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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Lori Foster

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sin límites, n.º 245 - noviembre 2018

Título original: No Limits

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Ana Peralta de Andrés

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-401-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Muchas, muchísimas gracias a todas aquellas personas a las que nombro a continuación por haber contestado a mis preguntas sobre los procedimientos policiales y la puesta en marcha de una empresa. Muchas gracias a todas:

Rick Peach, Valia Lind, Rosebud Lewis, Janel Klews, Susan Moore, Ruth Hernandez-Alequin.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Alerta, en tensión, Cannon permanecía sentado en una silla de cuero y miraba el escritorio del abogado con creciente impaciencia. Le dolía todo el cuerpo, desde la punta del pelo hasta las uñas de los pies, pero en aquel momento estaba concentrado en cuestiones menos relacionadas con el físico. Tras haber aterrizado por fin en los Estados Unidos, tenía planeado pasar el día en una bañera de agua caliente y la noche en la cama, con compañía femenina que le ayudara a olvidar que había estado a punto de perder su último combate.

Tres días atrás, había tenido que enfrentarse al mayor desafío de su carrera, al combate más publicitado en el calendario de la Supreme Battle Championship, en Japón, en un recinto abarrotado y con grandes expectativas por parte de la organización.

Aunque había recibido bastantes golpes, estaba ganando a su oponente por puntos… hasta que lo había fastidiado todo.

Tras recibir una patada en el hígado, se había quedado sin aire, se había doblado, roto de dolor, y había estado a punto de sucumbir. Solo el puro instinto le había empujado a dar el último puñetazo cuando su oponente había lanzado a matar.

Aquel puñetazo había aterrizado justo en medio de la mandíbula del pitbull al que se estaba enfrentando. Y aquel había sido el final.

Apenas había conseguido mantenerse en pie mientras su oponente recuperaba la conciencia y había terminado convertido en el ganador del combate. Pero había estado a punto de perder y el hecho de haber resultado ganador no borraba los golpes y las patadas que había soportado.

Necesitaba relajarse y descansar.

Pero sus planes de relajación se habían torcido porque le habían convocado a una reunión en Warfield, Ohio. Estaba a tres horas de distancia en coche y, normalmente, cuando hacía aquel viaje, lo primero que hacía era ir a ver a sus amigos.

Por desgracia, en aquella ocasión le estaba tocando esperar mientras un tedioso abogado rebuscaba entre sus papeles y su secretaria le miraba con evidente interés.

—¡Ah, aquí los tenemos! —exclamó el abogado, sacudiendo los malditos documentos y mirando a Cannon por encima del borde de las gafas—. Siento el retraso. Como esperaba que viniera ayer, me ha pillado desprevenido.

La velada reprimenda no tuvo el menor efecto en Cannon.

—Como le he dicho, estaba fuera del país —cambió de postura, intentando que no se evidenciaran sus muchos dolores.

—En Japón, ¿verdad?

Asintió con la cabeza. No tenía ganas de darle conversación.

El abogado ordenó de nuevo sus papeles y dijo:

—¿Es usted luchador?

—Sí.

—¿De la BSC?

—Sí.

¡Diablos! Llevaba el logotipo del club de lucha en la camiseta. Se echó hacia atrás, con los antebrazos sobre los muslos. No sabía de qué iba todo aquello, pero quería acabar cuanto antes.

—Mire, ¿cuánto tiempo nos va a llevar esto?

Frank Whitaker dividió los documentos en tres montones.

—Solo necesito un momento para ordenarlo todo.

¿Ordenar qué? Cannon sabía que aquello tenía algo que ver con Tipton Sweeny, propietario de una casa de empeños, que había fallecido poco tiempo atrás.

—Si no hubiera estado en el extranjero, habría asistido a su entierro.

Y a lo mejor habría visto a Yvette, la nieta de Tipton.

Le bastó pensar en ella para que creciera su tensión.

Sin desviar la mirada de los documentos, aquel abogado obeso y bien entrado en los cincuenta contestó:

—Estoy seguro de que todo el mundo lo comprende.

Cannon solo había conocido a Tipton en tanto que propietario de un negocio local. Titpon había sido un personaje importante en una comunidad que él adoraba. Su nieta,Yvette, había ido al colegio con su hermana. Y ahí era donde acababa toda relación entre ellos.

Excepto por el hecho de que Yvette siempre había coqueteado con él. Cannon siempre la había evitado… hasta el día que la había besado, el día que había deseado seguir besándola, y haciendo otras muchas cosas con ella, después de haber ayudado a rescatarla de unos matones degenerados.

¡Mierda!

No quería pensar en todo aquello. No quería pensar en Yvette. Por mucho tiempo que hubiera pasado desde entonces, aquella mujer todavía era capaz de hacerle perder la compostura.

¿Cómo estaría? Al parecer, todavía andaba por California. En caso contrario, estaría también allí, ocupándose de… de lo que quiera que fuera todo aquello.

—¿Tipton no tenía más parientes?

—Sí, seguro que sí.

¿Entonces por qué demonios había tenido que involucrarle a él?

Cannon observó mientras la secretaria se inclinaba con sus senos enormes y desprendiendo una vaharada de perfume. Le tendió más documentos a aquel abogado tan desorganizado y sonrió a Cannon, mientras se acercaba lo suficiente como para rozar su muslo contra el suyo. Le sonrió y le tocó la rodilla.

—¿Le apetece un refresco? ¿Un café?

Intentando que no fuera demasiado evidente, Cannon se apartó de su alcance. Siempre mostraba una actitud fría con las mujeres.

Excepto en aquella ocasión con Yvette.

—Un poco de agua, por favor.

