ANATOMÍA DEL VALOR

 

 

 

 

Lord Moran

ANATOMÍA DEL VALOR

 

El estudio clásico de la Primera Guerra Mundial
acerca de los efectos psicológicos de la guerra

 

 

 

Traducción de Alicia Frieyro Gutiérrez

 

 

 

 

 

 

 

 

Anatomía del valor

 

Título original: The Anatomy of Courage

 

© 1966, 2007, Trustees of Lord Moran

Publicado originalmente en Gran Bretaña
por Constable and Company en 1945

 

La edición española se publica por acuerdo
con Little, Brown Book Group

 

© 2018, Lord Moran

© 2018, de la traducción de Alicia Frieyro Gutiérrez

© 2018, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, -1. 28003 Madrid

 

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

 

ISBN: 978-84-17241-30-8

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

 

www.arzalia.com

 

 

 

 

 

 

Dedicado a MI PADRE,
que vivió sin temor, por SU HIJO,
no tan afortunado

 

 

 

Agradecimientos

Mis agradecimientos, en primer lugar, a sir Winston Churchill, que me llevó allí donde podría aprender de quienes libraban la batalla; al coronel Corner, quien, hasta ser derribado y muerto en combate, fue mi piloto en más de un sentido entre los mandos de cazas y de bombarderos; a lady Desborough, a Desmond MacCarthy, al doctor H. K. Prescot y a mi esposa, por sus críticas y consejos; y a los oficiales y soldados del 1.er Batallón de los Fusileros Reales, de quienes aprendí lo que los hombres pueden hacer en la guerra.

 

 

 

 

 

 

 

Nota previa de la traductora

 

El lector ha de tener presente en todo momento que este libro se escribió en 1943. Así, todas las referencias que hace el autor al «momento actual» o a «esta guerra», se refieren a la que conocemos ahora (que no entonces) como Segunda Guerra Mundial. El estudio que lleva a cabo Moran sobre el impacto y las consecuencias del estrés de guerra (que hoy conocemos como estrés postraumático) lo elabora este a partir de sus experiencias en los que nosotros denominamos Primera Guerra Mundial y a la que en el texto se hace mención como «la primera guerra» o «la pasada guerra».

 

 

 

Introducción

General sir Peter de la Billière

El valor vence al miedo. En estados de guerra, el combate genera un entorno donde el miedo campa a sus anchas y donde, de no prevalecer el valor, todo está perdido. En calidad de capitán, Charles Wilson Moran prestó servicio como médico de batallón de los Fusileros Reales durante dos años y medio en la Primera Guerra Mundial. En el desempeño de este cargo tuvo la oportunidad de formarse un juicio sobre el valor —«el más formidable y ansiado de los rasgos del ser humano»— y de intentar comprenderlo en el marco de una de las guerras más duras, cruentas y destructivas de la historia reciente, una guerra en la que la vida prácticamente llegó a carecer de él. Para aquellos que se vieron inmersos en el combate, la experiencia sería mucho más lóbrega, tal y como sucedería a orillas del Somme, donde «las altas expectativas culminaron con sesenta mil bajas solo el primer día de combate y sin resultado». Años después, el capitán Wilson, ennoblecido con el título de lord Moran, se convirtió en el médico de cabecera de sir Winston Churchill y fue testigo del efecto de la presión de una alta responsabilidad, cuando su paciente ocupó la cúspide del poder durante la Segunda Guerra Mundial y, a continuación, en la Gran Bretaña de la posguerra.

Anatomía del valor recoge la experiencia de Moran y la interpretación que, a partir de ella y siempre desde el punto de vista de su profesión, hace del valor en la batalla —una ordalía para la que muy pocos están cualificados—. Cuando ejercí como oficial al mando del Servicio Aéreo Especial, ordené a todos los nuevos reclutas que se hicieran con una copia de este libro tan sumamente interesante, para que así pudieran llevarse consigo al frente la experiencia de Moran.

El valor no es del dominio exclusivo de un único cuerpo militar; es esencial para la moral y la efectividad en el combate de los hombres y mujeres soldados que prestan servicio tanto en la Marina, como en el Cuerpo Aéreo y en el Ejército de Tierra. En la guerra, el valor y el miedo se encuentran en permanente conflicto, dado que sin miedo no sería necesario el valor. Moran examina esta cuestión y aplica la lección a los tres cuerpos.

