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Miguel Ángel Duque Hernández
Jesús Alberto Leyva Ortiz
Laura Érika Gallegos Infante
(eds.)

¿Publica o perece?
Memorial de adversidades durante
el proceso de escritura

Prólogo de Mónica Lavín

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¿Publica o perece?

Memorial de adversidades
durante el proceso de escritura

MIGUEL ÁNGEL DUQUE HERNÁNDEZ
JESÚS ALBERTO LEYVA ORTIZ
LAURA ÉRIKA GALLEGOS INFANTE
(eds.)

IBEROAMERICANA – VERVUERT – 2018

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

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P976

¿Publica o perece? Memorial de adversidades durante el proceso de escritura / Editores: Miguel Ángel Duque Hernández, Jesús Alberto Leyva Ortiz, Laura Érika Gallegos Infante; prólogo Mónica Lavín; introducción Francisco Hernández Ortiz. Madrid – Frankfurt am Main – San Luis Potosí: Iberoamericana – Vervuert – Benemérita y Centenaria Escuela Normal del Estado de San Luis Potosí, 2018. Incluye bibliografía. Se publican versiones impresa y digital.

Ficha bibliográfica

1. Escritura. Estudio y enseñanza.

2. Literatura. Estudio y enseñanza.

3. Narración de cuentos.

4. Narración (Retórica).

5. Lectura, intereses en la.

6. Lecturas y narraciones.

7. Poesía escolar.

8. Educación superior. Investigación.

I. Duque Hernández, Miguel Ángel, editor.

II. Leyva Ortiz, Jesús Alberto, editor.

III. Gallegos Infante, Laura Érika, editor.

IV. Lavín, Mónica, prólogo.

V. Hernández Ortiz, Francisco, introducción.

Reservados todos los derechos

Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid

Tel.: +34 91 429 35 22

Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main

Tel.: +49 69 597 46 17

www.iberoamericana-vervuert.es

Benemérita y Centenaria Escuela Normal del Estado de San Luis Potosí

Nicolás Zapata 200, centro histórico, C. P. 78000, San Luis Potosí

Tel.: + 52 444 8 12 34 00

http://www.beceneslp.edu.mx

ISBN 978-3-95487-789-8 (Vervuert)

ISBN 978-3-95487-790-4 (eBook)

ISBN 978-607-7881-26-1 (Becene)

Contenido

PRÓLOGO

¿Dónde empieza y a dónde llega la escritura?

Mónica Lavín

INTRODUCCIÓN

Francisco Hernández Ortiz

I Atila en las fronteras del ensayo

Malva Flores

II Escribir para no morir: Blanchot y Elizondo. Notas sobre la escritura y la posibilidad de su realización

Norma Angélica Cuevas Velasco

III La angustia frente al papel en blanco: el proceso de escritura

Miguel Ángel Duque Hernández

Norma Guadalupe Vázquez Gómez

IV De Puebla a Tlaxcala: la escritura de textos expositivos

Laura Érika Gallegos Infante

V Crear cuentos: una experiencia con docentes en formación

Nayla Jimena Turrubiartes Cerino

Jesús Alberto Leyva Ortiz

VI Viaje de emociones a través del lenguaje: la escritura creativa

María Azareel Vaca Morales

VII El trabajo colaborativo: entornos virtuales de aprendizaje (EVA) utilizados por estudiantes de la Licenciatura en Educación Secundaria con Especialidad en Español

Jesús Alberto Leyva Ortiz

María Guadalupe Veytia Bucheli

VIII La escritura desde la aproximación a la poesía contemporánea

Luz Elena Cervantes Saucedo

IX Literatura y educación: hacia una didáctica fundamentada en la lectura, la escritura y la libertad de pensar por uno mismo

Miguel Ángel Duque Hernández

X La enseñanza de la lectoescritura en primaria

Bertha Sánchez Sánchez

Sobre los autores

Prólogo

¿Dónde empieza y a dónde llega la escritura?

Mónica Lavín

Empiezo por contar una historia, al fin y al cabo, es lo que hago: narrar.

Fue mi prima quien detectó lo amarillo de mis ojos; le dijo a mi madre que yo tenía hepatitis. Y acertó. Los análisis de sangre revelaron el nivel de transaminasas que me llevaron a la cama dos meses a mis nueve años. Tenían que lavar mis sábanas y mi pijama por separado, igual que los platos y cubiertos con los que comía. Desde la puerta de la habitación, mi hermana me contaba cómo le había ido en la escuela. Me traía noticias del mundo y la televisión me entretenía por las tardes, cuando a las 3:30 comenzaba la programación del canal 5. Pero, la verdad, me aburría. Me aburría mucho. Me gustaría hurgar en mis pensamientos de entonces, pero todo lo que poseo ahora es la sensación de tiempo lento y lo que sucedió después de que abrí aquel libro. No es que no hubiera leído antes. Los libros de Celia, escritos por Elena Fortún, una escritora exiliada después de la Guerra Civil española, como la familia de mi madre, me habían dado (y me seguían dando) la compañía de una niña que de alguna manera tenía que ver conmigo. El paquete de libros, editado por Aguilar, llegó a casa cuando yo cumplí siete años, los mismos que tiene Celia en el primer volumen de la serie. Celia crecía conmigo y me daba ese puente entre mares del DF a Madrid, donde había nacido mi madre y desde donde los libros llegaban a casa, primero para ella cuando era niña y ahora para mi hermana y para mí. Los libros acercaban lo lejano y yo me sentía cómoda con esa niña que crecía en el barrio de Salamanca, se asombraba con todo, era muy graciosa, me hacía reír y hablaba como mi abuela. Tanta familiaridad me arropaba pero aún no descubría el poder de los libros.

