COLOSSEUM

 

 

 

JORDI NOGUÉS

 

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición: abril de 2016

Primera edición en e-book: diciembre de 2018

© Jordi Nogués Aymerich, 2016

© de la presente edición: Edhasa, 2016

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4706-7

Producido en España

A Lupe,

tuya fue la chispa que encendió esta idea

y mío, todo el reconocimiento.

Capítulo XLVII

CLAUDIA

La felicidad de Séneca

Roma, otoño del año 79 d.C.

El otoño se manifestaba con una excelsa policromía. Rojos, pardos, amarillos y un sinfín de tonos cálidos se esparcían por toda la península Itálica. Como si quisieran contrarrestar el largo período de hibernación que tenían por delante, los árboles mostraban su vitalidad en un último y colorista esfuerzo. Enormes bandadas de golondrinas se encaminaban hacia latitudes más meridionales, en busca de la calidez veraniega.

Tres meses después de acabar el juicio, en Roma todo seguía igual.

Las calles eran un verdadero bullicio de gentes circulando de forma caótica en todos los sentidos posibles. Hombres libres y esclavos, plebeyos y patricios, hombres y mujeres, adultos y niños; cualquier combinación era posible. De la misma forma, la variedad de razas y culturas era considerable. Gentes de tez oscura provenientes de las provincias del sur, otras con distintivos raciales totalmente distintos venidos del norte, y así con las diversas variedades que se encontraban a lo largo de las provincias romanas.

Cada uno iba a lo suyo, sin apenas reparar en el destino del vecino o de los otros transeúntes.

La ley que impedía circular a los vehículos durante las horas diurnas conseguía que el caos circulatorio no fuera absoluto. Había sido una medida impuesta casi cien años atrás, y nadie se podía imaginar qué sucedería por las calles de Roma si ahora, a pleno día, comenzaran a circular vehículos rodados.

Sólo cuando el sol comenzaba a decaer, el tráfico rodado volvía a las calles. Los transeúntes se refugiaban en sus casas para la cena y las calles quedaban libres para que carros y demás vehículos se adueñaran del entramado urbano.

Algunos conseguían alguna dispensa por parte gubernamental, gracias a la cual podían transitar con sus vehículos por las calles a pleno día. Pero era un mal negocio: la densidad era tan alta que cruzar la Vía Sacra, por ejemplo, podía durar casi un par de horas.

Delante de la domus de los Sura, siete carros se preparaban para partir. El sol comenzaba a declinar, y las sombras se alargaban de manera interminable. Situada en el barrio del Velabrum, entre las colinas Capitolina y Palatina, la calle era suficientemente ancha para permitir una correcta circulación peatonal a pesar de los carros.

Dos adultos libres, tres niños y seis servidores serían los ocupantes de aquellos carros.

El anfitrión de la domus, Lucio Licinio Sura, estaba en la puerta, despidiéndose.

–Es una lástima que tengáis que abandonar Roma... –decía el senador hispano.

Claudia fue la que respondió.

–Roma no nos quiere, y lo mejor que podemos hacer es irnos para siempre.

Era una despedida fría. Marcharse al amparo de la noche y en silencio parecía un acto furtivo, pecaminoso, casi al margen de la ley. Además, no recibirían la calidez de la ciudadanía romana; prácticamente nadie se daría cuenta de aquella huida obligada.

Un frío apretón de manos entre Lucio y Calícrates sentenció la despedida.

* * *

La vía Ostiensis comunicaba la urbe con la ciudad costera de Ostia. Era una vía muy corta, de apenas veinte millas, pero muy usada. Otra vía circulaba paralela a la Ostiensis, era la Portuensis, que desembocaba directamente en Portus, el puerto de mar usado por Roma. Esta segunda era muy transitada para quienes llegaban en barco y querían entrar en Roma. La primera, en cambio, aunque no comunicaba de forma directa con el puerto, se usaba para quienes salían de la urbe al atardecer. La ciudad de Ostia disponía de excelentes posadas donde pasar la noche y, así, a la mañana siguiente, se podía tomar un barco en la dirección que más conviniese al viajero.

La caravana que salió de la domus de los Sura tomó la vía Ostiensis. El Foro Boario fue lo último que vieron de Roma, antes de cruzar las murallas.

Claudia observó a Calícrates que, sentado a su lado en el pescante del carro y estando al cargo de las riendas del vehículo, miraba hacia atrás.

–Pareces apenado.

Él chasqueó con la lengua.

–Resulta curioso. Fue lo primero que vi al llegar a Roma, y será lo último que vea de la ciudad.

Claudia se volvió para mirar en la misma dirección que el arquitecto.

Las murallas servianas se alzaban como bloques majestuosos junto a la Puerta Trigemina, con los tres elegantes vanos que la componían. El Tíber discurría paralelo a esa entrada-salida de la ciudad; en medio del río, en la isla tiberina, se alzaba el templo dedicado a Esculapio, cuyo recuerdo hizo sonreír a Claudia. Tras las murallas, se alzaba, a media distancia, la colina Capitolina, con el majestuoso Templo de Júpiter Óptimo Máximo, restaurado sólo cuatro años atrás por Vespasiano.

«Roma y sus edificios espléndidos», pensó Claudia.

Con la mirada perdida aún entre las murallas de Roma, buscó en el perfil celeste una estructura en especial.

El anfiteatro era muy visible desde casi cualquier punto de dentro de la ciudad, y también desde fuera de ella. Una mole enorme emergía de entre los otros edificios, como si quisiera ridiculizarlos. Aún sin luz diurna, los arcos de los niveles superiores se alzaban orgullosos y se convertían en los ojos con que Roma miraba al resto del mundo. Desde arriba, como un ente superior.

Pronto se inauguraría, y Calícrates no podría verlo. Era una lástima, una verdadera lástima.

Miró hacia adelante, dejando atrás la imagen del anfiteatro.

Apenas un par de calles más, y la vía Ostiensis se abrió ante ellos. Una vía sin nada de extraordinario, pero que los llevaría directamente a Ostia.

