LA DIVERTIDA AVENTURA
DE LAS PALABRAS

 

 

 

Fernando Vilches

LA DIVERTIDA AVENTURA

DE LAS PALABRAS

 

Del buen uso del español

 

 

 

 

Prólogo de

Carlos Herrera

 

 

 

 

 

 

La divertida aventura de las palabras

Del buen uso del español

 

© 2018, Fernando Vilches

© 2018, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, -1. 28003 Madrid

 

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

 

ISBN: 978-84-17241-33-9

 

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

 

www.arzalia.com

 

 

A mi queridísimo tío Eduardo Rivas,
de quien soy deudor sin tiempo

In memóriam

 

 

 

Puntiyoso sovrino insoportavle,
guardián de la española hortografía,
bíctima lla de la monomanía
de querer que la jente escriva y havle

 

de forma correta y presentavle,
lla sea en prosa, lla sea poesía,
lla sea en el dezir de cada día
en papel, en las hondas o por cavle.

 

Al releer estas aberraciones,
tan desprovistas del decoro hermoso
que exige a nuestra hermosa lengua el arte

 

del buen decir que das en tus lecciones,
debo afirmar, sobrino puntilloso,
que, de no ser, habría que inventarte.

 

 

Eduardo Rivas

(Soneto a su sobrino Fernando Vilches)

Madrid, 24 de junio de 2012

 

Prólogo

Carlos Herrera

Las personas que nos dedicamos a la comunicación sabemos de la importancia de las palabras, de componerlas apropiadamente para confeccionar un discurso creíble en el que la coherencia, la cohesión y la adecuación son fundamentales a la hora de conectar con nuestros oyentes.

Llevo tantos años dedicado al noble oficio de contar sucedidos, historias, noticias (a veces terribles y dolorosas) y buenas nuevas también (aunque, desafortunadamente, más escasas) que el lenguaje se ha convertido para mí en un compañero inseparable de mis días en antena, donde cuento con un extraordinario equipo humano, y de mis soledades, en esas madrugadas donde, camino de la radio, voy rumiando las palabras que voy a escoger para ilustrar a mis camastrones (neologismo herreriano, como lo llama el autor de esta aventura, y recogido en ella) con noticias, comentarios, chascarrillos, temas de actualidad —políticos, deportivos y económicos (no todo va a ser política)—; y sucedidos sobre seres humanos, algunos, auténticas Personas, con mayúscula, y otros que, infelizmente, han llegado a personajes «públicos» (y lo entrecomillo a sabiendas) antes que a personas, personas humanas, como ha recogido alguna vez el autor de este ensayo en la sección que tiene los martes en mi programa.

El libro que tiene en sus manos, desconocido y respetado lector, es una mezcla de la pasión que siente Fernando Vilches por la hermosa lengua de Cervantes y de su dedicación a enseñarla a quien quiera acompañarlo en este empeño, tarea en la que lleva más de treinta y cinco años. Y en esa dilatada vida de docente, otro libro, El menosprecio de la lengua (el que da título a su sección en el programa), nos juntó en 1999 en el espacio que yo dirigía en Radio Nacional de España.

Tras un largo paréntesis en el que no volví a saber de él (Fernando se convirtió, según sus palabras, en un seguidor mío allá donde la vida profesional me ha llevado), un buen día de noviembre de 2017, en Producción habían leído una entrevista que le realizaron en La Razón y cuyo titular llamó la atención de nuestra sin par María Luisa, la jefa de ese departamento: «Si la RAE acepta cocreta, me hago italiano». Y le llamaron para cocretar una entrevista si le parecía oportuno.

Efectivamente, una mañana fría de ese mes que tan poco le gusta al profesor, apareció por la emisora de Madrid de Cope, con su libro bajo el brazo, trajeado y encorbatado como buen (y pelmazo, pensaron —seguro— cuando lo vieron llegar) profesor universitario para, en paráfrasis umbraliana, hablar —naturalmente— de su libro, ¡faltaría más!

La entrevista discurrió por derroteros poco académicos, nada solemnes ni, mucho menos, aburridos, hasta tal punto que, en hábil maniobra, me espetó que por qué no dedicaba unos minutos a la semana —o al mes— a hablar del buen uso de la lengua. Yo recogí el guante y le contesté si él podía llevar esa sección, y, «en tiempo real», expresión que odia el profesor, me contestó que sí, podía y quería, así que, queridos, desconocidos y respetados lectores, hasta hoy. Esta, en síntesis, es la justificación —si es que la necesita un prólogo— por la que me ha pedido Fernando Vilches que me ponga a la faena, compromiso que he aceptado gustoso.

El libro es una sugestiva mezcla de dos componentes: el lúdico, con ese buen humor del que hace gala en la sección de mi programa, en la que nos cuenta cuestiones de nuestra lengua aliñadas con chistes (unos mejores y otros malísimos), y ese punto docente que acompaña al profesor Vilches desde hace, como él ha manifestado, más años de los que quiere acordarse. Es, por ello, un libro interesante y, a la vez, entretenido.

 

 

Quien lo conoce y ha leído algo de lo escrito por él (libros académicos sobre el siglo xv, estudios sobre el lenguaje en los medios de comunicación, sus opiniones sobre nuestro sistema educativo, artículos de actualidad sobre la lengua y otras quisicosas más mundanas en el diario La Razón) sabe que su objetivo siempre es acercarse a la máxima de los clásicos sobre enseñar a otros: docere et delectare, es decir, enseñar y entretener. Y creo sinceramente que en este libro lo ha conseguido (de otros suyos él mismo dice que son de difícil digestión y que los ha escrito por aquello de los méritos académicos que todo profesor universitario debe cumplir).

