabes? –dijo ella con una sonrisa radiante–. ¡Serio, misterioso y listo! Me gustas, señor… ¿Cuál es tu nombre?

–Adoni Petrakis –replicó él, extrañamente embelesado por su sonrisa.

–¿Adoni? –repitió ella, abriendo mucho los ojos.

Él asintió, esperando provocar la misma excitación que provocaba siempre en las mujeres, cuando descubrían que era el famoso millonario.

–¿Igual que Adonis?

–Es un nombre griego.

–Claro que sí, pero a ti no te queda bien –comentó ella, observándolo con concentración.

Sus labios apretados resultaban muy sexys, a pesar del exceso de pintalabios color coral que llevaba puesto, pensó él.

–No eres ningún adonis.

Adoni la miró fijamente. Estaba acostumbrado a recibir halagos de las féminas, no a decepcionarlas.

–¿Sabes quién era Adonis?

–En la mitología griega, era un joven muy guapo, amado por Afrodita y, luego, matado por un jabalí –explicó ella y se mordió al labio–. O, tal vez, no fue un jabalí, no me acuerdo. Pero tú no eres un adonis.

Adoni no pudo evitar sonreír. Nunca había conocido a ninguna mujer que lo hablara así.

–¿No soy lo bastante guapo?

Ella meneó una mano en el aire.

–No se puede decir que seas guapo. Atractivo, sí, pero de una forma ruda y feroz. Y esas cejas tuyas… –indicó, levantando una mano hacia la cara de él, aunque sin llegar a tocarlo–. Más bien, te pareces a Ares, dios de la guerra. Sexy, pero duro.

Cuando las puertas se abrieron, ella se giró de golpe, mientras Adoni trataba de decidir si había sido insultado o halagado.

–Oh, qué bonito –exclamó ella, saliendo del ascensor. Entró en el salón de la suite privada–. ¿Crees que puedo quedarme aquí hasta que él se haya ido?

La joven caminó sobre la alfombra tejida a mano. Dio vueltas sobre sí misma con los brazos abiertos y, justo cuando iba a perder el equilibrio, Adoni la recogió con un brazo. Su piel estaba fría y era suave como la seda.

–¿Estás segura de que solo has bebido dos copas de champán?

–Claro que sí. Pero creo que ya no voy a beber más. Me siento un poco… rara –admitió ella, parpadeó y levantó la vista hacia él, sujetándose a su brazo–. ¿Te parece que me estoy portando mal?

Lo que a Adoni le parecía era que, tras el espeso maquillaje y aquel vestido tan poco atractivo, era una mujer sorprendentemente atractiva. Y vulnerable.

–Tus amigos te estarán echando de menos.

Ella meneó la cabeza.

–No son mis amigos. Y no me echarán de menos. No conozco a nadie aquí, aparte de a Emily, que es mi prima. Y a sus padres. Pero ellos no tienen tiempo para mí. Nunca lo han tenido. Solo me han traído porque la dama de honor número siete cayó enferma en el último momento. Ah, y el sapo, también lo conozco a él –afirmó ella con una mueca–. Pero no quiero verlo. ¿Me puedo quedar aquí tranquila un rato? Podría irme ya mismo y tomar el metro a casa, pero me siento un poco mareada.

Adoni la observó. Era obvio que, en su estado, no podía irse sola a casa. Además, era una persona demasiado confiada para andar por ahí sola, sin nadie para cuidarla.

–Muy bien. Quédate. Prepararé café.

–¡Genial! Nunca pensé que Ares fuera un hombre tan civilizado. Lo imaginaba todo fuego y pasión –comentó ella con una sonrisa.

Adoni sonrió también. Aunque la chica hablaba cosas sin sentido, su sentido del humor le resultaba contagioso. Además, le gustaba que dijera lo que pensaba, sin cortapisas.

–¿Puedo usar el baño?

–Claro. Está al final del pasillo, a la izquierda.

El salón estaba vacío cuando Adoni volvió con el café. Posó la bandeja sobre una mesa, diciéndose que había sido un tonto por haberla dejado entrar. No sabía nada de ella. Solo que no soportaba bien el champán y que entendía mucho de mitología griega. Ni siquiera sabía su nombre.

