La decisión
del califa
francisco gil picart
La decisión
del califa
La decisión del califa
© 2018, Francisco Gil Picart
© 2018, Arzalia Ediciones, S.L.
Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid
Diseño de cubierta: Luis Brea
Diseño interior y maquetación: Luis Brea
ISBN: 978-84-17241-24-7
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.
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A mi hijo Aniol, que ya sabe cómo se atrapa el viento
y de qué están hechas las estrellas
«Almería, ¡descríbela!», me han pedido
«granados silvestres y artemisa», he respondido.
Se ha dicho que en ella hay sustento.
A lo que digo: «Sí, si sopla el viento».
Abú Abd Allah al-Himyari, historiador y geógrafo del siglo xiv
Nota del autor
Mientras escribía La decisión del califa se produjo un suceso que nos mantuvo a mi esposa Carolina (por aquel entonces embarazada) y a mí, como al resto de españoles, en tensión y con el alma en vilo. Un suceso que jamás debería ocurrir en la vida de un ser humano, especialmente si se trata de un niño indefenso. Un suceso atroz, despiadado…
Me estoy refiriendo a la muerte del pequeño Gabriel Cruz, el pescaíto.
Recuerdo perfectamente el momento en que trascendió la fatal notica. Esa noticia que todo el mundo temía y que nadie quería escuchar, esa noticia que inundó de lágrimas nuestras mejillas y de ira y tristeza nuestro corazón. También recuerdo que cuando la oí miré el abultado vientre de Carolina y me estremecí… Me estremecí por mi hijo no nacido. E inmediatamente pensé cómo deberían ser esos pavorosos instantes para Ángel y Patricia, los padres de Gabriel.
No puedo ser tan osado, tan pretencioso o tan estúpido de decir que comprendo el dolor que sintieron, y sienten, en toda su magnitud. Para tomar conciencia de algo tan tremendo, tan impactante y tan espantoso, es necesario vivir en primera persona esa horrible experiencia. Y cuando observo a mi hijo es algo que no me quiero ni imaginar. Pero sí puedo intuir que para Ángel y Patricia esos segundos fueron los más largos, los más cortos, los más más amargos, los que nunca se desea recordar pero jamás se olvidan… Los que hacen que la existencia de una persona se convierta en una eterna melancolía.
Es imposible aliviar tamaña injusticia, tamaña desgracia. Ojalá estuviera al alcance de este humilde contador de historias poder hacerlo. Solo está en mi mano ofrecer a esos padres afligidos un modesto homenaje por su bienamado hijo. En consecuencia, decidí poner el nombre de Gabriel a uno de los personajes principales de la novela, un niño que, como el pescaíto, sufre la irracionalidad del ser humano en su versión más descarnada.
Esta ofrenda es para ti, pequeño Gabriel, estas líneas son solo para ti, mi querido pescaíto, que te fuiste nadando al cielo para enseñarnos desde allí que la vida es algo más que sufrir y odiar. A veces miro al horizonte y puedo ver a través de las nubes tus hermosos ojos de gacela, que me hacen ver cierta semejanza entre la locura y el sosiego, entre el miedo y la esperanza, entre la vida y la paz.
Dramatis personae
Abbás: personaje ficticio. Agente al servicio del médico y consejero Hasday ibn Shaprut.
Abd al-Haqq: personaje ficticio. Consejero del califa fatimí Maad al-Muizz.
Abd al-Rahmán III: octavo emir de Córdoba (912-929) y primer califa de Córdoba (929-961). Sucedió a su abuelo Abd Allah y fue padre del siguiente califa, al-Hakam II.
Abd Allah ibn Muhammad: séptimo emir de Córdoba (888-912).
Abú Yazid: caudillo jariyí. Apodado el Hombre del Asno. Puso en jaque al califato fatimí.
Adela: personaje ficticio. Esposa de Pedro Guzmán y madre de Gabriel.
Agildo: personaje ficticio. Soldado cristiano de Fiñana.
Ahmad ibn Abí Abda: prestigioso general cordobés.
Aksim: personaje ficticio. General cordobés de origen bereber.
Al-Hakam II: segundo califa de Córdoba (961-976). Hijo de Abd al-Rahmán III.
Álvaro: personaje ficticio. Soldado cristiano de Fiñana.
Amram: personaje ficticio. Jefe de la comunidad judía de Fiñana.
Anwar: personaje ficticio. Piloto de Palermo al servicio del gobernador Hasán ibn Alí.
Asbag: personaje ficticio. Naqib del ejército cordobés.
Aslam: personaje ficticio. Arráez del almirante Muhammad Ibn Rumahis.
Aurelio: personaje ficticio. Capitán de la guardia de Fiñana.
Azzam: personaje ficticio. Mercader cordobés que mantiene un enconado regateo con Shirkuh.
Badr ibn Ahmad: hayib y hombre de confianza de los emires Abd Allah y Abd al-Rahmán III.
Dawud al-Isbili: personaje ficticio. Yegüero del gobernador de Málaga Ibn Hodair.
Fardaq: personaje ficticio. Cliente de una taberna de Alhama que orienta a Rodrigo.
Fátima al-Qurayshiya: primera esposa del califa Abd al-Rahmán III.
Faysal: personaje ficticio. Oficial en la tropa del general Galib.
Fernando Guzmán: personaje ficticio. Hijo de Pedro Guzmán.
Gabriel Guzmán: personaje ficticio. Hijo de Pedro Guzmán.
Galib Abú Temman al-Nasir: general cordobés que sirvió a los califas Abd al-Rahmán III, al-Hakam II e Hisham II.
Germán: personaje ficticio. Hermano de Adela y, por tanto, tío de Gabriel.
Gurbindo: personaje ficticio. Padre de Rodrigo y capataz de la heredad de los Cisnes.
