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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 119 - diciembre 2018

© 2010 Sherryl Woods

Verano de madreselva

Título original: Honeysuckle Summer

© 2012 Sherryl Woods

Promesas a medianoche

Título original: Midnight Promises

Publicadas originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-765-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Verano de madreselva. Sherryl Woods

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Epílogo

Promesas a medianoche. Sherryl Woods

 

Prólogo

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Si te ha gustado este libro…

Verano de madreselva.
Sherryl Woods

1

 

 

 

 

 

Aunque ya estaban en junio, era un día bastante fresco. Raylene se asomó a la puerta de la cocina para ver a los niños de Sarah, Tommy y Libby. Estaban jugando en el jardín trasero.

Al no ver al niño se le aceleró el pulso.

Sarah, de dos años de edad, estaba al lado de la valla del jardín, cuya puerta estaba abierta.

–Libby, cariño. Ven aquí –llamó con nerviosismo a la niña–. ¿Dónde está tu hermano?

La pequeña fue andando hasta ella con lágrimas en los ojos. Después, señaló hacia la calle.

–Ven a la casa –le ordenó.

No quería tener que preocuparse también por Libby. La tomó en brazos y fue corriendo hasta la puerta principal de la casa. La abrió y miró a uno y otro lado de la calle sin salir. No podía verlo. Solo tenía cinco años, creía que no podía haberse alejado mucho durante el tiempo que ella había pasado en la cocina. Trató de tranquilizarse. Había dejado de vigilarlos para poner unas galletas en un plato y llenar tres vasos con limonada. Creía que no podían haber sido más de dos o tres minutos.

Cuando la niñera tenía que salir y se quedaba a solas con los dos, solía meterlos con ella en la casa. Pero hacía un día tan bueno, que había decidido permitir que siguieran jugando en el jardín. Lamentaba haber tomado esa decisión. Acababa de ocurrir lo que llevaba meses temiendo. Le había repetido continuamente a Sarah que le daba miedo quedarse a solas con los niños. Porque, si uno de los dos se escapaba de la casa, no se veía capaz de seguirlo.

–¡Tommy! –gritó con todas sus fuerzas.

Consiguió asomar un poco la cabeza, pero sin abandonar el umbral de la puerta. Había sido aterrador ver que el niño había desaparecido del jardín, pero le resultaba aún más espeluznante la idea de salir de la casa. Dio un paso y después otro más. No podía dejar de temblar. Le entraban ganas de darse media vuelta y esconderse dentro. Sostenía a Libby con tanta fuerza que la pequeña comenzó a lloriquear.

–Lo siento, preciosa –le dijo para tranquilizarla.

Volvió a llamar a Tommy, pero no obtuvo respuesta alguna. Se sentía tan asustada como frustrada.

El niño conocía muy bien las reglas de la casa. Y, aunque no entendiera por qué, Tommy sabía perfectamente que ella era incapaz de salir al exterior. Era comprensible que no supiera por qué le aterrorizaba tanto la idea de salir. A ella le pasaba lo mismo.

Desde que escapara de su exmarido para refugiarse en casa de su amiga, no había salido de allí. Le asustaba el mundo exterior. Su maltratador, Paul Hammond, seguía aún en la cárcel, aunque no por mucho tiempo, y no se veía capaz de abandonar su escondite. De hecho, no había mejorado nada durante los meses que había pasado allí. Iba de mal en peor.

Respiró profundamente y dio un paso más hasta llegar a la acera. Tenía tanto miedo que no podía respirar y tenía la garganta agarrotada. Se detuvo de nuevo y volvió a gritar.

–¡Tommy! ¡Tommy Price, vuelve ahora mismo!

Buscó desesperada con la mirada, rezando para que el niño apareciera detrás de un arbusto con su traviesa sonrisa en la cara.

Pero no había nadie en la calle. Los jóvenes del barrio debían de estar haciendo los deberes o entretenidos con sus videojuegos. Y los niños más pequeños estarían merendando. No había nadie allí al que le pudiera preguntar por Tommy.

Intentó calmarse. Serenity era un pueblo bastante tranquilo y seguro. Y lo bastante pequeño para que muchos de sus habitantes reconocieran a Tommy si se lo encontraban por la calle y lo devolvieran de vuelta a su casa. Aun así, no consiguió tranquilizarse.

Quería pensar que, si se les hubiera acercado algún desconocido, los niños habrían gritado. Tanto su madre como ella les habían recordado una y otra vez lo que debían hacer si les pasaba algo así. Incluso la pequeña Libby sabía que no debía irse a ningún sitio con alguien que no conociera.

No hacía más que pensar en todas las posibilidades. El tiempo se le estaba haciendo eterno, pero imaginó que no habían pasado más de dos minutos. Tenía que tomar una decisión y no tenía tiempo que perder. Podía intentar superar sus miedos y salir de allí o llamar para pedir ayuda. Se tragó su orgullo y marcó el número de la policía.

La segunda llamada la hizo a la emisora de radio de Serenity donde Sarah tenía un programa matutino de música y entrevistas. Solía quedarse después de que terminara el programa para preparar el del día siguiente. Fue el prometido de su amiga y dueño de la emisora, Travis McDonald, el que descolgó el teléfono.

–Lo siento muchísimo –le dijo ella una y otra vez tratando de contener sus lágrimas–. Solo dejé de vigilarlos durante un par de minutos, te lo prometo. He tratado de salir, estoy ahora mismo en la acera. Sabes muy bien lo difícil que es esto para mí. Acabó de llamar a la oficina del sheriff y va a venir un agente enseguida.

–No pasa nada, Raylene. Todo saldrá bien –la tranquilizó Travis.

Pero su voz parecía algo más tensa de lo habitual en él.

–Voy a decírselo a Sarah y estaremos en casa dentro de unos minutos. Seguro que Tommy está en casa de la vecina, no te preocupes. ¿Por qué no llamas a Lynn?

–No creo, me habría oído llamarlo. Date prisa, Travis, por favor. Intentaré dar con él y seguir llamándolo, ya sabes que no puedo hacer nada más.