En el marco de la guerra, la capacidad de liderazgo entre los mandos inferiores resalta el valor personal del individuo, su capacidad táctica y su habilidad para comunicarse. En los altos mandos, estas tres características son ingredientes indispensables y se unen a ellas otras cualidades. Con todo, no hay ningún rango en el que el valor no sea una constante esencial para la persona, independientemente de la posición que ocupe o del cuerpo en el que sirva; sin él, todo está perdido. Churchill, que contaba con una amplia experiencia como soldado de combate, exhibiría su acostumbrada agudeza cuando dijo: «El valor no está sobreestimado… porque es la cualidad que garantiza todas las demás».

Todos los mandos, sean del nivel que sean, tienen la responsabilidad de identificar hasta dónde llega el valor de cada uno de los individuos a sus órdenes, antes de que sus reservas se agoten —propiciando el colapso debido a la carga de estrés personal— y se tornen peligrosos para sí mismos y para sus compañeros. Para poder juzgar hasta dónde llega el valor de una persona se requiere experiencia en la detección de la aparición de estrés en ella. El mando debe entonces recurrir a su propio valor moral para tomar la decisión, necesaria pero potencialmente impopular, de apartar, en el combate, a un hombre o a una mujer de un puesto en el que, en tiempos de paz, podría haber destacado perfectamente.

El valor moral es una cualidad superior y menos frecuente que el valor físico. Abarca todas las clases de valor y es de él de donde emana este último. Todos enfrentamos a diario decisiones que requieren valor moral, incluso en el ámbito personal y privado: disciplinar y educar a nuestros hijos, por ejemplo. Se aplica en los negocios, en el ejercicio de la ley, en instituciones como colegios y hospitales. Se requiere valor moral para oponerse a la multitud, para asistir a una víctima de bullying o para destapar la negligencia cuando otros preferirían mantenerla oculta. El valor moral implica la creencia de que lo que uno hace o dice está bien, y la disposición a defender esa creencia a toda costa, independientemente de lo que ello suponga para la popularidad o aceptación propias. Fácil de decir, pero complicado de llevar a efecto. Según mi experiencia, es raro que una persona con un elevado valor moral no exhiba un grado de valor físico igual de notable.

Mi primera experiencia en la guerra fue a los diecinueve años como alférez de la Infantería Ligera de Durham en Corea. Allí me uní a una sección que ya llevaba seis meses en zona de combate y se había visto expuesta de forma continuada a fuego de mortero y a la presión de asaltos y patrullas. Los hombres habían sufrido numerosas bajas y visto caer muertos o heridos a muchos de sus mejores amigos. Las probabilidades de que se produjera una tregua eran ínfimas, de modo que no era de extrañar que las reservas de valor comenzaran a agotarse en algunos de aquellos hombres.

Entre aquellos veteranos hastiados de combatir había un subcabo, un excelente ametrallador armado con una Bren. Una noche salió en una de tantas patrullas para tender una emboscada algo más adelante de nuestra posición, en la Colina 355: un valiente hombre de honor que había sobrevivido a meses de combate sin tregua y que marchaba a patrullar sin oponer queja alguna. En el transcurso de aquella noche escuchamos la detonación de una única ráfaga de ametralladora procedente de la ubicación de nuestros hombres en tierra de nadie y, poco después, regresaron los supervivientes con dos bajas, ambos muertos. Al parecer, el subcabo había oído un ruido y, presa del nerviosismo, había disparado por error contra sus propios compañeros.

Esta clase de equivocaciones son muy frecuentes en la guerra, lamentablemente. En este caso, a pesar de haber ofrecido hasta el momento un servicio aguerrido, el soldado había agotado sus reservas de valor, y los nervios y el miedo habían podido con él. Yo, que por entonces carecía de experiencia, no había sido capaz de identificar determinados patrones en su comportamiento. Como consecuencia de aquello, se le envió de regreso a casa, aquejado de un cuadro de estrés y extenuación extremos; sin embargo, yo debería haberle enviado antes a la retaguardia para que hubiera podido descansar, evitando así su estado de agotamiento nervioso. De haberlo hecho, quizá él hubiera podido recuperarse y regresar para prestar un valioso servicio en primera línea de combate. Yo tendría que haberme dado cuenta de que sus reservas de valor estaban bajo mínimos, pero era la primera vez que enfrentaba el hecho de que el valor es una cualidad fungible.