Fue cuando abrí aquel libro de otro espesor, regalo de la tía Lucy durante la enfermedad, que ocurrió la revelación. El nombre me pareció poco atractivo: Robinson Crusoe, y luego un muchacho con un itacate al hombro. El dibujo daba una sensación de aventura, así que sin más qué hacer en aquellas largas mañanas de octubre leí las primeras páginas. Antes de lo que imaginaba, el libro me había tragado. Tenía sed, y aprendí a tomar el rocío atrapado en las hojas, y tenía ganas de que me salvaran y veía un barco a lo lejos y hacía señales de humo —cuando aprendí a hacer fuego, que me tardé un rato— y luego noté que era insoportable estar solo y cuando encontré a Viernes, que no entendía mi idioma, sentí alivio, un alivio enorme. En esos días mi cama se volvió una isla y yo dejé de ser una niña de ciudad con hepatitis. Y pensé que también extrañaba a mis amigas, que estaba tan sola como Robinson en aquel espacio rectangular. Sí, los amigos importaban, y estar solo era lo más difícil para Robinson y para mí. El náufrago y yo teníamos que ver.

Por eso ahora sé que los libros salvan del naufragio, porque la sencillez de su forma es engañosa: son salvoconductos a otros mundos y situaciones, y también a ti mismo. Te llevan lejos y te hacen mirar hacia adentro. Aventurarme a abrir la tentadora tapa de un libro me llevó al deseo de seguirlo haciendo, de querer saber qué me iba a pasar a mí en ese mundo de palabras desconocido. Los cómics eran el recreo, la posibilidad de que se hicieran cofradías de lectura cuando pasábamos Superman o Archie de mano en mano, así eran las vacaciones y los fines de semana en que nos veíamos con los primos, que eran más bien los hijos de los amigos de mis padres. El libro, en cambio, era la lectura privada, el tête-à-tête con aquellas palabras que solo me hablaban a mí. No las quería compartir, me daban una fuerza extraña, la de conocer algo, y haber vivido algo que los demás no.

En la secundaria fue diferente. El libro era una manera de relacionarme con quien me gustaba. Así leí El hombre ilustrado, de Ray Bradbury, y las posibilidades del cuento me fascinaron: la magia de la narración breve. Y luego leería más allá de las lecturas escolares, que en una escuela bilingüe me acercaron a Mark Twain, Evelyn Waugh, Arthur Koestler, Graham Greene, Joseph Conrad, el Macbeth de Shakespeare, Zen y el arte de mantener una motocicleta (que si no fuera por aquel chico que tenía una motocicleta y que hablaba de ese libro, no hubiera elegido). Necesitaba una conversación que derivó en un largo noviazgo. Los libros tienen lo suyo. Y los profesores que comunican la pasión lectora también. Un día, el profesor de Ética, ignoro la razón o la conexión con el tema de la clase, nos contó el despertar de Gregorio Samsa convertido en aquel insecto que no podía darse la vuelta y conforme la historia avanzaba yo veía la manzana incrustada en el caparazón del maestro, que colorado y vehemente se había convertido en el protagonista. Esa tarde llegué a leer La metamorfosis, de Kafka, que estaba en el librero de mis padres.

Después llegó la emoción lectora de los autores del boom que me hacían sentir, mientras la quena sonaba en las peñas y las consignas políticas sembraban utopías, que el español era el mejor idioma para contarnos a nosotros mismos, para que regurgitáramos conejitos o que nos eleváramos con las sábanas, o que deseáramos vengarnos a lo Emma Zunz. Entonces descubrí que los escritores no estaban muertos, que eran de este mundo, aunque no lo eran, y con el asombro llegó la sensación de familiaridad, de puente y de pertenencia que ya la Celia de Elena Fortún había despertado y que los libros seguían confirmando.

