LA RELACIÓN HURTADA

En busca del padre

 

 

 

 

Francisco Peñarrubia

la relación hurtada

En busca del padre

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La relación hurtada. En busca del padre

 

 

© 2017, Francisco Peñarrubia

© 2017, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, -1. 28003 Madrid

 

Diseño de cubierta: Rafael Ricoy

Diseño interior y maquetación: Luis Brea Martínez

 

 

ISBN: 978-84-17241-14-8

 

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

 

 

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«Una vida no es más que este aprender a hablar la propia palabra a través de la palabra de los demás».

 

Massimo Recalcanti, El complejo de Telémaco

 

 

 

«La infancia es la protección materna, y toda escritura, en tal orden, inmortaliza a la madre. Pero, a la vez, el lenguaje, que es el lugar de la escritura, ineluctablemente impone un orden, y es la ley paterna.

Las palabras son de la tribu, de la clase social, del lugar, del momento histórico».

 

Blas Matamoro, Novela familiar

 

 

 

 

A los Padres Paúles,

que tan-bien me educaron.

 

 

 

Agradecimientos

Al Boletín de Ex-alumnos de la Escuela Madrileña de Terapia Gestalt, que fue la primera motivación para reflexionar sobre la relación paterno-filial.

A mi editor, Ricardo Artola, que me alentó a desarrollar y completar este material.

A todos los padres y a todos los hijos que se preguntan por este vínculo.

A Annie, siempre.

 

 

Aviso para caminantes

No sé por qué te cuento todo esto. Hace pocos años, cuando mi hijo no había cumplido los tres, me dijiste que no recordabas nada de cuando yo era niño. Te pareció gracioso y te reíste. Yo me fui al cuarto de baño a llorar… Esa agresiva desmemoria tuya que te divierte tanto, padre, no sabes qué agujero es, qué pozo abre en mí. Tu olvido es un infierno, una nada que me abraza. Contra ese infierno yo jamás tendré palabras suficientes.

Jesús Aguado, Carta al padre

 

Este libro es una indagación sobre la relación padre-hijo que nació años después de haber fallecido mi padre. Su muerte, ocurrida en 2002, fue el verdadero desencadenante de esta búsqueda más poética que psicoterapéutica. Y digo esto, porque antes de cumplir los cuarenta había revisado en profundidad, a través de diversos métodos y terapeutas, la complicada relación con los padres, biográfica, psicoemocional y simbólicamente hablando. Además, después de haberlo sufrido y aprendido con Claudio Naranjo, estuve impartiendo varios años el método de Bob Hoffmann, centrado en la curación de las heridas infantiles causadas por los vínculos parentales. En equipo con Antonio Asín y Juanjo Albert hacíamos tres veces al año este trabajo profundamente sanador, ayudados por los colaboradores respectivos de Bilbao, Alicante y Madrid. Es imposible no trabajar sobre sí en talleres tan catárticos: siempre aparecían nuevas escenas olvidadas de la infancia, dolores ocultos, comprensiones nuevas, actualización del perdón y del vínculo amoroso… Sin contar con las veces que también he acompañado este proceso dentro de los cursos de SAT de C. Naranjo.

Quiero decir con esto que creo haber trabajado terapéuticamente la relación con mis padres desde muchos ángulos y a lo largo de mucho tiempo, lo cual me ha permitido vivir la última parte de sus vidas en paz, reconciliado y amoroso con ellos: lo tengo como un grandísimo regalo, por no decir una apabullante gracia.

La muerte de mi padre despertó al poco tiempo unos canales de sensibilidad literaria y poética que no reconocía desde la lejana adolescencia. El linaje de mi madre viene del comercio, el de mi padre de la agricultura: en ambos me reconozco nuclearmente, pero la orfandad paterna (ocho años anterior a la materna) me devolvió la religación con la tierra de una manera tan sensorial y tangible como sutil y artística.

Él, con quien compartía nombre, Paco, murió en otoño, tiempo de vendimia en nuestra tierra. Lo visité una semana antes, con el pretexto de sacar vino de la bodega del pueblo de la que él era cooperativista (como casi todos los vecinos). Fue la última vez que lo vi vivo, y lo supe por la crisis de llanto que tuvimos al despedirnos. El otoño en La Mancha tiene un olor dulzón a mosto y un sonido permanente de avispas y moscas enloquecidas por la fermentación. La vendimia es la labor del campo que más he frecuentado (en mis años de estudiante, como parte de la cuadrilla que recolectaba los viñedos de la mía y otras familias) y que más satisfacciones me ha dado por lo dulce de la estación y la camaradería de la tarea colectiva. A todas estas connotaciones se ha añadido, desde entonces, el adiós a mi padre como parte esencial del otoño y su recolección, del tiempo de cosecha previo a la época alquímica de la fermentación donde la uva se transformará en vino en el silencio del invierno.

