Ángel Bastos Martín

 

La fragilidad
del lado opuesto

 

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Primera edición: octubre de 2017

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Ángel Bastos Martín

 

ISBN: 978-84-17029-46-3

ISBN Digital: 978-84-17029-47-0

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

 

1

Me llamo Fernando Gómez González. Me licencié en Psicología hace diez años y ahora soy orientador en un instituto público de educación secundaria de la capital de Extremadura. Pero esto es simple información para el lector.

El problema que tengo es vergonzoso para un psicólogo. Dicen en mi tierra que «en casa del herrero cuchillo de palo». En mi caso me viene al pelo el maldito refrán: me encuentro inmerso en una depresión posvacacional. Siempre me pasa lo mismo, todos los años cuando termina el verano y se acerca el momento de volver al trabajo me pongo histérico, irritable y latoso. Bea, mi mujer, me ayuda como puede. La pobre me aguanta un monólogo tautológico, una repetición inútil y viciosa de los problemas que me aguardan, un runrún que se mete en mi cabeza y que me deja frito.

Temo el instante del encuentro con los colegas. Me joden un montón los saludos forzados y convencionales de todos los veranos: las mismas tonterías, los mismos chistes, las mismas frases y las sonrisas impuestas por mor de la cortesía. Me dan ganas de mandarlos a la mierda, en especial a los más cáusticos, y echarles en cara su pésima ironía.

Cuando llego a casa traigo un humor de perros. Bea me pregunta: «¿Qué tal, cariño?» y yo contesto: «Como siempre, como siempre», y para mis adentros: «¡Qué ganas tengo de jubilarme!»

Esta rotura de normalidad me carga hasta alterar mis energías a una condición mísera, de la que me arrepiento después, castigándome por mi sempiterna bobería. Pero no me basta ni la experiencia, ni la edad, ni mi profesión, ni nada. Soy un neurótico crónico, qué le vamos hacer, no tengo remedio.

El día D ha llegado. He dormido muy mal, me tuve que levantar a las tres de la mañana porque una pesadilla me alteró el sueño. Puse la televisión y, mientras me fumaba un cigarro, estuve viendo a un adivino que echaba las cartas del tarot. Me enganché por la suerte de los insomnes que preguntaban sobre salud, dinero y amor. Me sorprendía las respuestas del mago y la aquiescencia de los que preguntaban. Casi siempre las adivinaciones eran de futuro y altamente positivas. Es un mundo alucinante para un psicólogo. «¡Cuánta gente está sola!», pensé. Me fui a la cama, me enrosqué al cuerpo de Bea, que me cogió la mano, y me adormilé sin llegar a coger un sueño profundo.

Mi mujer se levantó conmigo. Esta vez me preparó el desayuno: unas tostadas con cachuela, un zumo natural de naranja y un café con leche. Al mismo tiempo me susurraba palabras de ánimo. En la despedida nos dimos un piquito y Bea dijo: «Venga, Fernando, que tú puedes». Mi compañera me trataba como a los niños, estaba seguro que en el fondo se reía de mi histrionismo. Yo no dije ni mu, embutido en mis pensamientos y en mi cabreo. Y caminaba al destino contaminado de temores absurdos.

El instituto junto al Albarregas, un arrollo canalizado con un hilillo de agua en los meses del estío, me pareció deprimente. Le sobraban ladrillos rojos y emergía como una cárcel en medio del baldío, con unas naves industriales alrededor y para de contar. Se inauguró cinco años atrás y recogía alumnado de los pueblos cercanos.

Como preveía, los colegas masculinos con sus apretones de mano, los femeninos con los correspondientes besos superficiales, todo muy ritual y sin alma. Mi amigo Martos me dio un abrazo efusivo y me recordó los días en el camping: «¡Qué bien lo pasamos, Fernando!». Es verdad yo no le podía tragar ni él a mí. Nos separaban muchas cosas y acumulábamos rencores pasados, encontronazos por su prepotencia. Le costaba reconocer los errores, no aceptaba mi autoridad en los asuntos de mi competencia y me decía que tenía recursos de sobra para que yo no metiera las narices en los conflictos con sus alumnos. Ya he dicho que era el orientador del instituto.