Habib: personaje ficticio. Hermano de Kadar al-Harba.
Haifa: personaje ficticio. Esclava del palacio de al-Mahdiyya.
Hakim: personaje ficticio. Niño prodigio de Bayyana.
Halima: personaje ficticio. Madre de Jalaf y esposa de Masrur al-Hakam.
Hamid: personaje ficticio. Anciano que informa a Marwán del ataque en Mariyyat Bayyana.
Hasán ibn Alí: gobernador de Sicilia y de la armada fatimí.
Hasday ibn Shaprut: médico y diplomático judío de Abd al-Rahmán III y al-Hakam II.
Hernán: personaje ficticio. Miembro del Consejo de Fiñana.
Ibn Hodair: gobernador de Málaga.
Ibrahím: personaje ficticio. Campesino que pide ayuda a Musa al-Hurr.
Iyad: personaje ficticio. Arráez del general Galib.
Jalaf: personaje ficticio. Amigo musulmán de Rodrigo.
Jessenia: personaje ficticio. Concubina de Maad al-Muizz.
Jumana: personaje ficticio. Hija de Mudarra ibn Quzmán.
Justa: personaje ficticio. Mujer que huye con su hijo por las galerías de la alcazaba de Fiñana.
Kadar al-Harba: personaje ficticio. Asesino a sueldo.
Khalid: lugarteniente de Umar ibn Hafsún.
Khalida: personaje ficticio. Qayna, esclava cantora, y posteriormente esposa de Jalaf.
Kuraib: personaje ficticio. Guardia personal de Muhammad ibn Rumahis.
Labib: personaje ficticio. Timonel del barco de Hasán ibn Alí.
Lamya: personaje ficticio. Esposa de Kadar al-Harba.
Lidia: personaje ficticio. Esposa de Germán y tía de Gabriel.
Maad al-Muizz: cuarto califa fatimí (953-975). Sucedió a su padre Ismaíl al-Mansur.
Maissar: personaje ficticio. Líder bereber de Fiñana.
Marwán ibn Hodaifa: personaje ficticio. Espía fatimí.
Maslama ibn Ruda: noble muladí partidario de Umar ibn Hafsún.
Masrur al-Hakam: personaje ficticio. Padre de Jalaf.
Maysur al-Yahiz: personaje ficticio. Emisario eunuco del califa Maad al-Muizz.
Mudarra ibn Quzmán: personaje ficticio. Gabriel Guzmán. Padre de Jumana y secretario del visir Yahwar ibn Abí Abda.
Muhammad ibn Jaraz: caudillo de los magrawa.
Muhammad ibn Rumahis: gobernador civil y militar de la cora de Bayyana, y almirante de la flota del califato. Apodado el Califa del Mar.
Munir: lugarteniente de Umar ibn Hafsún.
Muryán: concubina y posteriormente esposa del califa Abd al-Rahmán III.
Muti: personaje ficticio. Sirviente en el palacio de Muhammad ibn Rumahis.
Musa al-Hurr: personaje ficticio. Soldado y poeta de Abd al-Rahmán III.
Nadiya: personaje ficticio. Esposa de Mudarra y madre de Jumana.
Nicolás Guzmán: personaje ficticio. Hijo de Pedro Guzmán.
Pedro Guzmán: personaje ficticio. Comes de Fiñana.
Qasim ibn Walid: personaje ficticio. Jefe de la policía superior de Córdoba.
Raísa: personaje ficticio. Prostituta en un burdel de Algeciras.
Rashid: personaje ficticio. Soldado del gobernador Muhammad Ibn Rumahis.
Rodrigo: personaje ficticio. Hijo de Gurbindo y capataz de la heredad de los Cisnes.
Sadún: personaje ficticio. Embajador eunuco de Abd al-Rahmán III.
Sara: personaje ficticio. Novia judía de Rodrigo.
Shirkuh: personaje ficticio. Mercader kurdo que sostiene un enconado regateo con Azzam.
Simberto: personaje ficticio. Mayordomo del comes Pedro Guzmán.
Sirag: personaje ficticio. Arráez de la nave del almirante Hasán ibn Alí.
Sulaymán: personaje ficticio. Comerciante de productos exóticos que lleva en secreto la correspondencia que mantienen Mudarra y Gurbindo.
Talid: personaje ficticio. General de Ibn Rumahis que participa en la batalla naval de Mariyyat Bayyana.
Umar ibn Hafsún: rebelde malagueño que consiguió poner en jaque al emirato de Córdoba.
Usama: personaje ficticio. Soldado del gobernador Muhammad Ibn Rumahis.
Wuhayb: personaje ficticio. Muladí y jefe del mercado de Fiñana.
Yafar: personaje ficticio. Eunuco y hombre de confianza de Abd al-Rahmán III.
Yakub ibn Killis: tesorero de Maad al-Muizz.
Yahwar al-Siqilli: general fatimí.
Yahwar ibn Abí Abda: visir de Abd al-Rahmán III.
Yasar al-Tawil: personaje ficticio. Rico mercader de esclavos de Bayyana que compra a Sara para convertirla en su concubina.
Yaziz: personaje ficticio. Regenta una taberna en Málaga.
Yunus ibn Martín: personaje ficticio. Cadí de los muladíes de Fiñana.
Zakariyya: personaje ficticio. Oficial del gobernador Muhammad ibn Rumahis.
Ziriab: personaje ficticio. Guardia personal del gobernador Muhammad ibn Rumahis.
Ziri ibn Manad: emir de los sanhaya.
PRIMERA PARTE
Tiempos de aceifa
1
Año 913, 300 de la Hégira. Mes de mayo
Fiñana. Cora de Elvira
Hay hechos extraordinarios que escriben la historia de los pueblos y marcan su devenir. Unos lo hacen con letras doradas…, y otros con letras de sangre.
