bia2663.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Sara Craven

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Confesiones de amor, n.º 2663 - noviembre 2018

Título original: The Innocent’s One-Night Confession

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-012-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

VAMOS, Becks. Cuéntalo todo. ¿Cómo es él en la cama?

Alanna Beckett casi se atragantó con su zumo de naranja y limón y lanzó una mirada de aprensión a su alrededor, a su parte del atestado bar.

–Susie, ¡por el amor de Dios!, baja la voz. Y no puedes preguntar esas cosas.

–Pues acabo de hacerlo –repuso Susie, sin inmutarse–. Tengo una sed de información que ni siquiera este estupendo vino puede saciar. Piénsalo bien. Me voy seis meses a Estados Unidos y te dejo sola en el apartamento tan ermitaña como siempre. Vuelvo a casa con miedo a que hayas adoptado un gato, empezado a llevar broches camafeos y te hayas apuntado a clases nocturnas de crochet, y en vez de eso, te encuentro a punto de prometerte. ¡Aleluya!

–No –protestó Alanna–. Eso no es cierto. No hay nada de eso. Solo me ha invitado a la fiesta del 80 cumpleaños de su abuela, nada más.

–Una familia importante en la hacienda familiar importante del campo. Eso es serio, Becks. Así que dame detalles. Se llama Gerald, ¿verdad?

–Gerard –repuso Alanna–. Gerard Harrington.

–¿También conocido como Gerry?

–No, que yo sepa.

–¡Ah! –Susie asimiló aquello–. ¿Descripción física completa, verrugas incluidas?

Alanna suspiró.

–Rozando el metro ochenta, atractivo, rubio, ojos azules… y sin verrugas.

–Que tú sepas. ¿Cómo os conocisteis?

–Me salvó de ser atropellada por un autobús.

–¡Dios santo! –exclamó Susie–. ¿Dónde y cómo?

–Cerca del Bazaar Vert de King’s Road. Iba despistada y me bajé de la acera. Él me agarró para volver a subirme.

–Dios lo bendiga –Susie la miró fijamente–. Eso no es propio de ti. ¿Se puede saber con qué ibas soñando?

Alanna se encogió de hombros.

–Me pareció ver a alguien que conocía –vaciló, pensando con rapidez–. A Lindsay Merton.

–¿Lindsay? –repitió Susie, confusa–. Pero vive con su esposo en Australia.

–Y seguro que siguen allí –replicó Alanna, maldiciéndose interiormente–. Así que casi me atropellan por un error.

–¿Y qué hizo Gerard luego?

–Naturalmente, yo estaba algo temblorosa, así que me llevó a Bazaar Vert y pidió a la encargada que me preparara un té muy dulce –Alanna se estremeció–. Casi habría preferido que me atropellaran.

–No, no es cierto –la corrigió Susie–. Piensa en el pobre conductor del autobús. ¿Y cómo es que tu caballero andante tiene tanta influencia con las señoras estiradas de Bazaar Vert?

–Un primo suyo es el dueño de toda la cadena. Gerard es el director ejecutivo.

–¡Caray! –exclamó Susie–. O sea que gana un pastón y además es ecologista. Querida, estoy impresionada. ¿No hay quien dice que si alguien te rescata, tu vida le pertenece a partir de ese momento?

–Eso son tonterías –repuso Alanna–. Y aquí nadie pertenece a nadie. Solo estamos conociéndonos. Y esa fiesta es otro paso en ese proceso.

–¿Para ver si la abuela da su aprobación? –Susie arrugó la nariz–. Creo que eso no me gustaría.

–Bueno, a lo mejor le caigo bien. Además, es un fin de semana en el campo y pienso relajarme y dejarme llevar. Aunque no me acostaré con Gerard –añadió–. Por si tenías alguna duda. En Whitestone Abbey hay dormitorios separados.

Susie sonrió.

–Y seguro que rezan juntos por la tarde –dijo–. Pero puede que él sepa dónde encontrar un pajar –alzó su copa–. Por ti, mi orgullosa belleza. Y porque el fin de semana haga realidad todos tus sueños.