Es necesario rebajar el nivel de trascendencia. Alcanzamos tales grados de fantasías que perdemos el horizonte. La realidad es más temporal y mucho más prosaica, pero nos creemos únicos. Eso era lo que nos alejaba: nuestro materialismo. Y fue en Sines, cuando le vi mirando el Tour de Francia:

―Hombre, Fernando, ¿tú por aquí? ¡Qué casualidad!

―Pues sí, Martos. A mí también me gusta el campismo y la comida portuguesa.

―¿Cuántos días?

―No sé.

En ese momento me entraron ganas de coger los bártulos y largarme. Me fui. Antes me dijo con ironía, o eso me pareció:

―Nos veremos, ¿no?

―Sí ―le contesté en un tono áspero.

Salí pinchado del bar sin ver el final de la etapa y con cara de pocos amigos. Bea se dio cuenta.

—¿Y esa cara?

―Que está aquí el gilipollas de Martos con su mujer y el niño.

―Bueno, ¿y qué?

Al final me tragué el orgullo después de las razones obvias de mi mujer. Bea tenía menos prejuicios que yo y más sentido común. Todos mis estudios de psicología se desvanecían ante su lógica. Lo cierto es que Martos y yo nos metimos de lleno en una larguísima conversación sobre nuestra realidad. El diálogo es un bálsamo cuando no hay voluntad de poder. Desde la sinceridad, sin caretas, sin miedos pulimos muchos desencuentros y muchas tonterías. Comprobamos que desde cierta perspectiva las diferencias no eran tan profundas y que muchas veces vemos gigantes donde solo hay molinos. Aquella convivencia en Sines fundó una amistad duradera.

Nos fuimos acercando a la sala de profesores. El director dio la bienvenida a los nuevos y después se dedicó a leer circulares y cosas de la Dirección Provincial. ¡Cómo me aburre la burocracia! Apenas le puse el oído, en cambio me fijé en una compañera nueva con los ojos muy abiertos que parpadeaba ligeramente en un rostro muy concentrado. Escuchaba lo que se decía, mientras yo aprovechaba para observarla. Me llamaba la atención un rostro blanco, terso, iluminado por algún tipo de maquillaje, aunque velado por una melena muy negra y ondulada. La chica era agraciada a pesar de la nariz un poco ganchuda. En algún momento nuestras miradas se cruzaron sin interés. Vi que salía a la carrera nada más terminar la reunión. Ya alcanzaba la salida del edificio, cuando le toqué el hombro, la chica se sobresaltó.

―Perdona, pero me gustaría presentarme ―le dije.

Tuvimos una breve conversación. Al menos sabía que se llamaba Julia y que venía a dar clase de Historia. También supe que llevaba en la enseñanza tres años. Se disculpó por no quedarse a tomar unas cañas. Las razones eran suyas, yo no investigué por no parecer un entremetido. Tenía la detestable costumbre de juzgar pronto; la primera impresión sobre Julia fue ambigua, pensé que era una joven enigmática y que guardaba con esmero su privacidad.

Los días siguientes fueron para mí movidos, por mi condición de orientador, sobre todo con los nuevos profesores a los que tenía que asesorar sobre el alumnado que les tocaba. Julia parecía contenta con su tutoría; le habían asignado un cuarto curso de Secundaria, conocía muy bien ese nivel: el curso pasado dio algunos problemas. Había sido tutor mi amigo Martos, con el que tuve más de un encontronazo por su vanidad. Sé que le molestaba que tuviera que intervenir en su clase por problemas de conducta de varios muchachos. Martos no se andaba con chiquitas. Las soluciones eran tan drásticas que tuvo algún que otro problema con los padres y, por supuesto, con los díscolos que intentaban putearle siempre que podían. Un día le pusieron un pájaro muerto encima de la mesa. Los muchachos le apodaron «el Pájaro». Yo le requería actitudes pedagógicas y él me contestaba que los educaran sus padres, que él enseñaba Lengua y Literatura. Esas tendencias le perjudicaron hasta el punto de que un alumno le agredió con un directo a la cara. La situación se encanalló por las dos partes hasta que mediamos yo y el equipo directivo. La tregua se rompió cuando su casa apareció llena de pintadas con alusiones explícitas contra el profesor. Martos tuvo que darse de baja un tiempo, un alivio para el instituto y sobre todo para mí.