Media docena de hombres a caballo los escoltaban. Lucio Sura había insistido en ello, y se negó a discutir nada. Eran gente armada de su confianza que los protegería de cualquier percance que pudiera surgir hasta llegar a Ostia.

–La noche de Roma nunca es segura –sentenció el senador hispano.

Por suerte, no componían una estampa especialmente distinguida. Una caravana de seis carros era algo muy habitual en las vías más cercanas a la ciudad.

Pasaron prácticamente desapercibidos.

–Los niños se han dormido –le dijo Claudia mirando hacia el interior de la caja del carro que conducía el propio Calícrates.

Medea, Ione y Druso estaban sepultados bajo un par de mantas y apenas se movían; sólo sus cabecitas, ligeramente asomadas, daban fe de que estaban allí. Al lado de ellos, también medio dormida, Moira daba cabezadas. Lucio se la había regalado a Claudia, y la esclava seguiría al cuidado de los niños.

Claudia sonrió.

–Al menos, cuando duerme, Ione no habla.

Calícrates asintió con una sonrisa.

–¡Tan preocupado que estabas por ella, y ahora no calla ni un momento!

El arquitecto la miró.

–¡Tanto misterio y era tan simple! –repuso–. En cuanto le dijimos que volvíamos a casa, cambió de la noche al día. Sólo quería eso: un hogar.

Calícrates le había hablado del dibujo que la pequeña repetía una y otra vez, como si fuera la única realidad que existiera para ella: un triángulo y un círculo. El arquitecto llegó a obsesionarse con aquello. Hasta que al final aquel joven aprendiz le dio la solución: era un dibujo muy simple, el esquema de un hogar, el de una casa en la que sentirse en familia.

La pequeña percibió la domus Sura como algo eventual, y la ausencia de su madre acentuó aún más esa sensación.

Claudia miró hacia adelante. Los seis hombres a caballo acarreaban sendos candiles encendidos. Aparte de abrirles paso, y cerrar la comitiva, iluminaban de manera tenue el trayecto.

–Lucio al final se ha portado bien –comentó Claudia.

Calícrates la miró con una ceja levantada.

–Remordimientos de conciencia, eso es todo.

Ella soltó una carcajada, que reprimió enseguida para no despertar a las niñas.

–Nunca se lo perdonarás, ¿verdad? –A pesar de no ser un hombre extremadamente devoto de los dioses, Calícrates llegó a la conclusión de que los auspicios del Flamen Esculapio eran ciertos. El afán de enriquecerse llevaron a Lucio a provocar aquella epidemia en la que tantas personas murieron, entre ellas, Damaris, su esposa.

Pero él no dijo nada. Siguió mirando hacia adelante, muy serio.

–Roma se lo ha perdonado –dijo Claudia–. Y tú deberías hacer lo mismo. Tito le ha dado un puesto de confianza otra vez y, con la lección aprendida, no creo que vuelva a robar al erario público.

–Lo creeré cuando lo vea. Quien robó, volverá a robar. Eso dicen en mi tierra.

–¿También lo dices por mí? No olvides que yo tampoco fui una diosa de la inocencia precisamente.

–Tú eres distinta, muy distinta.

–No soy tan distinta como crees.

–¡Claro que sí! No eres romana, con eso queda todo dicho.

Claudia sonrió. Calícrates se había convencido de que todo aquello que era romano era nefasto y dañino para el resto de mortales. Y cuando una idea se le metía en la cabeza, era el más terco de los hombres.

–Julia Berenice no es romana y no es que sea la bondad personificada –le contestó ella.

–En todas partes hay gente buena y gente mala...

–Excepto...

–... En Roma, donde todos son malos –remató él, sonriendo. Era un juego que repetían a menudo. Cuando hablaban de Roma, esa frase siempre cerraba su discurso, fuera cual fuera la cuestión.

–He oído rumores acerca del destino de esa mujer.

–¿De la judía?

–Sí. Según parece, al no conseguir ninguno de sus propósitos amenazó a Tito con irse de su lado. Ella se marchó, convencida de que él acudiría como un perrito faldero. Pero se ve que el nuevo Princeps piensa más en sus súbditos que en su amante.

–¿Y ahora dónde está?

–Nadie lo sabe con certeza. Algunos dicen que ha vuelto a Judea. Otros que está en Egipto. Por lo visto, algunos la llaman la nueva Cleopatra. Incluso hay gente que jura haberla visto en Roma por las noches, ofreciéndose como una vulgar meretriz por un par de ases.

»El caso es que nadie la ha visto desde que acabó el juicio.

–Pues, a pesar de sus cosas, es una mujer muy inteligente –dijo Calícrates.

Claudia le golpeó con el codo en el costado.

–¡Y ahora también dirás que muy guapa!

–No, eso no lo diré. Cogerías uno de esos candiles y me quemarías vivo con su aceite hirviendo.

Ella soltó una carcajada.

–Pero es una patriota –continuó él–. En el fondo no es más que una patriota dispuesta a todo por la tierra que la vio nacer. Tal vez le faltaba algo de ética. No tenía una idea muy precisa del Bien y el Mal. Pero la considero una luchadora, una gran luchadora.

–Veo que te ha fascinado.

–¿Fascinado? No en los términos que tú piensas, pero admiro a una persona cuando lucha hasta el fin por unos ideales que van más allá de lo que significa uno mismo.

Claudia no respondió.

–No sé –continuó el arquitecto–, tal vez es debido a su religión judía. O a la cristiana. No sé si era creyente ni cuál era su credo, pero sí que es una persona entregada en cuerpo y alma a una causa.

–Hablando de cuerpo y alma, ¿puedo preguntarte algo?

Él afirmó con un simple movimiento de cabeza.

–En el juicio, cuando te declarabas culpable, ¿eras consciente de que podían acabar condenándote, como así ocurrió finalmente?

Él gruñó de manera incómoda, moviendo la mandíbula inferior de un lado a otro.

–Sé poco de oratoria. Sólo soy un simple arquitecto, Claudia. Quería demostrarles a todos que la arquitectura es la ciencia suprema y que va más allá de Roma, donde, como tú y yo sabemos, todos son malos.