A los siete meses, en plena explosión de la primavera, tuve una experiencia mágica cuando una mañana salí al jardín de Piedralaves y sentí la presencia incontestable de mi padre en todas las plantas, árboles y arbustos que me rodeaban, y tuve la certeza gozosa de que él ya estaba «en el otro lado» y me acompañaría siempre desde allí, viniendo a «visitarme» cada primavera. Este ciclo de otoño a primavera, que es un mito eminentemente femenino, de la tierra como madre generatriz, para mí es una experiencia de muerte-renacimiento asociada, más allá de creencias y saberes, a mi padre.

Hasta donde llego, el gusto por la lectura y los libros me viene de él, que siempre tenía alguna novela de esas de kiosco entre las manos y, sobre todo, bajo su cabeza dormitando. Contaba las cosas con un sentido narrativo impecable, con sus pausas y sus crescendos, algo que reconozco en otras muchas personas de esa tierra, cuya escucha he disfrutado casi sensualmente.

También escribía unas cartas extraordinarias. Conservo algunas de la época en que estuve estudiando en el internado, por su belleza ortográfica y su contenido amoroso, profundo, de una intimidad insospechada entre nosotros, puesto que luego éramos más bien tímidos ambos y poco dados a demasiada cercanía en el cara a cara. Creo que por ahí se explica este «renacer» literario, aunque siempre he escrito y ya para entonces había publicado (entre otras cosas) mi libro-manual de terapia gestalt, para el que tuve otro padre auspiciador impagable, Claudio Naranjo. Pero lo que mi padre trajo tras su pérdida fue al poeta, cosa que le agradezco tanto como a mi madre el aprendizaje social, las habilidades para el negocio y la interacción. Obviamente, parece que tengo las «funciones simbólicas» cambiadas, pero no tanto.

Volviendo al principio, inicié aquellas reflexiones desde otra perspectiva psicoterapéutica que no era la convencional, en buena parte porque hacía tiempo que había dejado de impartir terapia. Había sustituido la clínica por la didáctica y mi desempeño fundamental era la formación y supervisión de gestaltistas. Y en parte porque ya había excelentes textos[1] que abordaban el asunto desde la psicología (y la patología) y lo mío no iba a aportar nada nuevo.

Fue un pretexto para volver a la literatura, para releer aquellos libros que recordaba enfocados a la relación paterno-filial y para encontrar nuevos textos-joya que me fueron viniendo a las manos sin ningún esfuerzo, como suele ocurrir cuando uno está en la actitud propicia. El material creció tanto que ha dado lugar a este libro. Los buenos escritores son realmente maestros-guías, y a ellos me he entregado confiando en su arte y en su conocimiento para componer estas reflexiones como si fueran comentarios de texto.

Tengo la misma querencia hacia los narradores que hacia los pensadores, pero creo que los novelistas y los poetas suelen llegar más lejos que los ensayistas e incluso los filósofos. No se me olvida el consejo de uno de mis primeros profesores de psicopatología, que nos recomendó leer a Dostoievski antes de abordar el DSM (Manual de Diagnóstico), lo cual abunda en una de mis convicciones actuales más arraigadas: que la psicoterapia se está convirtiendo en el último reducto de las Humanidades, perseguidas con saña insensata en los nuevos planes de estudio. Espero que este libro remedie en lo posible el desencuentro entre las Humanidades y el autoconocimiento, que siempre fueron juntos y a veces se consideraron sinónimos.


[1] El último, Ser padre hoy, de Albert Rams. Plataforma editorial. Barcelona, 2016.

 

 

Dos puertas y un mito

Mi padre solo se acordaba de mí para olvidarme mejor. Sus olvidos eran memorables. Como aquella vez en la playa. O en el aeropuerto. O el día de mi boda. Desmemoria creativa, amorosa, liberadora. Qué habría sido de mí sin sus olvidos.

