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Editado por Harlequin Ibérica.

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Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Carla Daum

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Después de la medianoche, n.º 256 - noviembre 2018

Título original: Seattle after Midnight

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-240-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ES MÁS de medianoche en Seattle. Y tú sabes lo que quiere decir eso, ¿verdad?

La seductora a la vez que reconfortante voz impulsó a Pierce Harding a subir el volumen de la radio, para poder oírla por encima del tamborileo de la lluvia en el techo del coche.

—Estás escuchando a Georgia y esto es Seattle después de medianoche, en Radio KXPG…

Al otro lado de la calle, con sus miles de luces y su arco floral en la entrada, el Hotel Charleston parecía una tarjeta navideña. Pierce desenvolvió un chicle y se lo metió en la boca. Estaban a principios de diciembre y la Navidad era ya omnipresente. Ojalá Georgia no pusiera villancicos en su programa de aquella noche.

Aparcado al final de una gasolinera con el permiso del dueño, dominaba toda la calle. Las aceras estaban desiertas. De cuando en cuando pasaba algún coche. Sólo tres habían parado a repostar gasolina durante la última media hora.

Debido al frío tenía que mantener las ventanillas cerradas y encender la calefacción a intervalos de quince minutos para aclarar el vaho que se formaba en los cristales. Pero a pesar del calor, estaba estremecido. Cansado. Solo.

—Éste es tu momento —pronunció la locutora. La voz era parecida a la de Demi Moore, pensó Pierce. Sólo que aún más sexy, si eso era posible—. El tuyo y el mío —continuó—. Te tengo reservadas varias sorpresas muy dulces, así que quédate con Georgia y superaremos esta noche juntos, te lo prometo.

Al otro lado de la calle, se abrió la puerta del hotel. Pierce agarró su videocámara y pulsó el botón de encendido. Pero no reconoció a la pareja que salió de la mano para dirigirse apresuradamente hacia el taxi que los esperaba. Bajó la cámara y se preparó para una larga espera.

Su agencia había sido contratada para vigilar las veinticuatro horas del día a la esposa de un hombre que se había ausentado de la ciudad durante tres días. Jodi y Steven Calder rondaban los cuarenta y cinco años, no tenían hijos y disfrutaban de una cómoda posición económica. Steven, el cliente de Pierce, sospechaba que Jodi tenía una aventura. Una sospecha que probablemente era cierta.

Hacía cuatro horas que Jodi había parado un taxi a la puerta de su casa en Madison Park. Llevaba consigo una gran maleta negra cuando el taxi se detuvo delante del Charleston. Pierce había sospechado desde el principio que no estaba tramando nada bueno.

Pero, hasta el momento, llevaba ya varias horas sola en la habitación y no había sucedido nada. Pierce había estado vigilando a los hombres solos que habían entrado al hotel. El Charleston parecía atraer más bien a familias y parejas de cierta edad que a ejecutivos solitarios. O que a ejecutivos solitarios manteniendo relaciones con mujeres casadas.

¿Qué estaría haciendo Jodi Calder en aquella habitación de hotel? ¿Se habría retrasado su amante? ¿Habría cancelado la cita? Si ése era el caso, ¿por qué no había vuelto a su confortable hogar?

La situación era desconcertante, pero Pierce no tardaría en pasarle el testigo a alguien. Habían dividido el día en turnos de ocho horas. Jake Jeffrey, su empleado más joven, recién llegado a la agencia, se dedicaba a cubrir las mañanas, a partir de las cinco. Will Livingstone, el veterano del equipo de Pierce, se encargaba del turno de tarde. Si el amante de Jodi Calder se presentaba, lo cazarían. Eso era seguro.

—Esta noche vamos a poner algo especial.

La voz de Georgia sonaba tan cercana e íntima como si estuviera en aquel momento sentada a su lado, en el coche.

—Cuando Kenny Rankin canta en re menor, el resultado es sencillamente inolvidable. Imagínate que estás sentado en un bistró de París, bebiendo un vaso de vino y pensando en la única persona que nunca has podido olvidar.

Empezó la melodía: unas notas tristes y luego una voz masculina, clara y pura.