Y digo que lo ha conseguido porque nos incita a acompañarlo en esta aventura sobre la lengua, más concretamente, sobre su base, de un modo ágil, divertido e instructivo, a la vez que nos descubre la utilización impropia de muchas palabras, rescata otras de su infancia y juventud, por su sabor terruñero (palabra noventaiochesca), y bucea en la jerga adolescente y juvenil actual para compararla con la de los años ochenta y alrededores, en un capítulo con el sugerente título de «Diacronía del lenguaje ortopédico». En fin, nos lleva de la mano para conocer mejor nuestra hermosa lengua.

También, y fiel a su espíritu de docente vocacional, nos enseña a manejar un poco el diccionario de la lengua (Diccionario de la Real Academia Española, DRAE, en la sigla de los filólogos), nos advierte de lo muy importante que es utilizarlo cuando desconocemos el significado de cualquier palabra (él, en su habitual desparpajo, lo dice con una frase muy suya: «Más vale pasar un minuto por ignorante que toda la vida por idiota») y nos plantea una curiosa pregunta: «¿Saben cuál es la última palabra del diccionario español?». No pone fin, nos aduce, que podría ponerlo, y, para despejar el desasosiego que pueda causarnos tan sutil interrogante, nada mejor que seguir leyendo.

Desde la explicación inicial que da al lector para fundamentar «por qué ha escrito un libro como este», ya nos va anunciando que se trata de un acercamiento al lenguaje desde un punto de vista tanto lúdico como formativo, es decir, por un lado, pretende divertirnos con su lectura y, por otro, darnos a conocer algunas interioridades de la lengua que nos harán mejorar nuestro uso personal del español y «desfacer algunos tuertos» (que diría don Quijote) que se perpetran contra la lengua, unos con más solera y otros de pelaje reciente.

Expresa su criterio contrario a algunas decisiones de la Real Academia Española al haber incorporado al DRAE palabras o significados que las desnaturalizan a su juicio. El ejemplo más claro lo utilizó en uno de nuestros programas: el término enervar, que se venía utilizando por la mayoría de los hablantes con un significado inapropiado, y digo la mayoría, y no todos, porque los que hemos estudiado Medicina sabemos desde muy temprano curso que enervar a un paciente es dejarlo sin nervios, relajado y sin dolor. Pues, según nuestro profesor de cabecera, al añadirle también el significado contrario a este, es decir, poner nervioso (y, por extensión, cabreado o enfadado), han desnaturalizado tan vetusta y digna palabra.

Otro interesante capítulo, a mi juicio, es el que dedica a recuperar esas palabras terruñeras que señalábamos antes. Aquí, en algunos casos, y para lectores de cierta edad, se recuperará memoria de la infancia o juventud; en otros, descubrirán algunas palabras curiosas muy españolas, hoy algo olvidadas. Les señalo una que llevó a su sección en la Cope y que hizo las delicias de María José Navarro (a la que Fernando profesa, me consta por él, gran admiración y cariño, entre otras virtudes, por su excelente dominio de la lengua en la famosa sección «Diario de mi Mari Jose»): aguarradilla, que puede parecer algo sinuosa para mentes truculentas, pero que no es más que un simple chaparrón primaveral.

Descubriremos —además— en este viaje aventurero que muchos términos que se utilizan normalmente no han recibido todavía el bautizo de la RAE, es decir, que no están incorporados al diccionario y, por tanto, en puridad no existen aún en lo que el profesor llama el armario de la lengua, en el que, cual ropa de casa, guardamos todas las palabras que nuestra memoria a largo y corto plazo logra recordar. Son los llamados neologismos o palabras nuevas, a los que incorpora —porque yo sé que en el fondo le encantan y le gustaría haberlos inventado— lo que denomina como capítulo aparte «Neologismos herrerianos», un pequeño homenaje a mi forma de contar que el profesor ha tenido a bien sumar a esta aventura.

El resto de capítulos son también apasionantes. Va a bucear en el poder de las palabras, pues, como señala, no son neutrales, pueden herir o curar, y, desde aquí, nos va a descubrir un poco la «estupidez humana», con ese lenguaje al que quieren despojar de sus significaciones ancestrales para dejarlo tan pulido y romo que no lo reconozca nadie por ser una «apoteosis de lo neutro», en palabras de un poeta querido y admirado por Fernando Vilches (amigo también de este prologuista), Luis Alberto de Cuenca. Les garantizo que, cuando lean esta parte, lo harán con una sonrisa en los labios.

En el papel de un guía turístico, nos va a contar que nuestra lengua ha vivido y vive en compañía de otras muchas a las que ha exportado palabras muy genuinas (liberal, por ejemplo) y de las que también ha recibido lo que antaño fueron préstamos y hogaño ya ha perdido consciencia de su origen: el roce con otras lenguas: árabe, inglés, francés, euskera, catalán, gallego…

Echa, asimismo, un vistazo de pájaro al lenguaje deportivo, al que no deja en muy buen lugar, pero no por desprecio, sino por la desazón que le provoca el que muchos periodistas del sector se dirijan con sus palabras más a la víscera del fanático seguidor que al cerebro del aficionado sano y disfrutón (y se lo dice un bético de palabra y de militancia).