Ella sonrió.

–Más allá del enriquecimiento, del oro, de la fortuna personal, está la gloria de la Humanidad. La huella que dejaremos en la Historia. El recuerdo de un trabajo bien hecho, que perdure durante muchos siglos. El legado que podamos dar a nuestros hijos va más allá del oro que nosotros podamos acumular. En el juicio, mi intención era hacerles ver todo esto. Pero fracasé, no soy un buen orador. Y todo acabó saliendo al revés de como lo tenía previsto.

–Pues a los ojos de todos has quedado como un hombre muy inteligente que supo dar la salida más acertada al monumental atasco en el que estaba sumido el litigio. He oído comentarios acerca de lo buen senador que serías.

–¿Yo un senador? Pero si en Roma...

–... Todos son malos.

–Sí, eso.

–¿Y estás seguro de que Grecia es un buen destino? ¿Acaso allí no hay corrupción?

–Hay buena gente en la Hélade, y también mala, por supuesto, como en todas partes. Pero aún no ha alcanzado el grado de corrupción que hay en Roma, a pesar de que ahora también es una provincia romana.

Claudia se quedó en silencio unos momentos.

–¿Puedo preguntarte otra cosa más?

–Claro.

–La primera vez que me viste en el Foro, cuando eras esclavo..., lo que me dijiste, ¿lo pensabas de verdad?

–Claro que sí. No tenía ningún sentido mentir.

–¿Y por qué te ha costado tanto darte cuenta de que te gustaba?

Él la miró sin entender muy bien adónde quería llegar.

–Si te gustaba entonces –le explicó ella–, ¿cuál fue la razón de que no lo mostraras abiertamente?

–Estaba casado y debía respetar la promesa dada a mi mujer.

–Pero me dijiste que te casaste por un acuerdo entre familias, que jamás llegaste a estar enamorado de ella.

–La respetaba. Habíamos firmado un acuerdo matrimonial, y teníamos dos hijas. Además, me sentía frustrado por mi destino. De algún modo, puede decirse que las defraudé al permitir que me estafaran y que me condenaran a la esclavitud. Pensaba que le debía algo más que la lealtad por matrimonio.

–¿Y jamás me deseaste?

–Me estás poniendo nervioso con tantas preguntas.

Ella soltó una carcajada, divertida. Cuando Calícrates se hallaba fuera de su ámbito habitual, era tan ingenuo como un perrillo.

Él no parecía estar dispuesto a entrar en detalles de ese tipo.

–¿Me deseaste alguna vez o no?

Calícrates la miraba de reojo. Se lo veía nervioso, casi asustado. Tardó unos segundos en contestar.

–Claro. Claro que te deseé.

Ella lo abrazó con fuerza, satisfecha.

–¡No sabes cuánto te quiero! –le dijo Claudia.

–¿Y qué tiene que ver el alma con todo esto? –preguntó Calícrates; ella había abierto ese turno de preguntas a través de la expresión «en cuerpo y alma».

–Nada. Era una manera de cambiar de tema. Me estaba poniendo nerviosa tu admiración por Julia Berenice.

–Tú y tus cosas de mujeres...

–¿Cosas de mujeres? –Claudia se picó, juguetona–. ¿No te he dicho nunca que quienes inventaron el término economía fueron las mujeres griegas de tu tierra? –preguntó.

–No me lo has dicho, pero seguro que lo harás ahora.

Ella sonrió.

–Claro que sí, y vas a tener que aguantar toda la explicación. El viaje es muy largo. Fueron las mujeres de Esparta...

Mientras hablaba, apoyó la cabeza en el hombro de su marido. Roma los contemplaba a medida que se alejaban hacia aquel mar que los conduciría hasta su nuevo hogar.

FIN

COLOSSEUM

Para el lector

La presente novela es una ficción histórica –comúnmente llamada novela histórica–, y sus principales objetivos son entretener y aportar conocimientos de cómo pudo haber sido la construcción del Coliseo de Roma.

Sólo la Arqueología ha sido capaz de aportar algo de luz sobre la forma en que pudo construirse el citado monumento. La Historia ni siquiera menciona al arquitecto que dirigió las obras, y aunque se han propuesto nombres como Rabirius, Severo o Gaudencio, las fuentes primarias no nombran directamente a ninguno de ellos ni a ningún otro. Así pues, el lector entenderá que los hechos relatados a continuación sean una ficción histórica. Sin embargo, y a pesar de ser ficticios, tampoco podemos descartar que algo parecido a lo relatado sucediera en realidad.

Resulta particularmente curioso que, en la época en la que vivieron algunos de los más grandes historiadores que ha dado la Roma antigua –Tácito, Suetonio, Flavio Josefo o Plinio el Viejo–, ninguno de ellos mencione aspectos concluyentes sobre el proceso constructivo de lo que ha resultado ser el principal referente iconográfico del Imperio romano. Las breves referencias sobre su inauguración o los motivos que impulsaron a su construcción no son argumentos suficientes para establecer una estructura histórica con suficiente peso. Tal vez por eso ésta sea la primera novela que busque explicar algo tan complejo.

El nombre con que se conoce en la actualidad este edificio, Coliseo, le fue otorgado en la Edad Media. Dicen que la causa fue que se hallara situado junto a una colosal estatua de Nerón. En la época en que fue construido, y así se llamó durante los siglos inmediatamente posteriores, fue bautizado como el Anfiteatro Flavio, que es también como se conoce en los círculos más especializados de la Historiografía, la Historia del Arte o la Arqueología. El título de la novela obedece a la sana intención de acercar al lector al verdadero protagonista de todo el relato, pero en su interior –a partir de ahora– no hallarán ni una sola vez la nomenclatura más moderna.

Los grandes personajes históricos –Vespasiano, Tito, Julia Berenice, Lucio Licinio Sura, el abogado Larcio Licinio o el arquitecto Rabirius– son, por supuesto, reales. Pero el resto de personajes que protagonizan esta novela son ficticios.