ENCUENTRO CON LA ESCRITURA

Si cuento esta historia personal de mi acercamiento en los libros atiendo lo que Duque y Vázquez sugieren: “¿Por dónde empezar la escritura de un artículo académico? Tal vez por el ejercicio de la escritura creativa que narre lo cotidiano, lo familiar y lo cercano que sucede en nuestras escuelas”. Empezar por una historia personal es una buena idea para crear el interés. Confieso que me excedí, se trataba de ser antesala para ¿Publica o perece? Memorial de adversidades durante el proceso de escritura (editado por Miguel Ángel Duque Hernández, Jesús Alberto Leyva Ortiz y Laura Érika Gallegos Infante) del conjunto de visiones, experiencias, lecturas y opiniones que este libro depara. Bastaba quizá con aludir a la lectura como salvación del naufragio, pero no podía dejar de incluir el papel del maestro de Ética ni concluir con lo que ha significado esas otras vidas y mundos y experiencias que me sigue dando la lectura. Por contraste, no tengo claro cómo descubrí el placer de la escritura, o sus reglas, o su poder de persuasión. Sé que escribía en un cuaderno una novela que le leía por partes a mis amigas. Pero el ejercicio de la escritura había ocurrido en el aula. Es decir, en casa difícilmente alguien te pone a escribir; dibujas, es cierto, tal vez hasta esboces unas líneas con una pequeña historia (yo quería usar la máquina de escribir de mi papá; entonces escribía anuncios), pero la organización del texto, el hilado continuo y con diferentes propósitos, en la mayor parte de los casos es abono y resultado de la experiencia escolar. Aunque Truman Capote cuenta lo contrario: escribía desde los ocho años historias en un papel y la escuela no significaba gran cosa para él. Pero Capote es un hombre fuera de lo común, su inquietud y su capacidad nos legó un género distinto como la novela de no ficción, A sangre fría, una novela corta brillante como Desayuno en Tiffany’s, y varios cuentos memorables. Y un método que él se autoimponía, que podríamos añadir a las experiencias en torno a la escritura que los estudiosos formadores de maestros comparten en este libro: el ejercicio de observar y describir lo cotidiano, lo que te rodea, la calle, el puesto de la esquina, una persona, una conversación. La escritura, concuerdo con la preocupación de los autores aquí reunidos, ocurre en la escuela, y por eso la importancia de un método para entusiasmar y una didáctica para conseguirlo.

El reto de escribir composiciones, la importancia del título, reconocer que la claridad es virtud esencial, que hay que saber organizar lo que se quiere decir y llegar a una conclusión, o el propio reto de escribir un cuento, como me ocurrió en la secundaria, fueron actividades escolares fundamentales para quien soy ahora. No lo digo por hablar de mí, pero soy el ejemplo más cercano que tengo. Todavía recuerdo el ejercicio de la maestra Conchita: descríbanse a sí mismos. Yo busqué una forma de hacerlo y me puse bajo el microscopio como si un científico me estuviera viendo: fui un espécimen. Me encantó descubrir un recurso para contar; ahora sé que la maestra había provocado mi imaginación, ese “músculo” creativo que necesita salir al mundo a ejercitarse, olvidarse del sometimiento y la corrección política a la que se refiere con tanto acierto Malva Flores en el texto que abre el volumen. Aquellas composiciones eran nuestros primeros ensayos, cuando aún no precisábamos nombrar géneros. La autora nos recuerda que el ensayo es el más literario de todos, el que no necesita llamarse creativo ni literario, al que han amordazado las exigencias académicas y el furor por publicar en el afán de conseguir evaluaciones o puntos, crítica fundamental de algunos de los textos aquí reunidos. “El ensayo era, entonces, un pasear entre las cosas y los siglos, entre las obras y los hombres. Era, también, una reflexión y una crítica sobre el hombre, el arte o la literatura, escrito desde la literatura. Era, es, otra de las formas de la creación”.

MAESTROS LECTORES Y ESCRITORES

Pero eso nos lleva muy lejos del punto de partida, del aula y la formación inicial en la escritura, del placer que es deseable provoque nuestra capacidad de organizar ideas y plasmarlas por escrito, o construir ficciones y lograr su permanencia y que sean leídas por otros.

Los autores coinciden en la importancia de formar maestros lectores y escritores que sean capaces de transmitir sus conocimientos porque no solo ejercen ambas prácticas, sino que emplean métodos y usan su imaginación y su propia emoción frente al texto. Atención lectora y placer son algunos de los términos que resaltan como necesarios en la formación frente a la deficiencia de producir textos, que se arrastra hasta la educación superior. (En mi propia experiencia como tallerista y como maestra en la licenciatura de Creación Literaria de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México he observado que los participantes pueden ser capaces de analizar un texto con hondura y precisión, ser lectores cuyas destrezas crecen, y que lo demuestran oralmente; sin embargo, pueden no ser capaces de desarrollar sus ideas por escrito.) Frente a la angustia del papel en blanco, como lo refieren Duque y Vázquez, hay que devolverle a la escritura su espíritu rebelde, la felicidad creativa: “Nuestra condición de rebeldía […] nos orilla a la búsqueda de una manera de contrarrestar esta dolencia, hacia el cumplimiento de nuestra felicidad y de nuestra ética pedagógica que reflexiona sobre nuevas formas de ejercer con libertad la pasión de amar la lectura y la escritura en la escuela, como oportunidad para devolver la vida y la luz a los textos”.