Le agradecía mucho a Travis que no le echara en cara la fobia que había conseguido dominar su vida durante los últimos meses. Se limitó a tratar de tranquilizarla y a decirle que no tardarían en volver a casa.

–Llama a la vecina. Su teléfono está en la cocina. Lynn puede buscarlo hasta que lleguemos nosotros.

–Es verdad, buena idea.

No podía creer que no se le hubiera ocurrido a ella. Cuando llamó a la vecina, esta le dijo que no había visto a Tommy en toda la tarde.

–Ahora mismo me acerco para ayudarte a buscarlo –le dijo Lynn.

–No, no vengas a casa. Limítate a buscarlo por la calle en dirección al pueblo y coméntaselo a otros vecinos, por favor. Cuando venga Travis, le diré que vaya en dirección opuesta. No creo que haya podido irse muy lejos, solo han sido unos minutos.

–De acuerdo –le prometió Lynn–. ¿Estás bien? ¿Quieres que vaya a verte antes de salir a buscarlo?

–No, estoy bien.

Y se dio cuenta de que era verdad. Sentía que había recuperado el control de la situación, haciendo llamadas y organizando la búsqueda. Era un alivio ver que al menos podía hacer eso. Iba a seguir cuidando de Libby, llamando a más gente y coordinando la búsqueda. Cabía incluso la posibilidad de que el niño volviera a casa por sus propios medios. Pudo por fin respirar tranquila al saber que otros estaban haciendo lo que ella no podía. Se sentó en la escalera de entrada para seguir vigilando desde allí.

El tiempo se le estaba haciendo eterno.

Sintió un gran alivio al ver que se acercaba el coche de Travis. Sarah salió deprisa del coche antes de que él lo detuviera por completo.

–Lo siento, lo siento muchísimo… –le dijo mientras Sarah la abrazaba y trataba de tranquilizarla.

Le parecía increíble que fuera la madre de Tommy quien tuviera que consolarla a ella, cuando lo normal habría sido que sucediera al contrario.

Libby vio a Travis y tendió hacia él sus brazos. La pequeña adoraba a su futuro padrastro.

–Todo va a salir bien –le aseguró Sarah–. No puede estar muy lejos. Dime qué es lo que pasó. Travis intentó explicármelo, pero la verdad es que era incapaz de entender sus palabras. Estaba demasiado asustada.

Raylene le repitió lo que ya le había contado a Travis por teléfono.

–La niñera tuvo que salir para ir al supermercado –le dijo–. Supongo que no tardará mucho en volver. Te prometo que fueron solo unos minutos. Entré en la cocina y, cuando miré de nuevo, Tommy ya no estaba en el jardín. No podía creerlo.

–Yo sí –repuso Sarah–. Es un niño muy escurridizo y siempre está escapándose. Lo hace incluso cuando Travis y yo lo vigilamos como halcones. Ya sabe dónde viven sus amigos y le gusta ir a verlos. Supongo que no ha entendido aún que debe pedir permiso. Imagino que eso es lo que ha pasado hoy.

–Lynn está buscándolo por esta calle. Le dije que avisara a otros vecinos –le dijo Raylene–. Sarah… No creo que Walter sea capaz de hacer algo así, ¿verdad? ¿Crees que podría haberse llevado al niño sin decírmelo?

Sarah negó con la cabeza.

–Ya he hablado con él para contarle lo que pasaba. Tenía que llamarlo de todas formas por temas de la emisora, para ver si había conseguido vender publicidad a unos clientes.

–Bueno, menos mal.

Llegó entonces el coche de la policía.

Imaginó que sería alguno de los agentes que llevaban décadas sirviendo en Serenity o el propio sheriff, con su gran barriga. Por eso le sorprendió tanto ver a un hombre alto y esbelto saliendo del vehículo. Emanaba masculinidad por los cuatro costados. Tenía los pómulos muy marcados, el pelo castaño y, cuando se quitó las gafas de sol, vio que tenía una de esas penetrantes miradas con las que soñaban muchas mujeres.

Enfadada consigo misma por tener ese tipo de pensamientos en un momento tan inapropiado, se tomó un buen trago de la limonada que aún sostenía en la mano. No tenía ningún sentido que se hubiera quedado mirando con la boca abierta a ese hombre cuando estaba viviendo uno de los momentos más trágicos de su vida.

Imaginó que se acercaría para hacerle algunas preguntas, pero el agente abrió la puerta de atrás del coche y Tommy salió de él con una gran sonrisa. Parecía encantado y satisfecho con la aventura que acababa de vivir.

–¡Me he montado en un coche de policía! –anunció el niño de manera innecesaria–. ¡Y me ha dejado poner las luces y la sirena!

Sarah se arrodilló y apretó contra su pecho al niño. Raylene vio que estaba llorando. Después, se separó un poco de él y lo miró con el ceño fruncido.

–Te has metido en un buen lío, jovencito. ¿Cómo se te ha ocurrido salir del jardín sin permiso? Sabes muy bien que no puedes alejarte y que tienes que estar siempre donde Raylene pueda verte.

Tommy los miró compungido e hizo un puchero. Miró a Raylene con cara de culpabilidad.

–Oí el camión de los helados. No sabía si iba a pasar hoy por esta calle… Tenía el dinero preparado en el bolsillo. Pensé que podría encontrarlo…

Entendió entonces lo que había pasado.

–Miré por todas partes, pero no pude encontrar a Freddy –les dijo Tommy–. Y entonces me perdí. El policía que me encontró sabía mi nombre –añadió mientras miraba con preocupación a su madre–. He hecho bien, ¿no? Los policías no son desconocidos, son amigos, ¿verdad?

Sarah asintió con la cabeza.

–Así es.

–Lo encontré en la calle Roble –les dijo el agente mientras miraba a Raylene con el ceño fruncido–. Se ha alejado bastante.

–Hace mucho calor y me muero de sed –les dijo el niño–. ¿Podemos Libby y yo tomar una limonada y unas galletas, por favor?