Mi obligación era advertir a Julia del curso.

―No te preocupes, tengo recursos ―me contestó con arrogancia.

―Bueno, pero estás avisada.

Me curaba en salud por si acaso, consuelo absurdo. Ojalá tenga los medios y tengamos un año tranquilo. La soberbia es un mal consumado y la profesora mostraba suficiencia, inexperiencia de juventud pensaba en mis ocultas reflexiones.

El curso comenzó. Julia parecía contenta, saludaba a los compañeros con el tono de voz metálico y firme. Se movía por los pasillos con seguridad, taconeando con firmeza, agitando su larga, ondulada y sedosa melena, y sonriendo. Esperaba a sus alumnos en la puerta del aula, un detalle claro de sus intenciones.

—¿Cómo te va? ―le pregunté con sinceridad.

—Muy bien, muy bien; los alumnos estupendos ―me contestó con su sempiterna sonrisa, que capté como un envite.

—Me alegro por ti.

Julia me echaba en cara mi escaso crédito en sus condiciones como educadora. Sé que me había cogido rencor, pero lo desplegaba con elegancia, con cortesía y con artificio, algo que leía en sus ojos; aunque su mirada, que pretendía ser limpia, me rehuía. Como psicólogo estudiaba el comportamiento de las personas por gestos, palabras y afectaciones. Con Julia se intensificaba mi observación, porque algo en ella me descolocaba. Muchas veces le preguntaba por su clase y me sorprendía su escueta respuesta: «Todo está bien». Yo dudaba, a mí me llegaban noticias distintas.

Conocía de sobra a esos alumnos. Desde que comenzaron primero de secundaria siempre hubo incidentes, y ahora se enturbiaba con la presencia de un chico repetidor que estaba en el instituto por ley, pero al que le resbalaba todo. Aún no mostraba su lado hosco. Como un felino se emboscaba detrás de varios camaradas que le servían de escudo. Estos ya importunaban a la profesora con ruidos, irrupciones, preguntas absurdas, carcajadas estentóreas y un repertorio de bobadas. Julia con serenidad mantenía con ellos un diálogo que les agradaba, al fin alguien los atendía. Resultaba efectivo y la paz volvía al aula.

Los exámenes del primer trimestre dejaron en evidencia a la profesora. Tuvimos una reunión para analizar los resultados. Se dice que del fracaso escolar es solo responsable el alumno. Esta tesis la sostenía Julia. Tuvimos una obligada discusión, porque yo defendía otras posturas. La libertad de cátedra es intocable y ahí mi intervención estaba vetada.

—Julia, levanta un poco la mano. Es mi consejo.

—La materia es la materia y la Historia no es una maría, es fundamental para su formación.

—De acuerdo, Julia, aunque te recuerdo que esto no es la universidad. Los chicos completan la enseñanza obligatoria; después se olvidarán, ¿me entiendes?

—No —me contestó con sequedad y se marchó con su obstinación.

Retomaba los recelos sobre ella, se equivoca. Las vacaciones de Navidad marcaban el final del trimestre. Todavía tuve un detalle con ella:

—Pásate por casa, que Bea quiere conocerte.

Julia aceptó la invitación.

El veintitrés de diciembre por la tarde mi mujer sacó la vajilla para las ocasiones especiales y puso un mantel primoroso bordado por ella. El ambiente navideño poco recargado, casi austero (aprovecho para manifestar mi oposición a tanto candor en estos días artificiales) era el correcto para una tarde de café y pastas.

A las cuatro y media llegó Julia con una caja de bombones. Antes de sentarnos, Beatriz le enseñó el piso y le ofreció la casa. La tarde fue muy cortés y cuidada. Se despidió de nosotros. Un brillo peculiar en los ojos revelaban gratitud.

Hablamos:

—¿Qué te ha parecido? —le pregunté a Bea.

—Una chica encantadora y muy educada.

—¿Solo?

—No le busques tres pies al gato, Fernando, que tienes una imaginación de manual.

—No te entiendo.

—Pues que es una mujer normal, ya está.