Se asomó al pasillo, lleno de dudas. Ante el silencio, llamó a la puerta del baño.

–¿Estás bien?

–Lo siento. Enseguida salgo.

–¿Te encuentras mal?

–No. Solo estaba pegajosa.

¿Pegajosa?, se preguntó Adoni, frunciendo el ceño. Eso no tenía sentido.

Al final, la puerta se abrió y salió. Parecía distinta. Más bajita, para empezar. Llevaba los zapatos de tacón en la mano.

–Me he duchado. Ahora me siento mucho mejor.

Cuando empezó a caminar por el pasillo, la joven se pisó el borde del vestido y tropezó. De nuevo, Adoni la recogió en sus brazos, no sin antes notar cómo sus suaves pechos se le estrellaban contra el torso.

–Ooops. Lo siento –se disculpó ella con una débil sonrisa–. Este vestido me queda largo. Fue hecho a medida para otra persona.

–Alguien con zapatos de tacón –murmuró él, tratando de no pensar en el delicioso cuerpo que tenía entre los brazos.

–Ah –dijo ella y asintió–. Eso lo explica. ¿Huele a café?

Antes de que él pudiera responder, la recién llegada se levantó la falda con una mano, dejando ver unas piernas pálidas y bien torneadas, y se dirigió de vuelta al salón, apoyándose con la otra mano en la pared.

Adoni se tomó su tiempo para seguirla. Estaba sorprendido por su propia reacción cuando la había visto salir del baño. Ya no llevaba maquillaje ni pestañas postizas. Su cutis era cremoso, a juego con sus preciosos ojos azules. Tenía el rostro en forma de corazón y la boca rosada y carnosa.

Ya no llevaba el elaborado peinado de rizos llenos de laca. Llevaba el pelo moreno liso sobre los hombros. Todavía estaba mojado, goteando en las puntas sobre el escote.

Adoni tragó saliva, viendo cómo ella se giraba y se dejaba caer en un sofá, mientras la luz acariciaba el borde de sus pechos. Inesperadamente, algo se incendió dentro de él. Frunció el ceño. No estaba acostumbrado a tener una respuesta tan inmediata ante una mujer. Sobre todo, cuando ella no estaba haciendo el más mínimo esfuerzo para atraerlo.

¿O sí?

Había conocido a toda clase de mujeres, algunas capaces de llegar muy lejos para engatusarlo. Pero su instinto le decía que esa no estaba fingiendo.

–¿Cómo te llamas? –preguntó él con voz ronca.

–Alice. Alice Trehearn –contestó ella, volviéndose para mirarlo.

La visión de su perfecto perfil y su jugosa sonrisa le provocó a Adoni una erección instantánea.

–No frunzas el ceño. Aunque tengo que reconocer que estás muy sexy cuando lo haces, muy varonil y… –dijo ella sin pararse a pensar. Interrumpiéndose, cerró los ojos–. Recuérdame que no vuelva a beber champán jamás.

Adoni no pudo evitar reírse. Había algo sumamente refrescante en una mujer que decía lo que pensaba.

–¿Cuántos años tienes, Alice? –quiso saber él. De pronto, le pareció una cuestión de prioridad absoluta.

–La semana que viene cumpliré veintitrés –repuso ella, se volvió y se sirvió leche en una taza de café–. ¿Y tú cuántos años tienes?

Él respiró aliviado. Había temido que pudiera ser más joven aún.

–Treinta y uno.

Estaba a miles de kilómetros de distancia de ella en cuanto a experiencia, se dijo Adoni. Pero, para su sorpresa, eso no disminuía su interés. Sintiendo la presión de su erección, se sentó frente a ella.

–Pareces mayor –comentó la joven, ladeando la cabeza–. Menos cuando sonríes. Me gusta tu sonrisa. Deberías hacerlo más a menudo.

Él apretó los labios. Nunca antes había disfrutado tanto de la candidez de una mujer.

–Creí que te gustaba… cuando frunzo el ceño.

–Oh, claro que sí –se apresuró a afirmar ella. Entonces, al darse cuenta de lo que acababa de decir, bajó la vista hacia su taza–. Pero tu sonrisa te hace parecer menos serio y dominante.