–Puedes tomar limonada, pero nada de galletas –repuso Sarah con firmeza–. Y después, vas a tu dormitorio. Travis y yo tenemos que hablar contigo muy seriamente. Y supongo que papá tampoco va a estar muy contento cuando sepa lo que ha pasado.

Sarah se puso entonces de pie y miró al agente.

–Muchísimas gracias por encontrarlo y traerlo a casa.

–No hay de qué –repuso el agente sin dejar de mirar a Raylene–. Pero, señora, si está usted a cargo de los niños, debería vigilarlos más de cerca. Podría haber pasado cualquier cosa.

No pudo reprimir una mueca al escuchar su tono reprobatorio, aunque sabía que tenía razón.

–Créame, no volverá a pasar –le aseguró ella.

Porque, en cuanto entrara en casa, iba a ponerse a buscar un apartamento en la sección de anuncios inmobiliarios del periódico. Llevaba demasiado tiempo abusando de la hospitalidad de Sarah. Había pensado que podría comprarle su casa cuando Travis y ella se casaran y se mudaran a la vivienda de él, pero acababa de cambiar de opinión. No pensaba quedarse allí más tiempo. Después de lo que había pasado esa tarde, estaba segura de que Sarah lo entendería. Sabía que su amiga había querido protegerla, pero estaba en peligro la vida de sus niños y no pensaba arriesgarse más.

 

 

Sarah no parecía dispuesta a dejar que se marchara. Raylene les contó después de la cena que pensaba mudarse, pero su amiga se negó en redondo. Lo que más le sorprendió fue que Travis opinara como su prometida. Incluso Annie se había acercado con su nuevo bebé para decirle lo que opinaba. No le habría extrañado que se presentaran el resto de sus amigas, que se llamaban a sí mismas las Dulces Magnolias, para decirle también lo que pensaban. Cuando se juntaban para algo, eran un importante grupo de presión y todo el mundo lo sabía en Serenity.

–No vas a irte de aquí solo porque un tipo que no conocemos de nada te haya criticado –le dijo Sarah–. Así que sube las maletas de nuevo a tu dormitorio y vacíalas.

–Estoy de acuerdo –intervino Travis–. Lo que pasó hoy podría habernos ocurrido a cualquiera.

–Pero me ha pasado a mí –protestó Raylene–. Y lo único que he podido hacer ha sido gritar su nombre y hacer unas cuantas llamadas. No podía salir a buscarlo. Si hubierais estado vosotros, nunca habría llegado hasta la calle Roble.

–Pero hiciste justo lo que debes hacer, llamar a la policía –le recordó Sarah.

–No fue suficiente. Sarah, te agradezco muchísimo que me hayas dado un hogar durante todos estos meses, pero no podemos seguir así. No pienso arriesgar la vida de tus hijos.

Sarah frunció el ceño al ver que parecía completamente decidida.

–Lo único que me importa es que mis hijos te quieren mucho. Eres una de mis dos mejores amigas y esta es tu casa, aquí te sientes segura. No quiero que te vayas hasta que de verdad estés preparada para hacerlo y te sientas fuerte.

–¿Cómo puedes querer que siga aquí después de lo que ha pasado hoy? –le preguntó Raylene con incredulidad.

–Porque te quiero, tonta. Y, como ya te ha dicho Travis, lo que ha ocurrido nos podría haber pasado a cualquiera de los dos.

–Así son los niños –intervino Annie mientras acunaba a la pequeña Meg en sus brazos–. Cada vez que me descuido un segundo, Trevor se escapa. Me dan ganas de usar un arnés cuando voy al centro comercial con él. Es increíble lo rápido que pueden alejarse de ti estos pequeños. Tienen las piernas cortas, pero eso no los detiene. Tyler siempre se burla de mí cuando me quejo, pero él no es el que tiene que buscar al niño entre una multitud cada vez que se despista.

Annie la miró entonces a los ojos.

–Además, Trevor es mi hijastro y eso hace que me sienta más responsable aún. Si algo le pasara, dudo mucho que Tyler llegara a perdonármelo. Así que sé exactamente cómo te sientes, Raylene. Entiendo que te hayas asustado mucho.

–Y yo también –les dijo Travis mientras miraba a su novia–. Siento la misma responsabilidad cuando salgo con Libby y Tommy. Me imagino que me sentiría igual si fuera su padre biológico. Pero, como te ha dicho Annie, creo que es más difícil aún cuando no son tus hijos.

Poco a poco, la iban dejando sin argumentos. Solo le quedaba uno.

–¿Y qué pasa con Walter? –le preguntó a Sarah–. Seguro que tiene una opinión sobre lo que ha pasado. ¿Es que quieres darle una excusa para que utilice esta situación en tu contra y te quite la custodia de los niños?

Esas palabras habrían hecho que Sarah se echara a temblar durante el proceso de divorcio, pero se dio cuenta de que eso ya no le preocupaba.

–Ya se me pasó por la cabeza. Se lo pregunté directamente a Walter y me ha dicho que no. Estoy segura de que estaba siendo sincero –le dijo Sarah mientras le apretaba cariñosamente la mano–. Sabes que Walter te aprecia mucho. No sé cómo ha pasado, pero te considera una amiga. De hecho, le ofendió que se lo preguntara y me aseguró que ese tipo de juego sucio forma parte del pasado. Los dos creemos que los niños están mejor conmigo. Si no me crees, puedo llamarlo ahora mismo.

–No, no hace falta –repuso Raylene–. Todos sois demasiado comprensivos. Os lo agradezco, pero la seguridad de los niños está por encima de todo y no creo que yo sea la mejor persona para cuidarlos.

–Muy bien, de acuerdo –le dijo Sarah con decisión–. De ahora en adelante, no tendrás que volver a quedarte a solas con ellos, ni siquiera durante unos minutos. Pero eso es lo único que va a cambiar. Esta es tu casa y no quiero hablar más del tema. No vas a conseguir que cambie de opinión, así que no lo intentes.

Algo frustrada, Raylene suspiró. Pero también se sentía aliviada.

–Pues te lo agradezco mucho. No sé cómo puedes quererme aquí después de lo que ha pasado.