En la guerra es mucho lo que depende de la capacidad de un hombre de gestionar su miedo, una cuestión que nos afecta a todos y que Moran aborda en su ensayo. El dolor nos advierte de forma inmediata de que nuestro cuerpo está sufriendo o ha sufrido algún daño; el temor convence al cerebro de que evite riesgos que puedan provocarnos una lesión física o la muerte. El miedo en la guerra es contagioso y, si no se disciplina, puede destruir a una unidad entera y, ni que decir tiene, al individuo. Solo puede superarse con altas dosis de valor, respaldadas por la disciplina y la motivación.

El valor físico en la batalla es una cualidad obvia y hartamente demandada, y, tal como explica Moran, se trata de un activo que todos poseemos, aunque en diferente grado; al igual que el crédito en una cuenta bancaria, es, como queda dicho, fungible. Tal y como ocurre con el dinero, las reservas de valor pueden irse reduciendo a un ritmo constante, dependiendo de los niveles de estrés prolongado que se experimenten en el combate o en otras situaciones extremas. El valor físico se adquiere con autodisciplina, mediante el dominio y el aplacamiento de ese miedo innato a todos los seres humanos.

Todos los animales experimentan miedo. Forma parte, cómo no, de su sistema defensivo de advertencia, y el ser humano no es una excepción. La exposición prolongada al miedo provoca estrés, el cual se acumula y precipita el colapso del rendimiento normal de una persona. No hay nadie que pueda liderar de manera efectiva un grupo de soldados en la batalla, sea cual sea su causa o su nacionalidad, si no tiene esto en cuenta y sabe cómo gestionar su propio miedo.

Las crónicas militares e históricas están repletas de ejemplos de oficiales y civiles que en tiempos de paz eran líderes respetados por sus unidades o por los servicios prestados, pero que, al verse expuestos al miedo y al estrés que día tras día en la batalla genera el riesgo de morir o ser herido, cayeron en un estado de parálisis incapacitante. Estos hombres tuvieron que ser relevados de sus puestos por su propio bien: de haber permanecido en ellos, la fragilidad de su estado mental les habría imposibilitado cumplir con sus responsabilidades. Esta fragilidad es contagiosa y, si no se erradica, puede extenderse rápidamente por una unidad o entre la tripulación de un barco, causando un deterioro generalizado de la moral y de la voluntad para luchar.

Apartar a un hombre de la zona de combate no solo lo beneficia a él, sino también a su superior, pues, cuando la víctima recibe un tratamiento desconsiderado, es fácil que se derrumbe debido a la conmoción, la neurosis de guerra o cualquiera que sea el término utilizado por los médicos, y no se recupere jamás; eso fue precisamente lo que le sucedió al ametrallador de mi sección en Corea. Intervenir a tiempo es uno de los recursos con que cuenta un oficial experimentado para minimizar las bajas que pueden derivarse de estas situaciones, y, si conoce bien a sus hombres, debería ser capaz de detectar cuándo alguno empieza a desarrollar fatiga del combate, con el fin de evitar el colapso antes de que sea demasiado tarde. Se puede conseguir que el valor de un individuo perdure si se le permite descansar antes de que alcance el estado crítico en el que cayó mi ametrallador. No obstante, en el caos de la batalla y con la muerte campando a sus anchas, resulta complicado evaluar estas situaciones.

Gracias a su formación médica, Moran estaba mejor capacitado que la mayoría para comprender el estrés, y en este libro describe sus métodos para evaluarlo y tratarlo. Explica cómo enfrentaba a quienes lo utilizaban como excusa para ser relevados del servicio cuando, en realidad, estaban en perfecto estado para combatir, y presenta ejemplos de su empatía hacia quienes realmente se encontraban bajo presión. El efecto de la exposición al estrés era bien conocido en tiempos de la Primera Guerra Mundial, pero, a pesar de los importantes avances realizados en este campo desde entonces, aún existe cierto desconocimiento sobre el tema, de ahí que el juicio individual desempeñe un papel crucial a la hora de detectar un cuadro de estrés en una persona. El caso que citaba con anterioridad sobre el ametrallador es un clásico ejemplo de ello. Moran contribuye a facilitar la comprensión del proceso, al relacionar la capacidad de asimilación de estrés de un individuo con un fondo bancario cuyo saldo va reduciéndose de positivo a negativo, hasta precipitar finalmente una crisis, en el ejemplo que nos ocupa, nerviosa.