El libro reúne algunas experiencias concretas con estudiantes normalistas que tienen que ver con poner en práctica ejercicios en distintos grupos para elaborar un texto expositivo (Gallegos Infante); o la creación de cuentos (Turrubiartes y Leyva); o la utilización de la música como un elemento disparador de emociones y provocador de la escritura creativa (Vaca Morales); o el análisis del poema —en este caso de la poeta Olimpia Badillo, de San Luis Potosí— para entender propiedades del verso y el lenguaje (Cervantes). Todas ellas valiosas propuestas imaginativas y provocadoras, donde el método o la manera están claramente expuestos como para permitir su reproducción en aula por otros maestros, así como el análisis de resultados de la experiencia. Sin la práctica concreta de la escritura en aula, la intención de acercar la literatura y el lenguaje como elementos de identidad, reflexión, comprensión, gozo estético y cambio serían imposibles. Sostengo que el mercado laboral, en el área que fuese, debiera considerar entre sus preguntas de evaluación la relación del sujeto con el libro y desde luego su capacidad de comunicarse por escrito. La escuela está obligada a formar individuos pensantes, que puedan tomar decisiones, y como decía Azorín, se escribe claro si se piensa claro. Por eso preocupa la incapacidad de desarrollar destrezas de escritura: ellas reflejan la organización del pensamiento, la habilidad argumentativa y de conexión de ideas, y también evidencian nuestra apropiación del lenguaje.

La claridad es el primer aspecto a considerar de un texto escrito que pretende comunicar una idea. Ya en otro nivel, el misterio y la oscuridad pueden ser parte de un texto literario, como analiza Norma Angélica Cuevas, en el ensayo “Escribir para no morir: Blanchot y Elizondo. Notas sobre la escritura y la posibilidad de la realización”. Desmenuza las particularidades de El hipogeo secreto, de Salvador Elizondo, uno de los escritores mexicanos de culto, un autor exquisito preocupado por el hecho mismo de la escritura y de sus cualidades y límites. La especialista pone luz en un texto olvidado que nos permite reflexionar sobre un texto literario que revela preocupaciones formales y de efecto, lecturas, riesgos, y la relación filosófica con el acto de escribir. “A veces divertidísima y a veces desesperante, esta novela de Elizondo es también lo más cercano a una poética, a un núcleo alrededor del cual podrían organizarse sus otras ficciones. Es, también, un límite, un umbral, una frontera. Una forma de su estilo que llegó al punto final y que a partir de ahí tuvo que transformarse”.

Comprender un texto complejo como esta novela de Elizondo supone un lector avezado, un lector especialista. Susan Sontag sostenía que podemos ser lectores cada vez más agudos, conforme nos enfrentamos a distintos niveles de lectura (de la novela de aventura podemos pasar a un texto más abstracto o de idea con las progresivas lecturas); en cambio, como escritores, somos siempre nuevos e inseguros. Sontag se refería al escritor que emprende la escritura de una nueva novela: nada le asegura el camino ni la certeza de llegar al final; el nuevo libro no necesariamente será mejor que el anterior por más destreza del oficio que se tenga. Al fin y al cabo estamos hablando de arte, de riesgo, del diálogo entre la intuición y la lógica que se pone en marcha cuando escribimos un texto. De lo que Truman Capote llamó “el látigo” en el prólogo a su Música para camaleones:

Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y entonces cayó el látigo!

LO ESENCIAL Y LA SENCILLEZ

Tengo para mí una frase de la escritora catalana Mercè Rodoreda que utilizo como divisa y que me parece pertinente en la formación de maestros que serán parte de la experiencia formativa de otros: “Escribir bien es difícil, por escribir bien entiendo decir lo esencial con la mayor sencillez”. Tal vez pensemos que un lenguaje llano produciría ese efecto, pero es más complejo, el escritor tiene que ensartar palabras y colocarlas en su debida posición para que la oración (y luego decidir la progresión de las oraciones), correctamente puntuada para lograr claridad, produzca ese efecto de limpieza y precisión. La palabra justa de la que tanto se ocupaba Flaubert es preocupación de todo escritor, pero no solo a nivel profesional, como debe de ser para que la prosa tenga la fuerza y el lector no perciba las costuras y el armado. La palabra justa es nuestra relación con el lenguaje, qué palabra es la que mejor se ajusta a lo que se quiere decir. Al principio echaremos mano de algunos vocablos, pero el arcón crecerá con el tiempo si hay lectura, mucho mejor si la orientación del maestro nos permite distinguir la selección que ha hecho el autor de una palabra frente a otra.