Por no cansarlos, les diré, amables y pacientes lectores, que el resto de capítulos son también para descubrir, disfrutar y aprender: cómo habla la gente corriente, destripando a veces con mucha gracia el lenguaje (al profesor, una de las frases célebre populares que más le gusta es la de la inolvidable Lola Flores, «Si me queréis, irse»); cómo la moda también llega al lenguaje y lo convierte en un escaparate de ocurrencias no siempre elegantes y virtuosas; una descripción, no exenta de humor, de algunas lenguas de especialidad, como el registro de la medicina o el jurídico-administrativo, algo sobre las tildes y algunas cosas más que no les destripo en este prólogo para que las descubran ustedes por sí mismos.

En fin, si han llegado hasta aquí, desconocidos y exigentes lectores futuros, es que están dispuestos a vivir esta divertida aventura de las palabras con el profesor Vilches. Les garantizo que no se arrepentirán y, tras la lectura de este libro, tendrán un bagaje cultural mucho más rico. Así, cuando nos oigan los martes en Herrera en Cope discutir sobre aspectos de la lengua, matizar muchas expresiones enlatadas en archivos sonoros que Fernando caza día a día, sentirán que un lazo muy fuerte nos une: el amor por la hermosa lengua de Cervantes.

 

¿Por qué este libro?

¿Cuál fue la primera palabra que pronunció el primer ser humano? ¿Y por qué? ¿Tenía ya su cuerpo la evolución fisiológica suficiente para poder articular? Preguntas apasionantes que quedarán sin respuesta, a pesar de interesantes intentos de filósofos o novelistas.

¿Sería ¡ug!?, ¿¡eh!?, ¿¡oh!? Lo que yo tengo por seguro es que fue una exclamación muy simple, bien al encontrarse al primer congénere sobre las dos piernas, bien al presenciar la primera salida del sol o contemplar el primer ocaso, bien al vislumbrar por vez primera la luna y las estrellas, bien al sentir en su piel el primer chubasco… Seguramente, se trató de una exclamación de admiración o de miedo, una exclamación corta que le permitió expresar su sorpresa y que le hizo tomar conciencia de su necesidad de comunicar, de transmitirle al otro sus inquietudes, sus sensaciones, su sobrecogimiento ante los fenómenos que le rodeaban.

En un momento de esa evolución —y, si se es creyente, cuando Dios lo dotó de alma y de conciencia— el hombre empezaría a necesitar palabras. Se daría cuenta de que, para conquistar al otro, ya no le valían las interjecciones; de que, para cazar un mamut que lo superaba en fuerza y velocidad, tendría que comunicarse con los otros miembros de su cuadrilla, panda o tribu y organizar una estrategia común.

Y alguno de aquellos humanos, probablemente, tomaría la iniciativa e iría creando palabras o sonidos diferenciadores para convencer, para pedir, para ordenar y, en nuestro ejemplo, para indicar a los otros dónde situarse y cómo actuar en el momento oportuno con el fin de conseguir vencer al gran mamut. Lo que ya no sé es si, en aquella época, el líder aprovecharía su recién adquirido poder para colocarse en la retaguardia, como ha sido habitual en tiempos más cercanos al nuestro.

Siempre defiendo en mis clases que el invento más emocionante e importante del ser humano ha sido el lenguaje (primero, el oral y, luego, el escrito). A partir de ahí, empezó realmente a diferenciarse ese homínido de los animales con los que convivía o se cruzaba. Y solo a partir de ahí.

Al hilo de estas y otras muchas reflexiones, de mi permanente empeño por contagiar mi amor por la lengua española y su cuidado a todo aquel que me escucha, en una de nuestras deleitosas conversaciones frente a una taza de café, mis dos amigos y editores Ricardo Artola y Andrés Laina (este, además, compañero del colegio), me instaron a pensar en componer un libro sobre la lengua que aunase el instruir con el deleitar. Que fuera mostrando el genio de nuestro idioma (que se va perdiendo con los usos espurios que nos han traído los nuevos tiempos y las nuevas tecnologías) y que sirviera a los lectores de ayuda para mejorar su forma de expresarse, de escribir o de hablar, al tiempo que pasaban un buen rato.

Quienes se acerquen a este libro y lo doten de existencia (la literatura la crea el lector, decía Paul Valéry) convendrán conmigo en que, con independencia del año en que nos tocó estudiarla, la asignatura de Lengua Española era la más aborrecida de todas, sí, incluso más que las matemáticas. Pasábamos interminables horas haciendo análisis sintácticos sin saber para qué nos serviría eso, y éramos testigos de cómo el profesor encontraba, en los comentarios de texto preparatorios del gran examen que daba acceso a la Universidad, tropecientas figuras retóricas (desde el oxímoron hasta el anacoluto), figuras que, por supuesto, después no aparecerían ni por asomo en el dichoso examen.

Y, efectivamente, ¿cuántos de ustedes han necesitado el oxímoron para sobrevivir en este proceloso mundo? Pocos, seguro. Sin embargo, y aunque no sean conscientes de ello, todos han incurrido más de una vez en el anacoluto («Falta de correlación o concordancia sintáctica entre los elementos de una oración») y, además, somos testigos de su empleo diario en los discursos políticos y en las entrevistas periodísticas. Conviene apreciarlo para no perder el hilo de lo que se nos está contando, aunque ese hilo conductor nunca haya estado previamente en la cabeza del que habla (especialmente, si es político).