Una extraña e irreconocible sensación se extendió por su pecho, como una especie de dolor sordo y dulce a la vez. Cada vez le sucedía con mayor frecuencia cuando escuchaba el programa de Georgia. No pudo evitar preguntarse si sería ésa la misma sensación que había intentado describirle Cass durante los años que llevaban casados.

Había sido tan buena con él, había intentado tan pacientemente ayudarlo, y él le había dado tan poco a cambio… «Cass, yo creía que te amaba», pronunció para sus adentros. Pero por lo que estaba sintiendo en aquel momento, sabía que se había estado perdiendo algo. Que algo había fallado. Y Cass también lo había sabido.

—Preciosa, ¿verdad? —comentó Georgia cuando terminó la canción—. Esta noche vamos a escuchar mucha música cargada de tristeza. Porque todos sabemos que el amor no es siempre alegre. Si queréis decirme algo al respecto, me gustaría escucharos. Llamadme al número…

Mientras recitaba el número de teléfono, Pierce se imaginó lo que sería llamar a Georgia, hablar con ella… Sacudió la cabeza, sorprendido de que se le hubiera ocurrido algo semejante. Musitó el número que Georgia repetía frecuentemente durante su programa. Tan frecuentemente que ya lo había memorizado. Los dedos se le iban al móvil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

Estaba peor que un adolescente obsesionado. «Concéntrate en el trabajo», se recordó. Llevaba treinta años sin enamorarse y no iba a empezar ahora. Y además con una mujer a la que ni siquiera conocía.

 

 

Brady Walsh, de quince años de edad, no podía dormir aquella noche. Lo cual era algo habitual. Con frecuencia se quedaba despierto durante horas después de que su madre le diera las buenas noches, a eso de las diez. Tenían el tácito acuerdo de que siempre y cuando se quedara en su habitación, ella no interferiría en lo que le apeteciera hacer: los deberes, navegar por Internet o jugar con videojuegos.

Las noches de entre semana escuchaba la radio. Había descubierto un programa que le gustaba mucho. La música era un poco mala, pero la locutora era realmente buena. Escuchando a Georgia se olvidaba de que no tenía amigos, ni novia. Algo que no era en absoluto de extrañar.

Brady estaba de pie ante la ventana de su dormitorio. Con la lámpara de la mesilla encendida, y el gran roble del jardín ocultando la luz de las farolas, el cristal hacía un espejo perfecto… recordándole con todo detalle las razones por las que siempre sería un «friqui».

Demasiado alto, demasiado flaco, demasiados granos. Correctores dentales. Y luego estaba su nariz. Alzó una mano para tocarse su rasgo más odiado. Era la misma que la de su padre, y aunque en su momento se le había tenido por un hombre guapo, en Brady aquella nariz parecía gigantesca. No le extrañaba que Courtney no quisiera volver a hablar con él.

Fue a su escritorio, donde guardaba su viejo anuario del instituto abierto por la página veinticinco, con una fotografía del club de teatro. En el centro del grupo de alumnos, la mayor parte chicas, estaba Courtney con su brillante melena rubia, sus dientes perfectos, que nunca habían necesitado correctores, y su deslumbrante sonrisa.

Courtney. Estaba tan fuera de su mundo, por su aspecto, por su personalidad, por su popularidad en el instituto, que jamás se habría atrevido a soñar con ella si no les hubieran asignado el mismo proyecto de investigación al comienzo del curso escolar.

Lo había sorprendido lo inteligente, lo sociable, lo divertida que era. Aportaba sus propias ideas, pero también estaba dispuesta a escuchar sus sugerencias. Habían coincidido a la salida de clase durante tres maravillosas tardes, y una noche, en casa de ella, su madre había encargado una pizza y se habían quedado a trabajar hasta después de las nueve.

Habían triunfado con el proyecto. La mejor nota de toda la clase. Inquieto, caminó de un lado a otro de la habitación, sin saber cómo desahogar tanta energía. Ya era bastante más tarde de las doce, pero sabía que sería incapaz de dormir. Estaba empezando a sentirse como si estuviera encerrado en una celda.

Abrió sigilosamente la puerta. Su madre había dejado de llorar hacía una media hora. Su puerta estaba cerrada y había apagado la luz. Bajó a la planta baja y asaltó la nevera en busca de las sobras de la cena. Mientras mordisqueaba un crujiente rollito de carne, vio que su madre se había dejado el bolso al lado del teléfono. Al lado estaban las llaves de su nuevo Audi.