—Por supuesto —posó la mano en su brazo y, al sentir cómo tensaba el músculo bajo la camiseta, la apartó—. Ahora mismo vengo.

Como hombre que era y, por lo tanto, en absoluto inmune a una insinuación, la recorrió de los pies a la cabeza con la mirada mientras se marchaba. La secretaria tenía una figura voluptuosa que realzaba con un traje ceñido: una falda y una blusa muy fina. Los tacones altos enfatizaban la sensualidad de sus piernas. Tenía senos grandes, caderas llenas. El pelo, muy rubio, lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza. Exudaba una sexualidad que a Cannon le resultaba casi agresiva por su evidente interés en él, sus miradas sensuales y su forma de humedecerse los labios, unos labios pintados de carmín rojo encendido.

Estaba acostumbrado a que las mujeres se le insinuaran, aquello no tenía ninguna importancia. Pero jamás le había pasado en la oficina de un abogado y en una circunstancia como aquella.

¿Tendría algo que ver aquella actitud con el abogado? ¿Serían aquellas insinuaciones un intento manifiesto de ponerle celoso? Cannon miró al letrado, preguntándose si se habría fijado en la docena de formas diferentes en las que su secretaria había mostrado su interés en él.

Pero él no era un cínico ni nada parecido. Y no estaba mordiendo el anzuelo.

O, por lo menos, eso creía. Aun así, cuando la secretaria regresó y se inclinó hacia él más de lo que habría sido necesario para tenderle el vaso de agua con hielo y la servilleta, Cannon se inclinó hacia delante y contempló sus senos. La piel de la secretaria parecía muy suave, pero, en cuanto su sofocante perfume asaltó su pituitaria, desvió la mirada.

El abogado apiló los documentos y se puso las gafas.

—Gracias, Mindi. Si necesito algo más te llamaré.

La secretaria asintió, aceptando aquella brusca despedida.

—Estaré en mi escritorio.

Una vez detrás del abogado, Mindi se detuvo en el marco de la puerta y recorrió a Cannon desde los hombros hasta las rodillas, deteniendo su voluptuosa mirada en su entrepierna. Volvió a humedecerse los labios y… sí, de acuerdo, quizá consiguió despertar su interés.

Diablos, había estado tan concentrado en los entrenamientos y, después, en el combate en sí que había estado sometido a un celibato autoimpuesto durante demasiado tiempo.

Pero, de momento, centró de nuevo toda su atención en Whitaker. ¿Qué podía necesitar de él aquel hombre que requería de tantos documentos y notas?

Al final, Whitaker unió las manos con expresión solemne y clavó la mirada en Cannon.

—Ha heredado una propiedad y algunos fondos del señor Sweeny.

¡Hala! Una oleada de miedo hizo que Cannon se inclinara hacia adelante. El corazón le latió con fuerza en el pecho.

—¿Le ha ocurrido algo a Yvette?

Frunciendo sus pobladas cejas, el abogado volvió a ponerse las gafas, removió aquellos condenados documentos y sacudió la cabeza.

—¿Se refiere a la nieta del señor Sweeny?

—Sí.

—Ella también ha heredado.

El alivio llevó de nuevo oxígeno a sus pulmones. ¡Dios santo! Se apretó el puente de la nariz, enfadado por lo desmesurado de su reacción. Pero con Yvette siempre había sido así.

Whitaker continuó.

—Y, de hecho, el señor Sweeny ha dividido sus bienes entre ustedes dos.

Imposible.

—¿Entre Yvette y yo?

—Sí.

Estupefacto, Cannon se sentó en el bordo de su silla, intentando comprenderlo… sin ningún éxito.

—No lo entiendo. ¿Por qué iba a hacer algo así?

—Le ha dejado una carta —el abogado le tendió un sobre—. Confío en que lo explique en ella. Lo único que puedo decirle es que le señor Sweeny vino a verme hace tres años con instrucciones detalladas sobre la distribución de sus bienes en el caso de que falleciera. Volvió a venir hace un año para corregir su testamento y hacer las aclaraciones debidas ante la fluctuación de su situación financiera. Volví a verle hace dos meses, cuando comenzó a declinar su salud.

—¿Sufrió un ictus?

El abogado asintió, vaciló un instante, volvió a cruzar las manos sobre la mesa y abandonó aquella actitud profesional y distante.

—Tipton había llegado a convertirse en un buen amigo mío. Estaba solo y yo acababa de perder a mi esposa… —Whitaker se encogió de hombros.

—Lo siento.

El abogado inclinó la barbilla, a modo de agradecimiento.

—Tenía la tensión muy alta y sabía que no estaba bien. No prestó atención al primer infarto cerebral, pero el siguiente fue peor y el tercero mucho peor todavía. Fue entonces cuando cerró el negocio.

De modo que no lo había cerrado tres años atrás, después de aquella terrible agresión, tal y como Cannon había asumido.

—Comenzaron a tratarle, empezó a ir al especialista con regularidad, pero sabía que solo era cuestión de tiempo…

Al ver la tristeza que traslucía el rostro del abogado, Cannon sintió el zarpazo de la culpabilidad. Debería haber ido a visitarle más a menudo. Se había enterado del primer infarto cerebral, pero no del segundo. Y, cuando el cuerpo de Tipton había decidido dejar de luchar, él estaba en Japón.

—¿Yvette estaba con él?

Negando con la cabeza, el abogado contestó:

—No quería ser una carga para su nieta —asomó a su rostro cierta relajación mientras parecía estar ordenando sus pensamientos—. Todos ustedes compartieron una determinada experiencia. Tipton nunca me contó los detalles, pero asumo que fue algo que alteró sus vidas —no esperó a que Cannon se los proporcionara—. Su nieta se marchó a cusa de ello y Tipton no quería sentirse responsable de hacerla volver a sabiendas de que regresar podía ser difícil para ella. Quería que regresara cuando así lo decidiera, no porque se sintiera obligada.