–¿Como Ares?

–Sí. O como el otro, el que lanzaba truenos.

–¿Zeus? –preguntó él. ¿Tanto miedo daba? Prefería verse a sí mismo como un hombre controlado e inteligente, que no se dejaba engañar ni en los negocios ni en el amor.

–Ese mismo –replicó ella y sonrió–. Aunque siempre lo representan con barba, y tú no tienes.

–Podría dejarme barba.

–No –negó ella, meneando la cabeza–. Sería una pena. Tienes una barbilla bonita. Quizá, denota mucha obstinación. Pero es bonita.

–Gracias. La tuya también lo es.

Adoni alargó la mano para tomar su taza de café. Cuando terminó de darle unos tragos, la sorprendió observándolo, con la boca entreabierta y la respiración acelerada.

–¿Va todo bien? –preguntó él, aunque sabía reconocer esas señales como un signo inequívoco de interés femenino.

–Sí, bien. Lo que pasa es que pareces tan…

Tal vez, se le estaba pasando la borrachera, pues se interrumpió a mitad de frase, observó él.

–¿Qué?

Bajando la vista, ella dio otro trago a su taza.

–Agradable. Pareces agradable.

–Y tú –replicó él, intuyendo que eso no había sido lo que ella había pensado decir.

–No tienes por qué mentir –protestó ella–. Estoy horrible. No entiendo por qué Emily eligió este color. Es del color de la caca de un bebé.

Adoni se rio. Ella tenía razón. Era un tono mostaza amarillento bastante desfavorecedor.

–Es verdad que no va a juego con tu piel.

–Eso pienso yo –dijo ella, frunciendo los labios en un puchero.

–Al menos, es solo por una noche.

–Eso me repito a mí misma. Esta noche he hecho muchas cosas por primera vez.

–¿Ah, sí?

–Claro que sí. Es la primera vez que visto de amarillo. Nunca más lo haré –señaló ella–. Es la primera vez que soy dama de honor. Pensé que sería más divertido, pero todas las demás se pasan el tiempo cuchicheando y metiéndose unas con otras. Y los amigos del novio…

–¿No son tu tipo?

Alice se encogió de hombros.

–No lo sé. Creo que no –respondió ella. Se inclinó, se levantó un poco el vestido y se sentó de nuevo con las piernas debajo de ella.

No había nada remotamente seductor en aquel gesto, aun así, Adoni se quedó hipnotizado con el pequeño movimiento de sus caderas y sus pechos.

–¿No lo sabes seguro?

Alice negó con la cabeza.

–Necesito investigar más. He hecho algunas cosas por primera vez –confesó ella, sonrió y bajó la vista–. Pero también hay cosas que no he hecho nunca.

–¿Ah, sí?

–Claro –afirmó ella y levantó un dedo–. Nunca he tenido suerte con el sexo opuesto –enumeró y levantó otro dedo–. Nunca me han hecho suspirar con un beso –añadió y, afilando la mirada, clavó los ojos en él–. Tú tienes aspecto de saber hacer suspirar a las chicas.

–¿Es una proposición? –dijo él, atragantándose con el café.

Sin una pizca de pintalabios, Alice Trehearn tenía la boca más atractiva que había visto jamás. Tragó saliva y se recordó a sí mismo que la chica había bebido demasiado.

–Los hombres como tú no quieren besar a las chicas como yo –comentó ella, se recostó en el sofá y cerró los ojos. Se quedó en silencio un momento–. Tampoco he conducido nunca un coche –añadió y suspiró–. Tú debes de tener un coche muy bonito.

–Sí –afirmó él–. Aunque no te dejo que lo conduzcas.

Alice se mostró decepcionada. Cuando su expresión se entristeció, él deseó hacer cualquier cosa para que retornara su radiante sonrisa.

–¿Hay algo más en tu lista de cosas que no has hecho nunca?

Ella abrió la boca y la cerró otra vez. Se sonrojó.

–¿Alice? –preguntó él, lleno de curiosidad.

–No es nada –dijo ella, se inclinó hacia delante y volvió a recostarse en el sofá.

–Puedes contármelo. Te prometo guardar el secreto.