Aquel viernes, el cuarto día del mes de sawwal, 14 de mayo, sucedió uno de esos acontecimientos singulares en Fiñana, una hermosa ciudad rodeada de interminables hileras de viñas y olivos, floridos bancales y bosquecillos de encinas.
A mediodía, el sol estaba en todo lo alto e iluminaba desde su trono la calmosa belleza de Sierra Nevada. Las cálidas temperaturas primaverales habían ascendido bruscamente, y de no haber sido por el miedo que recorría las sinuosas calles de la población, hubieran propagado la pereza entre sus habitantes.
El comes Pedro Guzmán observaba desde el alcázar un paisaje surgido del mismísimo averno. Entre una nube de polvo de proporciones bíblicas, el mayor ejército que jamás hubieran visto sus ojos avanzaba lentamente hacia las murallas. Un mar de estandartes verdes y blancos flameando al viento con inscripciones del Corán abría la columna, y detrás de ellos se adivinaban cientos de hombres a caballo y miles de guerreros a pie, armados hasta los dientes.
Los peores vaticinios del gobernador finalmente se habían hecho realidad.
Aquella hueste descomunal no pasaría de largo.
Las informaciones proporcionadas por sus oteadores acerca del imparable avance de un joven emir cordobés con ínfulas de grandeza no podían ser más ciertas. Como también debían de ser ciertos los rumores que corrían de boca en boca por mentideros, zocos y plazuelas, donde los narradores de historias no escatimaban detalles sobre la crueldad que aquella horda devastadora infligía a quienes no se plegaban a sus exigencias. A tenor de lo que allí se relataba, el comes barruntó que el Altísimo tendría que esforzarse al máximo si querían tener alguna posibilidad en caso de enfrentamiento.
Y la laboriosidad de Dios hacía tiempo que se echaba de menos en al-Ándalus.
Las campanas de la iglesia tocaban a rebato, propagando con sus implacables tañidos una angustia mortal. Las gentes contemplaban el amenazador panorama desde los adarves, balcones y terrazas, mientras manoseaban con preocupación crucifijos y amuletos. Fiñana era cuna de hombres aguerridos, pero jamás se había enfrentado a un enemigo tan poderoso como aquel.
Pedro Guzmán visualizó mentalmente las defensas de la fortificación, y una corriente de pesimismo ensombreció sus fríos ojos grises. «¿Serán estos muros lo bastante altos y lo suficientemente recios para soportar las embestidas de semejante turba de salvajes?», se preguntaba con inquietud. Luego escrutó las caras de sus oficiales, que no dejaban de mirar al otro lado de los murallones, y en ellas descubrió la viva imagen del espanto.
—Aurelio, ¿cuándo estarán preparadas las tropas? —masculló el gerifalte, angustiado por la gravedad de la situación.
—Algunos hombres todavía están llegando del campo, señor. Y luego hay que armarlos y asignarles un cometido…
—¡Te he preguntado cuándo! —le atajó con rudeza.
—A media tarde.
—Que sea antes.
—Lo intentaré, comes.
—Otra cosa, capitán, despliega patrullas por el arrabal y también por los bancales de los alrededores. Que registren cada hogar y cada huerto. Todo habitante de Fiñana debe refugiarse en el interior de estas murallas, y al que no se pueda valer por sí mismo, que le ayuden, ¿entendido?
—Así se hará, señor.
—¡Por los clavos de Cristo, date prisa! Apenas nos queda una hora antes de tener a esa chusma infiel vociferando el nombre de Allah en nuestras narices —le urgió con vehemencia.
—A la orden, señor.
—Y cuando estén todos dentro, cierra las puertas.
Aurelio se cuadró con marcialidad, giró sobre sus talones y partió veloz como el viento.
—¡Puercos moros, que Dios los condene al fuego eterno! —masculló Pedro muy enfadado y escupió al suelo con rabia.
Un grupo de notables encabezado por el viejo Yunus ibn Martín, cadí y máxima autoridad de los muladíes, se aproximó con paso decidido al gobernador. A pesar de la magnitud de los acontecimientos, el recién llegado se mostraba asombrosamente tranquilo. El jefe de la villa siempre había sentido una profunda aversión por aquel anciano de tez ajada y repleta de arrugas, por sus dientes amarillos y sus manos de uñas duras y alargadas.
—¡Comes, hay que rendir de inmediato la plaza al nuevo emir! —vociferó Yunus, categórico.
Pedro Guzmán sintió de repente cómo todas las miradas se centraban en él. Su rostro se congestionó y cerró los puños en un intento de ocultar la furia que le roía por dentro. Una furia que no era nueva, pues ya había brotado con anterioridad cuando Fiñana, su amada Fiñana, estuvo bajo el control de los musulmanes años atrás. Años en los que vivió humillado al ver la tierra de sus antepasados en manos de infieles y por la obligación de hacer frente a la yizya, pues no le quedaba más remedio que pagar el gravoso impuesto de capitación si quería seguir profesando la fe cristiana. Fueron tiempos que transcurrieron en medio de una calma tensa, de incertidumbre, en los que se dedicó a ver crecer a sus hijos, a mantener vivas las costumbres de su pueblo y a aguardar el momento idóneo para recuperar la añorada independencia. Momento que explotó definitivamente con el alzamiento de su buen amigo Umar ibn Hafsún, el rebelde de Bobastro, que puso en jaque la pervivencia de al-Ándalus y del propio linaje Omeya. Fue una época convulsa, plagada de odio y rencor hacia los orgullosos árabes. Una época plena de agitación, en la cual, aquello que había comenzado siendo poco más que un grupo de forajidos se convirtió en un movimiento organizado en contra de un abusivo sistema de tributos que los mantenía sumidos en la miseria.