Alanna sonrió a su vez y tomó otro sorbo de su zumo de naranja y limón amargo. Después de todo, aquello podía ocurrir.

Y quizá ella pudiera por fin empezar a olvidar su pesadilla secreta. Comenzar a vivir su vida plenamente sin verse crucificada por el recuerdo de la vergüenza que la había convertido en una reclusa voluntaria.

Todo el mundo cometía errores y era ridículo que se tomara tan en serio aquel lapsus suyo. Aunque hubiera sido tan impropio de ella, desde luego no había necesidad de seguir machacándose por ello ni permitir que envenenara su existencia un mes tras otro.

–¿Pero por qué? –le preguntaba Susie a menudo–. Es hora de divertirse, así que olvida a tus autores y sus condenados manuscritos por una noche y vente conmigo. Todos se alegrarían mucho de verte. Preguntan por ti continuamente.

Y Alanna utilizaba invariablemente la excusa del trabajo, fechas límite, un aumento en las listas… Y la posibilidad muy real de una absorción, que iría seguida, casi inevitablemente, de despidos.

Explicaba, de un modo muy razonable que, para asegurar su trabajo, tenía que entregarse plenamente a él, lo cual no suponía ningún sacrificio porque adoraba lo que hacía.

Y, como refuerzo, se había creado una personalidad de oficina, una mujer callada, entregada y amablemente distante. Aprisionaba su nube de pelo caoba oscuro con un broche de plata en la base de la nuca. Había dejado de realzar sus ojos verdes y sus largas pestañas con sombra y rímel y limitado su uso de cosméticos a un toque de pintalabios tan discreto, que resultaba casi invisible.

Y solo ella sabía la razón por la que había adoptado ese camuflaje deliberado. Ni siquiera se la había dicho a Susie, su mejor amiga desde los días de estudiante y ahora compañera de apartamento, que le había proporcionado alegremente el refugio que necesitaba para huir de su habitación con cocina dentro y baño compartido y se mostraba ahora igual de encantada con su aparente renacimiento.

Aunque Alanna no planeaba abandonar su versión actual de sí misma. Se había acostumbrado a ella y se decía que era mejor prevenir que curar.

Y a Gerard parecía gustarle como era, aunque ella quizá podría cambiar un poco de marcha sin sorprenderlo demasiado.

Dependiendo, claro, de cómo fuera todo en la fiesta de su abuela.

La invitación la había sorprendido. Gerard era innegablemente encantador y atento, pero su relación hasta el momento podía calificarse de contenida. Aunque ella no tenía nada que objetar a eso, sino más bien lo contrario.

El primer día había aceptado cenar con él porque se había puesto en peligro para salvarla y habría parecido una grosería negarse.

Y había descubierto que podía relajarse y disfrutar de una velada cómoda y agradable en su compañía. Hasta la tercera cita no le había dado él un beso de buenas noches, e incluso entonces se había limitado a rozar sus labios.

No había sido precisamente un beso Martini, como los llamaba Susie. Para alivio suyo, Alanna no se había excitado. Y al mismo tiempo, le daba confianza pensar que no tenía ninguna objeción seria a que volviera a besarla. Y cuando lo hizo, le gustó darse cuenta de que empezaba a encontrarlo placentero.

–Estamos saliendo juntos –se dijo, un poco divertida por la idea de un cortejo anticuado, pero también agradecida–. Y esta vez –añadió con fervor–, no meteré la pata.

De todos modos, era consciente de que el próximo fin de semana en Whitestone Abbey podía ser un punto de inflexión en su relación y que ella quizá no estuviera preparada para eso.

Por otra parte, rehusar la invitación podía ser un error aún mayor.

Con esa idea, había gastado una parte de sus ahorros en un vestido del color del mar nublado, ceñido y que le llegaba hasta los tobillos en franjas alternas de seda y encaje, lo bastante recatado, en su opinión, para complacer a la abuela más exigente, pero que realzaba al mismo tiempo sus delgadas curvas de un modo que Gerard podría apreciar.