La lengua es imprescindible en nuestra vida para realizar todo tipo de actos. Al principio, el bebé es un animal de sonidos y de gestos que, prácticamente, no hace más que llorar y dormir. Pero ese llanto no es igual siempre: empleará uno para comunicar que quiere comer o beber; otro, porque quiere dormir; un tercero, porque siente dolor o molestias, las típicas de su temprana edad. En ese primer momento, solo la madre posee la ciencia ancestral, el conocimiento de tan peculiar diccionario que le permite entender e interpretar cada uno de esos llantos.

Poco a poco, a medida que va escuchando a los de su alrededor, oyendo las palabras que van pronunciando sus abuelos, padres, hermanos…, empieza a modularse su cerebro para apresarlas y devolverlas con su sello particular, con esa expresividad inigualable y esa pronunciación maravillosa de trabalenguas con la que comienza su salida lingüística al complicado mundo al que ha venido («Iba corriendo y, de repronto, me caí»).

De ahí la importancia de hablar lo más correctamente posible y con la mayor riqueza léxica a nuestros hijos desde pequeños, para que vayan adquiriendo un lenguaje variado, rico y preciso como recurso imprescindible para la resolución de las diversas situaciones que tendrán que afrontar en la guardería o en el colegio, sin la presencia y la ayuda de sus mayores.

Y quiero pedirles disculpas, pacientes lectores, por mi deformación profesional. Son muchos años manejando términos y conceptos muy técnicos a partir de mi labor como filólogo y profesor, por lo que, al final del libro, colocaré un glosario —en su acepción de ‘catálogo de palabras’— en el que les explicaré lo que significan, para evitar la confusión de ustedes y mi posible pedantería. Estas palabras irán con un asterisco a lo largo del texto.

 

¿Es importante hablar bien?

Cuando una persona tiene un buen dominio del lenguaje, nos llama la atención. Ese «estilo lingüístico» que no sabemos muy bien en qué consiste, pero que notamos inconscientemente como la brisa que nos envuelve en un día de verano y que nos hace sentir alivio. A quien habla correctamente, cuidando su expresión, empleando palabras con ecos que recuerdan los orígenes del ser humano, le escuchamos con fruición, nos sentimos muy a gusto y la conversación fluye sin percibir que es el dominio del lenguaje el que da valor a la comunicación.

Comunicar viene de comunión, de ‘compartir con otros lo que sentimos, pensamos, creemos’; lo que nos inquieta, lo que nos preocupa, nuestras alegrías y tristezas. La maravilla del lenguaje que nos hace diferentes del resto de los seres vivos. Informar, sin embargo, es ‘contar a otros hechos o sucesos que desconocen’. En ambos casos, poseer el lenguaje nos hace sentirnos bien. Con ese buen dominio somos capaces de ahorrar en palabras, porque encontramos las justas, y de comunicar o informar con precisión por la economía del lenguaje, que es otra virtud de quienes lo dominan.

Escuchar a otros hablar bien, con palabras llenas de historia y de vida, es sabernos más humanos y recuperar la fe en el otro. Es llenarnos de sentido común, de reflexión, y enriquecer nuestras relaciones. Hablar bien es ampliar las posibilidades de un futuro mejor, a partir de un presente lleno de esperanzas. Hablar bien es muy importante. Es fundamental, no solo para defendernos ante los tribunales o para vender más que la competencia; hablar bien es primordial para desarrollar con éxito todas nuestras actividades profesionales y personales a lo largo de la vida.

En los tiempos que corren, cuando el «todo vale» nos invade, parece un despropósito reivindicar aquella máxima clásica que decía «la forma es el fondo»; hermoso principio que exigía al orador o escritor no solo transmitir una idea, sino transmitirla de forma adecuada. Ahora se diría que lo que se lleva entre nuestros jóvenes, y no tan jóvenes, es ese doloroso «pero se entiende, ¿no?», que menosprecia la forma en que se expresan las ideas o los sentimientos y parafrasea, aun sin saberlo, al pacífico Sancho Panza en aquel capítulo en el que recrimina a su señor don Quijote:

 

Dijo Sancho a su amo: Señor, ya yo tengo relucida a mi mujer a que me deje ir con vuestra merced adonde quisiere llevarme. Reducida has de decir, Sancho —dijo don Quijote—, que no relucida. Una o dos veces —respondió Sancho—, si mal no me acuerdo, he suplicado a vuestra merced que no me enmiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos, y que, cuando no los entienda, diga: «Sancho o diablo, no te entiendo»; y si yo no me declarare, entonces podrá enmendarme, que yo soy tan fócil… No te entiendo, Sancho —dijo luego don Quijote—, pues no sé qué quiere decir soy tan fócil. Tan fócil quiere decir —respondió Sancho— soy tan así. Menos te entiendo agora —replicó don Quijote—. Pues si no me puede entender —respondió Sancho—, no sé cómo lo diga: no sé más, y Dios sea conmigo. Ya, ya caigo —respondió don Quijote— en ello: tú quieres decir que eres tan dócil, blando y mañero, que tomarás lo que yo te dijere y pasarás por lo que te enseñare. Apostaré yo —dijo Sancho— que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme, por oírme decir otras doscientas patochadas (Don Quijote de la Mancha, II, cap. VII).