–No ha llegado a pasar nada –repuso Sarah–. Sabes que te quiero. Eres una de las Dulces Magnolias. Igual que Annie, Maddie, Dana Sue, Helen y Jeanette. ¡Somos prácticamente hermanas! Y las familias están para esto –agregó con una pícara sonrisa–. Aunque hay algo que sí podrías hacer por mí…

Raylene se preparó para lo que iba a decirle. Habían tenido esa conversación muchas veces.

–Quieres que vaya a ver a la doctora McDaniels.

Era la psicóloga que había tratado la anorexia que Annie había sufrido durante su adolescencia. Seguían teniendo algunas revisiones de vez en cuando. Annie y Sarah llevaban meses tratando de convencerla para que fuera a verla.

–Así es –reconoció Sarah–. No sé si tienes pánico a los espacios abiertos o se trata de un problema más agudo, como una agorafobia, pero ha llegado el momento de que te enfrentes a tus problemas. Tienes que recuperar el control de tu vida. Puede que el susto de hoy haya sido una señal, lo que esperabas para dar el paso que tanto necesitas.

Raylene llevaba mucho tiempo tratando de decidir qué hacer. Sus amigas no se cansaban de pedirle que fuera a ver a la psicóloga, pero ella había estado tratando de solucionar sola sus problemas. Y lo cierto era que no lo había conseguido.

Se quedó en silencio, tratando de reunir el valor necesario para reconocer su fracaso y decirles que estaba dispuesta a pedir ayuda.

–Raylene, tu problema tiene solución –le aseguró Annie–. Y lo sabes. Te he enseñado toda la información que he encontrado en Internet. Sé que la doctora McDaniels conseguirá ayudarte con una mezcla de medicación y terapia. Lo más seguro es que use también unas técnicas de relajación. No puedes dejar que ese canalla que tuviste por marido te robe el resto de tu vida. Ahora que te has librado de él, tienes que aprovechar cada segundo para vivir plenamente. Tienes que conocer a alguien nuevo, alguien amable que te trate con el respeto que mereces. Es lo que queremos para ti.

–¿Y crees que podré encontrar a un hombre así en Serenity? –repuso Raylene con ironía.

Su madre le había enseñado desde muy pequeña que provenía de una prestigiosa familia y debía encontrar a un hombre que estuviera a su altura. El tiempo le había demostrado que el dinero no daba la felicidad.

–Bueno, yo lo he encontrado –le recordó Sarah–. Lo mismo les pasó a Annie y a Jeanette. ¿Y qué te parecen los maridos de Maddie, Dana Sue y Helen? Son hombres maravillosos. Después de todo, ese maravilloso doctor que conociste en Charleston no resultó ser el mejor de los maridos, ¿no te parece?

–Es cierto –admitió–. Pero bueno, la verdad es que no tengo ninguna intención de buscar pareja. Antes tengo que curarme. Voy a llamar a la doctora McDaniels.

No era la primera vez que se lo prometía e imaginó que les costaría creerla.

–Lo digo de verdad, lo voy a hacer. Mañana por la mañana. Sarah, si quieres puedo llamar delante de ti. Te debo mucho por estar siempre a mi lado después de lo que ha pasado.

–No quiero que lo hagas por mí –le dijo Sarah–. Sino por ti misma, que no se te olvide. Y no necesito vigilarte mientras la llamas, Raylene. Lo has prometido y sé que lo harás.

Le gustaba que confiaran en su palabra. Ella no estaba segura de merecer las amigas que tenía ni un futuro. Su marido le había hecho mucho daño y no solo físico. Seguía sin entender cómo podía haber aguantado tanto tiempo a su lado, se sentía avergonzada. No había dado el paso de dejarlo hasta que su última paliza le hizo abortar el bebé que llevaba en sus entrañas. El dolor de aquella pérdida había sido muy grande.

Le avergonzaba no haber dado antes el paso, no haber sido capaz de salvar la vida de su hijo. Por eso llevaba tanto tiempo encerrada en casa de Sarah, había sido una especie de penitencia que se había impuesto a sí misma. Su exmarido estaba en la cárcel por lo que había hecho. Y ella se había impuesto también una condena.

Y, por mucho que tratarán de convencerla, no terminaba de creer que se mereciera seguir viviendo.

2

 

 

 

 

 

A Carter Rollins le había bastado con echar un vistazo a la amiga de Sarah Price para imaginar el tipo de mujer que era. Sin duda, demasiado rica y clasista para mancharse las manos. No podía creer que se hubiera quedado sin hacer nada en vez de salir a buscar al niño. Le pareció una mujer egoísta, mimada e irresponsable. De hecho, si de él hubiera dependido, habría encontrado la manera de denunciarla por negligencia.

Por desgracia, había aprendido algunas cosas durante el poco tiempo que llevaba viviendo en Serenity. Era una comunidad muy unida y allí todos se conocían. Sabía que no podía hacer nada si la ley no estaba completamente de su parte.

WSER no era la emisora de radio más importante del Estado, pero su propietario, Travis McDonald, y su principal locutora, Sarah Price, eran muy queridos en el pueblo. Le habían contado su público romance en cuanto llegó a la ciudad. Se había dado cuenta enseguida de que a todos les encantaban las historias románticas. Si esa mujer tenía a Travis y a Sarah de su lado, imaginó que no iba a poder hacer mucho para castigar su irresponsable actitud.

Pero, por muy buenos contactos que tuviera esa mujer en el pueblo, estaba decidido a tomar medidas más severas si algo así volvía a ocurrir. No tardaría en avisar al servicio de protección de menores si tenía la sospecha de que no los estaban cuidando bien.

Su trabajo consistía en proteger a la gente y sobre todo a los más indefensos. No le había gustado nada ver al pequeño Tommy Price perdido y a bastante distancia de su casa.

–¿Por qué estás tan serio? –le preguntó su hermana Carrie.

–He tenido un mal día –le dijo mientras colocaba en la mesa la comida china que había comprado.

Sabía que no podían seguir así. Algún día, Carrie, Mandy y él iban a tener que aprender a cocinar. Su nuevo trabajo en Serenity le proporcionaba un horario más flexible y se había propuesto mejorar su estilo de vida y aprender a cocinar, pero aún no había podido hacerlo.