Jesús Aguado, Carta al padre

 

Los devotos de la «primera frase» o incipit (entre los que me cuento) no olvidan el arranque evangélico de San Juan: «En el principio era el verbo», que resuena con la idea compartida de que «el origen es el padre», semilla original, lo que estuvo allí y entonces, la palabra-logos fundacional. Cualquier indagación hacia «allí», hacia el padre, necesita de la memoria para remontar a ese origen. Y ya sabemos que la memoria es frágil y acomodaticia: acaba haciendo literatura, combinando elementos para hacerlos comprensibles, para dar una lógica a aquello azaroso que el narrador necesita ordenar «como si tuviera un sentido». Un planteamiento-nudo-desenlace que cuente algo, que descubra ese algo y lo eleve a la categoría del conocimiento y de la comprensión. Cervantes, en otro inicio canónico, hace un guiño a esa memoria selectiva que no quiere «ni acordarse de ese lugar de La Mancha», que inaugura el territorio de la novela moderna. Se recuerda lo que se quiere, o lo que se puede. El resto desaparece en la niebla de lo que nunca será narrado, de lo que no llegará a ser palabra y conciencia. No habrá «verbo». No habrá padre[2].

La figura del padre tiene algo de desconocido, ausente, inexistente incluso, lo que complica poner palabras a esa relación. Sobre la relación con la madre se ha hablado mucho más. En realidad, la psicoterapia parte de (y se centra en) este vínculo primario y fundamental, porque ilumina la protohistoria de cada ser y define la biografía de todos nosotros. La relación con la madre existe, es «real» (incluso en nuestra cultura puede «sobrar» madre), pero no así la relación con el padre. Su figura suele ser un hueco, el perfil de un vacío donde anclar fantasmas e ilusiones.

Para crecer, cada varón se pelea con su madre interna, tantea y sufre la ambivalencia de tener que separarse de ella (para hacerse un hombre) y negar el dolor del niño que no quiere despedirse de ese calor. Para esta batalla necesita aliados, pero ¿dónde encontrarlos? El padre suele ser el ausente, así que hay que inventarse modelos, más soñados que reales, buscar identidades orientadoras, espejos que salven de la angustia de averiguar qué es eso de ser hombre: ¿es un rol, una estrategia, una verdad o un fraude? Para este ámbito de búsqueda casi a ciegas, quiero acotar los límites de la travesía con otros dos «primeros párrafos», en este caso dos de los más felices y famosos arranques de la literatura hispana, que nos sirvan de pórtico. El primero encabeza la inmortal narración de Juan Rulfo, Pedro Páramo, que nos introduce en Comala (otro territorio de la memoria) y que ilustra la primera parte de este texto: la búsqueda del padre fantasma.

 

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.

 

Así comienza el fascinante relato del mexicano Rulfo. Así podría igualmente iniciar todo hijo la búsqueda de ese «tal padre», una sombra difusa que alimenta el secreto anhelo de encontrar tras ella a un ser humano al que reconocer y en quien reconocerse.

Pero ¿dónde está esa Comala particular, por dónde empezar la búsqueda?, ¿por la memoria básica (y selectiva)?, ¿por los agujeros negros del corazón donde se sedimentan el dolor y el resentimiento?, ¿por los valores y creencias recibidos inconscientemente por vía parental que pretenden explicar la sustancia de la vida e incluso del más allá de la vida, aunque a veces atufen a engaño y palabrería?

El otro comienzo ya clásico de las letras hispanas se lo debemos a Gabriel García Márquez. Así arrancan sus Cien años de soledad:

 

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo.

 

El recuerdo luminoso que se impone frente a la muerte no es tanto el deslumbramiento del hielo (esa asombrosa transformación mágica del agua, esa joya efímera que imita a la vida en su dureza y en su evanescencia), sino, quiero creer, la presencia del padre iniciador que acompaña el descubrimiento, que lo provoca y sostiene porque «sabe» con antelación el efecto que va a surtir en el hijo. Tan poderosa es esta experiencia, que puede ser ahora evocada, frente a los fusiles, como la única compañía imprescindible para el viaje desconocido que se avecina. No es una invocación a la madre, tan espontánea ante cualquier situación de daño o peligro (¿quién no ha gritado o susurrado «¡Ay, madre mía!» ante la desgracia?), sino una invocación al guía ante el enigma, un remitirse al eje frente a la nada.

