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Primera edición: octubre de 2018


Copyright © 2018 Silvia Hernández Sancho


© de esta edición: 2018, ediciones Pàmies, S. L.

C/ Mesena, 18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-98-8

BIC: FRD



Diseño e ilustración de cubierta: Calderón Studio

Fotografía: Shutterstock



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






A Agustín, el amor de mi vida.

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

El después

Epílogo

Agradecimientos

Contenido extra

Prólogo

Fue mi padre el que me dijo: «Daniel, la vida no es más que una sucesión de saltos. Hacia delante y hacia atrás, hasta lo más alto y hasta tocar fondo. Los más pequeños ni los sentirás, pero los otros, los que importan, pueden llevarte directo al éxito. No tengas miedo a la caída. No te dejes dominar por el vértigo. Salta a lo grande, como los valientes. Salta aunque tengas que hacerlo con los ojos cerrados».

Él cerró los suyos poco después y yo guardé esa lección como un tesoro, la convertí en una ley con la que gobernar mis pasos.

Ser su hijo no siempre fue fácil. Si para todos los niños su padre es un héroe, el mío era un superhéroe. No le faltaba ni la capa. Era un adalid de la justicia, ampliamente laureado, con un largo séquito de seguidores a sus pies. El Juez Dredd a su lado habría resultado un don nadie; como mucho, un simple oyente de sus clases magistrales. Era un líder respetable y respetado, solucionador de conflictos, azote del crimen… Y a mí me tocó ser el único descendiente de semejante supermán. Supongo que comprenderéis que no tuve más remedio que desarrollar mis propios superpoderes.

De él heredé la formalidad, la lealtad a los míos y los ojos verdes. Sus enseñanzas me ayudaron a ser constante, a no rendirme antes de luchar y a llevar el respeto y la educación como forma de vida. La locuacidad también es de su cosecha, aunque, con sinceridad, sé que nunca seré tan buen orador como él. En cambio, yo rara vez presento un rictus serio o preocupado, soy capaz de relajarme si es necesario y, cuando canto, no llueve.

En general, me considero una persona bastante sencilla, pese a que mi carácter y mis gustos no sean simples. Si pudiera elegir mi epitafio, sería: «Aquí yace un hombre que consiguió ser feliz». No aspiro a más. Ni a menos, por supuesto. Sin embargo, detrás de esa sobriedad se esconden muchos matices. Me gusta que los demás se apoyen en mí, pero no ambiciono ser la muleta de nadie. Procuro ser bueno, pero no tonto. Admiro la elegancia y el refinamiento, pero me cautiva la naturalidad. Soy orgulloso, pero me lo trago sin pudores si la causa lo vale. Odio las mentiras, pero me gano la vida como abogado.

Durante muchos años me afané para sostener el equilibrio entre mis matices y para que lo de ser el hijo de un supermán fuera solo un antecedente. Trabajé duro, me gané a pulso un nombre delante de mi apellido y un estatus que estaba muy cerca de mis metas. Cuando me hicieron socio del despacho, me compré un Porsche. Con un par. Sentir las llaves en la mano fue la confirmación de que, con esfuerzo, los sueños dejan de serlo para convertirse en realidades.

Puede parecer una frivolidad elevar a la categoría de quimera algo inanimado, pero para mí ese coche era más que un medio de transporte. Era un símbolo. En la habitación que todavía tengo en casa de mi madre hay decenas de pruebas sobre ello. Pósteres, recortes de revistas, maquetas, reproducciones a escala… Gran parte de mi infancia la dediqué a acumular información automovilística, a aprenderme estadísticas y listados eternos de equipamientos, a soñar con que un día yo conduciría uno, como el que sueña con llegar a la luna o convertirse en pívot de la nba. Muy pocos lo logran, y yo fui uno de ellos.

Podría decir que sentí que la vida me sonreía, que toqué techo al hacer balance y descubrirme bien establecido y con un futuro prometedor aún por disfrutar. Me encontré en paz a pesar del legado heroico que sostenían mis hombros… hasta que me topé con mi kryptonita.

Fue un 24 de julio, no se me olvidará fácilmente. Estaba en el despacho cuando Asier, uno de mis mejores amigos, me llamó.

—Hola, tío. ¿Cómo va todo? ¿Sigues por Madrid o ya te has ido de vacaciones?

—Sigo por aquí —dije con desgana; aparté los dosieres que cubrían parte de mi escritorio y apoyé los codos—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Necesitas algo?

—Esta vez no. Solo te llamaba porque me apetece verte.

—¿Te estás poniendo romántico?

—Calla, mamón. —Rio—. Ya sabes a lo que me refiero. Desde que he vuelto no hemos podido echar un buen rato por culpa de… —Carraspeó.

—De tu inclinación a tomarte todo a la tremenda —terminé la frase por él.

Asier era tan buena persona como intenso. Con él no había medias tintas. Para bien y para mal.

—Sí, vale, como quieras llamarlo. El caso es: ¿te apetece venir a la sierra? Nos podemos tomar algo en plan tranqui o pillarnos la curda del siglo, lo que nos pida el cuerpo. Aquí arriba vale todo. Te aseguro que este sitio es alucinante. Me está cambiando la vida.

—Ya… ¿Cómo dices que se llama?

—El camping de…

—No. Ella.

Asier volvió a reír.

—Se llama Lara.

—¿Acabas de suspirar?

—¿Por qué no te vas a tomar por el culo?

—Porque sigo siendo estrictamente heterosexual. Si alguna vez me da por replanteármelo, ya te aviso.

—Claro, tío. Te diseñaré una página personal para que lo anuncies a buen precio. Por poco más, te puedo gestionar el perfil de Grindr.

Me reí muy a gusto. Ese era mi amigo, y no el que había visto la última vez en el despacho de su abogado. Los problemas legales que acarreaba desde su estancia en Osaka eran el peor souvenir que pudo haber encontrado.

—Bueno, qué, ¿te vienes? —insistió.

Hice girar mi silla y miré a través del ventanal del despacho. La calzada estaba infestada de coches; las aceras, de viandantes apresurados, los edificios engullían el paisaje, Madrid ardía. No tardé demasiado en aceptar.