Acribillado por todo tipo de sensaciones incómodas, Cannon se levantó y comenzó a caminar por el pequeño despacho. Sí, imaginaba que Yvette lo pasaría mal cuando regresara. Ninguna mujer debería soportar jamás lo que había sufrido ella. A veces, los recuerdos de lo ocurrido le golpeaban como un fuerte puñetazo, dejándole aturdido, enfadado y empapado de un sudor frío.

Y no era a él al que habían amenazado de la peor manera posible.

Suavizó la voz, recordando lo ocurrido.

—¿Yvette no sabía que Tipton estaba enfermo?

—Al igual que usted, se enteró del primer infarto cerebral. Pero Tipton se sentía suficientemente fuerte como para llevar él solo aquella carga —Whitaker sacudió la cabeza con desazón y dijo—: No, me temo que lo que he dicho no es exactamente así. Él quería compartir su carga. Dijo que usted podría con ella —el abogado señaló la carta—. Está todo allí.

¿Una carga? Más confundido que nunca, Cannon se dio unos golpecitos con la carta contra el muslo.

—¿Y qué son el resto de esos documentos?

—Escrituras, estadillos bancarios, deudas pendientes, planes de jubilación, escrituras… —sacó dos pares de llaves de un sobre acolchado—. Responsabilidades.

Cannon clavó la mirada en todos aquellos papeles, mordiéndose el labio inferior, y sintió una necesidad imperiosa de devolver la carta. Ya tenía suficientes problemas, no necesitaba más. Aun así, eso podría manejarlo, aquello no era lo que le preocupaba.

El problema era Yvette.

¿Podría controlarla a ella, teniendo en cuenta hasta qué punto lo afectaba?

Y, más aún, ¿podría resistirse en el caso de que continuara deseándole? Le bastaba pensar en ella, oír su nombre, para sentir una familiar tensión en los músculos.

—¿Ha dicho «escrituras»?

—La de la casa y la del negocio.

—¿La casa de empeño?

—Sí.

—Lo última noticia que tuve de ella fue que iba a venderla —admitió Cannon.

Después de lo que había ocurrido, pensaba que Tipton iba a vender la casa también, pero había decidido conservarla.

—No. Continuó trabajando hasta que la salud le obligó a retirarse. Decía que le ayudaba mantenerse ocupado. También volvió a decorar la casa —el abogado se encogió de hombros—. Era su hogar.

El hogar. Cannon asintió, mostrando su comprensión. Su madre había compartido aquel sentimiento, se había negado a abandonar su casa, su barrio, incluso después de que hubieran perdido al padre de Cannon por culpa de unos delincuentes.

Su insistencia en quedarse había sido el principal motivo por el que Cannon había aprendido a luchar. Había perdido a su padre, así que estaba decidido a proteger a su madre y a su hermana. Y lo había hecho, hasta que su madre había muerto de cáncer. Ya solo quedaban su hermana y él y… cualquiera que fuera el lío en el que Tipton le había metido.

—¿Y ahora qué tengo que hacer? —preguntó muy intrigado.

—Tiene que firmar varios documentos y asumir las propiedades junto a la señora Sweeny. Un cincuenta por ciento cada uno. Ustedes dos decidirán si quieren quedárselas, venderlas o comprar uno la parte del otro.

Cannon sacudió la cabeza.

—¿Ha visto a Yvette?

No podía imaginar que quisiera la casa, pero, incluso en el caso de que así fuera, ¿podría comprarla? Tenía… veintitrés años ya. Todavía era demasiado joven para asumir tantas responsabilidades.

Pero por fin era suficientemente adulta… para él.

—Estuvo aquí ayer.

¿Y habría esperado que estuviera también él? ¿Habría estado deseando aquel reencuentro?

¿O lo habría temido?

Odiaba pensar que el verle podría desenterrar un pasado que prefería olvidar.

Whitaker giró los papeles, colocó una pluma estilográfica encima y los empujó hacia Cannon.

—¿Le importaría?

Pero Cannon no iba a firmar hasta que no lo leyera todo y averiguara de qué iba todo aquello.

El abogado suspiró, empujó su silla hacia atrás y se levantó.

—Lea la carta de Tipton. Estoy seguro de que así le encontrará sentido a todo esto.

—¿Sabe lo que ha dejado escrito en ella?

Whitaker desvió la mirada.

—Por supuesto que no. Tipton me la entregó sellada.

Su actitud despertó los recelos de Cannon.

Aclarándose la garganta, Whitaker le miró de nuevo a los ojos.

—Lo sé, conozco… conocía a Tipton. Estuvo en su sano juicio hasta el final de sus días. Sabía lo que hacía, lo que quería.

Y quería algo de él.

El abogado rodeó el escritorio y posó la mano en su hombro.

—Le daré unos minutos.

Y, sin más, salió del despacho, cerrando la puerta tras él.

Cannon se acercó hasta la ventana, apoyó un hombro en la pared y estudió el sobre. Estaba sellado, sí, cerrado con una cinta adhesiva que lo rodeaba por completo. Rasgó uno de los extremos del sobre y, con un mal una presentimiento, sacó dos hojas dobladas y mecanografiadas con pulcritud. Las abrió, y las recorrió con la mirada hasta encontrar la firma de Tipton.

Regresó a la primera página y comenzó a leer. Cada una de aquellas palabras le aceleró el corazón, e incrementó su ansiedad.

