Juan Aguilar tiene en sus manos
las algas y la espuma.
Sentado en una banca del parque
mira los árboles.
Hay tanta dulzura en sus ojos,
tanta suavidad en su pelo blanco.
Los niños se le suben como ardillas.
Entonces el viejo canta.
Saca su caracol
y hace volar como gaviotas
las historias del mar.
Mi perro se llama Chocolate.
En tiempos de la pesca
fue siempre el almirante de mi bote.
—¡Soltá las amarras! –le decía.
Y el perro las soltaba.
—¡Encendé el motor!
Y Chocolate lo encendía.
Le gustaban los pájaros del mar.
Ladraba a las gaviotas y a los peces voladores
que pasaban zumbando.
Por muchos años ha sido mi única compañía.
Cuando no tenemos comida
pasamos las horas mirándonos a los ojos.
Pero en los días buenos,
con las panzas hinchadas de pescado,
miramos las grandes olas del atardecer.
Un día llegó una perrita blanca a nuestra playa.
Los veía corretear todo el día
y besarse las narices.
Una tarde Chocolate llegó hasta mí;
me lamió los pies. Levantó sus ojos
y se fue.
Recorrí la playa muchas mañanas.
—¡Chocolate!... ¡Chocolate!
Pero no me hacía caso.
Después de varios meses
oí un ladrido en medio de la noche.
Al abrir la puerta de mi rancho, Chocolate
saltó de alegría.
Y junto a él saltó la perrita blanca
y junto a ella saltaron cuatro perritos canelos
que parecían motas de la flor del poponhoche.
Desde ese día no hemos vuelto a separarnos.
Chocolate alza los ojos y bosteza
desde la arena del parque.
Un día saqué un pez.
Era plateado y ancho y me miraba.
Desde la arena
sus ojos diminutos parecían estrellas.
—Tenés que concederme un deseo.
Yo me extrañé porque nunca había oído
a un pez hablar.
—¡Serás mi almuerzo! –respondí.
Su cuerpo fuera del agua se ahogaba
y una gota de sangre
comenzó a salir por sus agallas.
—¿Cuál es tu deseo?
—¡Volver al mar!