Conduje hasta la sierra con la única idea de reencontrarme con mi amigo, en el sentido más amplio de la palabra. Habíamos sido inseparables durante más años de los que ya entonces me apetecía reconocer. Incluso llegamos a compartir piso los últimos cursos de la universidad. Ni siquiera nuestros casi incompatibles mundos laborales consiguieron distanciarnos. Pero justo en ese momento estábamos más lejos que nunca. Él tenía demasiado encima para ocuparse de nada más, y yo le respeté, como suelo hacer con las decisiones de las personas que me importan, aunque no las entienda.

Le encontré esperándome en el control de acceso del camping con una angelical rubia al lado, la misma que poco más de un año después se convirtió en su esposa. Si alguien me lo hubiera advertido aquel día, no me habría sorprendido. Lo que fluía entre ellos era visible, tangible, tan auténtico como cierto.

Me dieron envidia insana. Ellos tenían lo que a mí me faltaba para terminar de redondear mi vida: el amor de verdad, el que convierte a dos amantes en cómplices. Asier y Lara lo derrochaban a cada gesto que se dedicaban, y me irritaron tanto que me limité a ignorarlos, centrándome en la belleza que me había dado la bienvenida con un beso que tardó un buen rato en dejar de hormiguearme en los labios. La misma que les hizo a ellos escupir y blasfemar, y a mí llorar de risa. La mujer del culo hipnótico, del escote generoso y la lengua viperina. La inventora del descaro. La que me dio cobijo en su cama y una de las mejores noches que había disfrutado hasta el momento. Natalie en estado puro. Sin palabras.

Así me dejó. Mudo de placer y satisfecho a unos niveles que estaban a años luz de corresponderse con un simple polvo. Allí, en esa cabaña en medio del monte, nació algo indescriptible, inexplicable e irremediable. Y no solo lo percibí yo. Sé que ella lo vivió con la misma intensidad, porque se lo vi en la cara, lo escuché en sus gemidos y lo palpé en cada centímetro de su carne. Conectamos. Vaya que si lo hicimos… Creamos un extraño vínculo que, al despertar, solo pareció permanecer en mí. Ella no quiso darme ni su número de teléfono.

Me enfadé. Bastante más de lo que correspondía para tratarse de una persona que había conocido hacía unas horas. No dije una palabra al respecto, pero la mirada que le dediqué habló por sí sola. Natalie reculó un poco, sugiriendo que podía volver a visitarla antes de que la temporada acabara, pero a mí no me sirvió de atenuante.

—No entra en mis planes convertirme en un semental a domicilio.

—No te mosquees —me dijo con una mueca de disculpa—. No es por ti. Es que yo… hago así las cosas.

—Pues suerte con el siguiente.

Me marché sin añadir nada más. Y me prometí a mí mismo que seguiría buscando esa conexión cómplice donde fuera necesario. Y cumplí con mi promesa. Y, trece meses después, volví a encontrarme con ella.

1

Candy eyes

Érase una vez un abogado respetable y muy cañón que conoció a una loca.

Uf, qué birria de comienzo. A ver, dadme un segundo, por favor, creo que puedo hacerlo mejor.

Érase una vez una loca a la que le presentaron un abogado respetable y muy cañón que, por azares de la caprichosa providencia, se convirtió en inaccesible. Aunque, claro, eso de primeras no fue un problema para la audaz damisela, pero luego sí, porque el funesto encantamiento que la tenía retenida…

Bueno, mirad, ¿sabéis qué os digo? Que mejor lo dejo. Es inútil intentar disfrazar esta historia de cuento. Yo tengo la virtud demasiado corrompida como para considerarme una doncella, y las hadas siempre me han parecido una panda de repipis. La nuestra es una historia tan real como… como… como que el sol sale por el este y se pone por el oeste. ¿O era al revés? Da igual, el tema es que todo lo que voy a contar de ahora en adelante es tan cierto como… como… como que me llamo Natalie Díaz Prado y no se me dan bien las comparaciones.

Mis amigos me llaman solo Nat.

Para vosotros, «señora Díaz», que todavía no hay confianza.

Hechas las presentaciones, supongo que ahora me toca explicar cómo empezó este follón, ¿verdad? No sé a vosotros, pero a mí es la parte que menos me suele gustar, así que seré breve.

Todo comenzó el primer verano que trabajé en el camping. Me pasé más de tres meses entre pinos en la sierra de Madrid, tan a gusto, sin imaginar que Lara y Asier iban a pegarme el virus de la ñoñería.

Para los que no sepan quiénes son Lara y Asier…, ¿en qué mundo vivís?

No, fuera bromas, ya os lo explico yo: ellos son mis amigos. Los conocí en el camping del que os hablaba. Lara curraba en la recepción y se revolcaba con Asier, un profe de tenis, en la choza que las dos compartíamos. Debo reconocer que pasaban fuera la mayor parte del tiempo, pero los tuve que aguantar un par de veces, y todavía me dan retortijones cuando me acuerdo.

Asier, además de un tío muy grande, es amigo de Dani, el abogado cañón. Un buen mozo que apareció una noche por el camping y desapareció, bastantes horas después, llevándose una jugosa ración de lo que le ofreció una servidora. Que fue mucho y bueno. Quizá, demasiado bueno.

A eso le eché la culpa de mi encaprichamiento espontáneo: a lo bien que se nos había dado para ser nuestro primer encuentro. No fue normal. Como tampoco lo fue que los meses pasaran, la vida siguiera y su recuerdo todavía me atormentara en las noches solitarias.

Por él hubiera hecho una excepción a mi regla más sagrada y habría repetido de mil amores, pero no regresó al camping y, poco después, se echó novia, el muy idiota. Una de esas ultramajas y presentables, discretita, con las piernas muy largas, supermona…, un asco de tía. Su Instagram se convirtió en mi mazmorra de tortura. Yo no podía querer tener una relación, de verdad que no, pero tampoco podía evitar sentir curiosidad por cómo sería relacionarse con un hombre como Dani.