Me callé. A veces las respuestas de mi mujer me cortaban las alas. Esta vez, en lugar de enfadarme, le di un beso, y es que Bea encaraba la vida con naturalidad y mucho sentido común. Para mí era la compensación a mis dislates intelectuales. Por eso y por otras cosas me cautivaba, en el fondo envidiaba su equilibrio y su sencillez. También pensaba que era el secreto de la felicidad, aunque unos lo tenían por distintas causas y otros estábamos lastrados por la genética y el medio. Era una lucha permanente por encontrarla.

 

 

2

Nos metíamos en enero después de las vacaciones. Julia me saludó con frialdad y me preguntó por mi mujer y por mi hijo Víctor. Yo hice lo mismo: me interesé por su madre, pero por pura cortesía no por otra cosa, puesto que ella guardaba con celo su vida privada. Su actitud furtiva me molestaba, apenas se relacionaba con los demás compañeros y nunca se quedaba a tomar unas copas, siempre ponía excusas.

En su clase hubo una ligera variación: Andrés, el chico especial que había dado tantos problemas desde el inicio de la secundaria, asumió una actitud chocante: cambió de forma radical su comportamiento y obligó a sus acólitos a continuar por ese camino. Julia me mostraba su éxito y me lo dijo:

—Fernando, me gustaría que te pasaras por mi clase y comprobaras el cambio —me dijo con una sonrisa postiza.

―Me alegro por ti y por mí. No te puedes imaginar la de conflictos que ha causado este muchacho. —Y le advertí—: Pero no te fíes, Julia, es un lobo con piel de cordero y algo trama.

—¡Qué va! Son tus fantasmas. El chico es diferente a los otros, quizás un poco reservado, menos expansivo, más seco, y a vosotros, los psicólogos, os gusta caracterizar por utilidad profesional. —Después, con altanería, me tiró a la cara una frase mordaz—: No solo tú tienes la exclusiva de la psicología.

—No lo pretendo —herido en mi orgullo— y te equivocas conmigo.

Se marchó sin contestarme, satisfecha con su triunfo. Yo me quedé corrido dándole vueltas a su proceder. Así estuve toda la mañana en el instituto. Desde mi despacho se veía el patio. Al salir al recreo observé a Andrés detrás de la ventana. Inútil intento: el chico, que era astuto como un zorro, miraba hacia mi ventana y sonreía. «Qué tonto eres», me decía con su expresión. Me había pillado y reculé hasta mi sillón todavía más confundido. «Ya veremos», pensé en voz alta.

Las noticias de un desagradable incidente llegaron a mí por vía estudiantil. Una alumna de la clase de Julia me lo contó: «Por favor, Fernando, no menciones mi nombre». «Tranquila, y gracias», le dije yo.

El suceso se inició de forma casual. A Andrés le llamaban el chico de la armónica, porque siempre iba con ella en el bolsillo del pantalón vaquero. Muchas veces se le veía tocarla en solitario sentado en un banco. La tocaba de oído y le gustaban las baladas, lo hacía bien. La armónica era la única propiedad que mimaba como una reliquia, y así era por ser el recuerdo emotivo de su padre fallecido por una cirrosis. Tenía once años cuando su padre le dejó el regalo encima de la mesilla. La armónica siempre le mantuvo en su memoria.

Julia daba su clase como siempre: de pie y con la tiza en la mano derecha. Le irritaba que la interrumpieran y no se andaba con chiquitas: mandaba fuera del aula a quien se atreviera a trabar su relato. Esta actitud le había dado algún que otro disgusto y bastante encono en varios alumnos. Andrés siempre ponía su armónica encima del pupitre. Ese día se le cayó al suelo. El ruido descolocó a Julia, que paró su exposición:

—¡Andrés, sal de la clase! —le dijo con energía.

—No quiero —contestó el muchacho.

—Te he dicho fuera si no quieres que llame al jefe de estudios. —Julia se puso muy nerviosa; el chico no se movía del asiento—. ¡Que salgas inmediatamente! ¿Me oyes?

—Claro que te oigo, joder, si pareces una verdulera. Me voy, pero esto no va a quedar así, que lo sepas ―dijo con mirada atravesada.

La clase siguió invadida de rumores. Julia, desfondada, se sentó y dijo a los chicos que leyeran el resto de la materia en sus libros. Andrés se fue a un banco del patio del instituto y se puso a tocar la armónica, una bella melodía calmaba su rabia poco a poco. Unos minutos después se acercó Julia:

—Perdóname, Andrés, sé que me he excedido contigo.