El maestro es el que puede exprimir el texto en colaboración con el estudiante, pero antes habrá que estar de acuerdo en el sentido de la palabra colaboración como lo proponen Leyva Oritz y Veytia Bucheli, quienes eligen la organización y diseño de actividades para la puesta en escena de una obra de teatro como una de las formas para trabajar en colectivo. El texto pone atención a la diferencia entre el trabajo en cooperación y en colaboración, para poder efectuar un trabajo colaborativo virtual en plataformas tecnológicas como los foros y los wikis. Los investigadores buscan aterrizar la comprensión de los términos entre un grupo de estudiantes. Precisamente, no obstante la virtualidad de la que echamos todos mano en este tiempo, Leyva Oritz y Veytia Bucheli están asintiendo con Flaubert. La palabra justa es la que permite saber de qué estamos hablando. Y claro, llevado a otro terreno, la elección de la palabra justa no solo se hace en términos de su significado sino por su efecto sonoro, su colocación al lado de las otras, el ritmo que provoca. Enamorarse de las palabras es otra de las tareas de un maestro, aquí ejemplificada en la experiencia del uso de un poema contemporáneo trabajado en aula.

Escribir bien es una destreza que se adquiere con el tiempo. Como sugieren Turrubiartes Cerino y Leyva Oritz a través de su propuesta de la escritura de cuento, “vivir la experiencia de la creación, y luego unirse a ella, guiándolos”. El formador de maestros no puede dejar de atender la imprescindible tarea que tiene frente a sí, si nota que los estudiantes normalistas no han desarrollado esa destreza como debiera ser, con más razón esos futuros maestros deberán subsanar la deficiencia sabiendo expresarse por escrito. Experimentando la escritura. Bertha Sánchez Sánchez hace un recorrido histórico a través de los planes en la enseñanza de la lectoescritura, para ubicar el estado actual y el método vigente. Los cambios evidencian una preocupación constante y una puesta en marcha de planes que no han logrado, de manera extendida, revertir la condición de sociedad iletrada. Por ello el señalamiento de Duque Hernández, que propone la urgencia de aportaciones a la didáctica de la literatura más allá del aspecto técnico para lograr la efectividad del texto. ¿Por qué formarlos?, se pregunta. “Leer y escribir son actos de libertad. La libertad de pensar por uno mismo para tratar de ser felices y recuperar una anhelada paz interior. Imagino una nación letrada donde desaparecen los trabajadores de la educación y, luego de morir, reformados, reencarnan (o transmigran) en profesores-lectores, con suficientes conocimientos teóricos, críticos e históricos sobre la literatura, fundamentados en una sólida competencia lingüística, para que de esa manera procuren para sí y entre sus alumnos la felicidad que deparan una lectura gozosa y una escritura crítica como instrumentos para aprender a ejercer en el pensamiento su libre albedrío y, después, desde el fondo de su ser, anoten sus sueños en el diario de la tragicomedia mexicana.”

Es cierto, finalmente, que todos los textos apuntan a una libertad expresiva y crítica, a una voluntad de indagación y a un deseo o afán de comunicar, sea en los textos expositivos, el cuento, la poesía, la dramaturgia o el ensayo académico que ha perdido su espíritu de rebeldía para volverse una obligación burocrática o un texto amordazado, en palabras de los autores. La conversación que proponen los textos aquí reunidos, que versan sobre las experiencias formadoras de maestros en la escritura, sobre la asfixia creativa de los textos ensayísticos y la necesidad de devolverles la libertad, y la reflexión sobre la relación entre escritura y filosofía, ofrecen una reflexión diversa sobre el acto de escribir con propósitos distintos. Tanto la formación inicial por una claridad y estética escritural como la elaboración del texto científico y profesional respiran una misma preocupación. Para formar individuos asombrados y ocupados por el quehacer humano y nuestra condición es preciso volver a la alquimia de los primeros ensayos, a la forma más libre (como la nombra Malva Flores, en su muy libre y apetecible ensayo), a las composiciones escolares que nos ayudaban a pensar por escrito, a buscar las palabras precisas y de ser posible a publicarlas en el periódico escolar, ahora virtual, más tarde libro. El maestro hace de lo permanente (el libro) un hecho vivo, una experiencia colectiva, cuando está en el aula. El aula es el laboratorio de la palabra y de la confrontación individual y comunitaria. Es donde surgen las palabras que nos extienden, nos ligan con el mundo para descubrirlo, cuestionarlo e inventar uno mejor. El texto es la otra vida que nos pertenece a todos. Necesitamos maestros familiarizados (y de ser posible apasionados) con los gozos y posibilidades de la lectura y la escritura. Ya decía Felipe Garrido que el gusto por la lectura se contagia, ¿por qué no el de la escritura? Producir textos es colocarnos del otro lado, frente a la página en blanco y el sublime reto de darle vida y sentido, con nuestra herramienta más elemental y poderosa, el lenguaje. De los formadores de maestros, y luego de los estudiantes que serán los maestros en el legado vital de la sensibilidad literaria, será la palabra. “En nuestra lengua está que vuelva a florecer”, concluye Flores.