Él era la némesis de los tipos que había conocido íntimamente. Era un distinguido caballero que conducía un Porsche. Era un asesor legal de empresarios fetén, de esos que siempre llevan el esfínter encogido. Era un galán, era un señor y era un dios en la cama. Con solo veintiocho años. Un crack, el tipo. Lo que yo os diga.

Cuando me lo volví a encontrar, ya había cumplido los veintinueve, y…, madre mía, cómo le sentaban.

La naturaleza lo había bendecido con una cara digna de cantarle una saeta, y el tiempo se la había esculpido hasta afilar su mandíbula y su mentón. Estaba más delgado, sus rasgos se habían endurecido, pero sus ojos seguían siendo igual de tiernos. Candy eyes. Redonditos y esmeralda. Unos caramelos de eucalipto, picantes y dulces en la misma proporción. Lucía una barba de tres días que apenas oscurecía sus mejillas y llevaba el pelo más corto. Muy formal. Un hombre moreno, hecho y muy derecho, que había conseguido carbonizarme las bragas solo con saludarme con un movimiento de cejas.

He de advertir que normalmente no era tan seco para los saludos; fui yo la que no le di margen para más. En cuanto me pilló mirándole, me apresuré a huir cual comadreja hasta una de las carpas blancas que habían instalado en la zona de acampada libre del camping.

No me reconocí a mí misma. Con lo que yo había sido… Cuando nos presentaron el verano anterior, le besé directamente en la boca. Apretao. Poco más de un año después, estaba rezando por lo bajo para que aparecieran los cuatro jinetes del Apocalipsis y me llevaran con ellos. Tenían pinta de montárselo bien. Y de parar en garitos donde los abogados con novias supermonas ni pisaban.

—¿Quieres dejar de pellizcar los pétalos?

Lara me quitó de la mano su ramo de flores silvestres y se recolocó la diadema a juego sobre su melena rubia.

Iba hecha un cuadro, pero no se lo dije. Ella ya sabía lo que me horripilan el blanco y las bodas, y como era su día especial y blablablá…, pues me callé.

Lo que no pude silenciar fue lo que pensaba en sí del hecho de que se fuera a casar con el tarado de Asier, unos meses después de haber vuelto y con veinticuatro años casi recién cumplidos.

—Debería lanzar tu ramo a una hoguera, meterte en el primer coche que pillara y conducir hasta la frontera. ¿Tú te lo has pensado bien?

—Más que bien.

—Pero, nena…, eres demasiado joven. Y si más adelante te das cuenta…

—Nat. —Fijó sus ojos ilusionados en los míos—. No estoy segura, estoy segurísima. Es él. —Sonrió y…, puaj, se le salía el puto amor por las pupilas—. Ahora haz el favor de comportarte, darme un beso y sentarte en tu sitio. Vamos a empezar enseguida.

—¿Que me siente, dices? —Solté una carcajada—. De eso nada. Yo os espero en el bar, como se ha hecho en las bodas toda la vida.

—Tú te sientas en el lado de la novia, que para eso eres mi amiga, ¡y punto!

—Venga, mujer, ¿qué más te da? Seguro que la gente lo graba… Luego ya me enseñáis el vídeo…, si eso.

Lara levantó los dedos índice y corazón delante de mi cara y se inclinó.

—Tienes dos opciones: o te sientas en mi lado o te sientas en el de Asier. Bueno, en el de Asier mejor no, que Dani ha venido muy guapo. —Se guardó el dedo corazón y me señaló—. Como se te ocurra ventilártelo durante mi boda, te degüello. ¿Estamos?

—Mis ganas morenas. —Me reí—. No he visto todavía a la Barbie, pero no creo que ande muy lejos.

Mi amiga sonrió.

—Últimamente no le has cotilleado el Insta, ¿verdad?

—No, ¿por?

—Perdonad, chicas —dijo Anita, la cuñada de Lara, asomándose al interior de la carpa—. ¿Estás lista, cariño?

Lara se iluminó antes de asentir, cogió aire despacio y salió al encuentro de su padre, que esperaba para acompañarla hasta el altar. No le vino mal tener un brazo donde agarrarse. Os juro que la vi tan feliz que temí que saliera volando.

2

Instagram

La boda fue… pues… una boda. La gente dice cosas, algunos lloran, luego los novios se dan un beso y, hala, todo el mundo a ponerse ciego a costa de los padrinos.

En el banquete campestre los más allegados siguieron con los discursos. Por lo visto, Dani dio uno superemotivo, pero me lo perdí: estaba evacuando los tres litros de cerveza que ya me había metido en el cuerpo. Para ser tan pequeña, aguanto como una campeona. Es la baza secreta que utilizo en todos los concursos de chupitos.

Bailé con los novios, eso sí, que yo también puedo ser superemotiva si me lo propongo.

Los cogí por banda a los dos cuando empezó a sonar reguetón y me puse en medio. La abuela de Asier se santiguó un par de veces al ver mis movimientos de twerking, pero, gracias a mi actuación, el vídeo de la boda tuvo mucho éxito en YouTube.

Era ya casi de noche cuando los recién casados se marcharon. Los muy sinvergüenzas se fugaron, aprovechando que yo estaba en el almacén robando alpiste para hacer más destornilladores. Tenía intención de irme con ellos. Me daba igual que fuera su luna de miel. Al día siguiente volaban a Fiyi. ¡A Fiyi! Si alguna vez me pierdo, buscadme en un lugar con playa. Estaré en el chiringuito de turno casi seguro.

Lara entonces no lo sabía, pero, después de Fiyi, no iban a volver a Madrid. Asier le había preparado una escapada sorpresa a San Francisco. Eran tan ñoños… De arcada fuerte, en serio.

Yo maldije sus estampas con los puños en alto cuando me enteré de que habían huido, juré al cielo que nunca más iba a pasar hambre —me encanta Escarlata, se siente— y seguí de fiesta. Lo que no reconoceré ni hasta arriba de absenta es que con los destornilladores brindé internamente por la salud de la unión de mis amigos, para que fuera de verdad eterna.