El chico ni la miró, concentrado en su música. Los intentos de la profesora por el arreglo resultaron inútiles: el joven seguía tocando. Al momento llegaron sus amigos de siempre y entre caladas de cigarrillos abandonaron el instituto.

Yo la esperaba en mi despacho, mi intuición me decía que algo había pasado. Conocía a Julia lo suficiente después de cuatro meses de convivencia. Su talante rígido era posiblemente un escudo de protección para una chica sensible e ingenua como ella. Me contó lo sucedido con detalle, su arrepentimiento y la necesidad de que el chico la perdonara. Tuvimos una charla muy didáctica durante la cual Julia se bajó del pedestal y me contó alguna que otra confidencia. La tranquilicé sobre Andrés, pero le advertí de su mundo y de sus carencias:

—Ten mano izquierda con él, con afecto te lo ganas. Le conozco muy bien, no es más que un chiquillo abandonado.

—Lo tendré en cuenta. Muchas gracias, Fernando.

Andrés estuvo dando tumbos por la ciudad con sus dos amigos de siempre, hasta sentarse en la pradera que hay junto al acueducto romano:

—Esa tía es gilipollas —dijo Manuel, su mejor amigo.

―Hay que darle caña —dijo Diego, el otro inseparable.

—¿Sabéis lo que pienso? Que esa es una estrecha y que yo le gusto.

El delirio de Andrés se instalaba con fuerza en su frenética imaginación y tendría que pasar algo. Propuso varias acciones. Manuel y Diego se reían con ganas ante las disparatadas ideas de su amigo.

Durante una semana no asistieron a clase. Julia estaba preocupada y me lo dijo. La profesora nunca imaginó lo que le aguardaba.

Era el último día de enero. La primera clase de Historia era con su curso. Julia entró con decisión en el aula, dio los buenos días y se puso muy contenta al ver de nuevo a los tres chicos. Aún no había visto la pizarra verde y comenzó a dar la asignatura de espaldas a ella. Algunos chicos se reían y otros cuchicheaban. Julia se enfadó:

—¿Qué pasa?

Una jovencita se lo dijo:

—Se dé la vuelta, maestra.

Así lo hizo. Fue un momento. Aquellas cuatro palabras terribles arrasaban. Julia se desplomó sobre el sillón. Estaba perdida y muda, no era capaz de articular palabra. Apoyó la cabeza sobre su mesa y un llanto irreprimible y acongojado dominó el silencio del aula. Varias alumnas se le acercaron con palabras de consuelo, otra borró la maldita frase.

—No lo tenga en cuenta, maestra, estos siempre han dado la nota —le dijo una chiquilla.

Julia se recobró lo suficiente para seguir la clase. Sabía de quien venía la afrenta, pero no se encaró con él. Al salir del aula fue a mi despacho muy nerviosa.

—Creí que lo de la armónica estaba superado. Jamás pensé que ese hijo de mala madre se atreviera a tanto.

—Te advertí sobre el muchacho. Pero no le des demasiada importancia, a ese ya le ajustaré las tuercas hoy mismo, tranquila.

Julia respiró hondo. El apoyo de sus alumnos y el de Fernando relajaron su pensamiento ofuscado.

«Eres una puta zorra». Esta frase rondó la cabeza de Julia durante todo el día, imposible sacarla. Ella que era íntegra como una virgen. ¡Cómo percibía Andrés la debilidad! ¡Qué habilidad para sacar de quicio a la gente! Su madre se lo notó:

—Traes mala cara, hija. ¿Qué te ha pasado? A mí no me ocultes nada, ya sabes.

—Es el mes. Siempre me pongo indispuesta.

Su madre, viuda desde años, solo miraba por la única hija que tenía. Todo su mundo era la niña. La protegía con desvelo, cualquier nimiedad suya le consumía el alma. Con una ofensa, con una duda se resentía hasta caer enferma, su amor era inexpugnable. Por eso Julia no le contó nada. Se fue a su habitación e intentó escribir en el diario.

Me guardé en vano el incidente, la mayoría del profesorado sabía lo ocurrido. Una compañera me soltó: «No puedes proteger a ese degenerado». Llegué a casa desolado y, como no puedo esconder los problemas, Bea me lo notó:

―¿Qué ha pasado, Fernando?