Entre estos dos escenarios literarios, la Comala fantasmal de Rulfo y el Macondo mágico de García Márquez, tenemos la perspectiva total del paisaje a recorrer en este autoconocimiento que todo varón emprende a través de su padre o de las figuras que actuaron como tal o de los huecos y vacíos que nadie ocupó y que siguen aspirando a completarse.

 

 

Volvamos a la Biblia. Dejamos aparte al padre original, Adán, de quien nos separa un detalle definitivo, el ombligo, lo que imposibilita cualquier identificación: él fue creado directamente por Dios, el resto venimos unidos a ese cordón umbilical cuya cicatriz, el ombligo, nos recuerda permanentemente el vínculo original con la madre. Pero el mito bíblico de referencia es la historia de Abraham, que brilla como el padre fundamental compartido por las tres religiones monoteístas. Según el relato del Génesis, se trata de un padre tardío, aunque se haya asegurado la descendencia por una vía, digamos, alternativa (fecundando a una esclava), al que Dios dará un hijo, Isaac, para pretender quitárselo más adelante pidiéndole que lo sacrifique en el altar, como cualquier otro animal, en honor al padre eterno celestial. En el momento del sacrificio-asesinato un ángel parará la mano al padre, sustituyendo al hijo-víctima por un carnero, este sí finalmente inmolado. Tenemos entonces a Abraham, el hombre destinado a ser padre de todo un pueblo, al que sin embargo la naturaleza no ha dotado de descendencia. Su esposa legítima, Sara, era estéril, y solo podría concebir gracias a un milagro divino que trascendiera los límites del cuerpo y de la edad. Este milagro, como tantos que pueblan los mitos y leyendas, exige del lector superar los límites de la lógica. El milagroso embarazo de Sara remarca que su hijo no procede de la mecánica de la carne, sino de la intervención divina, la cual santifica el «apellido». Este padre anciano, asombrado receptor de la gracia de los cielos, deberá superar ahora una prueba más que heroica al tener que renunciar al hijo por orden divina.

Para nuestra mentalidad laica, donde no se concibe ningún compromiso por encima del vínculo amoroso básico, es inaceptable la actitud de este padre: ¿lo mueve una fe irracional y una entrega a la voluntad del «padre eterno» por encima del instinto natural, del corazón humano, incluso de los límites del ego?, ¿o suena más bien a servilismo, a desconexión de sí en aras del deber, como tantos padres que renuncian a la familia por la empresa, por las exigencias del jefe, por las imposiciones del padre-patrón que antepone el negocio familiar a la vida propia de sus vástagos?

Si nos ponemos del lado del padre, acabaremos entendiendo que su conducta solo puede explicarse como una prueba del espíritu. Si nos ponemos del lado del hijo, su actitud se nos hace aun más grandiosa a la vez que difícil de entender. La reflexión del hijo podría ser: «Si quien me engendró, me cuidó y me protegió de peligros, si quien me ama como una extensión de sí (su futuro, su proyección) no me defiende de cualquier otra instancia por más que la considere superior, es un fanático y un desnaturalizado: no merece mi respeto y puedo legítimamente rebelarme a sus designios»; esta sería la conclusión lógica de nuestro tiempo, incluso la salida sana, según algunas psicoterapias modernas: «libérate de un padre inmaduro, posesivo, fanático, egocéntrico, etc., y sálvate tú».

Pero Isaac acepta humildemente la voluntad paterna y se entrega a ella sin resistencia, como podríamos criticar de cualquier hijo sumiso, acomodaticio, sin demasiada autoestima o simplemente sin conciencia de sí: un desconectado, un confluyente, un títere de papá o de la cultura familiar, a la que entrega su vida como tributo.

En ninguna representación artística del mito (y mira que se ha pintado y esculpido a lo largo de la historia) he visto un Isaac peleando con la situación, intentando escapar, defendiéndose de una muerte absurda, sino, como mucho, apenado por su destino o con el desconcierto lógico del inocente; pero prima la aceptación de lo que está más allá de la lógica: un acto de fe por lo menos tan sólido como el de Abraham (y más generoso porque se trata de su propia vida), como una equivalencia del vínculo que el padre tiene con Dios y que el hijo reproduce con su padre (su dios).

Esta escena paradójica rompe nuestros esquemas de pensamiento habituales y nos abre a otro espacio: algo tenemos que aprender de esa lección para que no se quede en una historia perversa o en una moraleja obvia (la del padre que debe renunciar a la posesión del hijo como ley de vida).