Sí, Tipton sabía lo que quería. Lo había dejado todo bien claro y con todo lujo de detalle. Y hubo un párrafo en particular que atrapó su atención.

 

Esta es su casa, Cannon. Pase lo que pase, tiene que vivir aquí. Siempre ha confiado en ti y tú siempre has estado pendiente de ella. Eres un buen chico.

 

A pesar de lo que suponía lo que Tipton quería, un gesto de humor curvó los labios de Cannon. Solo un abuelo llamaría «chico» a un hombre de veintiséis años.

 

Sé que es mucho pedir, sobre todo después de que arriesgaras tu vida por nosotros. Pero ahora Yvette es demasiado recelosa, demasiado precavida. Si estás de acuerdo, sé que puedes liberarla de sus pesadillas para que pueda ser libre y feliz otra vez.

 

¿Se estaría refiriendo Tipton a auténticas pesadillas? ¿O solo al terrible recuerdo de haber sido atacada, amenazada, de la peor manera que podía sufrir una mujer?

No, no quería pensar en ello en aquel momento; todavía le enfurecían la impotencia y el miedo que había sentido como involuntario espectador de aquella crueldad.

Lo que un abuelo consideraba una actitud recelosa quizá fuera solo madurez. ¿Hasta qué punto querría que Yvette se sintiera liberada?

Volvió a entrar el abogado. Cannon le ignoró mientras terminaba de leer.

 

Si es necesario, si estás demasiado ocupado o si ella no está de acuerdo, podéis vender las dos propiedades con la conciencia tranquila. Pero la venta obligará a vaciar la casa y eso podría entrañar otro tipo de problemas para ella.

 

¿Qué quería decir eso? ¿Qué tipo de problemas causaría una venta?

 

En el fondo, sé que será más feliz aquí, en Ohio, en Warfield, de lo que podrá ser nunca en California. Decidas lo que decidas, Cannon, por favor, no le hables de esta carta. Todavía no. Y, por favor, pase lo que pase, cuenta siempre con mi más profunda gratitud.

Un afectuoso saludo,

 

Tipton Sweeny

 

Se removieron en su interior sentimientos que le resultaban familiares, sentimientos que había sofocado y después olvidado. O intentado olvidar. El cielo sabía que había hecho todo lo posible para aniquilarlos. Había intentado superarlos sudando en el gimnasio y luchando en el cuadrilátero.

Acostándose con mujeres dispuestas a ello.

Pero, maldita fuera, todas y cada una de las sensaciones que Yvette inspiraba continuaban todavía allí, arraigadas en lo más profundo.

Tenso por la anticipación, preguntó:

—¿Dónde está Yvette ahora?

—No estoy seguro —contestó el abogado. Permanecía detrás de su escritorio, pero sin sentarse—. Se llevó un juego de llaves, así que a lo mejor está en la casa.

La desazón le golpeó las entrañas, sumándose al dolor y los achaques dejados por el último combate. ¿Estaría allí sola? Intentó desprenderse de la urgente necesidad de acudir a su rescate.

Otra vez.

Lo había hecho en una ocasión y después ella se había ido.

Se había ido hasta California.

Se apretó la oreja, incómodo con aquel resentimiento que latía dentro de él. Yvette no era la única que se había marchado. No era una oportunidad perdida. Solo era una joven a la que había llegado a conocer mejor en unas circunstancias extremas, dramáticas. Una chica a la que había deseado, aunque su nobleza le hubiera impedido tocarla… demasiado.

Aun así, se había obsesionado con ella y tres largos años después continuaba deseándola.

¡Maldita fuera! Había ido superando combate tras combate hasta convertirse en uno de los candidatos al título, pero no sabía si saldría victorioso en la lucha contra la tentación de poder estar por fin con Yvette.

Miró a Whitaker con una anticipación apenas reprimida.

—¿Dónde tengo que firmar?

 

 

Yvette permanecía en el marco de la puerta de la casa de su abuelo. El día anterior, tras un largo viaje desde California, había decidido postergar aquel momento. Había ido a ver al abogado, se había registrado en un hotel y había intentado dormir. Había sido imposible. La intensidad de lo que la aguardaba la había mantenido dando vueltas en la cama durante toda la noche.

No era solo el miedo a estar en aquella casa. No, era el miedo a ver a Cannon Colter otra vez, a dejarse arrastrar por su atractivo, a recaer y volver a convertirse en aquella joven vulnerable y locamente enamorada que le había permitido actuar como un héroe sin mostrar ni un gramo de soberbia.

Su abuelo quería que se quedara en Ohio. Regresar para su entierro ya le había resultado suficientemente difícil. ¿Pero vivir allí?

Por fin había aprendido a disimular su cobardía y, desde hacía algún tiempo, a aceptar los límites de su competencia en asuntos románticos. Estar cerca de Cannon amenazaba sus logros en ambos campos.

De momento, durante el tiempo que le llevara cumplir con las obligaciones que le había dejado su abuelo, no tenía otra opción. Se quedaría en Warfield.

Ignorando los nervios provocados por el miedo, entró en la casa y cerró la puerta tras ella. El clic de la puerta sonó tan definitivo que el corazón dejó de latirle durante un segundo.

Hasta que miró a su alrededor. Entonces se le aceleró el pulso.

La luz se derramaba a través de las cortinas abiertas, iluminando el interior y mostrando los numerosos cambios. Desde la alfombra hasta la pintura de las paredes, incluso las lámparas de las mesitas auxiliares, todo era diferente. Su abuelo había vuelto a decorar la casa con objetos de segunda mano, probablemente procedentes de la tienda, pero había conseguido integrarlos todos.

Para ella.

Entre la neblina de las lágrimas, fue fijándose en la remodelación. ¡Cuánto echaba ya de menos a su abuelo!