El rato de después lo tengo un poco turbio. Sé que canté y bailé subida en alguna mesa y encima del padrino… Vamos, lo normal. Y también sé que andaban cerca Javi, el socorrista; Fabián, el del súper, y Gregorio, el gerente del camping. Pero no me acuerdo de más. Lo siguiente que conservo en mi memoria son sus ojos de caramelo.

Me vigilaban a un par de pinos de distancia, desafiantes… Me tuve que hacer la loca, que se me da muy bien, y fingir que iba al baño. En realidad, me quedé en la esquina del entoldado que ocultaba los inodoros portátiles y me aseguré de que lo que había visto en el Instagram de la Barbie era real y no un producto de mi perturbada imaginación.

—Natalie, hija, ¿no tienes frío? —me preguntó la madre de Lara, mientras apretaba los muslos con fuerza e intentaba alcanzar el aseo al mismo tiempo.

Me recordó a un pingüino y sonreí.

—Ni pizca, Inés. Llevo la calefacción central a tope desde el último chupito.

—Deberías ponerte una chaqueta. Y dejar de beber un rato.

—Lo mismo digo, que el Baileys no tenía ningún agujero, ¿eh?

Inés me sonrió con complicidad y consiguió llegar al aseo sin manchar la Tena Lady. Me lo dijo ella misma al salir, muy orgullosa. Me despedí de ella alabando su suelo pélvico, sin despegar la vista de la pantalla de mi móvil.

Joder. Era real. Lo habían dejado. Era tan real como… como… En fin, lo era, creedme, y sanseacabó.

Lo ponía bien clarito en el texto que acompañaba a la foto del atardecer:

«Todo lo que empieza tiene un final, pero el sol siempre vuelve a salir.
#Despedidas #NuevosComienzos #Libre #SingleLady #Freedom #Blessed».

(Cuidado, que poto).

Debajo del texto había un montón de mensajes del estilo:

«No te preocupes, tía, tú vales más».

«Jo, tía. Qué fuerte, tía. Me dejas muerta, tía».

«Eso es que alguien mejor te está esperando, ya lo verás…, te lo juro por Snoopy, tía».

¿Veis cómo ella y yo éramos superdiferentes? A mí también me habían dejado, y no me dio por divulgarlo en redes sociales. De hecho, solo me abrí la cuenta en Instagram para cotillear a la Barbie y para tener controlados a un par de actores porno. Al final, la terminé cerrando. La de Xander Corvus era droga… dura. Je. Je. ¿Lo habéis pillado? Guiño, guiño… Bueno, vale, ya paro.

¿Dónde me había quedado…? ¡Ah, sí! Estaba en la esquina del entoldado, con el móvil en la mano, convenciéndome de que Dani había vuelto al mercado de solteros. Vale, pues… revisé la prueba que me lo confirmaba por última vez, guardé el aparato en mi bolso y me fui muy sonriente hacia la fiesta.

Me tuve que dar la vuelta, porque se me había olvidado hacer pis.

Ya que estaba, me repasé un poco el maquillaje de los ojos, que andaba en medio de la delgada línea que separa el smokey del scary, y me atusé los cuatro pelos morenos que me había dejado el último encuentro con mi peluquera.

Ay, mi peluquera… El día que la pille sola, se le van a quitar las ganas de volver a coger una tijera en su puta vida.

Me gusta llevar el pelo corto. Parecerme al niño del pijama de rayas, no. Por mucho que tiraba de mi supuesto flequillo, este no pasaba de la mitad de la frente. Tampoco es que quisiera el tupé de Tony Manero, pero, la Virgen, aquello era impeinable… Desistí. Me recoloqué el género dentro del push-up y estiré mi vestidito lencero negro de tirantes. (Nota para Lara: volvemos a estar en paz. Conseguí salir en camisón en casi todas las fotos de tu boda. ¡Ñiaaajajaja!).

Regresé a la fiesta con un único propósito: encontrar al hombre de los candy eyes y no soltarle hasta ponérselos en blanco en algún rincón del camping. No lo conseguí. Tenía un karma muy mal follado.

Después de un largo rato de búsqueda, descubrí que se había ido. Su Porsche ya no estaba en el aparcamiento. Solo había dejado un par de huellas de rodaduras y cantidad de polvo. Como el que me hubiera gustado pegarle a mí… Anda, ¡una comparación! Y me tiene que salir cochina… Subconsciente malo…

Desanduve mis pasos hacia la zona de las carpas, arrastrando los pies por la gravilla con un bajón de campeonato. ¿Quién me había mandado ir a cotillear el Insta de la pija? ¡Si ya me había enterado a la primera de que por fin tenía vía libre! Por incrédula, me quedaba sin chulazo.

Suspiré dramáticamente y pateé un par de piedras con todas mis ganas. La primera rebotó en un arbusto. La segunda, en el tobillo de Javi, el socorrista.

—Siempre que salgo contigo, termino lleno de cardenales —protestó, frotándose con energía la pierna maltrecha.

—Pero ¿y lo bien que te lo pasas?

—Eso sí. —Se bajó la pernera del pantalón y se incorporó para preguntarme—: ¿Tú en qué coche te vas?

—Yo duermo aquí hoy.

—Ya, me lo has dicho antes. Me refiero a ahora.

Le miré bizqueando. ¿Ahora? ¿Cómo que ahora?

—No te entiendo, Javi. Haz el favor de hablar en cristiano.

—Que nos vamos de bares al pueblo de al lado. La mitad de la peña se ha largado ya.

—Ah, pues… me da igual con quién irme. Donde haya un huequito, me meto.

—Entonces con Fabián y conmigo. No es el Porsche de tu amigo, pero él se ha pirado el primero. Le estaban picando los mosquitos al marqués. —Rio.

Me abalancé sobre él, le pegué un puñetazo en el hombro y le señalé con el dedo.

—Para ti, «señor marqués». Y dile a Fabián que se dé prisa… ¡Que corra! ¡Ya!

3

Eco

Fabián y Javi me dejaron en la puerta del mismo pub donde Asier celebró su vigesimoctavo cumpleaños y se fueron a aparcar. Yo llevaba tacones. Y una prisa tremenda por localizar al abogado.