El coche había sido un regalo de cumpleaños del padre de Brady. Lo tenía desde hacía seis meses y sólo lo había usado un puñado de veces, ya que prefería la vieja camioneta. Brady apenas podía esperar para sacarse su permiso de conducir. Su madre ya le había dicho que le dejaría conducir el Audi siempre que le apeteciera. Sería maravilloso. Se imaginó a sí mismo al volante, con las ventanillas bajadas, la brisa fresca acariciándole el rostro…

El primer sitio al que iría con el Audi sería la casa de Courtney. Recordaba dónde vivía, sabía incluso cuál era la ventana de su habitación. De repente se sintió poseído por el ardiente anhelo de verla. Quizá vislumbrara su silueta cuando pasara por delante de la ventana para acostarse…

Se quedó mirando aquellas llaves que no tenía ningún derecho a tocar. Sólo tenía un permiso de conductor en prácticas. Y el coche no era suyo. «¿Y por qué no?», lo desafió una voz interior. «Mamá no se daría cuenta. No irás muy lejos. No consumas demasiada gasolina y no tendrás ningún problema». Recogió las llaves y sonrió. Iba a hacerlo.

Cinco minutos después estaba sentado al volante. Contempló el tablero de mandos. El coche estaba equipado incluso con un teléfono móvil. Nervioso, pero decidido, salió del garaje en marcha atrás. En la radio, la locutora de voz ronca volvió a acogerlo con su Seattle después de medianoche.

—Imagínate que estás sentado en un bistró de París, bebiendo un vaso de vino y pensando en la única persona que…

Tan claramente como el agua, vio a aquella persona. Por un instante tuvo que cerrar los ojos, conteniendo las lágrimas.

«Courtney», se recordó. «Tengo que ir a su casa». Abrió tentativamente los ojos. Tras aclararse la garganta, tarareó la melodía que había empezado a sonar en la radio. Estaba bien. Todo estaba bajo control. Conectó los limpiaparabrisas y luego pulsó el botón del visor para cerrar el garaje. Estaba más decidido que nunca a salir de allí.

 

 

De pie ante la ventana de su habitación a oscuras, Sylvie Moreau se quedó mirando las luces del coche de su amante hasta que desaparecieron tras una esquina. Sintiendo una confusa mezcla de alivio y decepción, dejó caer el visillo y volvió a la cocina.

El mostrador estaba perfectamente limpio. Reid había recogido los restos del banquete que había traído consigo: sushi y fresas cubiertas de chocolate. Incluso había enjuagado la botella de champán antes de guardarla en el cubo de reciclado de cristal.

Reid era un hombre muy atento y considerado, tanto en la cama como fuera de ella, y a Sylvie seguía pareciéndole un verdadero milagro que lo hubiera conocido. Había sido un verdadero golpe de suerte. Un par de meses atrás, en su librería-café favorita, se había fijado en él cuando esperaba en la cola delante de ella. Más tarde descubrió que nunca antes había entrado allí, y que si lo había hecho había sido por impulso.

Habían empezado a charlar mientras se llevaban los cafés a una mesa. La conversación había continuado fluyendo como si se conocieran de toda la vida. Por supuesto, ella se había fijado en que llevaba una alianza de matrimonio, pero su primer encuentro había sido completamente inocente. Cuando él pidió que comieran juntos, ella lo interpretó como un simple gesto de amistad. Y probablemente era eso lo único que le había interesado al principio: que fueran amigos.

Pero durante el último mes habían pasado a ser algo más que amigos y ella nunca había sido tan feliz. O tan desgraciada. Era extraño cómo podían convivir dos sentimientos tan contradictorios. En realidad, las subidas y bajadas de ánimo resultaban de alguna manera adictivas. Le evitaban pensar en el pasado: la muerte de su madre, su propio compromiso abortado y los años de tristeza que siguieron después.

Sylvie apagó las luces de la planta baja de la casa y subió a su dormitorio. Seis meses atrás, en su trigésimo cumpleaños, había heredado un fondo de inversiones de la rama paterna de la familia. Lo primero que hizo con el dinero fue comprarse aquella pequeña pero preciosa casa de estilo victoriano en Queen Ann Hill. Luego dejó su trabajo, una decisión que con el tiempo se revelaría como errónea. Sin el contacto diario con los compañeros del banco, se había sentido más sola que nunca. Hasta que conoció a Reid.