–Casi todos han sido malos desde que nos vinimos a vivir a Serenity –repuso Mandy–. Pensé que ibas a estar mejor aquí, pero estás casi de peor humor.

Mandy era la más pequeña de los tres. Desde que murieran sus padres dos años antes, se había convertido en el tutor legal de sus hermanas. Le sorprendió que pensara así. No había pedido el traslado desde Columbia para estar de mejor humor.

–Si nos mudamos a Serenity fue porque me pareció un lugar más apropiado para vosotras –repuso él.

–¿Apropiado o aburrido? –protestó Carrie–. Supongo que querías evitar que lo pasáramos bien.

–No, quería que estuvierais a salvo. Serenity es una ciudad muy segura –contraatacó Carter mientras les ofrecía el pollo con almendras.

–Entonces, ¿cómo es que has tenido un mal día? –insistió Carrie mientras se servía algunas verduras y un poco de arroz.

No le parecía suficiente comida, pero decidió no decirle nada porque sabía que, si lo hacía, acabarían discutiendo.

–Si tan seguro es, deberías aburrirte en tu trabajo –agregó la joven.

–Se perdió un niño pequeño esta tarde –les dijo.

Carrie lo miró entonces con preocupación.

–Pero lo has encontrado, ¿verdad? ¿Estaba bien?

–Sí, se había escapado de casa porque oyó el camión de los helados.

Vio que Carrie parecía muy aliviada.

–Así que todo salió bien, deberías estar más contento.

–Lo que me ha molestado es que no lo cuidara mejor la mujer que estaba a su cargo.

Mandy lo miró con incredulidad.

–¿Cómo puedes decir eso? Tú siempre estabas escapándote de casa cada vez que papá y mamá se descuidaban un momento. Recuerdo que mamá decía que por eso le habían salido tantas canas.

Hizo una mueca al oír sus palabras. Se le había olvidado que sus hermanas eran lo bastante mayores para recordar las historias que les habían contado sus padres. Tenía que reconocer que les había dado algún susto que otro a sus padres cuando solo era un poco mayor que Tommy Price.

–Lo mío era distinto –protestó él.

–¿Por qué lo tuyo era distinto? –preguntó Carrie–. Me imagino que se asustarían mucho por tu culpa y lo hiciste a propósito. El niño de hoy, en cambio, se limitó a salir en busca de un helado.

–Eso es lo de menos. Lo importante es que le podría haber pasado algo.

–Y a ti también –insistió Carrie–. ¿Crees que fue culpa de nuestros padres que te escaparas?

Se dio cuenta de que no iba a conseguir convencerlas. Le pasaba a menudo con sus hermanas. Retorcían sus argumentos hasta salirse con la suya. Era algo que no había hecho sino empeorar con el tiempo. Aún estaban haciéndose a la idea de que él estaba a cargo de ellas.

–Lo mío fue distinto –repitió–. Era mayor que este niño.

–¡Si solo tenías seis años la primera vez que te escapaste! –intervino Mandy–. Papá te estuvo buscando hasta que se hizo de noche. Nos contaron que te asustaste al oír un ruido y fue entonces cuando decidiste volver a casa.

–¿Es que os contaron todo lo que hice durante mi infancia y adolescencia?

–No todo –repuso Carrie con una sonrisa–. De las chicas con las que salías no nos contaron demasiado, pero sabemos que hubo muchas.

–De eso prefiero no hablar –repuso él–. Además, ya es historia.

Sus dos hermanas adolescentes le daban tanto trabajo que sabía que no iba a poder salir con nadie en unos cuantos años.

–¡Qué pena! –murmuró Mandy–. Creo que estarías mucho más tranquilo y feliz si tuvieras una novia. He oído que es muy duro para los hombres no tener vida sexual.

–¿Qué? ¡Me niego a hablar de mi vida sexual! –exclamó con firmeza.

Le gustaba que tuvieran la suficiente confianza con él para hablarle de cualquier tema, pero no pensaba comentarles nada sobre su vida personal.

–¿Por qué no nos dejas que te busquemos a alguien? –sugirió Carrie con entusiasmo.

–No necesito que me busquéis una novia –repuso él aterrorizado–. Ya tengo una vida demasiado complicada ahora mismo. ¿Lo habéis entendido?

Las dos jóvenes se encogieron de hombros.

–Como quieras –repuso Mandy–. Pero recuerda entonces que, si estás de mal humor todo el tiempo, no es por culpa nuestra.

No le estaba gustando nada esa conversación.

–Ya basta. Además, no estoy de mal humor todo el tiempo.

Carrie lo miró con cara de incredulidad.

–¿Cómo puede negarlo? –le preguntó Carrie a su hermana.

–No tengo ni idea –contestó Mandy.

Sin una palabra más, salieron de la cocina y tuvo que encargarse él de recoger los platos y los restos de comida china. Sabía que tenían razón, al menos en parte. Le costaba estar de buen humor. Lo que había pasado esa tarde le había preocupado aún más. Sabía que no iba a dormir bien esa noche. Lo más desconcertante era que no terminaba de entender por qué estaba así. Una parte de él seguía muy preocupado por Tommy Price. Pero tampoco podía dejar de pensar en la mujer que había estado a su cuidado y había fracasado en su labor.

 

 

Al día siguiente, Carter fue a la comisaría después de dejar a sus hermanas en el instituto. Le dijo a la recepcionista que iba a estar patrullando el pueblo toda la mañana.

–No irás a pasarte por el barrio de Tommy Price, ¿verdad? –le preguntó Gayle Kincaid.

Frunció el ceño al oír su pregunta.

–¿Por qué iba a ir a esa zona?

–Porque llevo treinta años trabajando aquí y vi cómo volviste ayer después de encontrar al niño –le dijo ella–. Estabas furioso.

–¿Y qué esperabas? Me encontré a ese niño bastante lejos de su casa –se defendió él–. ¿Por qué te sorprende que quiera ir a asegurarme de que alguien lo está cuidando como merece?