Una sociedad letrada capaz de comprender y apropiarse de la lectura para una relación emocional, crítica e informada con el entorno, podrá transformarlo con la imaginación y la construcción de mundos de palabras que plasme por escrito. No es tarea menor. La escritura es asunto cotidiano. Herramienta fundamental para pensar el mundo y pensarnos. Para darle otra estatura a nuestros días. Está en manos del maestro permitir que ocurra. La conversación que proponen estos textos es un elemento fundamental hacia ese camino.

Introducción

La discusión académica acerca de la correspondencia entre lenguaje y pensamiento (a veces entendidos como procesos ontológicamente distintos, pero interdependientes) ha sido motivo de numerosas investigaciones multidisciplinarias, desde las perspectivas de las ciencias del lenguaje, la psicología, la neurociencia, la literatura y, recientemente, a partir de las ciencias de la información y la comunicación.

El tema de nuestra obra es el reconocimiento del lenguaje como instrumento del pensamiento, la memoria como reflejo de lo que somos, factores sustantivos en la búsqueda por comprender las posibilidades de la capacidad cognitiva del ser humano para crear, inventar, expresar ideas y sentimientos por escrito: un trabajo que se fundamenta en la premisa de que el proceso de escritura ofrece uno de los testimonios más altos de la evolución de la humanidad, en los que hay que bogar a contracorriente. La perfección es un anhelo que es resultado del esfuerzo y la perseverancia.

En este debate recuperamos las experiencias obtenidas dentro del aula, ya que a la escuela —concebida como espacio cultural— se le ha delegado históricamente la responsabilidad de potenciar la adquisición de la escritura y la lectura entre los niños y los jóvenes, además de cultivar otros saberes para el desarrollo de las competencias comunicativas. En particular, las aportaciones de las ciencias del lenguaje y las ciencias cognitivas sobre los procesos de fomento de la lectura y la escritura han ayudado a la pedagogía en la instrumentación de técnicas y estrategias que desarrollan el entrenamiento y la conquista de la escritura para comunicarse de manera efectiva y armónica con el mundo.

La pedagogía (a través de la didáctica) diseña técnicas que paulatinamente llevan a los estudiantes a la apropiación y puesta en práctica de los procesos de lectura y escritura. Los referentes contextuales desde donde emerge el acto de escritura son fundamentales para comprender el uso y la utilidad en la vida cotidiana de este medio de expresión. En este ámbito, la literatura se convierte en una disciplina aliada como modelo de excelencia en el uso de la lengua española para promover la escritura entre los estudiantes, como un medio ejemplar para el estudio y la celebración de textos en diferentes géneros literarios que ofrecen los complejos matices de la comunicación tales como síntesis emotiva (en la lírica), la defensa de una tesis (en la narrativa) y el conflicto antitético (en la tragedia).

La obra ¿Publica o perece? Memorial de adversidades durante el proceso de escritura es una contribución al campo de la enseñanza de la escritura, dentro del área de la didáctica de la lengua y la literatura. El lector encontrará reflexiones acerca de algunas interrogantes que se debaten en nuestros días: ¿por qué la escritura se concibe como un intrincado proceso cognitivo de avance y retroceso?, ¿por qué la escritura mantiene un vínculo modélico con la literatura, desde los primeros trabajos de aproximación a la escritura por parte de los alumnos durante la educación básica?, ¿por qué es importante que la didáctica de la lengua y la literatura se nutran de experiencias innovadoras, aplicadas con éxito por los profesores en las aulas? En cada capítulo se descubren respuestas colectivas, construidas como resultado de las inquisiciones que se realizan durante las clases, por parte de cada uno de los autores en la convivencia con catedráticos y estudiantes.

La suma de perspectivas en la redacción es consecuencia de los diferentes campos de especialización de los autores, quienes tuvieron como eje central de reflexión la enseñanza de la escritura, desde la experiencia de la práctica docente, y acotados por los avances en las estrategias didácticas.

El libro está compuesto por diez capítulos mediante un modelo en que se combina la propuesta de la escritura académica en relación con la escritura creativa. Con la reflexión a partir de puntos de vista tales como escribir para humanizarse, escribir para pensar, escribir para no desesperarse. Se plantean críticas para evitar que se conciba a la escritura como la simple aplicación de modelos rígidos, ya elaborados, de plantillas fáciles de cumplimentar; al contrario, se esboza un memorial de adversidades durante el proceso de escritura para que a través de la meditación acerca de los aciertos y errores se encuentren los caminos apropiados para el deporte de la escritura, convertido en la práctica de un hábito cotidiano. Una tarea urgente dentro de una sociedad iletrada, tan solo alfabetizada en un nivel elemental.

Los autores reconocen la escritura como un sumario que conlleva diferentes etapas de revisión de borradores hasta llegar a la conclusión del manuscrito. Hacen énfasis en los aportes de la escritura creativa al campo de la escritura académica. Insisten en la necesidad de que la escritura surja desde el interior del ser humano y no por coacciones institucionales: publica o perece.