El local era uno de esos antros donde la gente de bien entra con miedo a que un conocido los vea. Estuco ocre en las paredes, barra pegajosa y ventilación inexistente. La carta de bebidas era tan limitada como el espacio en los aseos, y la concurrencia solía estar formada por los adolescentes del pueblo y algún universitario perdido, matriculado en letras casi seguro. Los listos no pisaban ese tipo de tugurios.

Yo olvidé allí el último curso de filología por culpa de una borrachera con aguardiente casero, pero, bueno, Sanidad no lo había cerrado; por algo sería. Quizá porque estaba en el fin del mundo… Que Dani estuviera allí metido era como poner una taza de porcelana en un cumpleaños infantil: quedaba supermono, pero era imposible que su integridad siguiera intacta.

Eso me propuse yo por lo menos: desintegrizarle hasta que no le quedara ni gota. De integridad, me refiero. Tampoco era cuestión de deshidratar al muchacho.

Con Sia cantando lo mucho que le gustaban las emociones baratas, me abrí paso hasta la barra, donde reposaba su codo con estilo. A ver quién le despegaba… Aparté con un ágil movimiento de cadera a la aldeana que trataba de arrimársele por la izquierda y sonreí mucho.

—¿A qué vas a invitarme? —pregunté echando la cabeza atrás; me sacaba como medio metro.

Dani se inclinó un poco, para no dar voces como una servidora, y su boca risueña contestó:

—A nada.

A mí me pareció suficiente como charla preliminar. ¿Para qué más?

Le habría cogido tan ricamente de su camisa blanca, habría tirado hasta bajarle a mi nivel y le habría comido esa boca tan apetecible de mil amores…, bajando las manos inmediatamente hasta su magnífico culo, que con los pantalones negros de pinzas estaba como para sacarle un molde de escayola y exponerlo… ¡en la Puerta del Sol! No sabe Manuela Carmena el pelotazo que pegaría el turismo.

En vez de comérmelo, tonta de mí, seguí dándole palique. Debieron de ser los nervios. Y que hablo por los codos, eso también.

—Venga, no me seas roñoso. Saca tu carterita de Versace e invítate a algo.

—¿Y por qué tiene que ser de Versace? —preguntó sin perder la sonrisa.

—Porque pega con tu Porsche. —Me inventé.

—Pues es de Tommy Hilfiger.

—Pues te toca cambiar de coche.

Con esa gilipollez le saqué la primera carcajada. Me sentí genial. Verle reír era una delicia. Su cuerpo se destensaba, sus facciones se volvían traviesas y el sonido que le brotaba era tan libre que me reverberaba dentro. Conseguía hacer eco en rincones de mi interior que llevaban vacíos demasiado tiempo.

La Virgen, qué cursi me pongo… ¡No te lo perdonaré jamás, Carmena!

Me giré hacia la barra para pedirle al chaval que había detrás un ron con Sprite. Dani pidió una botella de agua, sacó su cartera Hilfiger y pagó caballerosamente. Le di un buen trago a la copa, arrimándome a su cuerpazo; traté de dejar claras mis intenciones.

—Bueno, dime, ¿cómo quieres que te devuelva el favor? —pregunté, bajando un par de octavas el tono de voz, mirándole como una seductora, con la boca entreabierta… Solo me faltó levantar las cejas un par de veces y arrearle con el codo.

Él apoyó el suyo de nuevo en la barra, porque era un valiente, y se humedeció los labios.

Yo también.

—Creía que estabas rehuyéndome.

—Y yo, que seguías teniendo novia.

Sus ojazos verdes se abrieron un poco más de la cuenta.

—Ese hubiera sido mi problema, no el tuyo.

—No, bonito. Eso hubiera sido una putada bien gorda para ella. Y, nene, female power ante todo. —Levanté el puño, toda seria, y él rio entre dientes. Se libró de tragárselos por un pelo. Porque me pudo la cotilla que llevo dentro—. ¿Cuándo has cortado?

La sonrisa de Dani cambió de irritante a interesante. Parecía extrañamente satisfecho.

—¿Por qué sabes que lo he dejado yo?

—Porque soy muy lista —dije sin pestañear.

—Ya… —Sonrió y se inclinó hasta dejar su cara a un palmo de la mía. Su olor dulce y ahumado me recordó al aceite de sándalo, y, sí, me puso bastante tonta—. Antes de seguir con el tema, debo advertirte de que llevo cachondo desde esta mañana. —Abrí la boca para replicar, pero él me la tapó con la palma de su mano—: Cuando me estaba vistiendo, he tenido que parar y meterme otra vez en la ducha. La culpa ha sido de los boxers negros. Los de Emporio Armani. En cuanto los he sacado del cajón, me han traído el recuerdo de tus dientes clavados en ellos. —Deslizó sus dedos por mis labios y me acarició la mandíbula, el cuello y la nuca—. Conducir hasta el camping ha sido horroroso. Va a sonar a tópico, pero te prometo que he estado a punto de reventar la cremallera del traje. Y luego te he visto. Y he visto cómo huías de mí. Y…, joder, ¿tú sabes lo difícil que ha sido dar el discurso? Solo pensaba en seguirte hasta el baño, en aliviarme entre tus muslos… —Las pupilas de sus ojos esmeralda crecieron—.Y ahora te me plantas delante y te insinúas, pero lo único que parece interesarte es saber cuándo lo he dejado con Amelia. Y yo sigo tan duro que ni me acuerdo de cuándo fue. Ella colgó la foto de un amanecer…

—Era una puesta de sol.

—Eso. Gracias. De una puesta de sol. Pues debió de ser ese día… Ya sabes dónde puedes encontrar la fecha exacta.

Achiné la mirada y él se apartó, mostrando una sonrisa prepotente.

Maldito cuentista. Qué bien manipulaba, el jodío. Y lo dice una que tiene un doctorado en la materia.

—Utilizar tu influjo sexual para sacar información es una estrategia muy baja —le acusé.

—Y altamente efectiva.