Obligándose a colocar un pie delante del otro, ignorando la turbia inquietud que trepaba por su espalda, cruzó el salón para dirigirse al cuarto de estar y recorrer después la cocina. Los electrodomésticos que llenaban las paredes de la cocina eran los de siempre, pero el alegre papel de las paredes y las coloridas alfombras habían transformado la habitación.

Encendiendo luces a medida que avanzaba, fue explorando la casa y todos sus cambios. Aunque todo parecía diferente, aquella casa vacía conservaba todavía la fragancia a Old Spice, la loción de su abuelo.

Al igual que permanecía en su memoria el recuerdo del beso de Cannon.

Mientras lloraba la pérdida de su abuelo, una oleada de calor invadió sus piernas y sus brazos al pensar en él. Volvió a sentir su contacto protector y a recordar el ardiente sabor de su beso. Había reconstruido fantasías muy elaboradas alrededor de aquel breve instante. En aquel momento ni siquiera estaba segura de que Cannon pudiera suponer alguna diferencia para su mente herida, pero ni siquiera ello impedía que siguiera queriéndole. Y aquello le asustaba más que ninguna otra cosa.

A aquella reflexión le siguió de inmediato la vergüenza, porque acababa de perder a su adorado abuelo, el único pariente que no la había abandonado, que la había acogido después de que sus padres murieran, y había enriquecido su mundo. Su abuelo y lo que este quería para ella debían ser su prioridad.

Cuando vio su dormitorio, volvieron a asaltarla las lágrimas. Las cortinas y la colcha le daban un aspecto diferente, pero todos sus objetos personales estaban allí donde los había dejado.

Acarició un lazo que había sobre la cómoda y una antigua muñeca de feria que su abuelo había ganado para ella.

Se sentó muy despacio en el borde de la cama.

Cannon no había asistido a la reunión en el despacho del abogado.

Durante tres largos años, ella había ido limando su fijación por aquel hombre, la había utilizado para que la ayudara a superar momentos difíciles, utilizando su ejemplo con la esperanza de poder convertirse en una persona mejor. Cannon era todo lo que no era ella, era la buena persona que todo el mundo debería ser. Generoso, cariñoso y protector. Tenía un cuerpo de atleta, la fuerza de un luchador y el corazón de un ángel, todo ello envuelto en un físico maravilloso. Todas las mujeres del barrio le deseaban.

Tras haber pasado meses ignorando sus flirteos de adolescente, había acudido a su rescate cuando más le había necesitado. Y, después, se había compadecido de la joven patética que entonces era ella.

Por fin se había fijado en ella… pero solo en tanto que víctima.

Bueno, ella ya era más fuerte y estaba dispuesta a demostrarlo: se lo demostraría a Cannon y se lo demostraría a sí misma.

Había visto todos los combates de la SBC, había devorado todas las menciones que se hacían de él en Internet y sus numerosas entrevistas. El público había bautizado a Cannon como el Santo debido en parte a su actitud filantrópica y a su capacidad de control. Nada ni nadie parecía capaz de quebrar su compostura.

Sin embargo, las personas que le conocían de cerca aseguraban que su apodo estaba más relacionado con la delicadeza con la que trataba a las mujeres. Estaba demasiado ocupado como para comprometerse en una relación larga. Pero, aunque fueran relaciones cortas, la mayoría de las mujeres con la que había estado terminaban convirtiéndose en sus amigas, sin resentimientos, y hablando siempre bien de él.

Yvette podía atestiguar su delicada consideración. Y, por difícil que fuera a resultarle a ella, esperaba que todavía la considerara una amiga.

Necesitaba verle, cuanto antes mejor. Pero antes… Había llegado a la conclusión de que liberar energía la ayudaba a superar sus miedos. Antes de enfrentarse a Cannon, haría cuanto fuera necesario para calmar el nerviosismo y la inquietud provocados por su regreso a Ohio.

Con aquel objetivo en mente, vació la maleta y, haciendo todo lo posible para bloquear los terribles recuerdos de lo sucedido en aquella misma casa, se preparó para salir.

Seguramente Cannon iría al Rowdy's, un bar en el que había trabajado. Yvette se acercaría por allí y le demostraría que ya no era una niña asustada. Que había dejado de ser patética. Y no se mostraría servil. Le convencería de que era una persona diferente.

Y a lo mejor era capaz de convencerse también a sí misma.

 

 

En el instante en el que Cannon terminó de firmar todos los documentos, Whitaker se levantó y agarró un maletín abarrotado de documentos.

—Lo siento, pero llego tarde a los juzgados. Espero que lo comprenda.

—Por supuesto.

No tenía ningún motivo para quedarse allí hablando de naderías, sobre todo cuando tenía tantas cosas en las que pensar.

—Tipton era un buen hombre —Whitaker le estrechó la mano con un gesto amistoso y sincero—. Si necesita algo, cualquier cosa, por favor, llame a Mindi y ella le pondrá en contacto conmigo.

—Gracias.

Con toda la documentación guardada en un sobre acolchado, Cannon le siguió hasta la puerta.

Pero, antes de que hubiera tenido oportunidad de salir con el abogado, volvió a aparecer Mindi.

—No pensarás irte tan deprisa, ¿verdad?

El hecho de que Whitaker lo escuchara y continuara su camino ignorando a la secretaria, le planteó a Cannon nuevas preguntas sobre la relación entre ambos.

El lenguaje corporal de Mindi, su forma de mirarle y de curvar los labios le invitaban a quedarse. Pero si había alguna relación entre el abogado y ella… no, no tenía ningún interés en verse complicado en aquella historia.

—Lo siento, todavía me quedan muchas cosas por hacer hoy.