El concepto de Imperator –emperador– era una fórmula nominal que el Senado atribuía al primer dirigente de Roma y representante. Así, por ejemplo, el título oficial de Vespasiano era IMPERATOR·VESPASIANVS·CAESAR·AVGVSTVS. Sin embargo, era un cargo con un acusado tufo a militarismo, y por ello entre los senadores y el propio Imperator seguía usándose, de manera habitual, el tratamiento de Princeps que habían otorgado a Augusto, cuyo recuerdo como gobernante ideal permanecía inalterable. El Princeps era, en esencia, el primer senador, el primer ciudadano de Roma. Medio milenio atrás, Pericles, en Atenas, había ostentado un nombre muy parecido: protos aner, primer ciudadano.

Es a partir del siglo III d.C. que el emperador ya gobierna como tal con titulaturas tan monárquicas como «Deus et Dominus», entre otras. A partir de ahí, todo resto del «Princeps» de los dos primeros siglos del primer milenio queda ya diluido. Los propios ciudadanos de la urbe tenían verdadero pánico a las fórmulas de gobierno unipersonal imperantes en los reinos orientales, y cuyo formato también usó Roma en sus inicios.

Es por ello que en esta novela, ambientada en el siglo I d.C., para el cargo que ostentaban primero Vespasiano y después su hijo Tito se ha usado el título de Princeps.

La cronología usada por los romanos para contar los años era distinta a la actual. Ellos usaban como fecha de inicio el año 753 a.C., cuando supuestamente fue fundada la ciudad; con el consiguiente ab urbe condita («Desde la fundación de la urbe»). Así, por ejemplo, nuestro año 79 d.C., según su calendario, sería el 832 a.u.c. Con la intención de facilitar la comprensión de la presente novela he usado nuestra forma de contar los años: la era cristiana. Ésta es, al fin y al cabo, una lectura cuya base primordial es entretener y dar una suficiente referencia histórica, y espero que el lector comprenda perfectamente este propósito.

«Quamdiu stabit Coliseus, stabit et Roma; quando cadit Coliseus, cadet et Roma; quando cadet Roma, cadet et mundus.»

(Mientras el Coloso se mantenga en pie, Roma se mantendrá en pie; cuando caiga el Coloso, Roma caerá; cuando Roma caiga, caerá el mundo.)

Beda, el Venerable (672-735)

(en referencia al Coloso situado junto al Anfiteatro Flavio)

LIBRO PRIMERO

Capítulo XVIII

CALÍCRATES

El veredicto de Vespasiano

Roma, Idus de Iulius del año 71 d.C.

El día del Triunfo de Tito había llegado. La victoria en la guerra de Judea servía de excusa para que el pueblo de Roma buscara adorarse a sí mismo. Y lo sabía hacer muy bien. Tras siglos de experiencia y multitud de éxitos militares, la exaltación del propio orgullo no tenía parangón en ningún otro rincón del mundo conocido.

Era la primera vez que Calícrates veía una pompa de ese tipo. Naturalmente, había oído hablar mucho de esos desfiles, y con múltiples exageraciones, cuando estaba en la Hélade.

Pero se dio cuenta de que por mucho que uno intentara explicarlo, por mucho que exagerara, la realidad de lo que ocurría en esos desfiles era difícil de imaginar y de explicar. El cúmulo de sensaciones era imposible de relatar para que quien escuchara se hiciera cargo de lo que suponía en realidad. Tal vez no llegó a conmover al griego en ningún momento, pero era difícil no dejarse llevar por la exaltación y el entusiasmo del público.

Jamás creyó que hubiera tanta gente en el mundo. Aunque ese pensamiento tan provinciano se lo guardó para sí, pues sabía que los romanos se reirían. Aun así, por mucho que pudiera considerarse un pensamiento un tanto provinciano, no negaba esa verdad. Con la mayoría de la ciudadanía en la calle, además de infinidad de gentes de poblaciones vecinas o peregrinus que visitaban la capital, las vías por donde desfilaba la pompa triumphalis se habían quedado pequeñas. No había ni un solo rincón en todo el recorrido que no estuviera ocupado, y en la zona final, en el Forum Magnum y en los aledaños de la colina Capitolina, el paso de la comitiva habría sido imposible de no ser por el paso que la Guardia Pretoriana había abierto.

A pesar de que tenía motivos de sobra para estar contento y satisfecho, una cuestión le producía cierta congoja e impedía su felicidad total.

La ausencia de Damaris, su esposa.

Tras volver de la presentación, Damaris se mostró más distante y fría que nunca. Parecía casi ausente, y que lo único que existiera para ella en el mundo fueran las niñas. No le preguntó nada de la presentación ante Vespasiano, como si aquel hecho fuera algo intrascendente. Él intentó hablar con ella en dos ocasiones, pero fue inútil: su corazón parecía estar tan cerrado como la más gruesa y firme de las puertas.

Damaris había decidido no estar presente en la declaración de Vespasiano y se quedó en la residencia Sura con las niñas, y tampoco quiso asistir al desfile.

Situado en mitad de la colina Capitolina, Calícrates no estaba solo. Lucio lo acompañaba. También se encontraban allí Cayo Severo y Claudia Pulchra.

–Hasta los tiempos de Julio César –explicaba Cayo, con la paciencia con que lo haría un padre con un hijo–, el Triunfo era una ceremonia que buscaba agradecer al cónsul elegido por el Senado una gran victoria. También se aprovechaba para agasajar a los mejores soldados. No hay nada como un buen incentivo para que todo buen romano que se precie se lance a la guerra. Así es el generoso espíritu de Roma –la ironía estaba presente en las palabras del anciano senador.

Calícrates escuchaba con atención a su protector. Claudia y Lucio estaban un poco más allá, un tanto alejados de Severo y el arquitecto. Era evidente que juntos se sentían muy cómodos. Una vez más, el heleno percibió la frialdad de Claudia hacia él. Apenas lo saludó cuando se encontraron, y después no volvió a mirarlo ni una sola vez. Ni siquiera le dirigió la palabra.