Y que llevaría durante el cóctel del sábado para amigos y vecinos y en la cena formal de la familia que habría a continuación.

–Espero que no te aburras mucho –le había dicho Gerard–. En otro tiempo, la abuela habría bailado toda la noche, pero creo que empieza a sentir su edad. Aunque no te imagines a una señora de las de encaje y lavanda. Todavía monta a caballo todos los días antes de desayunar, sea verano o invierno. ¿Tú montas?

–Lo hice –había contestado ella–. Hasta que me fui de casa para ir a la universidad y mis padres decidieron mudarse a una casita con un jardín manejable en vez de un prado y un establo.

–Tráete botas –le había dicho él con una sonrisa–. Te prestaremos un sombrero y te enseñaré la zona como es debido.

Alanna le había devuelto la sonrisa.

–Eso sería maravilloso –había dicho, a pesar de que cada vez estaba más convencida de que la pronto octogenaria Niamh Harrington debía de ser una mujer formidable.

Por no hablar del resto de la familia.

–La madre de Gerard es viuda y su difunto padre era el hijo mayor de la señora Harrington y el único varón–le dijo a Susie esa noche cuando cenaban en el apartamento. Contó con los dedos–. Luego están su tía Caroline y su tío Richard, con su hijo y su esposa, más su tía Diana, su esposo Maurice y sus dos hijas, una casada y la otra soltera.

–¡Dios mío! –musitó Susie–. Espero por tu bien que lleven etiquetas con los nombres. ¿Niños?

Alanna pinchó una gamba.

–Sí, pero con niñeras. Tengo la impresión de que la señora Harrington no aprueba los métodos modernos de crianza de niños. También tuvo una tercera hija llamada Marianne –añadió–, pero su esposo y ella están muertos y parece ser que no esperan que su hijo asista a la celebración.

–Mejor –repuso Susie–. Ya son demasiados –hizo una pausa–. ¿El hijo de Marianne es el dueño de Bazaar Vert?

Alanna se encogió de hombros.

–Supongo. Gerard no me ha hablado mucho de él.

–Me parece que va a ser un fin de semana complicado –comentó Susie.

Las complicaciones, de hecho, empezaron el viernes por la mañana, en la reunión de adquisiciones de los viernes.

Cuando terminó, Alanna entró en su pequeño despacho, cerró la puerta con el pie y lanzó un juramento.

–¡Oh, Hetty! –musitó–. ¿Dónde estás cuando te necesito? –preguntó, aunque sabía perfectamente que estaba de baja por maternidad.

De hecho, esa era la razón de que Alanna hubiera sido ascendida temporalmente a dirigir la ficción romántica de la Editorial Hawkseye en ausencia de su jefa.

Al principio le había encantado esa posibilidad, pero había acabado por darse cuenta de que se hallaba en una zona de guerra, donde el enemigo contrario era Louis Foster, que dirigía la lista de ficción para hombres, inclinada principalmente hacia la escuela de pensamiento de «sangre y entrañas», pero que incluía también algunos nombres literarios y otras cosas, como Alanna acababa de descubrir.

Había ido a la reunión para vender a una autora nueva, con un estilo fresco y un enfoque innovador, que había descubierto personalmente.

Había hablado con entusiasmo de su hallazgo, pero había chocado con la determinación de Louis, que había dicho que no podía recomendar una inversión de alto riesgo en una completa desconocida.

–Sobre todo –había añadido–, porque Jeffrey Winton me dijo el otro día comiendo que quería ampliar su gama y lo que sugirió suena muy parecido a lo que ofrece la joven de Alanna. Y, por supuesto, tendríamos el nombre de Maisie McIntyre, que se vende solo.

Jeffrey Winton era un autor de bestsellers que usaba un pseudónimo femenino y escribía sagas rurales tan almibaradas, que a Alanna le producían dolor de muelas.

Además, era un autor de Hetty, así que, ¿qué demonios hacía Louis comiendo con él y debatiendo proyectos futuros?