Puso la radio en el equipo de música, abrió los grifos de su jacuzzi y echó un puñado de sales de lavanda. Después de echar la bata de satén al cesto de la ropa sucia, junto con su combinación a juego, se metió en la bañera. Tan pronto como cerró los grifos, pudo volver a escuchar el programa de radio.

Siempre sintonizaba la emisora KXPG y su programa favorito, con diferencia, era aquel programa de madrugada que llevaba una locutora llamada Georgia. Georgia era nueva en Seattle, sólo llevaba unos pocos meses en el aire, pero Sylvie ya se había hecho adicta a su variada selección de música y a sus reflexiones y ocurrencias.

—Imagínate que estás sentado en un bistró de París —la invitó en aquel momento Georgia— bebiendo un vaso de vino y pensando en la única persona que nunca has podido olvidar.

Sylvie suspiró y cerró los ojos. Las velas aromáticas que había encendido para recibir a Reid seguían ardiendo, perfumando el silencio de aquella noche. La pregunta de Georgia persistía en su mente. ¿Quién era la única persona que nunca había podido o podría olvidar?

¿Su antiguo prometido, Wayne? No. Él no había sido capaz de comprender la profunda depresión en la que se había hundido tras el entierro de su madre. Aunque había sufrido cuando Wayne rompió su compromiso, ahora se alegraba de que no se hubieran casado. ¿Sería entonces Reid el amor de su vida? Pero… ¿y su esposa? Puso la mente en blanco, como siempre hacía cuando chocaba contra aquel particular muro. Como Reid solía decir, lo único importante era que se amaban. Dios sabía que ella lo amaba. Y creía a pie juntillas que él la amaba también.

Pero si pudiera olvidar de alguna manera a su esposa… Y a los dos niños que lo llamaban «papá»…

 

 

A las cuatro y media de la madrugada, Jake Jeffrey llegó a la gasolinera para efectuar el cambio de turno. Pierce bajó del coche y se reunieron en el aparcamiento. Jake, joven y despierto como era, escuchó su informe con atención.

—¿Así que ha pasado la noche entera en su habitación del hotel? —inquirió, pensativo—. ¿Sola?

Casi parecía decepcionado.

—Dejó las luces encendidas durante la mayor parte de la noche. Pero después no he visto mucho movimiento. Seguramente se quedaría dormida.

—¿Qué estará haciendo allí?

Pierce le entregó su videocámara y le dio unas palmaditas en el hombro.

—No te quedes dormido y quizá lo averigües.

Volvió a su coche, un utilitario normal y corriente de color pardo. Era ideal para las tareas de vigilancia: pasaba completamente desapercibido. Arrancó de nuevo y puso rumbo a su casa: un loft en uno de los antiguos almacenes portuarios del lago Union. Su apartamento se hallaba justo enfrente de la oficina de la agencia. Ambos espacios estaban parcamente amueblados, estilo moderno. Colores apagados y muebles ergonómicos. Cass los habría odiado.

Nada más casarse, se habían comprado una casa de dos pisos en la ciudad. Cass la había decorado completamente con muebles antiguos y muchas alfombras con flecos. Su hobby favorito era la costura: había llenado las paredes con muestras enmarcadas, así como el sofá y los sillones con duros cojines almidonados, no aptos para apoyar la cabeza en ellos.

Pierce nunca se había sentido cómodo en aquella casa. Pero le reconocía a Cass el hecho de haberlo intentado. Había ansiado que él la viviera como un verdadero hogar. Y todo para nada. O para generar precisamente el efecto contrario.

Se presionó una sien con dos dedos. No podía pensar en eso ahora. Era mejor no pensar en nada. No sentir nada. Por tercera vez en aquella noche, subió el volumen de la radio. No tomó el desvío que lo habría llevado hasta casa. Siguió conduciendo sin rumbo fijo, perdido en el dulce nirvana de aquella voz femenina resonando en la fría noche de invierno.

 

 

—Esto no sería Seattle después de medianoche si no pusiéramos un tema de Coltrane —dijo Georgia.