–No digo que no debas hacerlo, pero me sorprende que te impliques tanto en los casos. Si siempre trabajas así, vas a estar quemado antes de cumplir los treinta. Lo que va a ocurrir dentro de unos pocos meses, si no recuerdo mal.

–Me voy a limitar a pasar por allí –le dijo él–. Y creo que no deberías preocuparte aún por mi salud mental.

–Muy bien –repuso ella–. Por cierto, Sarah Price ha estado hablando maravillas de ti esta mañana en su programa. Parece que eres el nuevo héroe local.

Imaginó que Sarah dejaría de tener tan buena opinión de él si se viera obligado a tomar medidas contra su niñera, pero no dijo nada.

Pocos minutos después, pasó a baja velocidad por delante de la casa. No vio nada extraño. Podía oír gritos y risas de niños en el jardín trasero. Poco después, vio al niño con su hermana pequeña en los columpios. Estaba con ellos alguien que no conocía, una mujer muy joven. Imaginó que Sarah Price había despedido a la otra niñera y contratado a otra persona. Ya no tenía razones para preocuparse por el bienestar de los pequeños.

Estaba a punto de seguir su camino cuando vio a la otra mujer en la puerta trasera de la casa.

–El desayuno está listo –les dijo a los niños.

La mujer se giró en ese momento y vio que la estaba observando. Aunque estaba a algunos metros de distancia, le pareció que palidecía. Rápidamente, volvió a meterse en la casa y cerró la puerta con fuerza.

Esperó a que los niños y la joven entraran en la casa antes de alejarse. Cada vez estaba más confuso. No entendía muy bien cuál era su papel en esa familia más allá de decorarla con su elegante presencia. Esa mañana llevaba una blusa y unos pantalones que parecían muy caros. Sus hermanas estaban obsesionadas con la moda y, muy a su pesar, había aprendido a distinguir la calidad y el precio de las prendas. Pasaba demasiadas horas escuchando las quejas de Carrie y Mandy cuando se negaba a gastarse el salario en ropa. No parecían entender que su situación financiera había cambiado completamente desde la muerte de sus padres. El seguro de vida no les había dado mucho dinero y tenían que vivir con su sueldo. Tenía aún los ahorros que sus padres habían estado guardando para pagar la universidad de las niñas y no pensaba tocar ese dinero hasta que fuera necesario. De hecho, trataba de ahorrar un poco cada mes para que sus hermanas pudieran estudiar donde quisieran.

A ellas no parecía preocuparles estar al cuidado de alguien sin experiencia en ese terreno. Había sido su tutor legal desde los veintisiete y esos habían sido los dos años más duros de su vida. Había tenido que cambiar por completo y asumir muchas responsabilidades. En parte, creía que por eso le molestaba tanto que otras personas no cuidaran de los niños que estaban a su cargo. Imaginaba que la mujer habría estado distraída con la televisión o alguna revista sin preocuparse demasiado por lo que hacían los niños.

Le habría gustado salir del coche e interrogar a esa mujer. Quería que le quedara muy claro que tenía argumentos de sobra para denunciarla por negligencia en su trabajo. Creía que quizás así consiguiera que se tomara más en serio su labor, aunque a lo mejor no fuera ella la niñera de los niños y solo hubiera estado a su cuidado de forma temporal. Se dio cuenta de que necesitaba más información antes de ir a hablar con ella.

Decidió almorzar temprano y fue hasta Wharton’s, uno de los restaurantes más concurridos de Serenity. Allí podía comer las mejores hamburguesas del pueblo y a un precio que se podía permitir.

Había media docena de personas en el comedor cuando entró y lo saludaron amigablemente. Lewis, el alcalde de Serenity, se acercó a su mesa antes de que tuviera tiempo siquiera de pedir su comida.

–He oído que ayer se perdió el niño de Sarah, pero que solo fue un susto –le dijo el alcalde–. Buen trabajo.

–Fue cuestión de suerte –repuso Carter–. Por cierto, ¿qué sabe de la mujer que estaba cuidando de ellos?

Le pareció que el alcalde no entendía su pregunta.

–¿La niñera? Es una joven que acaba de terminar el instituto. Está cuidando a los niños de Sarah hasta que vaya a la universidad. Se llama Laurie Jenkins. Es una buena chica.

Imaginó que le estaba hablando de la chica que había visto esa mañana en el jardín de Sarah.

–No, me refería a una mujer de unos veintitantos. Supongo que es de la misma edad de Sarah, más o menos.

Howard Lewis le dedicó entonces una sonrisa.

–¡Ah! Supongo que te refieres a Raylene.

–No me la han presentado, pero supongo que es ella. Alta, bastante delgada y morena. Parece recién salida de una revista de moda.

–Sí, en efecto, estás hablando de Raylene –le confirmó el alcalde–. Es una de las mejores amigas de Sarah Price. Y también de Annie Townsend. ¿Sabes de quién te hablo? Es la mujer de Tyler Townsend, un joven del pueblo que juega al béisbol con los Braves.

Al alcalde le gustaba mucho hablar, iba a tener que recordarlo cuando tuviera prisa. Pero en esos momentos, le interesó todo lo que le estaba contando. No le interrumpió para que siguiera hablándole y Howard no le defraudó.

–Esas tres jóvenes, Annie, Sarah y Raylene, han sido amigas desde que eran pequeñas. Siempre iban juntas a todas partes. Raylene estuvo viviendo en Charleston durante algunos años. Estaba casada con un médico muy prestigioso. Pero tuvo algunos problemas y volvió al pueblo. Desde entonces, ha estado viviendo con Sarah y he oído que apenas sale de casa.

–¿Vive con ellos? –preguntó Carter.

Estaba claro que la mujer tenía una buena situación financiera. De otro modo, no podría haberse permitido el tipo de ropa que llevaba. Por eso le extrañó tanto que compartiera casa con una familia que no era la suya. Se preguntó si tendría algo que ver con el problema del que había huido en Charleston.

–Puede que se quede allí de manera permanente –agregó Howard mientras lo miraba con curiosidad–. La verdad es que creo que no la he visto durante estos meses, pero era una niña muy guapa. ¿Acaso te interesa?