 

A mi juicio, y a pesar del menosprecio que siente la juventud en general hacia el buen uso del lenguaje, si un chico se acerca a una chica y le dice algo así como «Oyes, tía, joder, qué buena estás», a poco que la moza esté medianamente educada en un ambiente social normal, va a tener pocas probabilidades de éxito, y no porque el fondo de lo que está queriendo transmitir no sea adulador, que lo es, sino porque la forma en la que lo expresa es completamente inadecuada.

La Retórica es, para nuestros propósitos, el arte de hablar con gracia y con destreza, y nos ayuda no solo en este viejo cortejo del macho a la hembra (o viceversa), sino en otras muchas circunstancias de nuestra vida diaria en las que va a jugar un papel fundamental, como, por ejemplo, en una entrevista de trabajo, donde recurrir a ella nos ayudará a dar una buena impresión de nosotros mismos; en el desempeño de la actividad profesional, pues nos permitirá ofrecer una buena imagen de la empresa ante los posibles clientes; en la comunicación con los demás, con la expresión adecuada de nuestros sentimientos, alegrías o angustias. En cualquier situación, una buena retórica siempre jugará a nuestro favor y al de nuestros interlocutores.

De ahí que concluyamos que hablar bien es esencial para desenvolvernos en la sociedad en la que tenemos que vivir necesariamente. La visión del mundo, de nuestra inmediata realidad, se enriquece sobremanera con un mayor dominio de la lengua. La realidad no toma cuerpo hasta que le ponemos un nombre —que es lo primero que se hace a un niño cuando nace— y, para ello, para poder nombrar adecuadamente cada cosa, hay que tener un vocabulario amplio y saber construir correctamente las ideas, que es para lo que sirve fundamentalmente la Sintaxis.

Por tanto, queridos lectores, en este libro intentaremos acercarnos al lenguaje (que es el uso individual que cada uno hacemos de la Lengua) de manera sencilla, destripando hábitos incorrectos en la construcción de las ideas y analizando las impropiedades que se presentan en ciertas palabras que usamos habitualmente sin conocer su exacto significado. No es un libro de gramática (reglas) ni un manual para el buen uso de nuestro idioma, se trata sencillamente de apreciar nuestra lengua y utilizarla bien. Por ello, empezaremos por acercarnos al diccionario.

 

El diccionario

En el armario de la lengua, hay mucha ropa y cada una tiene su función. Ese armario es el diccionario. Los básicos, que sirven para combinar, están conviviendo con los modelos que más se llevan esta temporada y, a la vez, con esas otras prendas que nos ponemos menos (o no nos ponemos nunca), pero que no tiramos porque forman parte de nuestro acervo. A mí, aunque no sea muy científico, me gusta distinguir entre el léxico de un idioma, que es toda la ropa del armario, y el vocabulario, que es lo que una persona se pone más a menudo, sabe siempre dónde está, lo combina de una forma bastante precisa y sin necesidad de pensar mucho.

El español cuenta con un diccionario en el que se contienen 93 000 voces (23.ª edición), a las que hay que sumar alrededor de 70 000 americanismos. En virtud de tal abundancia, cuando mi hija era más joven y empezaba a gustar a los chicos, yo siempre le hacía la siguiente advertencia: «Si un chico te dice que no tiene palabras para expresar tu belleza, dile que es un ignorante y que se ponga a estudiar, porque hay más de cien mil en el diccionario y seguro que entre ellas encuentra las adecuadas». Ella me miraba con cara perpleja y debía de pensar: «Listo está mi padre si cree que yo voy a contestar eso».

Como este no es un libro académico, no voy a enumerar los documentos ni las formas que recogen los distintos corpus lingüísticos del español porque en ellos el número de palabras y de formas es muchísimo más amplio; simple y llanamente, nos quedaremos —que no está nada mal— con el diccionario básico de nuestra lengua, al que hay que acudir en primera instancia, y que no es ni más ni menos que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, más conocido por sus siglas DRAE, aunque ahora, si lo incorporamos como diccionario en línea a algunos de esos artefactos un tanto malignos —y sin embargo útiles, tampoco lo vamos a negar—, como el móvil o la tableta, observaremos que el símbolo con el que se presenta en la pantalla incluye las letras DLE (Diccionario de la Lengua Española).

Este, el diccionario de la RAE, debe ser el de cabecera para la gente normal y corriente, es decir, para aquellos que no se dedican ni al estudio de la lengua ni utilizan lenguas de especialidad (como las de la Medicina o la Astronomía, la jurídico-administrativa, la económica, etc.). Para los que manejan estos lenguajes específicos, la abundancia de diccionarios existentes permite aclarar cuantos tecnicismos sea necesario emplear. Como dato curioso les diré que en mi casa tengo exactamente doce diccionarios distintos solo para mis trabajos sobre la lengua española.

¿Es útil el diccionario? La respuesta es rotunda: sí. Es un libro de consulta al que no debemos hacer ascos: «¿Dónde va usted tan raudo, circunspecto, asaz y atribulado? Pues iba al baño, pero, ahora, creo que voy a por un diccionario». Al leer una novela, un artículo periodístico, un trabajo o cualquier texto de tipo general, encontraremos palabras cuyo significado desconocemos. Unas pueden comprenderse por el contexto. Otras necesitan del auxilio del diccionario.