Cada uno de nosotros dispone de un fondo de valor: en algunos, el saldo es notablemente positivo; en otros, reducido o incluso nulo. Pero en la guerra todos podemos conseguir que ese saldo dure más a base de disciplina, patriotismo, instrucción y fe. Las personas inteligentes son más propensas a sentir miedo porque, en el combate, toman mayor conciencia de lo que sucede a su alrededor y del peligro que entraña para sí mismos y para su unidad. Un individuo inteligente tiene que hacer un esfuerzo para controlarse, y es fácil que se derrumbe, debido a su temperamento y su imaginación. Por el contrario, quien carece de imaginación, quien es incapaz de calibrar la trascendencia de un peligro, puede realizar hazañas en apariencia valientes, pero que no lo son tanto simplemente porque están motivadas por la ausencia de dicha facultad. El valor es la superación consciente del miedo mediante la autodisciplina.

En tiempos de paz resulta imposible replicar el intenso miedo que producen los bombardeos continuos y el estrés de presenciar cómo matan o hieren a un amigo. Tampoco se puede reproducir el grado de ansiedad al que se ve sometida una persona obligada a vivir durante días o meses bajo un estado de amenaza constante para su integridad física; solo la guerra puede determinar la reacción de un ser humano en estas condiciones, de ahí que sea imposible identificar a aquellos con niveles bajos de valor antes de destinarlos al combate.

«Entrena duro, vive más» era el adagio que regía el proceso de instrucción en Hura Mura, el campamento base japonés desde el que se enviaban refuerzos a Corea durante la guerra. Allí se nos autorizaba a correr riesgos que no se habrían tolerado jamás en cualquier otro centro de instrucción, y había un porcentaje de bajas permitido. Podíamos operar con un alza de seguridad de solo cinco grados por encima de las tropas atacantes y las armas que disparaban fuego real desde posiciones fijas, incluso lanzar ataques de mortero o de artillería extremadamente cerca de los hombres posicionados en tierra. No es de extrañar que la tasa de bajas fuese elevada para un centro de maniobras; no obstante, aunque es cierto que murieron varios reclutas en el campo de tiro en Japón, no tengo la menor duda de que la experiencia de tan dura instrucción salvó muchas vidas en Corea y proporcionó a los mandos una primera oportunidad para identificar a aquellos soldados que quizá podrían venirse abajo en la batalla.

Nada más alistarme en el ejército supe, al igual que otros soldados jóvenes, que era necesario evaluar mi capacidad de superar el miedo y de comprenderlo, sobre todo en el campo de batalla. La forma más obvia de ponerme a prueba era experimentar el miedo real en combate, tal y como han hecho los guerreros durante siglos, pero también me dispuse a buscar una fuente de información que pudiera servirme de guía y de consejo ante ese reto. Di con ella cuando, siendo yo un joven teniente, un amigo civil me plantó en la mano su ejemplar del libro de lord Moran. «Léete esto», me dijo, y enseguida me absorbió la lectura de un texto que se ha convertido en una referencia para el análisis y la comprensión del miedo y del papel que desempeña el valor a la hora de suprimirlo, y cuyo autor, además de poseer una amplia experiencia en el campo de batalla, desarrolla el punto de vista de un médico en ejercicio. Anatomía del valor se convirtió en mi guía espiritual, y procuré ofrecerles a otros la oportunidad de compartir la experiencia poniendo diversos ejemplares a disposición de los soldados, amigos y familiares que mostraron interés en el tema. La juventud ansía comprender el sentido del valor, siempre ha sido así, y, por mucho que hayan cambiado las formas de combatir, el valor continúa siendo necesario en los enfrentamientos militares. Anatomía del valor sigue teniendo la misma vigencia y relevancia para el soldado de hoy que para el de ayer, cuando se escribió.

El requisito personal más importante para quienes van a la guerra es comprender el enigma del valor y reconocerlo como un elemento crucial para superar el miedo. Cumplido este requisito, el saldo del valor aguantará más tiempo. La necesidad de entender esta verdad es la que me ha hecho apreciar el consejo que ofrece lord Moran en Anatomía del valor y convertir su libro en la biblia a seguir en el proceso de aprender a disciplinar el miedo.