El título del libro fue inspirado en referencia al escritor español Enrique Vila-Matas, quien en su libro Bartleby y compañía comenta que el protagonista proyecta escribir un memorial de adversidades sentimentales; a diferencia, los autores de esta composición hacen un recuento de los infortunios que han padecido durante el escritura: escribir o morir en el intento.

La obra surgió como resultado de un taller que se llevó a cabo en la Benemérita y Centenaria Escuela Normal de Estado de San Luis Potosí (beceneslp); además, se sumaron trabajos de colegas que participan con nosotros a través de las redes de colaboración académica, con expertos de la Universidad Veracruzana, la Escuela Normal de Estudios Superiores del Magisterio Potosino (enesmapo) y la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (uaslp).

Como punto culminante el prólogo fue preparado por Mónica Lavín, una de las escritoras más importantes de México, quien, a partir de su historia de vida, narra las vicisitudes durante el aprendizaje de la lectoescritura, que luego concatena ejemplarmente con sus vivencias como escritora. En el prólogo que regala a usted, amable lector, plantea desde el título una pregunta esencial: ¿dónde empieza y a dónde llega la escritura?, que se convierte en el marco situacional, lingüístico, literario y educativo de nuestro trabajo.

Francisco Hernández Ortiz
Invierno de 2017

I

Atila en las fronteras del ensayo1

Malva Flores

Cuentan que Atila, el rey de los hunos, el “azote de Dios”, no era un hombre tan cruel como su propio deseo lo pintó. Amaba la poesía pero íntimamente despreciaba —como Genserico, el rey de los vándalos— “el lujo de los vencidos”. Fue tal vez montado sobre Othar, a las puertas de Constantinopla, cuando pronunció la frase que todos recordamos: “Las estrellas caen, la tierra tiembla, yo soy el martillo del mundo y donde pone mi caballo los pies no vuelve a crecer la yerba”. Después de un cerco cruel y de la traición de algunos romanos a su emperador, Teodosio, Atila arrebató a Constantinopla un tributo brutal para sus huestes. Teodosio era un pusilánime; Atila, una máquina de guerra: y como siempre en la guerra, una máquina que fue un negocio y aceleró el fin del Imperio romano. Todo imperio llega a su término. Lo sustituye otro, pero mientras esto sucede las guerras intestinas son la gota que lo va minando.

¿El arte es, ha sido, un imperio? Solo si lo concebimos desde fuera del arte: desde todas esas vagas pseudociencias que han querido domesticar su poder subversivo, acotándolo a categorías que no le son propias; como si poniendo un cerco de palabras alrededor del objeto artístico pudiéramos construir un corral adecuado para un borrego doméstico. El arte no es un borrego y siempre se ha saltado las trancas del corralito, pero preferimos encerrarlo a dejarnos arrebatar por su radical y peligrosa extrañeza, que nos obliga a pensar. Hay que domesticar a esa fiera, hay que volverla manipulable y la hemos querido someter, desde dentro, con el lenguaje. Ese “dentro” parece un agente embozado, un romano sin su fe, aliado de los hunos. Pero el arte no es un imperio, sino la forma más persuasiva de la libertad.

Cuando Alfonso Reyes consideró, hace ya muchos años, que el ensayo era “el centauro de los géneros”, nos hizo un guiño sobre lo que hoy llamamos hibridez, y que no es otra cosa que la unión no disparatada de uno o más seres literarios posibles: si el hombre y el caballo cabalgaban unidos en aquella prodigiosa creatura, los elementos del ensayo, como en un tubo de ensaye, se reunían para producir un nuevo elemento. Alquimia pura, el ensayo es esa forma que resulta de la unión de seres aparentemente disímbolos; unión que ya en su torre Montaigne concebía con un perfil menos dramático, más amable, dada su naturaleza de paseo. El ensayo era, entonces, un pasear entre las cosas y los siglos, entre las obras y los hombres. Era, también, una reflexión y una crítica sobre el hombre, el arte o la literatura, escrito desde la literatura. Era, es, otra de las formas de la creación.

No voy a hablar aquí de la historia, ya muy larga, del género; ni de las extrañas y, ociosas para mí, disquisiciones sobre si es realmente un género o no. Hacerlo implicaría dudar incluso de la existencia del mulo, ese caballo / burro que propició aquel hermoso poema de Lezama Lima —su “Rapsodia”—, que inicia diciéndonos: “Con qué seguro paso el mulo en el abismo”. Así el ensayo. Sin embargo, como lo concebíamos, enfrenta hoy detractores múltiples, pues la especialización del conocimiento ha propiciado una serie de equívocos que se quieren científicos. La manía de la catalogación, de la taxonomía, ha alcanzado al ensayo, justo cuando era, de las formas, la más libre. Nos encontramos así con que ahora existen el ensayo académico, el ensayo literario y, entre ellos, una variedad absurda de nomenclaturas.