Una época donde Fiñana volvió a recuperar su libertad.
Ahora, tres décadas después, gracias al afán conquistador del recién proclamado emir, el poder de los insurgentes estaba llegando a su fin.
—¡¿Entregar la plaza?! —bramó el cristiano con ira—. ¡Debes de estar loco si crees que voy a hacer algo así!
—¡Si no la entregamos acabarán con todos nosotros! ¡Ya has visto lo numerosos que son! —exclamó el muladí, tremendamente airado, a la vez que dirigía sus sarmentosas manos hacia el inmenso valle, que ya empezaba a ser ocupado por el ejército invasor—. Reflexiona, comes, te lo exijo.
—¿Reflexionar? ¿Reflexionar dices? No tengo nada que reflexionar. Esta es hoy una tierra de hombres libres. No lo olvides. Llevamos lustros combatiendo para sacudirnos el implacable dominio de los sarracenos, esos miserables herejes que tú tanto aprecias —le recriminó con marcado desdén—, y muchos han muerto por ello. ¡No, Yunus, no rendiré Fiñana sin pelear!
Se hizo un silencio viscoso, incómodo, solo interrumpido por el constante martilleo de los tambores que, como un heraldo de la muerte, llegaba desde el otro lado de las murallas.
—¡Es imposible hacer frente a esa turbamulta ávida de violencia y saqueo! —proclamó el anciano finalmente con desesperación—. Y tampoco estamos en condiciones de resistir un asedio prolongado. Debes solicitar cuanto antes un parlamento con el monarca cordobés y negociar una solución pacífica. ¡Hazlo por nuestros hijos!
—No será necesario solicitar parlamento alguno, pues estoy convencido de que ese bastardo omeya, más pronto que tarde, enviará un emisario para reclamarnos lo que tanto nos ha costado ganar: la libertad. —Pedro apretó los labios hasta reducirlos a una estrecha línea. Calló un instante para medir el alcance de sus palabras y prosiguió con determinación—: Precisamente por ellos, por nuestros hijos y su futuro, es por lo que voy a luchar.
—¡Eres un necio si crees que podrás vencer! ¡Solo conseguirás sembrar las calles de cadáveres!
—Si es la voluntad de Dios…, que así sea.
—¿La voluntad de Dios? Lo dudo. Yo diría que es más bien tu voluntad —replicó el viejo, rabioso e indignado.
—¿«Mi voluntad»? —aulló el cristiano, y sus ojos refulgieron como rubíes—. Ahí fuera está acampando una horda de bárbaros, la mayor que pueda imaginarse, dispuesta a erradicar de nuestra tierra toda esperanza de razón y justicia. Yo tengo el deber de impedírselo. Mi fe en el Altísimo es absoluta y sé que guiará mi espada en el empeño.
—Pero no puedes exigir el martirio a esta pobre gente, tu cargo también te obliga a la compasión. ¡Debes actuar con sentido común!
—Mientras yo viva, Yunus, mi pueblo no volverá a postrarse ante un enemigo de la cristiandad.
—Espero que el grito de esos inocentes que estás a punto de conducir al suicidio atormente tu conciencia.
—Prefiero sufrir la ira eterna de unos mártires caídos por la libertad a sucumbir al poder del emir de Córdoba.
—Qué sencillo es disponer de las vidas de otros cuando se tiene el apoyo del ejército detrás —apostilló el cadí, irónico.
El mordaz comentario del anciano exasperó aún más a Pedro. Las venas que descendían desde sus sienes y por el cuello se abultaron, dibujando palpitantes cordones. Su voz retumbó colérica:
—Este es el momento que llevas tanto tiempo esperando, ¿no es cierto, Yunus?
—¿Qué estás insinuando?
—¡No te hagas el inocente, cadí! Sabes perfectamente a qué me refiero. ¡Tus planes de futuro pasan por que esta ciudad cambie el color de las banderas que ondean en sus torreones!
—No sé adónde quieres ir a parar…
—Me pregunto qué motivos pueden haberte llevado a renegar de los tuyos, de tu Dios y a desear que esos malditos agarenos se apropien nuevamente de Fiñana.
—¡Pero qué extraña locura se ha apoderado de ti, insensato! ¡Abre bien los ojos y mira lo que se nos viene encima! ¡No tenemos la menor oportunidad!
—¡Tú siempre has sido un perro fiel de los Omeyas! —le espetó, desabrido—. Por eso me resulta evidente que, para una familia de muladíes como la tuya, la lealtad hacia tus vecinos y el fervor religioso nunca han sido algo inamovible.
—Cómo puedes decir tal infamia…
—¡Cállate! —le interrumpió Pedro con desprecio—. Desde hace meses albergo fundadas sospechas de que conspiras en la sombra para derrocarme, que intentas menoscabar mi credibilidad esparciendo bulos injustificados y que pasas información a Córdoba advirtiendo que Fiñana se ha convertido en un nido de partidarios de Ibn Hafsún. ¡Ahora lo veo todo mucho más claro! ¡Traidor!
—Vives ofuscado en un mundo irreal, comes. Tu orgullo cristiano y tus delirios de grandeza serán el epitafio de nuestra tumba.
—¡Guardias! —rugió el gobernador con repentina decisión—. ¡Confinad al cadí Yunus ibn Martín en su casa! ¡Y que no salga de allí hasta nuevo aviso!
Tras escuchar la orden, el muladí, confuso, bajó la cabeza, mirando de reojo a los suyos. Mientras tanto, Pedro se encaramó de un salto en una de las almenas, de espaldas al abismo. El corazón de los presentes se estremeció. La altura era lo suficientemente considerable para destrozar a un hombre si se precipitaba al vacío.