 

 

 

Prólogo a la segunda edición

En el verano de 1919, a mi regreso de la guerra en Francia, leí en The Times que el Gobierno había creado una comisión para investigar la neurosis de guerra y que ninguno de los miembros que la componían había estado ni mucho menos cerca de las trincheras. Así que decidí enviar una carta al periódico. Un amigo me hizo notar que, dado que yo era bastante desconocido, el escrito tendría que ser breve si quería que lo publicasen. El asunto me afectaba demasiado, de modo que, lejos de seguir su consejo, convertí mi carta en un extenso ensayo sobre el valor. Cuando estuvo lista, mi mujer la acercó en bicicleta a Printing House Square. Pasaron los días y el texto no aparecía publicado, de modo que di por hecho que lo habrían rechazado, pero un día me topé con él en la página central de The Times. Ocupaba una columna entera. Animado por esta circunstancia, me senté y escribí una segunda carta sobre la relación entre capital y mano de obra. Estaba de suerte: al día siguiente, mi misiva ocupaba una columna y un cuarto de la página central.

Curtis Brown, un importante agente literario, leyó ambas cartas y me pidió que acudiera a verle. Me invitó a escribir un libro basado en ellas. La idea me entusiasmó, pero cuando él me preguntó a qué me dedicaba, sacudió la cabeza. «No puede usted escribir un libro mientras lleve esa clase de vida», gruñó. Y tenía razón; es más, pasaron veinticinco años antes de que consiguiera redactar Anatomía del valor.

Ese mismo día, no obstante, empecé a hacer acopio del material que necesitaría para el libro. Un joven soldado llamado Goschen leyó mis cartas y se prometió a sí mismo que, si alguna vez ocupaba un puesto de mando, le pediría al autor que hablase a sus hombres sobre el valor y el miedo. Quince años después, Goschen fue nombrado comandante de la Real Academia Militar de Woolwich, y no había olvidado su promesa. Y así fue cómo una desapacible tarde de noviembre me encontré en un gimnasio cargado de vaho tratando de descifrar mis notas a la tenue luz de una lámpara de mesa.

Corrió la voz, y a partir de entonces fui invitado a dirigirme a diversas unidades de soldados y a reunirme con algunos pilotos de la fuerza aérea. El coronel Corner solía transportarme en su Moth biplaza a los aeródromos, hasta que lo derribaron y murió. No obstante, mi principal deuda es con la Escuela Superior Militar de Camberley, donde impartí conferencias sobre mi especialidad durante varios años, ante audiencias muy receptivas que captaban al vuelo mis razonamientos y sacaban a debate la cosecha de su larga experiencia en el mando. Muchos de aquellos asistentes me presionaron para que plasmara todo aquello en papel, y así fue como empecé mi libro.

Anatomía del valor no se publicó hasta comienzos de 1944, el año de la invasión de Europa y de la liberación de Francia. Es un estudio sobre el comportamiento de los hombres sometidos al estrés de guerra, basado en los diarios que escribí durante mi servicio en las trincheras con el 1.er Batallón de los Fusileros Reales, entre el otoño de 1914 y la primavera de 1917. En realidad, no es más que el paso previo a mi libro sobre sir Winston Churchill, donde quise describir el efecto de la presión sobre un único individuo a partir del contenido de las notas que, también a modo de diario, redacté a lo largo de los veinticinco años que tuve relación con él.

Creo firmemente que el espíritu marcial de un pueblo pone a prueba, en cierta medida, su virilidad, y que un hombre de carácter en tiempos de paz es un hombre de valor en tiempos de guerra. ¿Acaso no es cierto que la detección a tiempo del miedo es igual de importante para un ejército que para otro? Y si no me equivoco al afirmar que la moral de todos los ejércitos se viene abajo tarde o temprano, entonces no es Inglaterra la única que debería estudiar a fondo sus dotaciones modernas para afrontar mejor los grandes lances.

 

10 de junio de 1966.

 

 

 

Prólogo a la primera edición

En este libro me propongo descubrir cómo nace el valor y cómo se sustenta en el seno del ejército moderno de un pueblo libre. El soldado está solo en su guerra contra el terror y es nuestra obligación detectar las primeras señales de su derrota, con el fin de acudir a tiempo a su rescate. De modo que la primera parte describe la detección del miedo. La segunda habla del desgaste del valor en la guerra. En la tercera sección del libro —Tratamiento y gestión del miedo— sugiero qué se puede hacer para demorar o evitar ese deterioro del valor.