Les plantearé una cuestión para que se respondan sinceramente: ¿conocen cuál es la última palabra del diccionario español? Seguro que no, salvo que hayan participado en alguno de mis cursos de la universidad o de los organismos oficiales en los que suelo enseñar sobre técnicas y habilidades de expresión. Jamás nadie me ha sabido contestar a la pregunta. Les adelanto que en los diccionarios la última palabra no es ‘fin’. Para evitarles molestias, queridos lectores, les resuelvo la incógnita. La palabra es zuzón, ‘hierba cana’. Y, ahora, acudimos a la palabra hierba y buscamos la variedad: ‘Planta herbácea de la familia de las compuestas, con tallo ramoso, surcado, hueco, rojizo y de 30 a 40 cm de altura, que tiene hojas blandas, gruesas, jugosas, perfoliadas y partidas en lóbulos dentados, flores amarillas, tubulares, y fruto seco y con semillas coronadas de vilanos blancos, largos y espesos que semejan pelos canos de donde le vino el nombre. Es común en las orillas de los caminos y se considera como emoliente’.

Y, tras esta búsqueda, podríamos seguir nuestra aventura con el significado de perfoliadas, vilanos y emoliente, y tendríamos completo conocimiento de esta hermosa plantita; con los medios actuales, entraríamos en la Internet y veríamos in situ su aspecto y forma.

Tal vez se rían ustedes de este viejo profesor (que no profesor viejo), pero, si un chico le preguntara a la moza que lo inquieta (o viceversa) por esta palabra, o le regalara directamente un manojillo de zuzones, lo mismo tendría más éxito que si optara por hacerle las consabidas preguntas de cómo te llamas, qué estudias, de dónde eres… O tal vez le manden igualmente a paseo, pero un no también curte el espíritu juvenil, sobre todo, si ese no procede de un asalto cultural al castillo inexpugnable del ser en el que hemos puesto nuestros ojos atribulados.

El diccionario, como muchos de los aparatos electrodomésticos que tenemos en el hogar, también trae un manual de instrucciones que casi nadie consulta, tristemente, pues, de hacerlo, sacaríamos el máximo rendimiento a nuestro particular lexico doméstico para cocinar y aliñar palabras, y seríamos capaces de preparar una excelente ensalada de significados.

Con el epígrafe «Advertencias para el uso del diccionario» o «Guía del lector», todos los diccionarios dan las pautas para su utilización. Normalmente explican de qué tipo de diccionario se trata, hablan de cómo está organizado y dan una exhaustiva lista de abreviaturas que hemos de saber interpretar, por ejemplo, u. t. c. prnl., que significa que el verbo en cuestión se «usa también como pronominal»*, o desus., para voces que ya están «en desuso» en el habla común.

Debemos procurar que los niños se acostumbren a usar el diccionario cada vez que desconocen el significado de una palabra y, si es posible, hacer que la busquen ellos mismos, en lugar de resolverles la duda con nuestros conocimientos, pues solo lo que se aprende con esfuerzo se retiene en la memoria a largo plazo.

Antes de bucear en algunas palabras concretas, hemos de saber que se llama artículo a ‘cada una de las divisiones de un diccionario o una enciclopedia encabezada con distinta palabra’.

Veamos, para aclarar lo comentado en el párrafo anterior, qué dice el DRAE en cuanto a la estructura de los artículos:

 

4.1. A la cabeza de cada artículo aparece un lema escrito en letra negrita, que presenta la unidad léxica buscada. En el ejemplo que sigue el lema es repente:

repente. (Del lat. repens, -entis, súbito, repentino). m. Impulso brusco e inesperado que mueve a hacer o decir cosas del mismo tipo. Le dio un repente y se marchó. 2. coloq. Movimiento súbito o no previsto de personas o animales. 3. adv. m. de repente ( súbitamente, sin preparación). de ~. loc. adv. Súbitamente, sin preparación, sin discurrir o pensar. 2. coloq. Ur. y Ven. posiblemente. hablar de ~. fr. hablar de memoria. o V. coplas de ~.

4.2. En algunos casos, sigue al lema la información etimológica, encerrada siempre dentro de un paréntesis. En el ejemplo anterior se trata de esta secuencia: (Del lat. repens, -entis, súbito, repentino).

4.3. Aparecen a continuación la acepción o acepciones correspondientes al lema, numeradas, cuando hay más de una, a partir de la segunda, y separadas, en el mismo caso, por una doble barra vertical:

repente. […] m. Impulso brusco e inesperado que mueve a hacer o decir cosas del mismo tipo. Le dio un repente y se marchó. 2. coloq. Movimiento súbito o no previsto de personas o animales. 3. adv. m. de repente ( súbitamente, sin preparación). […]

4.4. Tras una doble barra de mayor cuerpo que la destinada a separar las acepciones, aparecen las formas complejas (v. § 3.3), cuyas acepciones, si son más de una, también están numeradas:

repente. […] de ~. loc. adv. Súbitamente, sin preparación, sin discurrir o pensar. 2. coloq. Ur. y Ven. posiblemente. hablar de ~. fr. hablar de memoria. […]

4.5. Al final de la entrada pueden aparecer uno o varios envíos, precedidos por un cuadratín (o) y la abreviatura «V.» (‘véase’), que indican otro lugar preciso del Diccionario donde puede encontrarse la información que se busca. En el ejemplo anterior:

repente. […] o V. coplas de ~.