–Solo hablo yo. ¿No deberías contarme algo tú también? –sugirió Alice, bajando la vista.

Como si no hubiera sido ella la que se había colado en su suite sin previo aviso, pensó Adoni. Sin embargo, no había disfrutado nunca tanto con la conversación de una mujer.

–¿Qué quieres que te cuente?

–Cualquier cosa. Cuéntame algo que no le hayas contado a nadie más. Te prometo no revelar el secreto.

Era una idea absurda. ¿Por qué compartir su vida con una completa desconocida? Aun así, sentados bajo la cálida luz de la lámpara de mesa, ante la expectante mirada y la sonrisa de Alice, se sintió tentado de complacerla.

Tal vez, fue porque se había pasado todo el día de un humor de perros. Se había sentido inquieto. Solo había empezado a relajarse cuando ella había aparecido.

–No me gustan las bodas –confesó él, sin pensarlo. De pronto, le llamó la atención lo aliviado que se sentía por admitirlo.

–¿De verdad? –quiso saber ella, arqueando una ceja–. ¿Por alguna razón en especial?

Adoni dio otro tragó de café.

–Estuve a punto de casarme una vez. Supongo que las bodas me traen recuerdos.

Recuerdos llenos de decepción, incredulidad y rechazo, caviló él. Sin embargo, entonces, había sido joven. Y había aprendido la lección. Esos días, aparte de sus encargados de hotel, que elegía con lupa, no depositaba la confianza en nadie más. Era mejor así. Cuando las personas cercanas se volvían sus peores amigos, la confianza era lo primero que se perdía, junto con el amor.

Con aire ausente, se masajeó el hombro, tratando de aflojar su rigidez.

–Lo siento mucho –susurró ella y se inclinó hacia él, alargando una mano como si fuera a acariciarle el ceño fruncido. Pero no lo hizo y se recostó de nuevo hacía atrás, mirándolo con seriedad.

Adoni se quedó esperando la pregunta inevitable: por qué su matrimonio no había salido adelante. Pero, una vez más, Alice Trehearn lo sorprendió. Incluso ebria, tuvo la delicadeza de no presionarlo.

–Esta noche ha debido de ser como una prueba para ti.

Él meneó la cabeza, rechazando cualquier amago de compasión.

–No ha sido nada. Estoy bien –dijo él. Hora de cambiar de tema–. ¿Y cuál es la otra cosa que nunca has hecho? Yo te he contado mi secreto. Es tu turno.

Ella parpadeó, devolviéndole la mirada con gesto enigmático. Parecía… ¿molesta? ¿avergonzada? El color se le subió a las mejillas.

–¿Alice?

Ella apretó los labios, antes de vomitar las palabras.

–Nunca he tenido un orgasmo, para que lo sepas.

Durante un instante, permaneció quieta y muy erguida, como un cisne real, alargando el cuello y levantando la barbilla, intentando ocultar lo que Adoni supuso que sería vergüenza. Hasta que algo inesperado asomó a sus ojos.

–¿No querrás ayudarme con eso?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

AYUDARLA a tener su primer orgasmo? Adoni se pasó la hora siguiente tratando de sacarse de la cabeza las palabras de Alice Trehearn.

Era una idea tan loca que daba risa.

Esa mujer, obviamente mala bebedora, se le había insinuado de la forma más directa.

Una mujer sin glamour y sin las dotes seductoras que él esperaba de una amante.

Aun así, Adoni no pudo evitar acariciar la idea de ofrecerle su primer orgasmo.

¿Era la idea de iniciarla en los placeres de la cama lo que lo excitaba? ¿O era la misma Alice?

Sin duda, el color rosado de sus mejillas se le extendería por los pechos. Esos ojos azules brillarían y sus delicados labios se abrirían en un gemido o, tal vez, en un grito, mientras él la llevaba en los brazos del placer.

Al imaginársela desnuda bajo su cuerpo, temblando de pasión, un erección lo poseyó al instante.

El sonido de su teléfono le avisó de una llamada a distancia del encargado de uno de sus hoteles. Eso le salvó de tener que responder. Después, cuando hubo terminado de hablar, se giró para decirle a Alice que debía irse, pues tenía que trabajar, pero la encontró dormida.