Sólo quedaban diez minutos para que terminara el programa. Pierce había terminado aparcando en la ribera del lago Union. Se preguntó por qué habría sentido la necesidad de ver el agua cuando había tanta en el ambiente. Llevaba media vida en Seattle, pero cada invierno seguía teniendo la sensación de que nunca más vería el sol.

—Michael Harper dijo lo siguiente de la música de John Coltrane: «tú levantas el saxo y soplas a la noche helada». Eso es justo lo que necesitamos esta noche, ¿no os parece? Un poco de saxo tenor…

La ronca voz de Georgia se fue apagando mientras la canción de Coltrane sonaba a través de las ondas. Una dulce melancolía se apoderó de Pierce. Se preguntó cómo lo conseguiría Georgia… ¿Cómo era capaz de mezclar palabras y música, poesía y simples anécdotas, para hacerlo sentirse como si estuviera vivo de nuevo?

¿Cuántas personas más en Seattle la estarían escuchando en aquel momento? Hombres y mujeres trabajando de madrugada, insomnes, desengañados. ¿Sentirían todos lo mismo que él, como si Georgia les estuviese hablando directamente a ellos, como si su dulce voz sonara únicamente para sus oídos?

La melodía terminó, y tras un corto silencio, Georgia volvió a hablar. O más bien suspiró:

—Increíble, ¿verdad? Tengo una canción más para terminar con nuestro periplo de esta noche, pero primero escuchemos otra llamada. Hola, soy Georgia y estás en Seattle después de medianoche —se interrumpió—. ¿Hay alguien ahí?

—¿Georgia?

—Yo soy Georgia. ¿Con quién hablo?

—Eh… con Jack.

—Hola, Jack. ¿Quieres pedir alguna canción en especial esta noche?

—La verdad es que no. Yo sólo quería hablar con alguien. Te escucho todas las noches. A veces me imagino que estamos en la misma habitación, como dos amigos.

—Qué amable. Me alegro de que te guste el programa.

—Me encanta. Y me han gustado mucho los temas que has puesto esta noche. Son… bueno, un poco antiguos… pero potentes.

—Es la magia de la música. Y tengo otro para ti esta noche. Este dúo de Billy Joel con Ray Charles te gustará aún más.

Escuchando aquella canción, Pierce volvió a sentir aquel sordo anhelo que el programa le despertaba. Recorrió lentamente la avenida Fairview, intentando imaginarse al tipo que habría hecho aquella última llamada. ¿Qué podía mover a alguien a descolgar el teléfono para hablar con una mujer a quien no conocía… y decirle cosas que probablemente no le contaría ni a su mejor amigo?

El número de diez dígitos asaltó de nuevo su mente. La perspectiva de llamar le resultó de pronto insoportablemente tentadora. Y pensar que lo único que tenía que hacer era pulsar unos cuantos botones para hablar con ella…

Maldijo para sus adentros. Estaba enloqueciendo. ¿Por qué no dejaba de una vez de fantasear con aquella desconocida? Tampoco se sentía tan solo… O quizá sí. Detuvo el coche, dándose cuenta de que, inconscientemente, había terminado delante del edificio de oficinas que albergaba la radio KXPG. El edificio de ladrillo, de cinco pisos, tenía un aparcamiento enfrente, con una cafetería contigua. Al otro lado de la calle, las tranquilas aguas del lago Union semejaban un oscuro y silencioso pozo.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Esperando a ver fugazmente a Georgia cuando abandonara el edificio? «Patético», se dijo, pero continuó donde estaba aparcado, en la calle desierta. Cada noche tenía la sensación de que Georgia le hablaba directamente a él, cuando de hecho lo estaba haciendo con miles. No se conocían de nada. Era absurdo imaginar que podía existir algún tipo de conexión entre ellos.

—Bueno, se acabó nuestro programa por esta noche, Seattle. Veo que tengo otra llamada de Jack. ¿Sigues ahí?

—Sigo aquí, Georgia. Sólo quería decirte que me ha gustado muchísimo esa canción. ¿Podrías poner otra más?

—Lo siento, pero se nos ha acabado el tiempo y…

—Bueno. ¿Es posible que nos veamos después del programa?

Por primera vez en aquella noche, posiblemente en todo el día, Pierce sonrió. Al menos aquel tipo tenía el coraje de intentarlo.