A lo que creo que se refiere es a vislumbrar otro padre más allá del biológico y protector, una autoridad aparentemente arbitraria pero que se rige por principios más grandes y por tanto incomprensibles para la mente pequeña: es el descubrimiento de eso que C. Naranjo llama el «amor venerativo» como esencia del amor al padre, la comprensión de un saber que detenta el adulto y que transmite (a veces por la vía más dolorosa) al joven inmaduro, el cual, a partir de abrirse a esta comprensión, empieza a su vez a madurar, a respetar lo que no entiende pero asume por confianza en la autoridad; aprender a confiar es un proceso complejo psicoemocionalmente, un viaje de fuera a adentro, como si el hijo dijera en un hipotético monólogo de conciencia: «el poder que te doy y la autoridad que te atribuyo (fuera) es el poder que tendré que reconocerme y recuperar (dentro) en otro momento. Respeto tu autoridad porque eres mi padre; me respeto, me doy autoridad, porque soy tu hijo».

Siempre volvemos a este juego gestáltico de espejos donde no hay «yo» sin «tú», donde no existo hasta que te miro y me veo reflejado en tus ojos.

Para una comprensión más profunda y trascendental del mito, «remito» a Claudio Naranjo[3], que traduce los símbolos esenciales de este relato: la generatividad (concepto de Erick Erickson que ilustra un aspecto esencial de la paternidad: el interés adulto por guiar y ayudar a los jóvenes) ilustrada a través del hombre sin descendencia, al que Dios promete un largo linaje. Y este pacto fundacional se sella en el mismo lugar del sacrificio interrumpido de Isaac: allí será construido tiempo después el templo de Salomón en Jerusalén, núcleo simbólico del pueblo judío, y su referente a través de todas las desgracias sufridas históricamente.

Es también símbolo del autosacrificio, ya que «Isaac representa algo así como el fruto interior de Abraham y su muerte es una especie de “renuncia” al propio desarrollo espiritual, comparable a la renuncia de un bodhisattva a alcanzar la budeidad». Del mismo modo, la supervivencia del hijo es como un renacimiento del padre, «un nacimiento en el mundo interior del individuo que hasta ahora hemos conocido como Abraham».

Y por último, la historia de Abraham e Isaac es uno de los símbolos más poderosos de la fe, del contacto con lo divino, que puede hacer parecer ciertas actitudes como absurdas, inmorales y locas para la racionalidad «higiénica» de nuestro tiempo; «la fe de Abraham es la de quien sabe escuchar y obedecer una voluntad cósmica» (Naranjo).

Para la ensayista Cynthia Ozick, este relato inaugura la metáfora, porque «la metáfora es el heraldo de la piedad humana, y la piedad encuentra su figura inicial en la sustitución del sacrificio humano por el de un animal en el episodio bíblico de Abraham e Isaac»[4]. Por si fuera poco, además de ser el mito básico del padre y el tronco común de judaísmo, cristianismo e islamismo, este relato parece ser también la invención literaria por excelencia.

 

 

Kierkegaard también utiliza la historia de Abraham para ilustrar el tercero de los tres estadios de la progresión existencial. Estos tres estadios: estético, ético y religioso, le dieron sentido a su proceso vital, «explicaron» su existencia. Para Sören Kierkegaard, el primer estadio, llamado estético, corresponde en su biografía al joven disoluto que dilapidó su herencia y su vida en placeres y diversiones. El vacío existencial consecuente lo llevó al segundo estadio, el ético, lo que supuso abandonar sus hábitos de dispendio para centrarse en el estudio de la teología. Es un claro homenaje al padre tras su fallecimiento, y merece una explicación.

Michael, el padre del filósofo, pastor de cabras en su infancia, se reveló contra la dureza de su vida y en un momento de angustia levantó el puño al cielo y maldijo a Dios. Con los años se convirtió en un rico comerciante y tuvo siete hijos (el primero, ilegítimo con la criada. En seguida enviudó y se desposó con esta mujer), el último de los cuales fue Sören, nacido en Copenhague en 1813. El padre dedicó su madurez y su capital al enriquecimiento espiritual, estudiando alemán, filosofía… pero nada de eso, como tampoco anteriormente su prosperidad económica y su fecundidad, pudo contrarrestar su culpa por aquella rebeldía de juventud, por la ofensa a Dios y por la transgresión del adulterio.