 

Como podemos apreciar, la información es muy completa, aunque la mayoría de las veces lo que nos interesa es solo el significado del término.

Vamos a escoger al azar algunas palabras y veamos qué contienen.

Comenzaremos por el término hasta (ponemos entre corchetes [ ] lo que le falta a la abreviatura para tener la palabra completa).

 

Del ár[abe]. hisp[ano]. attá, y este del ár[abe]. clás[sico]. attà, infl[uenciado]. por el lat[ín]. ad ista ‘hasta eso’.

1. prep[osición]. Denota término o límite. Hasta Caracas. Hasta mil. Hasta ti.

2. prep[osición]. C. Rica[Costa Rica], El Salv[ador]., Guat[emala]., Hond[uras]., Méx[ico]. y Nic[aragua]. A partir de. Llegaré hasta las dos.

3. adv[erbio]. Incluso o aun. Hasta tú estarías de acuerdo. Hasta cuando duerme habla.

 

hasta no más

1. loc[ución]. adv[verbial]. p[oco]. us[ada]. hasta más no poder.

hasta nunca

1. expr[esión]. Expresa el enfado o irritación de quien se despide de alguien a quien no quiere volver a ver.

hasta tanto, o hasta tanto que

1. locs. [locuciones] conjunts[conjuntivas]. En espera de que se produzca lo expresado a continuación. Mandaron un interino hasta tanto no se incorpore el titular.

 

Así pues, sabemos la procedencia del término y que puede ser tanto preposición como adverbio; además, algunas formas de su uso, como locución adverbial, expresión clásica de nuestro idioma y locución conjuntiva.

No debemos confundirla con asta, que es un sustantivo femenino con muchos significados (invito al lector a hacer su primera inmersión práctica en el DRAE).

Tomemos, ahora, un sustantivo: trapisonda. De este, nos dice el diccionario:

 

1. f. coloq. Bulla o riña con voces o acciones. Brava trapisonda ha habido.

2. f. coloq. embrollo ( enredo, confusión).

3. f. desus. Agitación del mar, formada por olas pequeñas que se cruzan en diversos sentidos y cuyo ruido se oye a bastante distancia.

 

Las dos primeras acepciones las cifra el diccionario como femeninas y coloquiales, y para la tercera, con el mismo género, nos dice que es voz en desuso. Además, la tipografía de la palabra embrollo nos advierte de que es posible pinchar sobre ella (si estamos en línea, claro) y buscar su significado (enredo, confusión, maraña…).

Y, ya que estamos, indaguemos sobre el adjetivo trapisondista:

 

1. m. y f. coloq. Persona que arma trapisondas o anda en ellas.

 

Como información nueva nos dice el diccionario que su género (algo de lo que hablaremos más adelante) es tanto masculino como femenino.

Busquemos, para terminar con este grupo de ejemplos, un verbo: endilgar, del que se nos presenta la siguiente información:

 

De or. inc.

1. tr. coloq. Encaminar, dirigir, acomodar, facilitar.

2. tr. Encajar, endosar a alguien algo desagradable o impertinente.

 

Lo primero que se apunta es que es de origen incierto, es decir, se desconoce desde qué lengua pudo desembarcar en el español. Y, luego, dos acepciones: la primera la tilda como coloquial y la segunda es el significado estándar.

Y una última indicación para el uso del diccionario: en algunas consultas, como, por ejemplo, moniato o periodo, podemos encontrar lo siguiente:

 

moniato

1. m. boniato.

 

Esto quiere decir que ambas formas son aceptadas por la RAE, pero se considera como más culta aquella a la que remite su definición, en este caso boniato.

Y, si consultamos la palabra periodo, sin tilde, el diccionario nos devolverá lo siguiente:

 

Periodo V. período

 

Por último, si buscamos creatura, encontraremos lo siguiente:

 

creatura

1. f. cult. Criatura.

En este caso, ya queda explícito, con las abreviaturas f[orma]. cult[a]., cuál es la considerada como tal y, además, es en esta última donde figura el significado de la palabra.

En fin, que el diccionario es casi un compañero en esta aventura que estamos iniciando, querido lector, y que nos va a permitir ampliar el conocimiento de nuestro vocabulario y, por ende, adquirir una mayor comprensión del mundo que nos rodea.

También los invito a divertirse con el diccionario; sí, a divertirse. Si lo tienen en papel, ábranlo por cualquier página, al azar, y miren la cantidad de palabras cuyo significado desconocemos, así añadirán un par, al menos, a su acervo cultural.

Si, por el contrario, no disponen de ninguno en su formato tradicional, cojan una revista, un periódico, un libro y anoten todas las palabras que desconocen para buscarlas a continuación en el diccionario en línea. Es gratis la consulta y es grande la satisfacción de incorporar nuevas prendas a nuestro particular armario.

 

Más vale pasar un minuto por
ignorante que toda la vida por idiota

¿Por qué, cuando ignoramos algo o nos dicen alguna cosa que no entendemos, no preguntamos? ¿Por qué usamos palabras con un significado que creemos que es el correcto, pero, ante la duda, no consultamos? Perdónenme el uso de la palabra vulgar del epígrafe, pero es la única forma en la que mis alumnos retienen estos mensajes que creo importantes para ellos.