―Otra movida con el maldito muchacho.

Al día siguiente llamé al joven Andrés y le pedí explicaciones.

—No puede mosquearse de esa manera por una puta tontería. Se me cayó la armónica.

—Pero, Andrés, ¿y la frase de la pizarra?

—Se me fue la mano, Fernando; siempre hago las cosas sin pensar.

—Pues la joven profesora está muy fastidiada, el camino es fácil.

—Lo sé.

Andrés salió de mi despacho poco convencido. Le conocía lo suficiente para intuir que haría lo que le viniera en gana. Conmigo se mostraba sumiso, pero era puro teatro. Él tenía una imagen de la mujer poco benévola: en su familia estaba Ana una hermana dos años mayor que él, que hacía lo que quería y hablaba y se vestía sin cuidado; y su madre Juana, que la pobre sufría el machismo agresivo de su hijo, porque Andrés no aceptaba a su pareja, un hombre que le cogió miedo. El muchacho guardaba el recuerdo de un padre idealizado fruto de su imaginación, perfecta aliada para deformar la verdad. La realidad fue que el padre dedicó su tiempo al bar entre cartas, vasos de vino y una indiferencia absoluta por ellos. Estaba cansado de la vida y se arrimó a la botella, también albergaba razones imitadas de su padre: un personaje estrafalario, mujeriego y haragán que maltrató a la abuela hasta que se fue de casa. Desde entonces nadie supo del abuelo. La abuela María vivía con ellos y les ayudaba con la pensión de asistencia. La abuela María quería al chico y sentía lástima de su abandono y Andrés se aprovechaba de su generosidad.

Julia consideraba la forma de hablar con el muchacho, aún pesaba el miedo. Poco acostumbrada a tratar con jovencitos rebeldes por falta de experiencia, tomó la decisión de hablar conmigo. Me gustó que confiara en mí, le asesoré sobre el modo de comunicarse con él, pude al fin exponer mis teorías pedagógicas sobre los chicos «malos» y me lo agradeció de corazón.

―Ahora a por él. Sin miedo, como te he dicho, porque es astuto y huele la debilidad.

―Lo haré.

Y lo hizo. Se quedaron en el aula los dos solos. Andrés no dijo nada, pudo observar de cerca la belleza contenida de Julia. El chico sonreía con malicia al ver cómo la profesora alargaba su falda azul cuando los ojos de él se posaban en sus piernas, cómo parpadeaba al encontrarse con su mirada rijosa, cómo titubeaba su voz con la vista de Andrés en sus pechos, se sentía desnuda ante aquel perturbador muchacho. Julia respiró aliviada al marcharse y él salió silbando con las manos en los bolsillos traseros del vaquero y las risas de los dos compinches Manuel y Diego. Los tres se iban andando entre empujones hacia la barriada de San Juan, un barrio deprimido, feo y mal trazado que crece desde la anarquía de las pobres gentes que buscan un techo barato. Llegaron sofocados por la larga cuesta estrecha hasta la casa de Andrés. La abuela, que estaba trajinando en el corral atendiendo el gallinero, los sintió:

—¿Quién anda ahí?

―Soy yo, abuela.

―¿Y la escuela?

―No tenemos, hay huelga.

La abuela María siguió con sus tareas y los tres muchachos se metieron en la habitación de Andrés decorada con un cartel con el grupo extremeño de folk: Los Niños de los Ojos Rojos, una bufanda del Polideportivo Mérida y un póster de los jugadores en Primera División de la temporada 1995-96, y cómo no, el calendario con la chica desnuda. Los tres se sentaron en la cama como desmayados. Estuvieron un rato sin hablar entre aros de humo que hacían con la boca en forma de pez.

―Yo ―hablaba Andrés― estoy hasta los huevos del instituto y no quiero hacer la tontería que me ronda por la cabeza. Esa maestra me tiene loco.

―¿Quién? ―preguntaron los dos amigos a un tiempo.

―¡Joder, quién va a ser, la nueva!

Andrés dio varias caladas al cigarrillo como pensando: «Esta mañana me ha puesto a cien, la cabrona está buena. Ni sé lo que me dijo, yo estaba solo pendiente de sus tetas y de su boca. A punto estuve de echarme encima.