—¡Gentes de Fiñana, prestadme oídos a lo que os voy a decir! —gritó alzando los brazos—. ¡Una deuda de honor con aquellos que perecieron por salvaguardar nuestra libertad nos une y nos contempla! Todos los que hoy estamos aquí tenemos la obligación de defender esta tierra y librarla de la tiranía y los abusos de esa plaga de malnacidos sarracenos. ¿Ya no os acordáis de cuando perdimos nuestros legítimos derechos en manos de esa raza de demonios? No hace tantos años de eso… ¿No os acordáis? —repitió elevando aún más el tono de voz—. ¿O ya habéis olvidado ese tiempo donde nos revolcamos en el lodo de la deshonra y el ultraje, sometidos a gobernantes que nos extorsionaban con impuestos oprobiosos? ¡Yo sí lo recuerdo! ¡Y no voy a consentir que ningún moro vuelva a decirme qué puedo o no hacer, cómo debo vestir o a quién debo rezar!
Se hizo el silencio. Aquel recordatorio, que todos conocían desde su infancia, había causado una honda impresión en los asistentes. El comes, enardecido desde su púlpito improvisado, continuó con la soflama:
—Nuestros padres nacieron entre estas murallas, nosotros nacimos entre estas murallas y nuestros hijos han nacido entre estas murallas… ¿Vamos a permitir que ese montón de carroña infiel nos arrebate la libertad? ¿Y la libertad de las generaciones venideras? ¡Yo digo no!
Al punto, resonó una voz de entre los congregados:
—¡No rendiremos la ciudad al emir! ¡Fiñana libre!
A aquella voz se unieron otras y luego otras más, hasta que la invocación se convirtió en un clamor unánime y enfebrecido al que era imposible negar una respuesta. Con intenso fulgor en la mirada y las palmas de las manos hacia abajo, Pedro reclamó calma, y el griterío se fue apagando poco a poco.
—Nos os preocupéis, amigos míos, ningún advenedizo me convencerá de que abra las puertas de esta ciudad a esa plaga de blasfemos. A partir de ahora, en mi mente solo existe una palabra, ¡resistir!
Una nueva y potente exclamación se elevó entre los concurrentes. Si su caudillo había decidido plantar cara a los invasores, no lo haría solo.
2
El comes se dejó caer pesadamente sobre un taburete en el jardín de su residencia. Bajo la frondosidad de una higuera centenaria, escudriñó el horizonte sumido en inquietantes pensamientos. Casi no había vuelto a abrir la boca desde que pronunciara la enardecida arenga a su pueblo una hora antes, encaramado a la almena. Sentía el peso de la responsabilidad en su conciencia y la tensión le oprimía la garganta.
Pedro Guzmán rondaba los cuarenta y cinco años. Era alto y de fuerte complexión, que acompañaba con una voz intimidatoria. Poseía un mentón vigoroso y una boca en permanente mueca de severidad, con el labio inferior ligeramente saliente, como se encuentra en la mayoría de los hombres acostumbrados a mandar. Vestía una túnica de lino amarfilada y cubría su cabeza con un gorro de fieltro rojo que ocultaba una espesa mata de pelo ya entrecano. Su figura emanaba un porte de egregia autoridad, pues no en vano pertenecía al más antiguo linaje de la población. Según sus propias palabras, Fiñana y sus primeros antepasados echaron juntos a andar cuando el nombre de Roma aún era admirado y temido en toda la ecúmene. Pero esos eran otros tiempos, sin duda más felices, en los que a buen seguro ninguno de sus corajudos ancestros tuvo que vérselas con un ejército tan formidable como el que se acantonaba al otro lado de los muros.
El cristiano se sobresaltó cuando las manos de Adela, su esposa, de pie detrás de él, se apoyaron sobre sus anchos hombros. No la había oído llegar. Volvió la cabeza y no pudo reprimir un respingo al observar la tremenda palidez de su cara. La asió por las muñecas para atraerla hacia sí con más fuerza y la besó con dulzura.
—¿Qué piensas hacer? —dijo ella en un susurro.
—No creo que me dejen demasiadas opciones donde elegir.
—Podrías negociar la paz con el emir.
—¡Bendita candidez la tuya, mujer! ¿Crees que ese reyezuelo ha movilizado a semejante ejército para presentarse ante las fortalezas rebeldes y solo arrancar tibios tratados de paz?
—No sé… —balbució un tanto cohibida—. La guerra no beneficia a nadie.
—Beneficia al que la gana —sentenció Pedro con rotundidad, y añadió—: Ese arrogante soberano cordobés no desea un acuerdo pacífico, lo que pretende es nuestra total sumisión. Tendremos que defendernos con todo aquello que Dios ponga a nuestro alcance para evitar el yugo de la esclavitud.
—De momento, lo más sensato es no precipitarse y rumiar una solución pacífica. Tú siempre has sido un hábil negociador.
—¿Negociar, Adela? ¿Y con qué he de negociar? ¿No pretenderás que entregue Fiñana en bandeja de plata?
—Podrías ofrecer el pago de algunos impuestos —sugirió con cierta aprensión.
—No pienso retroceder a una época denigrante que tanto nos ha costado superar. Esos salvajes descreídos nunca tienen suficiente, siempre quieren más y más —espetó, irritado—. Tú sabes que mi mayor empeño ha sido desterrar el abuso de los aristócratas árabes, que solo por su ascendencia se arrogan el derecho sobre la vida y posesiones de los hispanos. Empeño que finalmente se consiguió gracias al valor y arrojo de nuestra gente. —Pedro guardó unos segundos de silencio al recordar a los amigos muertos en combate. Luego, su rostro mostró una mirada pavorosa que dio mayor énfasis a las palabras que pronunció a continuación—: Y cuando ya creía que nos dejarían en paz, la pesadilla ha vuelto. Una pesadilla hecha realidad en forma de guerreros y caballos, flechas y alfanjes, con un único objetivo…, arrebatarnos la libertad.