Fingiendo un puchero, Mindi se acercó a él.

—Pero tenemos el despacho para nosotros solos —acorralándole de forma intencionada, alargó la mano alrededor de Cannon y giró la cerradura de la puerta—. ¿Te he dicho que soy una gran admiradora tuya?

Sus senos le rozaban el pecho y podía sentir su aliento en la garganta.

—Te lo agradezco gracias —mantuvo las manos a ambos lados de su cuerpo e intentó no respirar su perfume—. A lo mejor en otro momento.,,

Mindi deslizó el dedo por su escote y, maldita fuera, Cannon bajó la mirada.

Animada por aquel movimiento, Mindi alzó aquel dedo tentador hasta el pecho de Cannon, recorrió con él la clavícula y terminó rodeándole el cuello con el brazo.

La tentación le empujaba. Miró tras él y no vio a nadie fuera del despacho. Después de haber leído la carta de Tipton, se sentía tan tenso que no le sentaría nada mal un desahogo.

—No volverá —le aseguró Mindi.

Se inclinó con descaro hacia él y le acarició la entrepierna.

Dios, cómo necesitaba distraerse. Y a su cuerpo parecían encantarle aquellas caricias.

Pero su cabeza no estaba en ello.

Tenía la convicción de que había algo entre aquella mujer y el abogado. Además, imaginaba que Yvette también habría tratado con Mindi, y quizá tuviera que volver a tratar con ella. Cannon jamás haría nada que pudiera hacer aquella transición más difícil de lo que ya iba a ser para Yvette.

Además, estaba el hecho de que esperaba poder conseguir por fin a Yvette… Sí, a su cerebro le parecía que era una muy mala idea intimar con Mindi.

—Lo siento, cariño, pero no estoy preparado.

—Mentirosillo —susurró Mindi. Entrecerró los ojos y su respiración se hizo más superficial mientras le acariciaba—. Estás más que preparado.

Aquella manera de tergiversar sus palabras apenas le resultó divertida.

—Digamos que hay partes de mí que no tienen sentido común —sobre todo con aquella mano diminuta acariciándole de forma experta—. Pero el resto de mí está agotado, te lo juro.

«El resto de mí», admitió para sí, «desea a Yvette y solo a Yvette».

Ella presionó la parte inferior de su cuerpo contra su muslo.

—Solo necesitaría diez minutos.

—¿Entonces qué gracia tendría?

Con delicadeza, porque no soportaba ofender a una mujer, intentó apartarla.

—Estoy seguro de que te mereces más de diez minutos.

—En otro momento —susurró ella, hociqueándole el cuello—, cuando tengas más tiempo, podrás compensarme.

Le acarició la garganta con los dientes. ¡Maldita fuera! Estaba empezando a molestarle.

—Escucha…

Mindi abrió la boca sobre su cuello y Cannon comprendió que tenía que controlar la situación antes de que aquella mujer añadiera un chupetón a sus muchos moratones. La agarró por los hombros, la apartó de él y dijo con firme insistencia:

—Hoy no.

La ofensa sofocó el deseo y Mindi se apartó de él. Se llevó las manos a la cara y rio nerviosa.

—¡Uf! Qué situación tan embarazosa.

Cannon la compadeció a pesar de su enfado.

—No tienes por qué avergonzarte. Me siento halagado.

Ella negó con la cabeza.

—Pero no estás interesado.

Cannon se colocó tras ella y posó las manos en sus hombros.

—Me has puesto las manos encima, así que sabes que eso no es verdad —Mindi había tenido oportunidad de palpar su erección. Su miembro estaba encantado con Mindi—. Pero mi último combate me dejó derrotado. Acabo de llegar a Warfield y de pronto me encuentro con un montón de responsabilidades legales de las que ocuparme.

—¿Y eso es todo? —le miró esperanzada—. ¿Lo dices en serio?

Cannon se encogió de hombros, evitando comprometerse.

—Lo único que sé es que ahora no va a pasar nada —dispuesto a escapar, se giró y abrió la puerta.

No acababa de llegar a su camioneta cando ella le llamó.

Se volvió y la descubrió en el marco de la puerta.

—En ese caso, lo dejaremos para otro momento. Te daré tiempo para que te instales, pero no voy a renunciar.

Cannon no puedo evitar una sonrisa. Como dudaba de que fueran a moverse en los mismos círculos, no le preocupaba volver a verla otra vez. La saludó con la mano, se sentó tras el volante, puso el motor en marcha y se alejó del edificio.

Por muchas veces que ocurriera, continuaba siendo agradable el sentirse deseado. No le importaba que parte de su atractivo se debiera a la posición que ocupaba en la SBC.

Un pensamiento le llevó a otro y no pudo evitar preguntarse si a Yvette le impresionaría tanto como a Mindi. Incluso antes de haber sido elegido para luchar en aquella liga de élite, le miraba con adoración, como si él tuviera la respuesta a cualquier pregunta.

Pero aquello había sido años atrás. Por lo que él sabía, a esas alturas podría estar hasta casada. La imaginó tal y como la recordaba. Joven e inocente. Pero se habría convertido en una adulta. Dulce y bien formada.

Madura.

Inquieto por aquellos sentimientos contradictorios, Cannon condujo hasta la casa de Tipton, pero, cuando llamó, no contestó nadie. Tenía una llave, pero no le parecía bien entrar sin hablar antes con Yvette. Pasó después por la casa de empeños, pero continuaba cerrada, a oscuras y vacía. Como él. Era probable que Yvette se hubiera quedado en una pensión.

La localizaría y podrían entonces reiniciar su relación.