¿Qué le pasaba con las mujeres? ¿Es que era incapaz de relacionarse con ellas de manera correcta sin ser menospreciado?

Debía intentar analizar esa cuestión con la frialdad y la lógica de la arquitectura. En teoría, era una ciencia universal y, por tanto, era útil para resolver cualquier problema que se presentara.

Para que una obra se sustentara, necesitaba unos buenos cimientos, un buen material para las paredes y una perfecta ejecución. Un trabajo armónico imprescindible si se pretendía conseguir una garantía total.

Lo mismo debía servir, pensó él, en una relación con una mujer. Un buen diálogo, un respeto entre las partes y un equilibrio entre el trabajo y la familia deberían ser garantes de una buena relación. Pero no, nunca era así. Había algo inescrutable en el mundo femenino, algo que él era incapaz de descifrar y entender. Y eso lo sacaba de quicio.

El griterío del pueblo romano lo sacó de sus pensamientos.

–Ahí llega la pompa del Triunfo –le comentó Cayo, señalando hacia el Velabrum, un barrio situado entre las colinas Capitolina y Palatina y la zona del Forum Magnum.

El Triunfo, tradicionalmente, se llevaba a cabo por un itinerario previamente estipulado: el mismo recorrido que hizo Vespasiano el año anterior, cuando desfiló como nuevo Princeps ante toda la ciudadanía romana. El Velabrum era uno de los barrios que cruzaba la pompa triunfal.

La gente se apiñaba en las calles, abarrotándolas hasta el extremo de impedir el paso. Pero ahí estaba la Guardia Pretoriana para despejar la vía.

Desde la falda de la colina Capitolina apenas se veían los detalles del desfile. Podía apreciarse bien la algarabía de la gente en los puntos por donde pasaba en cada momento, de modo que uno sabía bien a qué altura se encontraba el homenajeado.

Con la vista, Calícrates fue siguiendo la circulación del cortejo por el griterío que se alzaba entre la multitud. La comitiva llegó hasta el Circo Máximo y de ahí enfiló hacia el norte por la Vía Sacra. El monte Palatino tapó su visión, y sólo podía adivinar a qué altura se encontraba por los gritos de la gente.

Poco después, al llegar a la zona del Forum Magnum, volvió a verlo. Allí, como centro neurálgico de la urbe, la gente se apiñaba de un modo exagerado. El suelo era imposible de ver, y de haber ocurrido una desgracia las consecuencias habrían sido catastróficas. Un pasillo abierto por un contingente de pretorianos dejaba una vía libre hasta los pies de la colina Capitolina.

La comitiva estaba ahora más cerca, y Calícrates pudo distinguir mejor los detalles. Los primeros componentes aparecieron ante ellos, y la multitud que los rodeaba empezó a alborotarse: más de seiscientos prisioneros caminando en silencio y con los rostros llenos de congoja constituían un soberano espectáculo en sí mismos. La mayoría serían puestos a la venta como esclavos, aunque algunos –los cabecillas de la rebelión– servirían como ejemplo y serían ejecutados.

La visión de los legionarios condecorados vestidos con suntuosas ropas escarlata y grana, cargados con joyas extrañas pero que relucían sobremanera, despertó la admiración de muchos ciudadanos. La mayoría de ellos lamentaban no pertenecer a esas legiones, y muchos se prometían ser ellos los próximos en poder desfilar cargados de gloria y fortuna.

También la visión de Vespasiano junto a sus dos hijos, Tito y Domiciano, con sus coronas de laurel y vestidos con sedas traídas de la provincia conquistada, luciendo las prendas de honor, consiguió que la ciudadanía se enorgulleciera de pertenecer a ese pueblo que doblegaba al resto de civilizaciones del mundo conocido con decisión y buen temple.

Sin embargo, lo que más impresionó a la plebe fue ver los tesoros ganados en la conquista de Judea. Los más de doscientos carros cargados hasta los topes con riquezas inimaginables provocaron el asombro de todos y cada uno de los presentes. Oro, plata, metales, marfil y piedras preciosas fundidos y modelados como joyas de mil formas distintas fueron admirados tanto por su esplendoroso brillo, como por su suntuosidad e incluso por su rareza formal.

Dos elementos destacaban por encima del resto.

Una enorme mesa fundida totalmente en oro que, por su tamaño, podría suponer un peso de más de dos talentos. Con un objeto así, un plebeyo podría vivir cómodamente el resto de su vida.

También destacó, por ser una pieza extraña y de indiscutible procedencia judía, un enorme candelabro del cual sobresalían siete brazos como si fueran tentáculos o enormes arrejaques. Era una pieza legendaria, cuya fama se extendía a todos los rincones de la geografía romana, y ahora los orgullosos ciudadanos podían verla desfilando como una posesión más del Princeps.

Ambos objetos, decían, habían sido sacados del Templo de Jerusalén antes de que las llamas acabaran con todo el edificio, por lo que su valor era aún mayor, pues se trataba del último vestigio de una tradición que se perdía en la oscuridad de los siglos.

La comitiva era tan larga que, cuando los últimos carros aún circulaban por la Vía Sacra, los músicos que encabezaban la marcha ya enfilaban las primeras rampas de la colina Capitolina.

Calícrates, fascinado por todo lo que veía, se fijaba en los numerosos detalles.

–¿Nervioso, Calícrates?

Era la voz de Lucio, que se había situado a su lado. El griego comprendió enseguida a qué se refería el joven senador.

–Creo que ambos nos jugamos bastante hoy.

–He intentado sondear un posible resultado, pero Vespasiano es un tipo duro y no suelta prenda.

El arquitecto miró hacia Claudia. No se había movido de su anterior posición. Ahora, sola, contemplaba con cierto aire de ausencia la fiesta romana por excelencia.

La ascensión de la comitiva hasta la colina Capitolina le permitió observar los detalles aún más de cerca. Pasaron a pocos pasos de él.