―Habértela tirao ―dijo Manuel.

―Eso ―remató Diego.

―No digáis gilipolleces, estáis como putas cabras. Lo mejor es no volver más y olvidarme de eso; además, yo no me entero de nada, si apenas sé leer.

―Si tú no vas, yo tampoco ―dijo Manuel.

—Ni yo ―dijo Diego.

—¿Y qué vamos hacer? ―preguntó Andrés―. Lo pensaremos, ¿no?

―Bueno, vamos a dar una vuelta por el barrio y después nos acercamos al taller de Juan.

 

 

 

3

Julia estaba demasiado confundida con los hechos recientes pensando en aquel chico tan incómodo: su mirada de deseo, su gesto obsceno de llevarse la mano al paquete frustraba cualquier posibilidad de acercamiento. «Jamás volveré a quedarse a solas con él, ¡qué asco!», pensaba y apartaba rápido ese pensamiento. Pero las noches serenas de antes se le llenaban de pesadillas temibles con el chico. Tendría que soportarle sin remedio.

La joven profesora me lo contó una de las veces que vino a casa para ver a Beatriz. Por cierto, empezaba a tener suspicacias de Julia, porque la absorbía con su locuacidad incontenible. Era chocante que ella, que apenas hablaba con los compañeros, con Bea fuera arrolladora; además, se ausentaban con mayor frecuencia de la casa para tomar café. Pero a lo que iba, me dijo: «Fernando, mi vida, se basa en tres patas: mi madre, Dios y la enseñanza. Las otras cosas me son ajenas». Me dejó especulando. Siempre enigmática. Llegué a pensar que era una afectación, una forma de singularidad, y que aprendía poco después de la experiencia con Andrés. Otra me descolocó al hablarme de mi mujer: «Bea es un cielo, es la mujer más maravillosa que he conocido». Y tuvo el descaro de aconsejarme que la cuidara. No la mandé a tomar por culo por ser compañera, aunque se lo conté a Bea:

―¿Sabes lo que me ha dicho esa cursi de Julia?

―Dime.

―Que no te merezco. ¿Qué te parece con sor Quisquilla? Esta tía es tonta, ¿o no?

―Fernandito, no te comas la cabeza con ella. Es un poco ingenua, una chica solitaria que busca compañía.

―¡Coño, que se busque un novio! ―dije con toda la intención.

―Bueno, dejémoslo.

Me callé por no decir una barbaridad; además, a Bea no le gustaba discutir, y menos con el niño delante. Julia se me atragantaba. La veía tan almidonada y tan contenida que se me saltaban los plomos. Esa actitud hipócrita, desde mi subjetividad, claro, me desnivelaba. Es verdad que soy un poco misógino, quizás porque no entiendo a las mujeres. Siempre me parece que se guardan algo, que son muy habilidosas a la hora de mostrarse con plenitud. En cambio a nosotros se nos revientan las costuras en cuanto nos aprietan y soltamos nada más que nos metan los dedos. Siempre seremos unos puros ingenuos y ellas mucho más sutiles. Estoy en ello, quiero indagar en el gran misterio femenino por mi condición de psicólogo, porque reconozco mi incapacidad de enfrentarme con éxito a las chicas del instituto cuando hay algún conflicto de sexos. Ellas tienen la sagacidad suficiente para que, por lo general, salgan victoriosas de los lances con los compañeros masculinos.

A principios de febrero llegó un nuevo profesor interino en sustitución de Martos, que había pedido una excedencia. Los alumnos estaban encantados con el nuevo. Jorge Barroso era la antítesis de Martos.

Fue sorprendente que el díscolo Andrés, que se saltaba las clases de Historia, acudiera a todas las de Jorge. Hasta la llegada del profesor nuevo, Andrés se había ausentado del instituto. Como mi obligación era conocer su paradero, llamé a la madre. La señora Juana ignoraba la situación de su hijo. «No puedo con él, se ha ido de casa sin decir nada».

De la noche a la mañana el chico dio un cambio espectacular en su forma de vestir: los vaqueros y zapatillas de marca y las gorras de visera y las gafas de sol le daban un exterior fachoso. Él portaba su chulería con descaro al margen de las sonrisas burlonas de los colegas. Cuando le vi comencé a presentir alguna historia oscura. Le llamé, pero la conversación fue un fiasco, ya que se negó en redondo a revelar el origen del dinero. Julia habló conmigo sobre la ausencia de Andrés en sus clases. ¿Qué podía hacer?