—Después del programa ya no existe Georgia. Soy como la carroza de la Cenicienta: me vuelvo a convertir en una triste calabaza. Mañana a la medianoche, sabréis dónde encontrarme.

Georgia recitó unos versos antes de despedirse. Pierce ya no estaba interesado en seguir escuchando la radio. Prefería el silencio al insípido programa que seguía a Seattle después de medianoche.

Se recostó en el asiento; los ojos le ardían por la fatiga. Eran las cinco de la madrugada. La lógica le decía que arrancara el coche y regresara a casa. Pero no lo hizo. Mirando el aparcamiento del edificio de la sede de la radio KXPG, se preguntó cuál de aquel puñado de vehículos sería el de Georgia. El utilitario de color oscuro era demasiado conservador. El verde limón demasiado frívolo…

«Oh, por el amor de Dios. Vete de una vez a casa». No lo hizo. Quince minutos después su tenacidad se vio recompensada cuando vio salir del edificio a una mujer que sólo podía ser Georgia. Llevaba un abrigo que le llegaba hasta las rodillas y se protegía el peinado de la lluvia con un gran bolso negro de cuero. Era más baja de lo que había imaginado. Y ligeramente más rellenita, aunque eso era difícil de distinguir con aquel abrigo. A la luz de la farola cercana, su cabello tenía un tenue color dorado.

El guardia de seguridad le abrió la puerta y se quedó fuera, vigilándola mientras corría bajo la lluvia. Pierce bajó el cristal de la ventanilla a tiempo de oírla decir:

—Gracias, Monty. Estoy bien… de verdad. Métete dentro.

El guardia se despidió con la mano y volvió a entrar en el edificio. Tan pronto como la puerta se cerró a su espalda, Georgia soltó un grito.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

GEORGIA Lamont se sintió como una estúpida por haber gritado. Sólo era una rosa atravesada en el picaporte de la puerta de su coche, pero cuando sus dedos se cerraron sobre él, se había clavado una espina en un dedo. Y ya se había puesto demasiado nerviosa después de aquella última llamada.

Durante los años que llevaba en aquel trabajo, tanto allí como en Dakota del Sur, había desarrollado una especie de sexto sentido con la gente que la llamaba de madrugada para hablar con ella. Sabía cuándo alguien estaba algo irritado, o había estado bebiendo, o simplemente se trataba de un indeseable. Pero Jack le había tocado la fibra sensible. Había intuido en su voz una profunda tristeza. Demasiado profunda para alguien tan joven.

Georgia se llevó el pulgar a la boca. Le sabía a sangre. Y se quedó paralizada al escuchar unos rápidos pasos… acercándose.

Lanzó una rápida mirada a la calle y vio a un hombre alto, vestido con ropa oscura, corriendo hacia ella. No parecía importarle la lluvia, que le empapaba el pelo y la cara. Pensó en gritar de nuevo, pero el guardia de seguridad no la oiría desde allí. Tampoco tenía tiempo de abrir el coche y meterse dentro, con lo que tendría que hacerle frente…

El desconocido, como si hubiera percibido su miedo, se detuvo a un par de metros de ella.

—¿Se encuentra bien? La he oído gritar.

Se había acercado a ayudarla, no a atacarla. El temor se trocó en alivio, y luego en curiosidad. ¿Quién sería? ¿Y qué estaba haciendo allí?

—Estoy bien, gracias. Sólo me he pinchado un dedo —señaló con la cabeza la puerta, donde la rosa seguía enganchada.

El hombre se la quedó mirando fijamente por un momento y luego sonrió.

—Lo siento. Es su voz. Es extraño oírla en persona.

Tenía una sonrisa muy atractiva, pero había una frialdad en su mirada que sugería que no la usaba muy a menudo.

—¿Escucha usted mi programa?

Se preguntó qué estaría haciendo en plena calle a esas horas de la noche… o más bien de la mañana. Algo en su aspecto le recordaba a un policía, pero había visto el vehículo del que había bajado y no era un coche patrulla.

—Casi todas las noches.

Mucha gente le decía eso mismo, y se sentía halagada. Pero la confesión de aquel hombre le suscitó una reacción distinta, casi inquietante. Ignorando el sordo dolor del pinchazo, le tendió la mano:

—Me llamo Georgia Lamont.