Cada hijo fue recibido como un regalo inmerecido que un día le sería sustraído, y en parte se cumplió su temor: las muertes se suceden en la casa hasta quedar solo el padre, el hijo mayor (clérigo) y Sören, el benjamín enclenque. La paranoia del padre, su culpa sexual y su angustia patológica se volcarán sobre el hijo débil y enfermizo también en peligro de muerte, inculcándole una fe inconmovible en la existencia de un Dios severo y vengativo.

La juventud reactiva del Kierkegaard estudiante explica ese primer estadio estético al que hemos aludido y que retrata el dramático vínculo con su padre (y con Dios).

A la muerte del progenitor, abandona su vida disipada y se entrega en cuerpo y alma a la teología. Ingresa en el «estadio ético». En Temor y temblor ilustra este segundo estadio «ético» con otro sacrificio: el de Agamenon a su hija Ifigenia. El padre la sacrifica para aplacar a los dioses y salvar de sus iras al pueblo. Actúa como un ciudadano comprometido con lo social, con el grupo. El sacrificio tiene por eso un sentido «ético». Pero el siguiente estadio, el «religioso», no tiene sentido social, es eminentemente personal y subjetivo. El sacrificio de Isaac es absurdo y solo se explica por la fe. Con él intenta justificar Kierkegaard su renuncia a la mujer amada, Regina, que fue el gran amor de su vida (lo esperó hasta el último momento antes de casarse con otro y abandonar Dinamarca), aunque señala más bien la ambivalencia del filósofo, su miedo al compromiso con la mujer, la culpa sexual heredada y el mandato paterno de no apartarse del camino de Dios. Todo ello hará imposible la relación.

Su «sacrificio» restaurará la transgresión del padre, con el que se ha identificado haciendo propio el pecado y el destino ajenos: el hijo ha sido derrotado por la neurosis del padre. El padre condena al hijo a la soledad, al celibato y a la melancolía. En esta soledad solo pueden acompañarlo Dios y el absurdo. Dice Liberman:

 

El pensamiento religioso es claramente un mecanismo de desplazamiento ante su incapacidad de comprometerse con el amor a una mujer porque su padre, a través de tácitos mandatos de pesadumbre, se lo había prohibido[5].

 

Así es desde un punto de vista psicoanalítico, pero la versión que Kierkegaard hace de este estadio religioso es más irracional o, dicho de otro modo, basada en la creencia de Dios, en la fe hacia un padre al que no se cuestiona sino que se obedece:

 

La vida es el mayor bien que un hombre debe a otro. Es una deuda incalculable. Por eso me parece muy razonable lo que dice Cicerón cuando afirma que un hijo nunca tiene razón contra su padre… la piedad filial me enseña a renunciar a cualquier forma de penetrar en los secretos de un padre, prefiriendo que se los guarde ocultos para sí, y que se los lleve a la tumba. (In vino veritas).

 

Una ceguera interesada, puesto que al no «investigar» al padre, se protege de descifrar sus propias sombras. El relato de Abraham e Isaac cumple una doble función sublimadora: conciliar el mandato paterno y asumirse como hombre de fe, como caballero de la renuncia:

 

En este mundo del espíritu se puede afirmar con toda verdad que solamente el angustiado alcanza el reposo, solamente el que desciende a los infiernos salva a la mujer amada y solamente el que coge el cuchillo recupera a Isaac. (Temor y temblor).

 

Como vamos viendo, el mito bíblico de Abraham es una de las versiones más complejas y profundas del padre. Combina al aspecto más humano (ya que muestra a un Abraham ambicioso, estratega, compasivo, hospitalario e incluso mentiroso) con el más trascendente; confronta la razón y la fe, la decisión humana (discute con Dios como un igual, le «regatea» incluso el número de supervivientes de Sodoma) y la entrega a lo que está por encima de lo humano. Nos choca su apuesta por el deber en lugar del querer, sobre todo en nuestro tiempo, donde aquellos que invocan la fe como pretexto suelen ser fanáticos, terroristas o dictadores (por eso se acepta mejor una espiritualidad atea: budismo, taoismo, yoga… según remarca C. Naranjo). Y a la vez ilumina el ángulo borroso o borrado de nuestra contemporaneidad: el respeto al principio masculino adulto, maduro y sagrado. Por eso he querido traerlo al centro y a la base de estas reflexiones, que cierro con la famosa cita del filósofo danés acerca de Abraham:

 

Todos perduraremos en el recuerdo, pero cada uno será grande en relación a aquello con lo que batalló. Y aquel que batalló con el mundo fue grande porque venció al mundo, y el que batalló consigo mismo fue grande porque se venció a sí mismo, pero quien batalló con Dios fue el más grande de todos.