¿Qué sucedía en la mente de aquellos hombres? ¿De qué forma se estaban desgastando? Estas eran las únicas preguntas que parecían relevantes durante los años que pasé de servicio en un batallón en Francia. Son de perpetua trascendencia en la guerra. Como médico, mi función era hallar a tiempo las respuestas a esas cuestiones con el fin de relevar al soldado que presentase un desgaste excesivo y lograr así que pudiera volver a desenvolverse como un hombre de nuevo.

En los capítulos reunidos bajo el título Detectar el miedo he intentado mostrar cómo se llevaba a cabo este proceso. Si el médico conocía a sus hombres, a menudo era capaz de identificar en su comportamiento o en su manera de hablar algún cambio que le ponían sobre aviso antes de que fuera demasiado tarde. «La germinación del miedo» es el resultado de mi vigilia con el 1er Batallón de los Fusileros Reales desde el otoño de 1914 a la primavera de 1917, al que he añadido lo que aprendí de los pilotos de la fuerza aérea durante ese conflicto bélico. Pero detectar el miedo en su manifestación más incipiente no es siempre tan sencillo. Hubo hombres sensibles para quienes la última guerra resultó un auténtico purgatorio, pero que, no obstante, supieron calarse una máscara de indiferencia que les hizo pasar por individuos imperturbables, de modo que fueron asignados a puestos de mando. Cuando ese autocontrol se desgastaba, tendían a presentar bruscos cambios de temperamento, y esa era su forma de exteriorizar su angustia. Detectar estas alteraciones e identificar su causa es esencial para descubrir a tiempo la presencia del miedo.

¿Cómo se desgasta el valor en la guerra? El valor es fuerza de voluntad y sus reservas no son ilimitadas, de modo que, cuando un hombre las agota, está acabado. El valor de un ser humano es su capital, y bebe de él constantemente. Las existencias pueden ir disminuyendo poco a poco hasta resultar insuficientes para cubrir las necesidades que exige resistir en primera línea a diario, o pueden reducirse drásticamente con una única y repentina retirada que deja al titular en números rojos. La voluntad puede verse minada casi por completo debido a la intensidad del fuego enemigo, a los bombardeos aéreos o a un combate encarnizado, o bien irse agotando de manera paulatina por la monotonía, la exposición, la falta de apoyo por parte de espíritus más fuertes de los que uno ha acabado dependiendo, por agotamiento físico, por una actitud equivocada hacia el peligro, por las bajas, por la guerra, por la muerte en sí.

Duff Cooper, en su biografía de lord Haig, hace alusión al valor desde otro punto de vista. Escribe que los británicos que participaron en la batalla del Somme no eran más que un ejército de ciudadanos poco instruidos para la guerra y que, para mediados de noviembre, quienes habían sobrevivido eran ya veteranos. Habían aprendido a combatir. Yo sostengo, en cambio, que en la guerra los hombres se desgastan como la ropa. ¿Debe, entonces, curtirse a los soldados sometiéndolos a una lucha constante, o conviene, acaso, relevarlos para que aguanten el máximo tiempo posible? La cuestión es fundamental, pues afecta a la política de combate. Es por ello por lo que he querido incluir en este libro mi diario de la batalla del Somme, para que el lector pueda formarse su propio juicio. La batalla anula los sentidos del soldado, pero, aun saliendo indemne, esa terrible experiencia puede acortar su permanencia en primera línea; en cambio, el combate de trincheras —que he querido describir para señalar el contraste entre ambos— exige que las facultades del asaltante estén siempre alertas, si bien el efecto es más fugaz, las cicatrices son menos profundas.