Aunque ella, desde luego, prefería no acercarse a él, después de su único encuentro con el rotundo autor de Amor en la fragua y Posada de satisfacción. Y peor aún, lo que había seguido después.

Todo lo que había intentado borrar de su memoria reaparecía ahora de pronto con todos sus detalles, dejándola momentáneamente mareada.

Y Louis aprovechó eso para convencer a los otros y a ella le esperaba la misión de decirle a una autora en la que creía que no le ofrecerían un contrato después de todo.

Y aquello, además, probablemente serviría para acercar a Louis un paso más a su objetivo de unir la ficción comercial de hombres y mujeres bajo su liderazgo.

Y para colmo, unas horas después tendría su primer encuentro con la familia Harrington, para el que seguramente necesitaría toda la seguridad en sí misma que pudiera conseguir.

Miró la maleta de fin de semana que tenía en el rincón, que contenía vaqueros y botas, junto con el vestido caro envuelto en papel de seda y el marco artesanal de plata para fotografía que había elegido como regalo de cumpleaños para su anfitriona.

Consideró por un momento declararse víctima de un virus misterioso, pero lo descartó.

Después de haberle fallado a su autora, no haría lo mismo con Gerard, principalmente porque percibía que a él también lo ponía nervioso el fin de semana.

Tenía que hacerlo por él y por la posibilidad de un futuro juntos, si es que la simpatía mutua acababa dando paso al amor.

Un comienzo cauteloso para un final feliz. Como tenía que ser.

Eso era lo que necesitaba. No un descenso apasionado hacia los remordimientos y el riesgo de un desastre. Eso, como todos los demás recuerdos malos, tenía que quedar en el olvido.

 

 

El viaje transcurrió sin incidentes. Gerard condujo con fluidez su despampanante Mercedes mientras hablaba de la abadía y de su turbulenta historia.

–Se dice que la familia que la compró en la época Tudor sobornó a los oficiales del rey para que expulsaran a los monjes y que el abad los maldijo –comentó–. Fuera o no fuera así, lo cierto es que después pasaron años difíciles, en gran parte debido a los problemas con el juego y la bebida de una serie de hijos primogénitos, así que mi tatarabuelo, Augustus Harrington, la compró bastante barata. Y como era un hombre respetable y muy trabajador, se dedicó a restaurar Whitestone.

–¿Queda mucho del edificio original? –preguntó Alanna.

–Muy poco, aparte de los claustros. Los de la época Tudor lo derribaron casi todo.

–¡Vándalos! –Alanna le sonrió–. Supongo que el mantenimiento no es fácil.

Gerard guardó silencio un momento.

–No –dijo–. Quizá la maldición del abad era esa. Dijo que sería una rueda de molino colgada al cuello de los dueños por siempre jamás.

–Yo no creo en maldiciones –musitó ella–. Y hasta una piedra de molino vale la pena, cuando hay un trozo de historia así.

–Yo pienso igual –dijo él–. Pero no es una opinión universal. En cualquier caso, debes juzgar por ti misma –aceleró un poco–. Ya casi hemos llegado.

Subieron una colina más y, al llegar arriba, Alanna vio la masa sólida de piedra pálida de la abadía recostada en el valle de abajo, con sus altas chimeneas elevándose hacia el cielo y sus ventanas con parteluces brillando bajo el sol de la tarde.

Dos alas estrechas sobresalían a ambos lados de la estructura principal, encerrando un patio grande, donde se veía ya un cierto número de vehículos.

Gerard aparcó el Mercedes entre un Jaguar y un Audi, a la derecha de los escalones de piedra que llevaban a la entrada principal. Mientras Alanna esperaba que sacara el equipaje, vio abrirse la pesada puerta de madera y apareció una mujer de cabello gris con un elegante vestido rojo, que se hizo visera con la mano para verlos acercarse.

–Habéis llegado –dijo, cortante. Se volvió hacia un hombre alto que la había seguido al exterior–. Richard, dile a madre que Gerard ha llegado por fin.

–Y buenas tardes a ti también, tía Caroline –Gerard sonrió con cortesía–. No te molestes, tío Richard. Ya se lo digo yo.