¡Maldita fuera! Apenas era capaz de esperar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Yvette llevaba horas fuera. Después de una breve parada en la antigua casa de empeños, y desilusionada tras haber visto el estado en el que se encontraba, había ido a comprar las provisiones básicas que iba a necesitar. A continuación, se había acercado a comprar algunos dispositivos de seguridad, intentando prepararse para quedarse en aquella casa.

La ansiedad continuaba agitándose en su interior, pero no le importaba. Tenía que dejar atrás a aquella joven tímida y asustada que había permitido que la convirtieran en una víctima llorona.

Nunca más.

Se concentró en presentarse a sí misma como una mujer hecha y derecha, utilizando aquella fachada para disimular la verdad. Eran muchos los sueños que habían muerto, pero nadie tenía por qué saberlo.

Preparándose para ver a Cannon, se arregló tanto como pudo y salió.

Como estaban sufriendo la oleada de calor de mediados de agosto, llevaba una camiseta blanca con unos vaqueros ajustados y unas sandalias. El pelo se lo había recogido en una cola de caballo alta que colgaba entre sus omóplatos.

Una vez fuera del Rowdy's vaciló. Al juzgar por el ruido, el local estaba a rebosar. Estar en un lugar tan abarrotado la ayudaría a mantener su atracción bajo control. Tenía que verle, pero quería hacerlo sin ponerse en una situación embarazosa.

Salieron tres hombres y la miraron detenidamente. Yvette oyó un «¡Vaya, hola!» y «está muy buena», además de un silbido procedente del tercer tipo.

Yvette estaba decidida a no alentar aquel tipo de actitudes, ni ninguna otra, por parte de los hombres, así que se limitó a saludar con la cabeza y entró en el bar. Estaba tal y como lo recordaba. Había gente riendo y un pequeño grupo bailando alrededor de la gramola. Todos los taburetes que había a lo largo de la barra estaban ocupados.

Se fijaron otros hombres en ella y, preguntándose si parecería tan fuera de lugar como se sentía, Yvette se secó las manos en los muslos. En muy raras ocasiones entraba en un bar. El de Rowdy era diferente, era un lugar amable que formaba parte de una comunidad a la que seguía queriendo y a la que había echado de menos, pero se sintió igualmente cohibida.

El propio Rowdy estaba atendiendo la barra aquella noche y, en cuanto distinguió a su lado un destello de pelo rojo, Yvette supo que su esposa estaba junto a él. Le oyó reír por un comentario hecho por su esposa y sonrió.

Cannon había trabajado allí antes del despegue de su carrera como luchador profesional. Yvette sabía que, cada vez que volvía a Warfield, pasaba por el bar, de modo que esperaba verle aquella noche. Y, en el caso de que no fuera así, alguien podría decirle dónde estaba.

Antes de que la gente comenzara a preguntarse si se había perdido, comenzó a recorrer el local con la mirada, fijándose en las mesas, la pista de baile y, al final, en las mesas de billar. Allí descubrió a Cannon en compañía de un grupo de hombres y mujeres.

Como si sus sentidos hubieran estado hambrientos de Cannon, montones de emociones debilitaron sus músculos. Cannon estaba más guapo incluso de lo que recordaba. En una zona del local que, de otro modo, habría resultado sombría, los fluorescentes que había sobre las mesas de billar añadían un brillo azulado a su pelo oscuro y rebelde; lo llevaba un poco largo, se rizaba por las puntas. Cuando se inclinó para tirar, la camiseta se tensó sobre aquellos hombros de una fuerza y una anchura extraordinarias. Los músculos se flexionaron haciendo revolotear el estómago de Yvette, tal y como cabía esperar.

Aquella particular reacción a la presencia de Cannon no era nada nuevo. Una mujer se acercó a él para susurrarle algo al oído y Cannon sonrió. Sus ojos azules brillaron. La mujer en cuestión le dio un beso en la mandíbula y retrocedió.

Cannon disparó y metió tres bolas.

Yvette nunca había aprendido a jugar al billar, pero, teniendo en cuenta la reacción de los demás, debía de haber sido un buen disparo.

Riendo, dos de los compañeros repartieron billetes y las mujeres esperaron en fila para recibir abrazos. ¿Sería parte de la apuesta, quizá?

¿O todas ellas buscaban una excusa para tocarle? Seguro que era lo último.

Mientras observaba lo que allí ocurría, Yvette se fijó en la sombra de barba y en los moratones que oscurecían el atractivo rostro del luchador. Cannon siempre había sido un hombre delgado y fuerte, pero había ganado musculatura en aquellos tres años. Sus músculos eran más voluminosos y más definidos, no había ni un gramo de grasa en aquel cuerpo tan alto.

Sonrió, pensando en los numerosos combates en los que había participado en un período tan corto. En la SBC ya era una broma común el decir que en el caso de que surgiera un combate, o cualquier otro jugador enfermara o resultara herido y tuviera que renunciar, Cannon siempre estaba allí, dispuesto a saltar al ring. Drew Black, el propietario de la SBC, estaba encantado, sobre todo porque, hasta el momento, Cannon siempre había salido ganador.

Había estado a punto de perder en varias ocasiones, pero siempre había conseguido salir adelante. En la última pelea… Todavía la maravillaba que hubiera conseguido acabar el combate antes de que acabaran con él.

Yvette giró en el marco de la puerta, avanzó hacia un espacio vacío, se apoyó en una pared en sombra y desde allí se dedicó a observarle, conformándose con volver a contemplar su forma de moverse o de curvar sus labios con una sonrisa de orgullo. En realidad, Yvette no podía decir que hubiera olvidado aquella faceta del luchador. Cannon atraía a la gente como la miel a las moscas y ocupaba la sala entera con su presencia.