En Tratamiento y gestión del miedo arranco con la selección, puesto que, si a un ejército se lo instruye para combatir, lo primero que ha de hacerse es descartar de sus filas a todos aquellos elementos que sean incapaces de luchar. A continuación destaco la necesidad de que exista, en el seno de un batallón, una opinión corporativa que establezca pautas de conducta. Y para ilustrar esta idea, he escogido al pequeño ejército que depuso las armas en 1917 y 1918 porque a sus soldados se les había metido en la cabeza que habían sido gaseados. El liderazgo solo me interesa en tanto en cuanto acelera o retrasa el desgaste de la fuerza de voluntad del soldado. Pero el concepto de la disciplina está presente a lo largo de toda la extensión de esta parte de mi libro como un trasfondo. Los hombres no dejan de preguntarse si una disciplina que fue diseñada en un principio para hombres analfabetos sigue siendo adecuada para un ejército con un número considerable de mentes pensantes en sus filas. He reflexionado mucho sobre si sería posible relajar esa disciplina sin perjudicar la eficiencia del soldado como combatiente y, en la historia de la guerra, solo hallo una respuesta. No hay nada en la situación actual que sugiera que podamos hacer ahora una excepción sin pagar, por ello, un alto precio. En una democracia se necesita más disciplina, y no menos, si por disciplina entendemos autocontrol. Y esta necesidad resulta evidente si tenemos en cuenta la manera en la que se instruyó en Inglaterra en tiempos de paz a esta generación para esa dura prueba que es la guerra. La mente despejada de la juventud es un mar de desconcierto y confusión debido al impacto que en ella han causado diversos eventos surgidos en su mayoría de la última contienda. Criada a los pies de quienes sirvieron en el ejército de ciudadanos que combatió en aquella guerra, la juventud se ha nutrido con historias sobre el fracaso de los aliados en Passchendaele y el Somme; está predispuesta para escuchar relatos sobre la ineptitud de los mandos. Le han enseñado que la guerra es una insensatez absurda que no soluciona nada. Es una juventud escéptica y crítica.

Mientras en Inglaterra sucedía esto, los alemanes estaban ocupados aplicando las lecciones que habían aprendido en la última guerra. Uno de los motivos de su derrota, aseguraban, era que en tiempos de paz no se había preparado al pueblo, ni a sus jóvenes en particular, para afrontar las duras pruebas a las que la guerra somete al individuo. Estaban decididos a que no se repitiera ese error. Se produjo entonces un auténtico lavado de cerebro —se adulteraron incluso los libros de texto— para inculcar en la mente colectiva de la nación alemana el inestimable valor de las cualidades del soldado. Por suerte, no existe democracia a la que se pueda preparar para la guerra según el modelo alemán —y, cómo no, estamos pagando con creces esta libertad de pensamiento—, pero sí sería necesaria la preparación para combatir el mal; un pueblo libre solo está listo para resistir la agresión cuando florecen las virtudes cristianas, porque un hombre de carácter en tiempos de paz es un hombre de valor en tiempos de guerra.

En cierto sentido he escrito dos libros: uno, el que garabateé en una libreta del ejército durante la última guerra, es un epitafio de un batallón del ejército profesional de 1914, de modo que me he vuelto muy celoso con su integridad. No he alterado nada de mi diario, ni siquiera aquellos extractos que no han soportado bien el paso del tiempo. Es un registro de cambiantes estados de humor; en ocasiones, recién sufrida una pérdida personal más, he escrito como si fuera un pacifista y la guerra solo fuera un desperdicio; a veces queda patente mi consideración de la guerra como la prueba final para la humanidad. Escribía para llenar el día y evadirme de la monotonía atroz de aquellos años de combate en las trincheras. Como médico, nadie me ha enseñado a compartir mis sentimientos con los demás y reconozco que ahora me incomoda ver impresa la íntima transformación de mi propia mente.

El otro lo he escrito cuando he podido; el último capítulo lo terminé a bordo de un hidroavión mientras sobrevolaba el océano Atlántico, y en este momento me encuentro redactando en el interior de un bombardero junto a una ventanilla por la que, si me levanto, puedo ver muy abajo el desierto de Libia. Está escrito para el soldado y el marinero, de modo que he prescindido del lenguaje del psicólogo profesional, pero no puedo rehuir la disciplina adquirida a lo largo de toda una vida dedicada, en su mayor parte, al análisis de hechos aislados, y aunque me ha costado mucho eliminar de estas páginas la estampa de mi vocación, el libro está documentado. Las reflexiones puntuales sobre el gas mostaza son el resultado de casi un año de investigación en Boulogne, y mi idea de que la guerra moderna ha fallado rotundamente a la hora de convertir en cobardes a una estirpe de hombres y mujeres fuertes y sanos se fue desarrollando, paso a paso, durante los años que trabajé en un hospital para enfermedades neurológicas y fui testigo de las secuelas de esa lucha.

Los dos libros se han convertido en uno solo —el primero solo sirve para ilustrar el segundo—, y aun así persiste en él una suerte de doble naturaleza. Cuando mis sentimientos como hombre se encontraban a flor de piel, siempre se veían sometidos al frío escrutinio de una mirada instruida en el cálculo, tras la cual, la mente científica, con su pasión por la exactitud, se dedicaba a recortar y purgar.