–No, claro que no –repuso con seguridad–. Lo único que me interesa es que los niños estén al cuidado de alguien responsable y que no vuelvan a perderse por el pueblo. Es una suerte que no le ocurriera nada a Tommy.

–Si tan preocupado estás, ¿por qué no hablas con Travis? Está a punto de convertirse en su padrastro y acaba de entrar al restaurante –le dijo el alcalde mientras llamaba con un gesto al otro hombre para que se acercara a ellos–. Me imagino que os conoceríais ayer. Travis McDonald, Carter Rollins –los presentó el alcalde mientras se levantaba.

Aprovechó la oportunidad para decirle a Travis que estaba muy preocupado. Vio que el hombre parecía indignado.

–Nadie quiere más a esos niños que Raylene. De verdad, los cuida muy bien –le dijo Travis–. Creo que se equivoca por completo.

–Si tanto los protege, ¿cómo es que el niño consiguió escaparse sin que lo viera y alejarse unas cuantas manzanas antes de que yo lo encontrara? No me pareció que estuviera muy preocupada, ni siquiera salió a buscarlo. Se limitó a quedarse en la puerta y a dejar que los demás hicieran todo el trabajo.

Travis lo fulminó con la mirada.

–Pensé que los policías esperaban a tener pruebas antes de llegar a conclusiones –le dijo.

–Es que el caso de ayer está muy claro. Esa mujer no es lo suficientemente responsable para cuidar de unos niños tan pequeños. A Tommy podría haberle pasado algo muy grave. No entiendo cómo puede estar tan tranquilo.

–¿No le llamó la atención que Raylene no abandonará nunca el umbral de la puerta? Ni siquiera se acercó a saludar al niño cuando usted lo llevó a casa. ¿Acaso no le extrañó?

–Imagino que se sentiría demasiado culpable –repuso él–. O puede que temiera ser detenida por negligencia.

–Se equivoca. Si no salió de la casa fue porque no puede hacerlo –replicó Travis con enfado–. Padece agorafobia. Eso es al menos lo que piensan Sarah y Annie. Solo ha salido de la casa una o dos veces desde que llegó a Serenity. Y de eso hace más de un año, cuando escapó de su casa en Charleston con el cuerpo lleno de golpes y moretones. Había soportado años de abusos por parte de su exmarido y fue entonces cuando reunió por fin el valor para salir de ese infierno. Como ve, no se debe juzgar a las personas sin conocerlas. Raylene no puede ir más allá de ese umbral sin que le dé un ataque de pánico. Cuando me llamó ayer por teléfono, justo después de avisar a la policía, había llegado por sus propios medios hasta la acera. Estaba muerta de miedo porque no podía dar un paso más y le angustiaba que algo pudiera pasarle al niño. De hecho, después del susto de ayer, se sentía tan culpable que quiso irse de la casa de Sarah para no poner en peligro a los niños.

–Puede que no sea tan mala idea –murmuró él.

No terminaba de creerse lo que le había contado.

–De eso nada. No queremos que se vaya –le dijo Travis más furioso aún–. Para que lo sepa, no es la niñera de los niños. De hecho, nunca ha querido hacerse cargo de ellos porque conoce mejor que nadie sus limitaciones. Ayer se encargó de ellos durante unos minutos porque Laurie tuvo que salir a hacer un recado.

Había oído hablar de ese tipo de fobias, pero nunca había conocido a nadie que las sufriera. No creía demasiado en esas cosas y pensaba que eran solo excusas. Pero Travis parecía muy preocupado por la amiga de su prometida.

–¿De verdad tiene un problema psicológico? –le preguntó con cierto escepticismo.

Travis asintió con la cabeza. Después, se levantó de la silla.

–La próxima vez, le recomiendo que investigue un poco más antes de llegar a conclusiones equivocadas –le sugirió Travis–. Serenity es una comunidad muy unida y a nadie le gusta que ataquen a uno de los nuestros sin motivo. Será mejor que lo tenga en cuenta.

Se alejó de la mesa sin despedirse. Había hecho que se sintiera como un canalla. Sus intenciones habían sido buenas, pero se dio cuenta de que le había faltado información. Había aprendido la lección. Aunque no había hablado directamente con esa mujer ni la había acusado de nada, sintió que le debía una disculpa.

Decidió que debía tragarse su orgullo e ir a hablar con ella.

 

 

Walter fue a casa de Sarah a la hora de comer. Había visto el día anterior lo culpable que se sentía Raylene y decidió que tenía que hacer algo al respecto. Nunca había sido un hombre demasiado sensible, pero tenía una conexión especial con ella. Los dos habían pasado momentos difíciles y trataban de retomar las riendas de su vida.

Durante el divorcio, Raylene había actuado como intermediaria entre Sarah y él, suavizando un poco la situación. Al principio, Raylene se había mostrado muy fría con él. Nunca le extrañó. Después de todo, era una de las mejores amigas de Sarah, y Walter la había hecho sufrir mucho durante su matrimonio, menospreciándola continuamente con críticas. Pero, con el tiempo, Raylene se había convertido en alguien con quien siempre podía hablar. Se le daba bien escuchar a los demás y era muy honesta en sus opiniones. Casi demasiado honesta. Raylene le había ayudado a entender hasta qué punto había dañado la autoestima de su exmujer.

Después de lo que había pasado con Tommy, sintió que tenía que hablar con ella para tranquilizarla y conseguir que dejara de sentirse culpable.

–¿Vienes para ver si los niños están bien? –le preguntó Raylene al verlo entrar en la cocina.

–Sabes de sobra que eso no me preocupa, así que deja de pensar en lo que ocurrió ayer.

Raylene lo miró sorprendida.

–Ya me había dicho Sarah que no estabas enfadado conmigo, pero la verdad es que me costaba creerlo.

–¿No te dije yo lo mismo anoche?

–Pensé que, después de pensar durante toda la noche, venías para hablar conmigo porque habías cambiado de opinión.