—Porque te haya funcionado alguna vez, no te vayas a creer…

—Yo no me creo nada, yo lo sé. Y pienso utilizarlo en mi favor cuando me salga de los cojones.

Dios, qué mordisco se estaba ganando.

—Te recuerdo con la boca más limpia.

—Y yo a ti con menos ropa.

Su frase quedó flotando en el poco aire que nos separaba, caldeando el ambiente con los recuerdos que traía implícitos. Me hizo evocar el tacto húmedo de la piel de su pecho resbalando por mi espalda, de su boca abultada acariciando mis omoplatos, de sus incansables caderas colapsando contra mis nalgas. Mi respiración se aceleró sola, atrayendo en cada aliento el suyo, fresco y sosegado. Cerré los ojos para paladear lo que guardaba en mi memoria sobre el sabor de sus besos. Sentí su mano derecha apretarse en mi nuca. La izquierda viajó con rapidez hasta mi cintura, se desvió por mi espalda y aparcó en mis nalgas, con una sola maniobra. Tragué saliva como buenamente pude.

—Me estás tocando el culo —murmuré.

—De momento. ¿Seguimos en mi coche?

4

El enano gruñón

Me parece que está de más aclarar que la respuesta fue afirmativa. A estas alturas seguro que ya os habréis dado cuenta todos, menos los de letras, de que una servidora estaba como loca por amancebarse con el abogado.

De lo que quizá no os habréis dado cuenta, porque ni yo misma era consciente, es de que aquello iba a convertirse en un lío de los grandes. ¿Qué ocurre cuando te enrollas con alguien, te hace flipar, se vuelve inalcanzable y luego baja de su nube y te mete un polvazo digno de premio avn? Pues que te complicas la vida, está claro.

Ahora sí lo veo así de claro; entonces solo lo planteé como lo que quería que fuera: fácil, húmedo y placentero.

Increíblemente placentero, os lo juro.

Había estado con muchos hombres, pero como Dani había conocido a pocos. Era demasiado hábil. Te envolvía, te absorbía, jugaba contigo hasta que quedabas aislada de todo lo que no fueran sus ojos y el demencial estallido que se producía en tus venas con cada una de sus caricias. Te hacía conectar. Conmigo lo consiguió en una sola noche sin apenas hablar. Con palabras, al menos: con su cuerpo me dijo de todo. Y todo bueno.

Mientras caminábamos hacia su coche no pude dejar de pensar en ello. Me fui poniendo nerviosa. Me daba miedo no volver a sentirlo tan intensamente. Y pánico volver a sentirlo con la misma intensidad. Hasta me llegó a parecer mala idea repetir. Luego le miré el culo y se me pasó. Si hubiera tenido neuronas, habría terminado con ellas. Causa de la muerte: exceso de velocidad. El enano gruñón que habita dentro de mi cabeza no volvió a ser el mismo después de aquella noche.

—Dos calles más y llegamos. ¿Te molestan los tacones?

—No, para nada. Bueno, un poco sí… No, llego hasta el coche. O… mejor me los quito. —Me descalcé y seguí caminando.

—¿Los vas a dejar ahí tirados?

—Bah, tienen más años que la tana. —Miré hacia atrás—. Ya no me pueden denunciar por abandono a los servicios sociales.

Dani se llevó la mano a la frente y se la frotó con energía; con la otra mano rescató mis zapatos de la acera.

—Tenía que haberme pedido un whisky —murmuró.

Yo trastabillé por su comentario, pero me repuse en un santiamén y seguí caminando. No era el primero que había necesitado altas dosis de alcohol para aguantarme.

Divisé su Porsche negro aparcado junto a la tapia del cementerio municipal. Justo detrás de un contenedor de ropa usada. Iluminado únicamente por una farola desvencijada que emitía haces intermitentes. El antirromanticismo hecho escenario… Me encantó.

En semejante ambiente me sería más fácil controlar las sensaciones intensitas y el estado de nervios que me provocaban. Aquello iba a ser un polvo sin más. Emociones «baratas» era lo único que quería. Entonces ya había aprendido que las «caras» pueden llevarte a la ruina.

Dani sacó un llavero molón del bolsillo; su coche disparó varias ráfagas de luz blanca. Me adelantó, abrió la puerta del copiloto y se sentó. Con solo darle a un botón, sus largas piernas encontraron el espacio que necesitaban.

Yo también entré en el coche. Remangándome el vestido. Me senté a horcajadas sobre él y cerré la puerta. Sus labios alcanzaron mi cuello antes de que soltara la manilla.

Me enganché a su nuca; él descendió hasta mi escote. Me lamió el canalillo, lanzando mordisquitos eléctricos a izquierda y a derecha, gruñó con morbo, miró hacia arriba. Sus ojos me declararon su firme intención de consumirme, atravesaron mis retinas provocándome un escalofrío. Intenté tragar saliva, pero no pude: mi boca ya estaba seca.

—Siguen justo como las recordaba… —murmuró—. Suaves, prietas…, perfectas.

—Shhh. No hables. Me desconcentras —mentí.

Me mordió lo que asomaba por encima del push-up, por mentirosa. Su mano izquierda serpenteó con destreza entre nosotros. Sus dedos agarraron la tela de mi escote y la copa del sujetador y tiraron hacia abajo, liberando mi pecho. Su peligrosa boca fue directamente hacia mi pezón, lamiendo, chupando, arañando con los dientes… Sus manos sobaron mi carne con avaricia. Él no dejó de mirarme en ningún momento.

Tuve que cerrar los ojos. Los suyos me podían. Me decían cosas que yo no quería saber. No podía permitirme el lujo de creer que brillaban para mí, que conmigo eran distintos, que me deseaban más allá de lo sensato. Yo solo quería sentirle en mi piel, no que se metiera debajo de ella. Adelanté las caderas, buscando acelerar el momento. Necesitaba centrarme solo en la meta: conseguir el orgasmo de dimensiones épicas que sabía que él podía regalarme. Y nada más.