La jornada era cálida, como no podía ser de otra manera a principios de verano, y el sol, a punto de llegar al mediodía, impactaba con fuerza en la cima más emblemática de Roma. Apenas soplaba la menor brisa, pero a pesar del calor nadie se marcharía de allí. Y menos ahora, con lo más jugoso de la fiesta a punto de comenzar.

En primer lugar, se sacrificaron los bueyes de rigor. Pero la multitud apenas se excitó con la sangre y los gemidos de aquellos animales. Y lo mismo ocurrió cuando prendieron fuego a los restos, junto a la corona de laurel, porque lo que venía a continuación era mucho más emocionante.

Tras agradecer a los dioses su ayuda en la campaña de Judea, el Princeps presentó a uno de los prisioneros, el único que habían llevado hasta la colina sagrada.

–Aquí está Simón, hijo de Giora, uno de los cabecillas de la rebelión. –La voz grave de Vespasiano, a pesar de la gran distancia, llegaba hasta buena parte del Forum Magnum–. En vuestras manos está decidir qué hacemos con él. Vosotros sois el pueblo de Roma, vuestro es el destino del mundo, ¡vosotros tenéis el poder de decidir sobre su vida!

Unos fuertes gritos llenos de malas palabras llegaron hasta la mítica colina. La gente no gritó al unísono, cada uno decía las palabras que mejor le parecían, pero quedó claro que se solicitaba la muerte del prisionero.

–¡¿Debe pagar con su vida por los romanos muertos?!

Un sí unánime resonó en el Foro. Un gran número de brazos se levantaron y se movieron como si fueran un extenso campo de trigo de mediados de junio.

–¡¿Será su vida suficiente para aplacar a los dioses y consolar a las madres de los romanos muertos?! –Un observador perspicaz se daría cuenta de que Vespasiano subrayaba el concepto de romanos muertos a propósito.

Una nueva respuesta unánime llegó hasta la explanada ante el Templo de Júpiter. Otra vez una multitud de brazos se levantaron.

Desde su posición junto al Templo de Júpiter, Calícrates observaba las reacciones de Cayo Severo y Lucio y, naturalmente, de Claudia Pulchra. Todos estaban contemplando al Princeps y seguían sus palabras con la máxima atención. Vespasiano parecía poseer el don de hechizar a quienes lo escuchaban.

–¡¿Es su muerte lo que deseáis?! –El grito a pleno pulmón de Vespasiano sacó a Calícrates de su ensoñación.

Ahora los gritos eran más uniformes y llenos de pasión. La multitud que se congregaba a los pies del Princeps estaba decididamente entregada.

Tras unos cuantos gritos de unanimidad, Vespasiano dio la señal, y tres oficiales se encargaron de colgar a Simón. El judío se contorsionó repetidamente en el extremo de la soga, hasta que su cuerpo quedó inmóvil.

El público siguió con entusiasmo cada uno de los espasmos del prisionero, y cuando su cuerpo quedó inerte todos aplaudieron con fervor.

Después, Vespasiano volvió a tomar la palabra.

Calícrates se mojó los labios. Había llegado el momento de saber cuál era la decisión del Princeps. Ahora Vespasiano buscaría el favor total del pueblo de Roma al prometerles gastar una buena parte del tesoro conquistado en beneficio del vulgo.

–¡Pueblo de Roma! –levantó los brazos al aire con fuerza y decisión, para que la multitud se apaciguara. El murmullo del gentío se fue apagando, como si una ola de silencio lo arrastrara–. Habéis visto las riquezas que he ganado para vosotros en la campaña de Judea. Vuestro es el botín, y vuestro será el beneficio. Si Augusto llenó de mármol la urbe, yo haré que os sintáis orgullosos de ser romanos. –Hizo una pausa cargada de dramatismo–. ¡Tres van a ser mis principios básicos! En primer lugar, la paz. Es hora de que disfrutéis de los beneficios de tantos años de luchas y de conquistas. Es hora de que tengáis la paz que tanto os merecéis. Es hora de que Roma sacie su hambre a costa de las tierras conquistadas.

Una ovación del público interrumpió al Princeps.

–En segundo lugar... –bajó los brazos de forma repetitiva para pedir silencio–. En segundo lugar, hay que reconstruir Roma tras estos últimos meses desastrosos –a lo largo del año 69, hubo hasta cuatro emperadores distintos. Había sido un período de auténtico conflicto civil–. Es una vergüenza que el Templo de Júpiter esté en este estado. Y os pido perdón por ello, pueblo de Roma...

La ovación aún fue mayor y más atronadora que antes.

–... Os pido perdón –repitió Vespasiano, pidiendo silencio una vez más– por no atender a las verdaderas necesidades del pueblo de Roma. No todos están a vuestro nivel –Lucio observó al Princeps, ¿tal vez se refería a los senadores?–, pero os aseguro que eso va a cambiar.

La multitud empezó a corear a su líder al unísono, alzando un ulular estremecedor:

–¡Princeps! ¡Princeps! ¡Princeps! ¡Princeps!

Vespasiano pidió silencio de nuevo.

–Y en tercer lugar, es preciso convertir al ciudadano romano en el paradigma del Imperio, en la idea que nos empuja a nuestros objetivos, de modo que las conquistas y las buenas obras de los gobernantes reviertan totalmente en el pueblo.

Ahora ni el más fuerte de los truenos habría resonado con tanta sonoridad. El estruendo era ensordecedor.

–Para la primera cuestión, ordenaré construir un templo para la paz, aquí, en el Forum Magnum. Para que los dioses nos acojan y sepan qué deseamos.

Una nueva ovación interrumpió el discurso de Vespasiano.

–En segundo lugar, construiré una estatua de dimensiones titánicas del dios Apolo. Necesitamos que los dioses perdonen nuestras afrentas, y que no nos castiguen más.

La ovación que siguió tal vez no fuera tan sonora como las otras.

–Y finalmente, dos estructuras os recordarán que sois el pueblo elegido por los dioses para gobernar. La primera de ellas será un arco de triunfo que no sólo nos recuerde esta espléndida victoria en Judea, sino que el mundo se ha quedado pequeño para Roma. ¡Apenas quedan ya provincias dignas de ser conquistadas!