–Pues no es así. De hecho, he venido para ver si estás bien –repuso con una sonrisa–. Y, como he renunciado a mi comida para venir a verte, ¿no crees que me merezco una de esas ensaladas tan buenas que preparas? Suelo comer hamburguesas en Wharton’s o pizza en Rosalina’s y me temo que estoy engordando. Debería cuidarme un poco más.

–¿Por qué no te compras ya una casa y preparas tu propia comida? –repuso Raylene mientras comenzaba a sacar lechugas y tomates de la nevera–. Ya llevas algunos meses trabajando como comercial en la emisora. Está claro que te va a bien allí, Walter. Deberías tener un hogar de verdad. Con dormitorios para que los niños puedan pasar de vez en cuando la noche contigo. El hostal del pueblo está muy bien, pero Tommy y Libby estarían mejor en una casa.

–Ya me he acostumbrado a vivir allí. Me hacen un precio especial y no tengo que preocuparme por la limpieza ni el mantenimiento.

–¿Cómo puedes ser tan cómodo y vago? Supongo que has crecido rodeado de criados, ¿verdad?

Se echó a reír al escuchar sus palabras.

–Creo que tienes razón, pero la verdad es que apenas tengo tiempo para buscar casa. Me gustaría comprar una, pero aún no he ahorrado suficiente para pagar una entrada. Mi casa de Alabama sigue a la venta, pero aún no he encontrado comprador. La crisis financiera nos afecta a todos. Muchos han perdido el trabajo en las fábricas de algodón y no pueden pagar siquiera sus hipotecas. La semana pasada hablé con alguien que parece interesado, pero aún no hay nada seguro.

–Aun así, deberías empezar a buscar casa en Serenity –insistió Raylene.

–Prefiero esperar a vender la de Alabama –insistió él–. Es lo más inteligente, no puedo arriesgarme tanto. Estoy contento en la emisora, pero no gano demasiado. Travis está esperando que le den una licencia para poder reforzar la señal de emisión. Si lo consigue, tendremos más publicidad, pero también tendré que viajar por todo el condado.

–Veo que no te faltan excusas –comentó Raylene–. Pero, si vas a tener que viajar mucho, querrás un hogar cómodo al que volver –agregó mientras le servía su ensalada.

Estaba a punto de pedirle que le pusiera más aceite, cuando vio que Raylene fruncía el ceño.

–A veces eres inaguantable –le dijo él de buen humor–. Y lo más curioso es que ni siquiera tienes que abrir la boca para que te entienda perfectamente.

–¿No acabas de decirme que querías cuidar un poco más la línea? –le recordó ella–. En cuanto a la casa, deberías llamar a Rory Sue Lewis. Está trabajando con su madre como agente inmobiliario. Dile lo que estás buscando y deja que se encargue ella de encontrarte unas cuantas opciones. Seguro que también te puede dar algunos consejos sobre cómo financiarla. Podrías incluso demostrarle al banco que estás a punto de vender la casa de Alabama. Así podrás conseguir una hipoteca sin tener que esperar a que se realice la venta.

–¿De verdad crees que va a ser tan fácil? –le preguntó él con incredulidad–. Rory Sue lleva poco tiempo trabajando en el sector inmobiliario. La experta es su madre.

Raylene le dedicó una pícara sonrisa.

–Pero a Rory Sue se le da muy bien saber qué quieren los hombres. Te apuesto lo que quieras a que encontrará un sitio de tu agrado.

Walter dejó de comer la ensalada para mirarla con el ceño fruncido.

–No estarás haciendo de casamentera, ¿verdad?

–¿Y qué si lo estuviera haciendo? Después de todo, eres un hombre soltero.

–Sin tiempo libre –le recordó él–. Entre el trabajo y los niños, no hay tiempo para nada más.

–Todos los hombres encuentran un hueco para salir con mujeres. Está en vuestra naturaleza.

–¿Y vosotras? –le preguntó él para devolverle la pelota–. Llevas un año encerrada en esta casa. ¿Por qué no me hablas de tu vida sentimental?

Pensó que le iba a molestar su pregunta, pero se echó a reír.

–Estoy dispuesta a tener una vida sentimental, pero supongo que es bastante difícil que me encuentren aquí…

Se quedó mirándola pensativo. A pesar de la risa, su respuesta estaba llena de tristeza.

–No puedes seguir así, Raylene. Lo sabes mejor que nadie. Esto no es vida.

–Ya lo sé, me lo estáis recordando continuamente. Pero, para tu información, he llamado a la doctora McDaniels hace un par de horas. Va a venir mañana. Supongo que por fin podremos descubrir la raíz de mi problema.

–¡Ya era hora! –le dijo él muy aliviado.

–Todos pensáis igual, pero me ha costado mucho dar este paso y tengo miedo. Cabe la posibilidad de que no sepa cómo solucionar mi problema.

Walter se dio cuenta de que estaba asustada de verdad y tomó con cariño su mano.

–No pienses en eso. Creo que eres una mujer muy fuerte y que vas a superar esto, Raylene. Sabes que te lo digo de verdad.

Algo incómodo con la situación, soltó su mano. Apreciaba mucho a esa mujer, pero no se sentía a gusto expresando sus sentimientos.

–Bueno, será mejor que vuelva a la emisora antes de que Travis se dé cuenta de que estoy aquí en vez de estar vendiendo publicidad. Si mañana quieres que hablemos después de la visita de la psicóloga me llamas, ¿de acuerdo? Sé que no soy una Dulce Magnolia, pero me considero tu amigo y estoy aquí para ayudar.

A Raylene se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Lo sé, gracias.

Walter salió de la casa y se metió en el coche pensando en lo que acababa de ocurrir. Si alguien le hubiera dicho alguna vez que sería capaz de sentir tanto cariño por una mujer con la que no deseaba acostarse, no lo habría creído posible. Pero su amistad con Raylene había sido así desde el principio. Eran amigos y estaba deseando ayudarla. Si Raylene lo necesitaba, siempre iba a poder contar con él.

Pero, conociéndola como empezaba a conocerla, sabía que iba a costarle admitir ante nadie que necesitaba ayuda.