La mujer entrecerró los párpados y suspiró hondo, mientras buscaba desesperadamente una alternativa que evitara lo que percibía en los ojos de su marido. ¡La guerra! Una guerra que ya había colmado de amargura su existencia.
—Quizá deberías convocar al Consejo…
—¿Al Consejo? —le cortó con suavidad—. No, esposa mía, al Consejo no. Ahora lo que necesito son hombres audaces dispuestos a luchar por sus familias y por este pueblo, no una caterva de ancianos medrosos que lo único que saben hacer es parlotear y parlotear.
—Pues entonces no te precipites y espera acontecimientos —repuso en un tono cercano a la súplica.
—¿Esperar? ¿A qué hemos de esperar?
—A saber lo que piden.
—Yo te diré lo que nos van a pedir, Adela: nuestra tierra, nuestro futuro y nuestra dignidad.
—¿Y cuál será el precio por mantener todo eso, Pedro? ¿Nuestra vida? ¿La vida de Gabriel, el único hijo que nos queda?
—El que sea necesario —contestó, tajante, y a continuación moderó el tono de su voz—: Sé que esto es duro para ti, pero no te aflijas. Dios nos mostrará el camino a seguir y cuidará de nosotros. Ten fe en él.
—¡¿Cómo te atreves a decirme que Dios cuidará de nosotros?! Te recuerdo que el año pasado perdimos a Fernando y a Nicolás cuando guerreaban bajo las órdenes de tu amigo Umar ibn Hafsún. ¿Dónde estaba Dios cuando mataron a mis hijos?
—Nuestros hijos murieron por algo en lo que creían, por algo en lo que tú y yo creemos. Murieron luchando por acabar con el desigual reparto de las tierras en beneficio de los árabes, los expolios indiscriminados y las contribuciones ilegales. ¡Fernando y Nicolás perdieron la vida defendiendo lo que consideraban justo! —declamó con apasionamiento—. Gracias a ellos y a otros muchos como ellos que batallan junto a Samuel[1], decenas de villas, aldeas, castillos y fortalezas han expulsado a esos malditos recaudadores de impuestos, recuperando su autonomía. Fiñana está en esa lista.
—No hay causa, por muy noble y honesta que sea, que pueda justificar en el corazón de una madre la pérdida de su hijo —rebatió, compungida.
—Ojalá Dios me hubiera elegido a mí en lugar de los chicos, bien lo sabes, Adela. Pero quién soy yo para cuestionar las decisiones del Todopoderoso. Él dispone y nosotros acatamos —argumentó con rotundidad y, a continuación, sentenció—: Estoy orgulloso de mis hijos fallecidos en combate y honraré su memoria peleando contra los sarracenos. Si no lo hiciera habrían muerto por nada. ¡Y no lo voy a consentir!
—Piensa en Gabriel, esposo mío. Solo tiene doce años.
—Eso hago, esposa mía. Eso es precisamente lo que hago…, pensar en Gabriel y en todas las almas de este bendito lugar.
El pecho de la mujer se agitó y sus pupilas brillaron antes de que le brotaran las lágrimas. En el momento que Pedro se disponía a abrazarla, el capitán de la guardia irrumpió en el jardín con gesto azorado.
—¿Qué sucede, Aurelio? —preguntó el líder cristiano adoptando al instante una postura marcial.
—Un embajador del emir se ha presentado en la puerta principal para solicitar una entrevista con el máximo representante de Fiñana. —El soldado cambió de forma deliberada el término «exigir», originalmente empleado por el diplomático andalusí, por el de «solicitar»—. ¿Qué debo responder, señor?
Pedro elevó su mirada plateada más allá de las murallas y observó el aterrador mosaico que se desplegaba en el valle. Luego miró a su esposa, que contenía el aliento mientras un destello de pesadumbre encendía sus grandes ojos pardos. Su cabello era oscuro y recio, y lo llevaba recogido en la nuca. Nadie diría nunca de ella que era bonita, pero a pesar de la crudeza de la situación sus facciones rebosaban ternura y bondad. En aquel instante sintió que la amaba más que nunca.
—No quiero que tomes una decisión definitiva hasta haber mantenido la entrevista con el legado cordobés —rogó ella.
El gobernante acarició con blandura las delicadas mejillas de Adela y le dedicó una tenue sonrisa. Después se giró en dirección al militar, que aguardaba inmóvil como una estatua de barro, y su semblante adquirió una expresión huraña.
—Le recibiré —dijo tras un largo mutismo plagado de incertidumbre.
—Me encargaré inmediatamente de transmitir tu voluntad, señor.
—¡Ah, Aurelio…!
—¿Qué más ordenas, comes?
—Trátale con respeto —masculló Pedro, hosco, y añadió arrastrando las sílabas—: Respeto que no merece ni uno solo de esos condenados hijos de Satanás.
La guardia abrió la puerta que daba al exterior y Sadún, el nuncio del emir entró con ademanes avasalladores. Era un eunuco de elevada estatura y bastante grueso, con una blanca y cuidada barba de chivo. La torva expresión de su mirada desprendía un carácter agrio y suspicaz, de esos a los que molesta hasta el vuelo de una mosca.
Al punto, cuatro fornidos soldados rodearon al enviado como mastines y se pusieron en marcha hacia el lugar establecido para la conferencia. Aurelio los precedía con gesto severo. Su mano derecha no dejaba de acariciar la empuñadura de la espada. La hostilidad se palpaba en el ambiente y la muchedumbre estaba nerviosa y asustada, por lo que no era descabellado pensar que algún exaltado pudiera cometer una estupidez.