El muchacho mantenía un silencio numantino. Sus amigos Diego y Manuel pasaban de su cambio; eso sí, se beneficiaban de su generosidad. Diego en una de sus correrías le soltó:

―Oye, tú, ¿de dónde sacas el dinero?

―¿Es tu problema?

―No.

―Pues chitón.

Aquí se acabó la conversación, necesitaban pocas palabras para entenderse. Los códigos entre ellos eran tan sutiles que con unas risas o una mirada cómplice o una palmada en la espalda descifraban sus intenciones. Además, estaban en la edad del yo poderoso. Andrés iba todos los días a ver a la abuela María cuando no estaba su madre. María le hacía muchas preguntas, que el nieto contestaba con monosílabos. Esta se enfadaba con él un poco, pero pronto se le pasaba. A veces le dejaba unos euros encima de la mesilla cuando se marchaba. Andrés solo quería a su abuela y odiaba a la madre y a su pareja. El recuerdo de su padre le apartaba de ellos y apenas tenía relación con la hermana.

Jorge y Julia entablaron una buena relación. A Julia le agradaba su capacidad de escuchar y, sobre todo, sus modales exquisitos, sin ser empalagosos. Jorge hablaba con el tono bajo para no llamar la atención o por timidez. Su voz era grave y envolvente. El tema que los conectó era Andrés. Julia estaba intimidada después de la entrevista a solas con él. Se había pasado muchas noches con el sueño alterado. En sus sueños aparecía el joven en actitud provocativa o con cara lasciva riéndose a carcajadas. Todas estas experiencias se las contaba a Jorge, sin embargo este le quitaba hierro al asunto: «No es mal chico». Entonces le confió un descubrimiento: «Al muchacho le gusta la poesía. Yo siempre voy con mi libro de poesía favorito: De los placeres prohibidos de Luis Cernuda. En los descansos le echo un vistazo, aunque casi todos me los sé de memoria. Hace un par de semanas le dediqué una clase al poeta y me llamó la atención cuando Andrés me preguntó por el poema: «A un poeta muerto (F.G.L.)». Me dijo que no lo entendía muy bien, pero que le gustaba. Le contesté que si quería conocer más del poema. Le invité a la sala de profesores y aceptó. Y le dediqué la hora que tenía libre a los poetas Cernuda y Lorca. El tiempo entregado a los dos poetas fue especialmente singular. El muchacho bebía en mis gestos severos y en mi pasión una experiencia inédita para él. Lamentaba que tuviera que dar otra clase, y le propuse, si no le importaba, que viniera a mi casa. Andrés consintió.

Nos fuimos en coche hasta mi piso. En el trayecto, sin que se lo pidiera, me contó en un tono un poco dramático la mala relación con su madre y que estaba dispuesto a irse de casa. Mi propuesta, reconozco que excesivamente arriesgada, fue acogerle por un tiempo hasta que resolviera los problemas familiares. Andrés accedió sin trabas.

Aquella revelación desconcertó a Julia:

―¿Cómo se comporta? ―preguntó Julia con un poco de recelo.

―Bien, bien. Hasta hoy no me quejo, le estoy dando afecto y le mantengo. Paso a paso sin forzarle, no quiero que se me rebote.

Yo estaba al tanto de la historia porque me la contó Julia, aunque me dijo que la revelación era absolutamente confidencial. Estaba receloso de los cambios producidos en el aspecto exterior de Andrés, pero el tiempo quita o da razones. Del profesor Jorge no tenía aún opinión, apenas habíamos charlado. Solo lo hicimos de cuestiones académicas, y del chico, cuatro palabras. Él me aseguraba que estaba cambiando, no le di ningún consejo. Jorge era para mí un ser misterioso. Rompía las reglas convencionales al uso: vestía al estilo inglés y tomaba te en la sala de profesores; además manejaba el idioma inglés con soltura. Conjeturaba la probabilidad de una estancia larga en Inglaterra. Eso sí le observaba con detenimiento y de vez en cuando preguntaba a los alumnos por sus clases. Las respuestas eran muy positivas.