Su mano derecha atrapó una de mis nalgas y tiró, ayudándome, apretándome. Respiró hondo entre mis tetas y maniobró con mi cuerpo hasta colocarme exactamente donde hacía falta.

—Oh, joder… —Abrí los ojos.

Notaba su base dura, frotándose en el lugar más sensible, y toda su longitud clavada en mi ingle.

—Me tienes a punto… —Me lamió el escote, el cuello, y se desvió hacia mi oreja—. ¿Me vas a dar un beso ya?

—No te lo has ganado —respondí, conteniendo un jadeo.

Esa negativa debería haberle hecho desistir en su empeño de despertar emociones no sexuales en mí, pero tuvo el efecto contrario. Le motivó aún más. Pareció dispuesto a demostrarme que, aunque nosotros casi no nos conocíamos, nuestros cuerpos eran capaces de reconocerse. Reaccionaban por sí solos, al margen de la lógica o mis deseos. Respondían el uno al otro dirigidos por una clase de instinto tan antiguo como el tiempo. Por separado eran capaces de obtener placer, pero juntos daban una nueva dimensión al verbo «sentir».

Me manejó como si fuera una parte más de él, con la naturalidad y la seguridad que da la costumbre. Me deslizó sobre su erección cuando mi sexo necesitó más fricción. Torturó mi lóbulo y gimió ronco en mi oído, adivinando que pocas cosas me ponían más en órbita. Dejó de sobarme el pecho y bajó hasta mi sexo al presentir que el roce ya no era suficiente. El pellizco que me dio en el monte de Venus me obligó a morderle la mandíbula, lo primero que pillé a mano. Noté en mis labios la deliciosa aspereza de su corta barba. En el vértice de mis piernas era ya puro fuego lo que sentía.

Él contraatacó mordiendo también la base de mi cuello, justo donde más me gustaba. Se apartó, con sus ojos de caramelo más negros que verdes, y besó mi barbilla. Subió, intentando atrapar mi boca, pero me aparté. Eché la cabeza hacia atrás y las caderas, hacia adelante.

—No te lo has ganado —repetí, presionándome contra su mano.

Sus dedos se colaron con rapidez debajo de mis bragas, y una sonrisa prepotente adornó su boca. Me dieron ganas de pegarle. Estaba muy mojada, de acuerdo, pero no es que hubiera ganado el premio Nobel.

—¿Tú te imaginas lo que me gusta esto? —Acarició mis pliegues arriba y abajo. Se recreó con pericia, hasta que alcanzó mi interior con un gemido. Tuve que morderme la lengua para no suplicar más—. No, no te lo imaginas. No puedes ni acercarte. Esto es… —Curvó sus dedos—. Joder, es… demasiado. —Salió despacio y entró deprisa—. Demasiado bueno para que puedas imaginártelo. —Repitió el movimiento, varias veces, acelerando, empapándome—. Estás igual que yo. —Apoyó el pulgar sobre mi centro y me arqueé entera. Eché las manos atrás y clavé las uñas en el salpicadero—. Estás tan rendida como yo, Nat. —Su mano libre se ocupó de mi pecho, pellizcándome, enloqueciéndome—. Y eso me la pone tan dura…

Sentí más presión en mi interior, su pulgar se apresuró y disparó a mis caderas. Sus ojos no soltaban los míos. Brillaban demasiado para estar tan a oscuras. Me hablaban en un idioma que hacía confesar a mi cuerpo. El pecho se me llenó de anhelo, latidos y ganas de gritar su nombre. Un fuerte calambre sacudió mis piernas. Un orgasmo que amenazaba con partirme en dos comenzó a formarse a un palmo de mi ombligo.

—¿Lo quieres ya?

Asentí como pude, notando mi interior expandirse, las contracciones, la irrefrenable tensión. Su mano ascendió hasta mi nuca, acercándome, implicándome. Solté el salpicadero y me aferré a sus hombros. Su boca abultada tan cerca, su hábil mano tan dispuesta, su mirada turbia y orgullosa… Mis pies se curvaron… y él sonrió.

—Venga, salta… Yo te sujeto.

Fue un «carpado» hacia dentro con doble tirabuzón. Nota de los jueces: 10/10.

Mi enano aplaudió entusiasmado, fabricó un cojín con la cara de Dani estampada a color, se recostó sobre él y se fumó un cigarrito.

5

Algo más

Cuando quise regresar del chapuzón, estaba tumbada sobre Dani, con la cara hundida entre su cuello y su hombro, muy mojada y con poco aire en los pulmones.

Su mano derecha había abandonado mi ropa interior y me acariciaba, perezosa, el muslo y la cadera. La izquierda seguía agarrada a mi nuca, sujetándome, como se había comprometido… Me sentí incómoda.

No supe encajar la magnitud de sus palabras.

No me culpo, porque pocas veces lo hago y porque fue mucho más tarde cuando llegaron a ser grandes. Aquella noche solo fueron una fórmula, uno de esos trucos de abogado con piquito de oro. O eso me obligué a creer.

Dani apretó los dedos que sostenían mi cuello y me separó de su camisa, emborronada de maquillaje. No había dejado de sonreír, el muy imbécil. Ya no era esa mueca prepotente tan irritante, pero seguía destilando orgullo.

—¿Me lo he ganado ya? —dijo a un mordisco de mis labios.

—Pse… —Tragué saliva. Los putos nervios—. Te he manchado la camisa.

—¿Y?

—Y seguro que también los pantalones.

Negó con la cabeza, desplegando la sonrisa hasta mostrar los dientes.

—¿Algo más?

—Creo que te he arañado el salpicadero.

—No me jodas. —Me apartó de un solo movimiento y palpó el cuero—. Hostia puta, Natalie.

Natalie, servidora, se estaba clavando el riel del asiento en la zona oscura, pero no se escucharon quejas al respecto. No tuve ovarios. Quise encogerme como Alicia en el País de las Maravillas y desaparecer por el ojo de alguna cerradura.

Dani se vació los bolsillos sobre el asiento del conductor y metió la llave en el contacto. El interior del coche se iluminó al momento, y, sí, señores, ahí estaban las marcas de mis uñas, redecorando el antes impecable cuero.