Nada me impresionó más que advertir, al participar como jurado de algunas becas literarias, que la categoría en la que yo había concursado muchos años atrás —ensayo—, ahora se llama “ensayo creativo”. Si hay un ensayo creativo significa que hay cientos, miles (me dijeron las autoridades), que no lo son. La acotación pretendía dejar fuera al ensayo académico, las tesis y otros productos que tienen más citas que cuerpo, menos ideas que palabras. No abundaré más en ello y solo diré que entre los escritores se ha verificado una lucha encarnizada para reclamar la titularidad del género. No sé en qué terminará esa disputa. Seguramente se talarán muchos árboles para demostrar la “legitimidad” de cualquiera de sus posturas. Aclaro que mi defensa de los árboles no quiere ser una expresión “políticamente correcta”, en favor de la “sustentabilidad”, pues quienes nos impusieron la corrección política como manera de explicar el mundo nos obligaron a modificar nuestra visión de la realidad para así someter el pensamiento a la blandengue esfera del eufemismo, que no es peligroso, que es manipulable y que, no obstante, reclama con avidez sacrificios en su nombre. Así, una sombra recorre el campus: la de los profesores que, víctimas de un concepto alentado por ellos mismos —lo políticamente correcto—, han sido cercados por el monstruo que crearon y no son pocas las veces que injustamente se les lleva a juicio, con una absoluta falta de sentido común, por atentar contra las creencias de sus pupilos. Esto ha conducido a disposiciones “académicas” realmente asombrosas. En un programa de estudios hispanoamericanos en Estados Unidos, por ejemplo, los profesores deben advertir que algunas de las lecturas propuestas (El laberinto de la soledad, en el caso que conozco) pueden ser ofensivas para algunos estudiantes y, por lo tanto, su lectura no es obligatoria. No falta mucho para que El Quijote se prohíba y, allá o acá, que un profesor le diga a un estudiante que su redacción es deficiente puede costarle el empleo.

Esta censura sui generis oculta otro asunto que pocas veces se aborda en las distintas reflexiones sobre la materia: la perversa oficialización, homogeneización, del lenguaje crítico. A mediados del siglo pasado, el “pensamiento universitario” emergió como el único moralmente legítimo porque, se decía, era autónomo y no dependía de las circunstancias políticas o económicas: más bien debía incidir en ellas. Aunque las evidencias prueban lo contrario, la autonomía del pensamiento universitario es algo que se da por sentado: no se discute y las universidades son, en nuestro imaginario, las únicas depositarias del pensamiento crítico. Pero el lenguaje subversivo que las caracterizó durante la década de los sesenta fue expropiado por el camaleónico lenguaje oficial: nuestros ensayos son la prueba más contundente de lo que digo.

El ensayo es una de las formas más depuradas de la pasión escrita. No significa esto que su escritura deba olvidar el rigor de un estudio metódico o que, abusando de la vena lírica, el ensayo prescinda de la forzosa argumentación. El ensayo no es, tampoco, la acumulación inmoderada de citas que a nadie sorprenden y sí fatigan el alma de quien lee buscando algo que hemos olvidado: el entusiasmo. Somos nuestras palabras y no es difícil entender que la profundidad o la amplitud de nuestras pasiones o entusiasmos sean directamente proporcionales a nuestro lenguaje.

No podemos, yo no puedo, escribir sobre un asunto que no nos competa de manera personal. En cada una de las palabras que ensayamos existe ese elemento íntimo que nos conecta con lo que hacemos, así nuestro ensayo hable de las moscas, de la literatura, del futbol, la política o de las variadas formas de escribir un soneto. Hacer lo contrario es simular. Solo si en el tubo de ensaye incluimos la sal y la pimienta de nuestras aversiones, deseos o admiraciones, podremos de ahí obtener un elemento nuevo cuyo único propósito será compartir una charla por escrito y hacernos pensar. Eso, finalmente, es la literatura. Una forma de leer el mundo. Una conversación que primero pasa por un soliloquio y luego, en su forma de ensayo, puede convertirse en un diálogo con el otro, aunque nunca lo conozcamos. Procurar ese diálogo, alcanzar la forma de la charla o el disenso, es, debe ser, labor del ensayo. Otra de sus tareas, y de la que dependen aquellas, es su legibilidad.

Pero en los tiempos que corren, el ensayo se ha visto asediado por una invasión que lo destruye: se cree que para evitar “el impresionismo” es necesario acudir a una terminología teórica adornada con jergas extraídas de un verdadero lenguaje autónomo: el de la filosofía. La filosofía y la literatura son lenguajes particulares que se cruzan y confluyen en el hombre. Sin embargo, los estudiosos de la literatura, y en general de todas las mal llamadas ciencias sociales, hemos creído que nuestros medios palidecen ante la exactitud del lenguaje científico. Desde la academia hemos pervertido al lenguaje literario sustituyéndolo por “metodologías” y un vocabulario ad hoc