La multitud volvió a vitorearlo:

–¡Princeps! ¡Princeps! ¡Princeps!

–¡Este arco...! –Vespasiano alzó los brazos de nuevo–. ¡Este arco será en honor de mi hijo Tito, cuya labor en Oriente merece ser recompensada. Y después construiré la mayor obra que jamás haya visto Roma y el mundo entero –se hizo un silencio sepulcral, todos esperaban saber de qué se trataba finalmente–. Nuestra ciudad, nuestro Imperio, tendrá el mayor anfiteatro que el mundo haya visto y, desde su inauguración, se celebrarán cien días de juegos para que todos lo podáis...

Le interrumpieron con una brutal ovación. El anuncio del anfiteatro había gustado, pero acompañarlo con cien días de juegos era algo que extasiaba a los romanos.

Cuando por fin pudo volver a calmar a la gente, Vespasiano explicó mejor el proyecto del anfiteatro.

–Será algo realmente colosal. ¡Que el mundo nos contemple desde abajo! En nuestro anfiteatro tendrán cabida más de sesenta mil personas. El proyecto del senador Sura –señaló a Lucio, que sintió cómo todas las miradas de Roma se posaban en él, al mismo tiempo que su cuerpo sufría una elevación de la temperatura al sentir que acababa de ganar el proyecto– es espectacular. Aglutina la belleza del mundo griego con la sobriedad y seguridad del mundo latino. Una vez construido, el anfiteatro se convertirá en el verdadero emblema de Roma. Todas las naciones nos recordarán por el símbolo que representará este colosal edificio.

»El lugar elegido para su construcción será el espacio que va desde el Palatino, hasta el Esquilino y el Celio. La Domus Aurea será derribada, y devolveremos el corazón de Roma a los ciudadanos. ¡Olvidaos de Nerón y sus palacios de rex oriental! ¡Es hora de devolver al pueblo lo que es del pueblo!

Aquellas frases finales, definitivamente, volvieron loca a la plebe, que esta vez comenzó a vitorear con fuerza el nombre de Vespasiano.

Calícrates sentía el calor de la gente, pero, sobre todo, la enorme satisfacción de triunfo. Su proyecto era el vencedor. Inmediatamente miró a Lucio. El hispano también lo estaba mirando, y Calícrates pudo ver una marcada satisfacción en los ojos del senador. Satisfacción, orgullo y, sobre todo, dignidad.

Ambos se sonrieron con complicidad. Más tarde ya se felicitarían y hablarían a fondo del tema. Ahora, con esa sonrisa, se sentían pagados y satisfechos.

Cayo Severo felicitó al arquitecto heleno. Estrechó su mano al mismo tiempo que le cogía por el hombro y le dirigía una cálida sonrisa. Claudia, en cambio, volvió a ignorar su presencia. Su mirada seguía clavada en la colina Capitolina.

Capítulo XXXIII

CALÍCRATES

El ático

Roma, verano del año 78 d.C.

El izado de los fustes enteros de las columnas que sustentarían el techo del ático era todo un espectáculo. El último nivel del anfiteatro tenía una estructura totalmente distinta al resto de niveles. Hasta la fachada exterior era diferente. Sin un solo arco, un muro sólido de bloques de travertino –con pequeñas ventanas cuadradas situadas a intervalos regulares– envolvía toda la parte superior del anfiteatro como si fuera un gigantesco anillo. Igualmente de distinta era la parte interna, la que miraba a la arena. En lugar de continuar con una última porción de la cávea, se diseñó una estructura sin un solo arco; un suelo plano, con una cubierta plana –y ligeramente inclinada– sustentada por columnas de mármol mirando hacia la arena. El espacio interior, tal como había aconsejado Lucio Sura, se dejaría vacío para aumentar la capacidad total del anfiteatro.

El izado de los fustes era un trabajo delicado y espectacular. Superando la visión de la empalizada por la altura, un gran número de espectadores observaban detenidamente el izado de cada columna. Cada uno de aquellos tipos, creyéndose la máxima eminencia en cualquier materia del conocimiento universal, aconsejaba a los demás la mejor manera de hacerlo y criticaba cualquier oscilación que pudiera acabar con el fuste por los suelos o con un andamio destrozado. El abundante tiempo, las escasas ocupaciones y el reparto de trigo y pan de forma gratuita a la masa plebeya romana ejercían de magisters para aquellos verdaderos sabios.

Calícrates, encaramado al último nivel, lo veía todo de un modo distinto, naturalmente.

Elevar a más de cuarenta metros de altura aquellos fustes con un peso de nueve toneladas, además de los sillares para el entablamento y las basas y capiteles, no era ninguna broma, ni ofrecía motivo alguno para tomárselo a risa. Desde el punto de vista estratégico, era el momento más delicado de toda la construcción. Casi todos los principales elementos estaban ya colocados, y algunos de ellos incluso completamente acabados. El ejército de operarios y esclavos que envió Vespasiano a última hora habían acelerado esos acabados de un modo casi milagroso.

La colocación de toda la columna debía hacerse en un orden concreto y un ritmo constante. Sin apenas espacio para la acumulación de materiales –pues las grúas y los hombres necesitaban ese espacio en su totalidad–, el orden era imprescindible.

En primer lugar, se izaba la basa. Ésta se colocaba en su posición y se anclaba con metal. A continuación, se elevaba el fuste, toda una estructura cilíndrica con el peso ya sabido de nueve toneladas. Se colocaba con la inserción de grapas de hierro y el subsiguiente vertido de plomo en caliente. Después, encima del fuste, se anclaba el capitel del mismo modo, con metal. Finalmente, cada dos columnas, se colocaba, en sentido anillar, el entablamento.

Y todo eso a más de ciento cuarenta pies sobre el nivel del suelo.

Las grúas instaladas eran las más potentes; las capaces de aguantar mejor el máximo peso. Los estayes que sostenían las distintas grúas se alejaban en dos únicas direcciones; o hacia la arena, o hacia el exterior del edificio.