Si en el día a día preguntamos aquellas cosas que desconocemos (en la compra, en el médico, en el abogado…) para nuestra tranquilidad o para aprender algo desconocido (esta es la misión más apasionante del ser humano, aprender, y lo hará durante toda su vida, quiera o no), ¿por qué hemos de quedarnos sin saber el significado de una palabra? Por ejemplo, en un artículo de mi admirada escritora Ángela Vallvey, publicado en La Razón (7 de abril de 2018), titulado «Jetas», se leía:

 

El rico idioma español dice que la jeta es el hocico del cerdo y del jabalí, pero la sabiduría popular enseña que jeta es quien tiene la desfachatez de un gato en una matanza, y la cara de dibororrenio [la negrita es mía].

 

Este párrafo resulta completamente comprensible, excepto en lo que se refiere a la última palabra. Como es mi costumbre, acudí al diccionario de la RAE y comprobé que es un término no recogido en él. No hay problema, se trata de una de las escritoras —a mi juicio— más interesantes del panorama literario español, que demuestra una cultura léxica y bibliográfica muy notable; así pues, estamos ante un neologismo, algo muy propio de los buenos contadores de historias. Los medios actuales permiten acudir a fuentes variadas y en ellas encontré la respuesta: «El diboruro de renio (ReB2) es un material superduro [sic] sintético» (Unionpedia Comunicación). Duda resuelta: el (o la) jeta tiene la cara tan dura como este material nuevo descubierto en UCLA en 2007.

A veces, leyendo un texto cualquiera, podemos comprenderlo por el contexto («no hay texto sin contexto», regla básica del discurso); ese contexto lingüístico o el situacional pueden ayudarnos a desembrollar el sentido de una palabra que no hemos ni leído ni oído en nuestra vida. Pero esto no siempre es así, en ocasiones es imposible extraer del contexto del discurso el significado pertinente, ya sea por ignorancia supina o por la dificultad del propio vocablo. Les pongo ejemplos de palabras que, aun en el contexto, serían difíciles de comprender: eximio, conspicuo, egregio, sinalagmático, supérstite

Aunque les parezca mentira, no son términos raros ni muy circunscritos a lenguajes especiales; tal vez sinalagmático o supérstite sean más propios del registro jurídico-administrativo, pero forman parte de nuestra realidad cotidiana. Por ejemplo, casi seguro que todos hemos hecho en nuestra vida algún contrato sinalagmático, es decir, bilateral (entre dos personas); por su parte, supérstite es quien sobrevive, y, aplicado a la pareja, serían la viuda o el viudo.

Otro ejemplo real de esta dificultad para extraer el significado de algunas palabras del contexto en el que se encuentran me lo proporcionó una buena amiga, catedrática de una universidad española, al enviarme las respuestas que algunos alumnos dieron en el examen de Selectividad sobre el significado de determinados vocablos.

La primera palabra cuyo significado se pedía, teniendo en cuenta el texto en el que se circunscribía, fue vigilia. Es un término muy bonito y rico en acepciones. Traigo tres:

 

1. Estado de quien se halla despierto o en vela.

2. Víspera de una festividad de la Iglesia, y

3. Día en que, por precepto religioso, hay que hacer vigilia (abstinencia). Viernes de vigilia.

 

Pues lean, no sin asombro, estoy seguro, lo que pusieron algunos alumnos sobre esta palabra:

 

Arrastrar a la deriva. Ejemplo: El barco se dirigía a la vigilia.

Trozo de tela suave y fina. Ejemplo: Mi mujer se viste siempre de vigilia para seduccirme [sic].

Parte del baño ó [sic][1] orinal. Ejemplo: En las casas antigüas [sic] no había vigilia.

Caminata nocturna acarreando a algún santo para que llueva este es el top ten de las vigilias— y

Lo más íntimo. Ejemplo: Mi novia no me deja que le acarzie [sic] la vigilia —¡y tanto!, añado yo—.

 

La segunda palabra era sima, que define el diccionario como ‘cavidad grande y muy profunda en la tierra’. Aquí están las respuestas:

 

Pensamientos internos. Ejemplo: Tú simas igual que yo.

Letra del alfabeto grieguo [sic] —la letra a la que se refería el alumno es la sigma—.

Parte de nuestro celebro [sic]. Ejemplo: No tengo sima, pero siempre te recordaré —pues será con los pies, amigo, porque sin cerebro no hay memoria…—.

Y la tercera, onírico: ‘perteneciente o relativo a los sueños’. Veamos las perlas:

 

Sonido interrumpido de la cabeza que tienen los tarados.

Maullido de gato. Ejemplo: El gato tiene un bostezo muy onírico.

Relativo al acto de hacer agüas [sic] menores. —Supongo yo que habrá leído orínico—.

 

Como habrán podido comprobar, las cabezas no están a veces bien estructuradas y se nota el abandono del diccionario por parte de la enseñanza en la etapa educativa no universitaria. En fin, que urge recuperar el uso de este libro tan útil para ampliar los conocimientos sobre léxico y mejorar la lectura comprensiva, como ya se nos indica en los informes PISA (ya saben, el Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes, conocido habitualmente por sus siglas inglesas: Programme for International Student Assessment).


[1]. Cuando vean en algún escrito [sic], sepan que el autor del texto que están leyendo nos advierte de que es así como aparece en el original. Puede tratarse de un insulto, una palabra malsonante o, simplemente, mal escrita, y quien nos lo avisa nos está indicando que no quiere cambiar el original.