—Lo siento —murmuré.

Pero no dije nada acerca de pagarle los daños. Quiero a mis dos riñones por igual. Habría sido imposible decidirme.

Él sacó la llave del contacto, el coche volvió a la penumbra intermitente y yo me desincrusté el riel del ojete (me encanta esa palabra, se siente).

Cuando se giró para mirarme, no me entraba ni el pelo de una gamba, palabra. Tan serio, tan grande…

—¿Algo que alegar en tu defensa?

—Solo lujuria, señoría.

Sus labios se curvaron un pelín. Yo me adelanté juntando los codos, por si la mercancía podía ayudarme a rebajar la condena.

—Entonces está claro que eres culpable. ¿Qué piensas hacer para compensarme?

—Te puedo dar el beso que me llevas suplicando toda la noche.

—Me gustan mucho tus besos, no te lo voy a negar, pero no me vale. Dale una vuelta más.

—Dili ini viilti mis —mascullé. Dani trató de no sonreír, pero fue inútil—. ¿Qué sería del agrado del señor marqués? ¿Una caja de habanos, unos gemelos de Bvlgari o un unicornio gris?

—Me quedo con el unicornio. Ni fumo ni uso gemelos.

—Pues mañana te lo pido. ¿Te lo mando al trabajo o…?

—No, no. Me lo traes tú. —Se deslizó en el asiento, me agarró de la cintura y me montó sobre él—. Así, cabalgándolo hasta mi piso.

—Imposible. No he renovado el permiso para conducir unicornios. Va a tener que llevártelo Seur.

—¿Te doy la dirección?

—Seguro que la encuentro en la guía. Tú tranquilo.

—No me fío de las guías, mejor me pasas tu teléfono y te envío la ubicación.

Solté una risotada seca.

—Esta vez te he pillado —dije muy satisfecha—. Y la respuesta sigue siendo la misma que el verano pasado: no.

Estaba mal de la cabeza, pero no tanto como para darle mi número. Lo usaría y entonces yo tendría el suyo, y aquello no era buena idea. Era una idea terrorífica. El apocalipsis hecho idea. Un mojón. Que se olvidara.

—Sabes que se lo puedo pedir a Asier, ¿verdad? —comentó, acariciándome las caderas.

—Si quieres que se quede sin descendencia, adelante.

—¿Tan pocas ganas tienes de volver a verme? —Sus manos se deslizaron bajo el vestido y coquetearon con la seda que ocultaba mi trasero.

—Para volver a verte no hace falta que te dé mi teléfono.

Ya me lo encontraría en algún lado el día menos pensado. Mi karma podía ser cruel hasta esos límites.

—¿Ah, no? —insistió—. ¿Y cómo contacto contigo?

—Estoy en LinkedIn.

—Y como una regadera. —Rio—. Pero prometo buscarte.

La seguridad con la que pronunció esas palabras me hizo tensarme. Estaba de más. Entre nosotros no cabía ningún tipo de compromiso.

—Ahórrate las promesas conmigo —le advertí.

—Contigo no pienso ahorrarme nada.

Se revolvió bajo mis piernas y subió las manos hasta mi espalda. Tuve que apoyar los antebrazos en el asiento para no estamparme contra su boca.

—¿Me lo estás poniendo difícil por algo en especial o solo estás jugando? —preguntó sobre mis labios.

—Jugando, claro —mentí.

—¿Y si te digo que me estoy cansando del juego?

—Pues bésame tú.

—No. Quiero que lo hagas tú. Que lo hagas, porque tienes tantas ganas como yo.

Puto loco. Yo me moría de ganas. Sus besos eran como el mejor vino: entraban muy suaves, te hacían cerrar los ojos y gemir de gusto al paladear su complejidad y se quedaban en tu boca mucho después de haberlos consumido. Embriagaban. Por eso precisamente no le besaba.

—¿Nadie te ha dicho que hablas demasiado? —pregunté, contoneándome sobre su entrepierna.

—¿Y a ti que estás demasiado buena? —Besó mi cuello.

—Me lo dicen continuamente —bromeé, para disimular el estremecimiento que me provocó su beso.

—Lo veo normal. —Alzó las caderas, golpeando el interior de mis muslos, desenmascarando mis precauciones—. Quítate las bragas, preciosa.

—No sé si me gusta que me llames «preciosa» —dije maniobrando con mi ropa interior.

—Te gusta, no mientas. Cuidado con la rodilla… —Amenazaba peligrosamente a sus pelotas—. Sube la pierna…, así. Joder, Natalie, qué elástica eres…

—Hacía pool dance. —Bajé la pierna y le metí mis bragas en el bolsillo de la camisa—. Lo dejé por los moratones. Y porque me tentaba demasiado lo de ganarme la vida como stripper.

—Te forrarías. —Me acarició las nalgas a manos llenas.

Las mías ya estaban ocupadas con sus botones blancos.

—Quizá me lo replantee. Estoy hasta la seta de la tienda.

—¿Ahora trabajas como dependienta?

Asentí, tiré de su camisa, él se despegó del asiento y me ayudó a quitársela.

Qué torso, la Virgen. Nada exagerado, todo marcado y con el pelito justo. Natural, armonioso, terso, apenas bronceado, de sobra apetecible. Recorrí todo su pecho con las manos, sus hombros, el camino de vuelta, abdomen, cintura, costados… No podía dejar de tocarle. Su tacto era hechizante. Me mordí el labio inferior con fuerza. Ese gemido no tenía que salir. Dani agarró mi cara con ambas manos y me atrajo hasta su boca.

—Tú ganas —murmuró, antes de liberar mi labio con el pulgar y atraparlo con los dientes.

No me mordió, solo me retuvo para acariciarme con la lengua, deslizó las manos por mi cuello muy, muy despacio, inspiró hondo y me estrechó contra su piel caliente. Casi entré en éxtasis. Tuve que cerrar los ojos y sacudir las caderas. Apremiarle. Aquello era demasiado intenso. No debía gustarme tanto.

twerking

Ese «Natalie» lleva habitando un rincón de mi vacío desde entonces.