El sol iniciaba su declive y dibujaba sombras caprichosas en las cúpulas y azoteas de la población. No volaban pájaros en el cielo y reinaba un brusco silencio. La gente se agolpaba a ambos lados del serpenteante camino que conducía a la alcazaba, situada en la parte más elevada de la fortaleza. Hombres, mujeres y niños observaban con fijeza a aquel singular personaje exquisitamente vestido, con los dedos atiborrados de anillos y el pecho cubierto de oros. La mayoría jamás había visto un eunuco, pero sí habían oído contar que se trataba de seres pérfidos y astutos a quienes les arrebataron cruelmente la virilidad en su más tierna infancia. También habían escuchado que algunos de esos castrados gozaban de un poder casi omnímodo en la corte de Abd al-Rahmán. Y todo lo que procedía de la lejana y exótica Córdoba, cuyo magnífico esplendor referían los viajeros en sus narraciones, ejercía un hechizante magnetismo entre los habitantes de Fiñana. Por el contrario, en ese día marcado por la zozobra, la extravagante pomposidad de Sadún solo provocaba odio y pavor.
Al cabo de unos minutos de lenta ascensión, el plenipotenciario empezó a sufrir los rigores del bochornoso clima. Su cara se volvió del color de la grana y numerosas gotas de sudor perlaban su ancha frente.
—¡Qué calor! ¿Es que no corre ni una mísera brizna de aire en esta tierra?
—Ya falta muy poco para llegar, emisario. Tras aquel recodo —dijo el capitán señalándolo con la mano— hay un pequeño repecho de unos ciento cincuenta pasos, y al final del mismo está la alcazaba.
—¡Por Allah que nunca he echado tanto de menos a mi caballo!
—Si lo deseas, puedo hacer que te traigan una montura, aunque no estoy seguro de disponer de alguna digna de tu grandeza —repuso Aurelio con velada ironía, habida cuenta de la enorme corpulencia del emasculado.
—No será necesario, soldado. ¡Prosigamos de una vez! —farfulló entre angustiosos resoplidos.
Cuando llegaron a la entrada de la fortificación, los dos centinelas se cuadraron en cuanto reconocieron a su superior, mientras un tercero abría el enorme portón con una pesada llave de hierro. Los goznes chirriaron simulando un desagradable quejido, lo que propició una mueca de disgusto en el abotargado semblante de Sadún.
El reducido cortejo atravesó la explanada de la alcazaba con parsimonia. Desde una de las torres rectangulares del recinto, una musculosa silueta los observaba fijamente. De pronto, el castrado alzó el cuello y no pudo evitar un ligero hormigueo en el estómago cuando sus ojos se toparon con los de aquel hombre enigmático.
—¿Quién es? —le preguntó a su escolta moviendo la cabeza en dirección al hierático vigía.
—Nuestro caudillo —respondió el militar, orgulloso.
—Te equivocas, cristiano —le rectificó con arrogancia—. Tu caudillo no está en ese torreón, sino descansando en el interior de una jaima frente a estos murallones. ¡Tenlo muy presente si deseas conservar la vida!
Aurelio ahogó un improperio y se mordió los labios con fuerza. Su superior le había ordenado que tratara al enviado cordobés con respeto, y aunque ese montón de grasa merecía que le rajara como a un cerdo el día de San Martín, cumpliría el mandato.
Ingresaron en un largo corredor iluminado por las mortecinas llamas de unos hachones, dispuestos cada cinco pasos sobre unas paredes sobrias y gruesas. El eco de las pisadas de la comitiva reverberaba en el aire de una forma extraña, como si anticipara con su disonante melodía las palabras de horror y muerte que a continuación se pronunciarían en una de aquellas estancias. Subieron con lentitud por unas escaleras de piedra fría y grisácea, contemplando con indiferencia la austera ornamentación del edificio. Aparentemente no había nadie en las galerías ni en los salones, pero decenas de ojos escrutaban al dignatario desde los enrejados. Luego desembocaron en otro pasillo, pero, a diferencia del anterior, este sí tenía ventanas, y aunque pequeñas y estrechas, la luz que entraba por ellas le confería un aspecto menos lúgubre. Al doblar la esquina, Aurelio se adelantó ligeramente y dio dos golpes secos en una puerta de roble macizo con remaches de bronce. Entró sin aguardar contestación. Era la sala noble de la fortaleza, donde el comes pasaba audiencia.
—El embajador de Córdoba —anunció el capitán con un tono desprovisto de solemnidad.
Pedro hizo un gesto de asentimiento.
La oronda figura de Sadún irrumpió en la habitación con la cabeza erguida y andar resuelto, evidenciando claras muestras de altivez. Tomó asiento sin esperar a ser invitado, y sus labios se curvaron cuando reconoció al insolente cristiano que le había escudriñado con osadía desde la torre. El rictus de su boca expresaba rabia y desprecio.
—Antes de hablar, árabe, has de saber que en Fiñana garantizamos la seguridad de los mensajeros y los tratamos con respeto… El mismo respeto que a su vez esperamos recibir de nuestros invitados —aclaró el anfitrión a modo de sutil advertencia, y añadió—: Admiro tu valor por haberte presentado aquí sin tu escolta personal.
El eunuco inclinó levemente la cabeza.
Bastó un breve ademán de Pedro para que el oficial abandonara la estancia, y los dos hombres quedaron a solas.
—Bien, escucharé lo que tu soberano te ha ordenado decirme —le apremió, expectante.
—Seré breve. Si valoras la vida y no deseas que tu gente sea aniquilada, abre de par en par las puertas de este lugar y ríndelo incondicionalmente al emir.