 

A partir de aquí, la indagación del vínculo padre-hijo que propongo se extiende en dos direcciones que van desde el centro a la periferia. Por la izquierda, tenemos la vía del anhelo generado por la ausencia, la persecución del padre fantasma que ilustraban las palabras de Rulfo. Por la derecha, la vía de la reconstrucción de ese referente paterno que nos guía internamente como varones, según las palabras de García Márquez. Por ambas puertas cruzaremos alternativamente, volveremos para desandar y para reanudar el camino, apoyándonos en los narradores que tan buenas pistas nos dieron sobre la travesía.


[2] Estos juegos de palabras me llevan a resonancias lacanianas, aunque siempre tuve la sensación de no entender a Lacan (deben de ser resistencias intelectuales, lo asumo). Incluso un prestigioso lacaniano, Nestor Braustein, con quien coincidí en un congreso (Colombia, 1987) y nos hicimos inseparables durante esos días, intentó acercarme a su figura. Braunstein venía de México a presentar su libro Psiquiatría, teoría del sujeto, psicoanálisis (Siglo xxi- México, 1985) y me estuvo contando cosas de Lacan insospechadas para mí hasta entonces: era tan políticamente incorrecto como Perls, si no más, lo cual me lo hizo realmente más simpático. Pero en lo teórico no fui un buen receptor: Braunstein y yo acabábamos siempre hablando de arte, de política, de cine especialmente. Era un excelente conversador y nos unía la devoción por el director italiano Roberto Rosellini. Años más tarde volví a hablar con Braustein en México, donde recomendó generosamente a algunos de sus alumnos asistir a un taller de creatividad que yo impartía en Cuernavaca.

[3] Naranjo, C., El viaje interior en los clásicos de Oriente. La Llave. Barcelona, 2013.

[4] Ozick, C., Metáfora y memoria. Ensayos reunidos. Mardulce, Buenos Aires, 2016.

[5] Liberman, A., La nostalgia del padre. Un ensayo sobre el derrumbe de la certeza paterna. Temas de Hoy. Madrid, 1994.

 

 

PRIMERA PARTE
La relación hurtada

«La figura paterna tiene cualidades legendarias. Los padres mitológicos vivían en los cielos o en las cimas de los montes y dominaban a sus descendientes y afines desde las alturas y la distancia. A pesar de su omnipotencia, estas deidades supremas sabían que su ineludible destino era ser derrocadas por un hijo. Esta fatídica suerte explica la suspicacia, la hostilidad y la ambivalencia habituales que los dioses sentían hacia sus hijos varones…

Todos los padres se parecen. Todos son grandes de tamaño. Todos presumen ante el hijo de alguna virtud masculina. Todos imponen una tradición de mandamientos, de ritos y de prioridades. Todos se distinguen por sus conversaciones breves y entrecortadas en las que no se dice nada —porque los hombres nunca se dicen nada, especialmente cuando se quieren decir muchas cosas—. Todos, en fin, son, sin saberlo, el objeto de una obsesión conflictiva e irresistible en el hijo que a menudo dura toda la vida…

Para estos hijos, la memoria del padre siempre es un momento de vacío, de soledad, de añoranza y de silencio, un enorme agujero en el que se busca intensamente a alguien que, por estar ausente, “está presente”…

Incluso entre familias intactas y bien avenidas, son demasiados los padres que, como cumpliendo con alguna oscura ley de la vida, se ausentan antes de que los hijos hayan podido hacer las paces, reconciliarse con ellos… Los hijos, más que las hijas, necesitan al padre para formar su “yo”, para consolidar su identidad, para desarrollar sus ideales, sus aspiraciones, para modular la intensidad de sus instintos y de sus impulsos agresivos. De hecho, muchos de los males psicosociales que en estos tiempos difíciles afligen a tantos jóvenes —la desmoralización, la desidia, la desesperanza hacia el futuro o la violencia nihilista— tienen un denominador común: la escasez de padre».

 

Luis Rojas Marcos[6]


[6] Rojas Marcos, L., «El hambre de padre». El País- 26 Abril- 1993.