También la coordinación entre los distintos equipos de trabajo había de ser perfecta. El plomo tenía que ser fundido allí mismo y vertido en pocos segundos, justo en el instante en que fuera necesario.

El momento más delicado era cuando el fuste llegaba hasta la cima. Las grúas no podían girarse, únicamente izaban los materiales en sentido ascendente, desde su misma vertical. Una vez arriba, el mayor número de hombres posible debía trasladar aquel cilindro tan pesado hasta la vertical de otra grúa que la colocaría en su lugar definitivo, encima de la basa.

Cada columna demandaba el cambio de grúas correspondiente y la misma eficacia.

Ocho equipos distintos trabajaban al mismo tiempo. Cada uno de ellos trabajaba de manera independiente cubriendo su propio espacio asignado y sin molestar o entorpecer a los demás. Ahora que el trabajo en la cávea había finalizado, se disolvieron las cuatro brigadas de trabajo y se convirtieron en ocho equipos con idéntico número de operarios.

De igual modo, ocho equipos más trabajaban allí donde ya habían acabado los primeros. Tras la erección de toda la columna, era el momento de levantar el muro que daba al exterior del anfiteatro. El izado de los bloques de travertino –rectangulares y en distintas medidas– acaparaba la mayoría del espacio y trabajo de los operarios. También allí era necesario calentar el plomo para verterlo y unir los distintos bloques.

Calícrates y Druso trabajaban muy duro. Ambos se multiplicaban entre los dieciséis grupos de trabajo buscando soluciones a los problemas puntuales que pudieran surgir. Soluciones o ayuda en forma de brazos o dirección de un izado, por ejemplo.

Entre los dos, la situación no había mejorado en absoluto. Parecía increíble que un tiempo atrás ambos hubieran conseguido llevarse bien. Ahora la relación adolecía de la gran diferencia cultural que separaba sus mundos originarios. El heleno siempre abogaba por la elección más elegante y formal, con la base de la seguridad ante todo. El romano buscaba la eficiencia y la sobriedad por encima de cualquier otro aspecto; sólo coincidían en la seguridad.

Además, estaba el aspecto personal.

Calícrates estaba convencido de que el matrimonio con Claudia había trastornado a Druso. Aquella extraña mujer, de algún modo, le había vuelto extraño a él también. Sin culpar a Claudia de forma directa, sí que estaba convencido del efecto negativo que había tenido el matrimonio en Druso.

No en su eficiencia, por supuesto. El ingeniero era tan buen profesional como antes. Tal vez ahora se impusiera con mayor energía que antes. La crisis del heleno había demandado una mayor energía y responsabilidad en Druso, a la que ahora parecía no estar dispuesto a renunciar. Algo lógico, pensó Calícrates.

Pero, aun así, aquel hombre sufría de un claro engreimiento, pensaba el heleno. El típico carácter romano: sabios en nada y erráticos en todo.

El arquitecto temía acabar siendo igual que los romanos. O que sus hijas, por el hecho de pasar tanto tiempo entre latinos, también tuvieran esos defectos. Calícrates tenía claro que su futuro estaba en regresar a la Hélade en cuanto las obras hubieran acabado. No se quedaría en Roma ni una hora más de la necesaria.

A pesar de todo, sus hijas habían empezado a superar la ausencia de su madre. Medea aún seguía igual de tremenda, pero se la veía feliz; una niña normal, en definitiva. Ione, en cambio, continuaba igual: apenas decía nada más allá de un simple monosílabo; en eso había mejorado un poco. La pequeña mostraba unas habilidades extraordinarias para el dibujo y las matemáticas, pero si continuaba sin hablar eso le serviría de bien poco.

No las veía demasiado. Todas las horas del día las pasaba en la obra. Y al anochecer, al llegar a casa de los Sura, apenas podía estar unos minutos con ellas.

Pero habían mejorado, después de todo.

Y Calícrates también mostraba claros síntomas de recuperación. Aun sin ser el hombre que fue al comenzar las obras del anfiteatro, sí que se sentía mejor. O, al menos, había momentos en los que le parecía sentirse mejor. Durante esos momentos, las ideas y las soluciones desfilaban por su cabeza con luminosidad y eficacia, y el heleno notaba cómo su cerebro volvía a funcionar. Pero también había ocasiones en que se sentía abatido por el malhumor, y en esos momentos su cerebro parecía negarse a solucionar los problemas a los que se enfrentaba.

Sin embargo, consiguió encontrar una forma de superar ese estado. Abandonaba el anfiteatro y se dirigía hasta el monte Palatino. Desde allí, en el mismo lugar en el que se sentó al principio de las obras con Druso, contemplaba el maravilloso edificio que había construido.

Si diseñar algo era maravilloso, verlo ejecutado de manera hermosa y brillante era aún más extraordinario. La contemplación henchía su satisfacción y alejaba aquellas nubes tan oscuras que oscurecían su semblante.

Sentado allí, en la falda de la colina, pensó que tenía que reconocer el mérito de la cultura romana al menos en un aspecto. Calícrates tenía muy claro que toda la experiencia constructiva y artística de la Hélade hubiera sido insuficiente para construir un edificio como aquél. Y el pragmatismo romano había sido la clave de todo.

El pragmatismo y los sestercios. Sin ese exagerado capital, el pragmatismo solo no hubiera sido suficiente para levantar un edificio hasta los casi cincuenta metros de altura. La grandiosidad de Roma se manifestaba de manera más evidente cuando el proyecto era de gran envergadura. Una vía, un acueducto o un edificio de dimensiones mayúsculas contaban con los mejores profesionales, una cantidad inacabable de esclavos, un torrente continuo de materiales y toda la maquinaria suficiente.

No era de extrañar que hubieran conquistado el mundo. Demostraban una eficiencia más que notable, sobre todo en aspectos relacionados con la organización y el trabajo en equipo. Ahora, desde lo alto de la colina, todos esos aspectos se ponían plenamente de manifiesto.

* * *

Calícrates volvió al trabajo un poco más animado, y subió al último nivel para supervisar a los distintos equipos.