Ambos se mantuvieron la mirada, al igual que dos lobos cuando se cruzan en el calvero de un bosque, desafiándose sin llegar a enseñar los dientes.
—¿Nada más? Pensé que esta negociación iba a ser más complicada —repuso el cristiano con sorna.
—Además —retomó su amenaza Sadún haciendo caso omiso a la sarcástica contestación—, deberás entregarnos cargados de cadenas a los partidarios de Umar ibn Hafsún, que sabemos se esconden como ratas inmundas en esta fortaleza. Serán degollados públicamente, como el resto de insurrectos y traidores al emirato, y servirán de ejemplo a aquellos que en el futuro estén dispuestos a desafiar la autoridad de Córdoba y el mandato de Allah. Después, entregarás las armas de tu milicia a una guarnición andalusí y jurarás fidelidad a nuestro soberano.
»Se reinstaurará el pago de impuestos como el zakat, la yizya y el jaray. La voz del muecín llamando a los fieles a la oración volverá a oírse desde el alminar cinco veces al día. El cargo de amil será restituido en Fiñana y lo ostentará alguien designado por mi señor. Y con respecto a ti, Pedro Guzmán, puedo garantizarte que si respetas tus compromisos mantendrás la dignidad de comes. Si por el contrario la insensatez preside tu juicio y nos obligas a atacar, arrasaremos este bastión y no dejaremos piedra sobre piedra.
»Ante tus murallas se despliega el ejército más grande del orbe, tan gigantesco que la tierra se estremece bajo sus pies y los campos, huertas y alquerías agonizan a su paso para dar de comer a los soldados. Martos, Monteleón, Guadix y un sinfín de plazas más ya han caído como fruta madura en nuestras manos. En esta asaifa no habrá aldea, castillo o fortificación que se nos resista desde Murcia hasta el al-Bahr al-Muhit. Con la ayuda del Único, al-Ándalus será reunificado y crecerá más fuerte y poderoso que nunca, y Córdoba se convertirá en la madre de todas las ciudades del islam.
»Te conmino a que rindas Fiñana y la entregues a nuestro control. La supervivencia o el exterminio de tu pueblo dependen de la decisión que tomes ahora. ¿Cuál es tu respuesta?»
Un alargado mutismo se adueñó de la sala mientras cada uno rumiaba las consecuencias de lo que vendría a continuación. Aquellas palabras habían caído como saetas afiladas sobre el comes, que sintió una punzada de puro odio en las entrañas. Su mirada se desvió al costado de Sadún, donde se ceñía un puñal en una funda de oro recubierta de gemas. La tentación de rebanarle el pescuezo como a un carnero le atraía. Rogó a Dios que le enviara una señal de sus designios y contuvo la respiración. El silencio fue la respuesta divina. Tras unos segundos de vacilación, la cordura se impuso al ardor asesino y con paso calmo se dirigió hacia la ventana.
—Percibo en tus ojos el tormento de la duda, Pedro Guzmán, cuando la decisión a tomar es palmaria —manifestó el eunuco—. No te engañes con fútiles esperanzas y victorias imposibles. Piensa en el mañana de tu gente.
—En estos tiempos que nos ha tocado vivir, el día de mañana es algo incierto.
La lacónica respuesta quedó flotando en el aire, ambigua, difícil de calibrar. El cristiano observó desde su privilegiada ubicación la panorámica tan distinta que se extendía a uno y otro lado de la fortaleza. En el interior, los comerciantes se afanaban en desmontar sus tenderetes, los artesanos cerraban los talleres, los visionarios pregonaban la llegada del apocalipsis y los mendigos deambulaban por las calles con el desasosiego reflejado en la mirada. Solo los soldados permanecían firmes en sus puestos. Extramuros, una bestia hambrienta disfrazada de hueste descomunal se preparaba para devorar a la minúscula Fiñana. De sus inmensas fauces, forjadas por miles de picas, mazas y cimitarras, surgía el poderoso redoble de la muerte que hacía temblar el cielo y la tierra. Sus ojos ensangrentados, como dos hogueras en la mismísima puerta del infierno, escrutaban sin el menor atisbo de piedad a la próxima víctima de Abd al-Rahmán.
Pedro miró a su alrededor y, por un instante, dudó del lugar en el que se encontraba. Era como si regresara de un largo viaje en el tiempo. Un viaje que le transportó a un pasado de sumisión que le asfixiaba, que le consumía por dentro. El doloroso recuerdo le rasgó el alma, y clavó sus gélidas pupilas en aquel arrogante desnaturalizado que había amenazado a su pueblo con la aniquilación. Y entonces fue más consciente de todo cuanto le rodeaba.
No le sobrevino el temor.
Había tomado una decisión.
—Fiñana no se rendirá.
—¡¿Cómo dices?! —exclamó Sadún con voz chillona, mientras su cara reflejaba una mezcla de sorpresa e irritación.
—Dile a tu amo que estamos muy cómodos en nuestra población. La preferimos tal y como es ahora, sin pagar tributos abusivos y humillantes, sin muecines berreando de la mañana hasta la noche y sin inclinar la cerviz ante un infiel altanero. De modo que, si tanto la desea, que venga a por ella.
Turbado por la estupefacción, el castrado se levantó de golpe y sus blandas carnes se removieron temblorosas. Excitado y fuera de sí, profirió, casi desgañitándose, una terrible amenaza:
—Esta absurda entrevista ha terminado. Pagarás muy cara tu osadía, cristiano. ¡Por Allah que no habrá más parlamentos y será el idioma de la espada lo que ponga fin al conflicto!
[1] Samuel: nombre cristiano que adoptó el rebelde muladí Umar ibn Hafsún cuando se bautizó en el año 899. Su esposa también se convirtió al cristianismo y lo hizo con el nombre de Columba.