El lector se preguntará en ocasiones por qué, en un momento en el que todos sus pensamientos, esperanzas y temores se concentran en esta guerra, yo rompo a menudo el hilo narrativo para pedirle que reviva las experiencias de la última contienda. Pero he conservado solo aquellos fragmentos de mi diario que arrojan luz sobre la vida de un soldado en servicio activo en cualquier conflicto bélico. Por otra parte, la guerra no tiene nada de nuevo. El soldado en Waterloo veía una bala de cañón dirigiéndose directamente hacia él; podía haber evitado la muerte con solo dar un paso a un lado, pero no se movía. Saber por qué permanecía clavado en su posición y lo que sentía tal vez ayudase a anclar a su puesto a ese otro combatiente en cuyos oídos retumba, cada vez más alto, el silbido del bombardero lanzándose en picado.

Si el valor fuese una virtud común, este libro no tendría razón de ser. Pero ¿es el valor una virtud común? Esta cuestión ronda las páginas de mi diario como un fantasma: conforme pasa el tiempo cambia de carácter. Al principio, ese interrogante aparece envuelto con el halo romántico del comienzo de aquella época. ¿Quedan en Inglaterra muchos aventureros? Y entonces, en Ypres, antes del segundo invierno, surge la duda, poco a poco, hasta que un día me pregunto: «¿Es este el equipamiento moderno del que disponemos para abordar los grandes lances?». La guerra empezó a alargarse interminablemente, el soldado de carrera comenzó a desaparecer: después de la batalla del Somme formábamos parte, en todo salvo en el nombre, del Ejército de Kitchener[1]; la confianza de antaño se vio reemplazada por una nueva preocupación por el batallón. Mi ánimo ya no perseguía hacer especulaciones de carácter general, sino que buscaba el modo de ayudar a los hombres a que cumpliesen con su deber, hasta que en el tercer invierno escribí: «El número de hombres buenos que puede proveer un pueblo es limitado». Y, a continuación, con aire fatalista: «La moral de todos los ejércitos se viene abajo tarde o temprano». Poco hay en mi diario que sirva para confirmar la idealizada creencia de que todos los hombres que lucharon en Francia eran héroes. Unos pocos tenían madera de líderes, eran como troncos a los que se aferraba el resto de la humanidad en busca de apoyo y esperanza.

Un cuarto de siglo después, no puedo sino plantearme de nuevo la pregunta: ¿es el valor una virtud común? Hoy por hoy me cuesta emitir un juicio desde la comodidad y seguridad de mi sillón. Por dos veces a lo largo de mi vida he visto a niños convertirse en hombres, solo para que acabasen siendo consumidos por la guerra, y no he podido evitar pensar en ello prácticamente a diario. La guerra solo es tolerable cuando uno puede participar en ella, cuando uno es parte del objetivo y no un espectador que cobra su pensión. Así y todo, cuando la muerte de un marido, un hijo o un hermano pasa a formar parte del pasado, y el mundo tiene la libertad de opinar de nuevo sin falta de piedad que el valor no es una virtud común, los seres humanos recordarán que todas las buenas acciones, tanto en la guerra como en la paz, son obra de un puñado de hombres; que el honor de nuestra estirpe está al cuidado de una diminuta fracción de su pueblo.

Aprendimos a exaltar el valor. ¿Era este o aquel hombre inquebrantable en la batalla? Esa era la prueba de fuego a la que se sometió a cada soldado en Francia. Y ahora que el valor es tan poco común, ahora que se yergue, solo, entre nosotros y la ruina de nuestra causa, debemos una vez más reconocer la primacía del valor. Este libro es un intento de desentrañar el comportamiento de los hombres en la guerra, de explicar cómo es que hay hombres jóvenes dispuestos a morir «para que sea motivo de canto para los venideros»[2].

 

12 de mayo de 1943


[1] Ejército británico de voluntarios reunido a partir de 1914 por recomendación de Herbert Kitchener, por entonces secretario de Estado de Guerra y que apenas hubo tiempo de instruir antes de que fuera enviado al frente; de ahí que recibiese el apodo en inglés de Kitchener’s Army. (N. de la T.)

[2] Homero, La Odisea (8, 579 y ss.). (N. de la T.)

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE


Detectar el miedo