—Pierce Harding —acercándose, se la estrechó con suavidad y la soltó casi de inmediato—. He visto que estaba haciendo malabarismos para abrir. ¿Quiere que la ayude a subir al coche? —al ver que dudaba, sacó una tarjeta de su cartera y se la entregó—. Soy detective privado. Volvía a casa después de un trabajo cuando la oí gritar.

¿Cómo había podido oírla desde su coche? ¿Habría tenido la ventanilla bajada con la lluvia? Se guardó su tarjeta en un bolsillo del abrigo y lo miró pensativa.

Seguía manteniendo una respetable distancia, con una actitud completamente inofensiva. Y se estaba empapando lenta, pero firmemente, bajo la lluvia. Como ella. Se volvió hacia la puerta y volvió a mirar la rosa enganchada.

—¿Quiere que le quite eso para que pueda abrir? —volvió a ofrecerle Pierce Harding.

—Gracias. Me gustaría.

Sólo tardó un momento. Las espinas no parecían tener ningún efecto sobre él. De repente la miró sorprendido:

—Lleva una nota enrollada.

—¿De veras? No la había visto antes.

Desenrolló el pedazo de papel del tallo y se lo entregó. Tenía un agujero provocado por una espina. Luego le quitó las llaves de la mano, abrió la puerta y se la sostuvo. A la luz interior del coche, pudo leer el mensaje sin dificultad.

Georgia: una docena de rosas… y serás mía.

—Oh, vaya —pensó inmediatamente en el tipo que la había llamado aquella noche. Le había pedido verla después del programa. ¿Sería suya la nota?

—¿De su novio? —Pierce formuló la pregunta con naturalidad, pero entrecerró sus ojos oscuros mientras aguardaba su respuesta.

No tenía novio, y tampoco estaba dispuesta a decírselo. Todavía no, al menos. Había algo muy atractivo, casi magnético, en aquel hombre. Pero, al fin y al cabo, seguía siendo un virtual desconocido.

—Será de alguno de mis oyentes. Qué detalle habérmela dejado con esta lluvia —dijo, intentando convencerse de que no había nada siniestro en la frase «y serás mía».

Pierce Harding se pasó una mano por la cara para enjugarse la lluvia.

—Pues a mí me parece algo sospechosa. ¿Cómo sabía que era su coche?

—¿Un golpe de suerte? —por todo lo que sabía, aquella rosa habría podido dejársela el mismo hombre que tenía delante. Incluso podía ser el oyente que se había identificado como Jack.

Pero la voz de Jack le había sonado a un joven inseguro, nada que ver con aquel hombre tranquilo y confiado.

—Quizá —repuso Pierce. Haciéndose a un lado, la invitó con un gesto a subir al coche.

Después de una breve vacilación eso fue lo que hizo, dejando su bolso en el asiento de al lado, junto a la rosa y la nota. Pierce se inclinó sobre la ventanilla para devolverle las llaves. Su mano estaba fría y húmeda, como la suya. Ella le lanzó una fugaz sonrisa, tímida.

—Está empapada. Será mejor que se marche ya a casa. Y conduzca con cuidado, señorita Lamont.

Se apartó para que cerrara la puerta, pero no lo hizo. En lugar de ello, se lo quedó mirando. Reparó en sus largas y esbeltas piernas, en sus anchos y poderosos hombros. Si hubiera querido hacerle algún daño, se lo habría hecho desde el principio. Además, era nueva en la ciudad y trabajar por las noches le dificultaba conocer a gente. ¿Cómo iba a ampliar su horizonte de relaciones si no estaba dispuesta a arriesgar nada?

Una cosa era segura: si se marchaba en aquel momento, ya nunca volvería a ver a Pierce Harding. Y, de alguna forma, ésa era una perspectiva que no quería contemplar. Aquel hombre era fuerte, capaz, atractivo… Pero era la tristeza que veía en aquellos rasgos duros, profundizados por el cansancio, lo que terminó por llegarle al corazón. Era una tristeza diferente de la que había percibido en la voz de Jack. Más sabia, más intensa, más penetrante.

—¿Te pasa algo, Georgia?

Advirtió que esa vez la había tuteado.

—No, sólo me estaba preguntando… no quiero pecar de atrevida, sólo es una sugerencia puramente amistosa, pero… ¿podría invitarte a un café? Por haber acudido en mi ayuda y todo eso. La cafetería de aquí al lado está abierta las veinticuatro horas.