Frunció el ceño, pensando en la jugada de su abuelo. Cannon ya estaba suficientemente ocupado. Pasaba más tiempo fuera que en Warfield, su trabajo le obligaba a viajar por todo el mundo.

Seguramente estaría preguntándose de dónde iba a sacar tiempo para ocuparse de algo más. Pero Yvette no tardaría en tranquilizarle. Sabía que su abuelo siempre se había sentido en deuda con Cannon. Pero aquella no era la manera de recompensarle. Como la admirada figura del deporte que era, ganaba una considerable cantidad de dinero en cada combate. Los patrocinadores se lo rifaban. Había salido en anuncios publicitarios y había trabajado como comentarista en algunos combates. No necesitaba la exigua herencia de su abuelo.

Se la merecía, Yvette jamás lo negaría, pero no tenía por qué hundirse en el lodazal de responsabilidades que su abuelo le había endosado.

Aunque le habría gustado que las cosas pudieran ser de otra manera, ella se quedaría allí durante el tiempo suficiente como para vender las dos propiedades y darle a Cannon su parte. Después se marcharía.

Pero antes de hacerlo, quería que él supiera que iba a dejar de perseguirle como un cachorro perdido suplicando cariño, sobre todo, cuando ni siquiera iba a ser capaz de hacer nada con él en el caso de que pudiera atraer su atención.

Cosa que sabía que no conseguiría. Más allá del momento propiciado por la compasión después de haber conseguido deshacerse de una terrible amenaza, la falta de interés de Cannon había sido evidente.

Poco a poco, Cannon fue despejando la mesa. Cuando solo quedaban la bola blanca y otras dos, frotó la punta del palo de billar con la tiza, rodeó la mesa buscando una postura mejor, se inclinó para disparar… y se quedó paralizado cuando reparó en ella.

Yvette contuvo la respiración mientras aquella mirada de un azul eléctrico iba ascendiendo por sus muslos, su estómago y sus senos hasta alcanzar finalmente su rostro.

Sus miradas se encontraron.

Y el corazón de Yvette comenzó a latir a toda velocidad cuando, sin dejar de mirarla, Cannon fue irguiéndose en toda su impresionante altura. Sin sonreír, devorándola con aquellos ojos de color azul intenso.

Incapaz de respirar frente a la potencia de su mirada, Yvette alzó la mano y la movió en un discreto saludo.

De pronto, Cannon se puso en movimiento. Le dijo algo al hombre que estaba a su lado y le tendió el palo de billar. Los otros hombres, luchadores también a juzgar por su aspecto, protestaron entre bromas. Una de las mujeres le agarró del brazo y protestó juguetona con una exagerada sonrisa.

Tras susurrarle algo al oído y darle un beso en la mejilla, Cannon se desasió de ella. Sacó un rollo de billetes del bolsillo, lo dejó sobre la mesa para tranquilizar a todo el mundo y se alejó de allí.

Consciente de que era ella la que había causado aquella escena, Yvette sintió un intenso calor en el rostro. Podía sentir las miradas de todo el mundo clavadas en ella. Intentó solventar la situación mirando únicamente a Cannon. Respiró con fuerza, le observó caminar alrededor de las mesas, abrirse camino en medio de aquel atasco humano y apartar las sillas para acercarse a ella.

Dios, Yvette creía que recordaba aquel sentimiento, pero la fuerza con la que la afectó fue algo completamente nuevo. Se mordió el labio inferior con fuerza, luchando contra la urgencia de abalanzarse hacia él.

Y, de pronto, fue demasiado tarde para hacerlo. Cannon alargó el brazo hacia ella, todavía en silencio, mientras volvía a mirarla, en aquella ocasión con más familiaridad. El Cannon real era mucho mejor de lo que recordaba: su altura, la anchura de sus hombros bloqueó el resto de la habitación… e incluso el resto del mundo.

Contempló la profundidad de la respiración que henchía su peso, la posición relajada de sus largos y musculosos brazos y la intensidad con la que la observaba.

Estar tan cerca de él destrozó su equilibrio. El silencio la ponía más nerviosa todavía, así que se humedeció los labios y susurró…

—Cannon…

Cannon curvó la comisura de su boca, le acarició la mejilla y deslizó las yemas de los dedos a lo largo de su mandíbula. Después, como si fuera lo más normal del mundo, la estrechó contra su pecho y la levantó en brazos.

 

 

No podía dejar de mirarla. Maldita fuera, la recordaba como una joven atractiva, pero los años le habían convertido en una belleza de infarto y no parecía consciente de ello. Un rostro de ángel acompañado de una esbelta, pero voluptuosa figura. Y, sí, estaba convencido de que no había un solo hombre en aquel bar que no hubiera empezado a fantasear con ella.

Una lástima, porque ninguno la iba a tocar.

Si había tenido alguna duda de que la deseaba, allí la descartó para siempre. En vez de tres años, tenía la sensación de que había estado esperándola durante una década. Sí, la deseaba.

Y conseguiría estar con ella.

La única pregunta era cuándo.

Unas semanas atrás, Yvette había perdido a su abuelo y necesitaba tiempo para adaptarse a la vuelta a un lugar que encerraba recuerdos tan desagradables. A Cannon le habría encantado dejarse llevar por sus sentimientos, pero también disfrutaba mirándola y hablando con ella.

Yvette le dio un sorbo a su refresco de cola y le observó con disimulo. Unas tupidas pestañas enmarcaban aquellos enormes ojos verdes que él tan bien recordaba. Unos ojos que solían mirarle con inocente amor, pero en aquel momento parecían recelosos. Ella permanecía erguida, con actitud formal. Hablaba con mucho cuidado y evitaba su mirada.