Pierce Harding pareció sorprendido al principio, lo cual tampoco era de extrañar. Supuestamente, las mujeres no solían hacer cosas tales como invitar a desconocidos a tomar un café. Sobre todo a hombres que surgían de las sombras en los momentos más sospechosamente oportunos.

Pero de ninguna manera podía ser aquel hombre el mismo que la había llamado a la radio o dejado la rosa. Su intuición le decía que eso era imposible.

—Me encantaría tomar un café contigo —miró al otro lado del aparcamiento, hacia la cafetería que le había indicado—. ¿Quieres que nos acerquemos en una carrera?

—¿Por qué no? Ya estamos empapados.

Le ofreció su mano y ella no vaciló en aceptarla. Si todo salía bien, muy pronto sabría muchas más cosas de aquel hombre, aparte de su nombre. Y si una chispa surgía entre ellos… aquello incluso podría terminar convirtiéndose en una cita.

 

 

Georgia recogió su botella de zumo de naranja y su bollo de zanahoria y se dirigió hacia la mesa más apartada. Pierce la siguió con su tazón de café. En la caja intentó pagar, pero ella no se lo permitió, insistiendo en que se lo debía. ¿Por qué? ¿Por haberla salvado de una rosa con espinas? Se sentó frente a ella, mirando discretamente cómo destapaba la botella e introducía dos pajitas.

No podía creer que estuviera realmente sentado allí, con la Georgia de la radio KXPG. El cabello le caía en húmedos rizos en torno a su rostro con forma de corazón. «Dulce», pensó. «Parece una mujer realmente dulce». No encajaba en la imagen que se había hecho de ella, pero resultaba igualmente cautivadora.

—Me muero de hambre después de cada programa. Es como la resaca que sigue a la descarga de adrenalina, ¿sabes?

Pierce asintió con la cabeza, súbitamente fascinado por sus ojos de mirada abierta y sincera, de un azul luminoso. Tampoco eran en absoluto los que se había imaginado.

—Dime, ¿de dónde eres?

—¿De Seattle? —sugirió ella, vacilante.

—¿Con ese acento? No me lo creo —pensó que resultaba increíble que pudiese disimularlo cuando hablaba en la radio.

—Tienes razón —se encogió de hombros, resignada—. Crecí en una granja de Dakota del Sur. Fui a la universidad en Minnesota y luego conseguí mi primer trabajo en una emisora de clásicos en Brookings. De ahí pasé a una de rock en Sioux Falls.

—¿Cómo terminaste en Seattle?

—Pura suerte. El director de programas de la KXPG se detuvo en un motel de Sioux Falls mientras veraneaba con sus hijos en agosto pasado. Tengo entendido que su mujer acababa de abandonarlo y él habría salido a hacer un improvisado viaje en coche con ellos. El caso es que la noche que pasaron en Sioux Falls, el hijo pequeño enfermó de gripe. Mark me dijo que el hecho de haber escuchado mi programa los ayudó a ambos a soportar aquella noche. Al día siguiente ya tenía una oferta de trabajo sobre la mesa.

—No me sorprende que sólo te bastara con un programa para impresionarlo.

—Vaya, gracias. Pero… ¿qué me dices de ti? Pierce. No es un nombre muy común. ¿De dónde viene?

—Eso sólo Dios lo sabe. ¿Quizá del médico que atendió a mi madre durante el parto? —no se imaginaba a su madre consultando libros de nombres, algo que Cass sí que había hecho. Y eso que ella ni siquiera se había quedado embarazada. Sólo había sido un sueño, un anhelo…

Aquel recuerdo le provocó una punzada de arrepentimiento, y se tocó una sien. Frente a él, Georgia seguía esperando a que le contara detalles sobre su vida. Probablemente sentiría curiosidad por los detalles habituales. Dónde se había criado, estudiado, todas esas cosas… Finalmente, sin embargo, formuló una única pregunta:

—¿Fuiste policía antes de convertirte en detective?

Ésa sí que era una pregunta inteligente. Aguda. Lo cual no debería extrañarle en una mujer como Georgia Lamont. Porque… ¿acaso no era la agudeza intelectual la principal cualidad que lo empujaba a escuchar su programa cada noche?