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Angelique Pfitzner

LOS NIÑOS DEL ÉXODO

PRIMERA EDICIÓN PAPEL: noviembre de 2018

PRIMERA EDICIÓN EBOOK: noviembre de 2018


© Angelique Pfitzner, 2018

© de esta edición, Parnass Ediciones, 2018

Aragó, 336 baixos ∙ 08009 Barcelona

Tel. 932 073 438

parnassediciones@gmail.com

www.parnassediciones.com


CUBIERTA: Ricard Sans

MAQUETACIÓN: Equipo de diseño de Parnass


ISBN PAPEL: 978-84-949159-6-3

ISBN EBOOK: 978-84-949617-3-1



CUALQUIER FORMA DE REPRODUCCIÓN, DISTRIBUCIÓN, COMUNICACIÓN PÚBLICA O TRANSFORMACIÓN DE ESTA OBRA SOLO PUEDE SER REALIZADA CON LA AUTORIZACIÓN DE SUS TITULARES, SALVO EXCEPCIÓN PREVISTA POR LA LEY. DIRÍJASE A CEDRO (CENTRO ESPAÑOL DE DERECHOS REPROGRÁFICOS, WWW.CONLICENCIA.COM) SI NECESITA FOTO­COPIAR O ESCANEAR ALGÚN FRAGMENTO DE ESTA OBRA.

Esta novela está dedicada a todas las personas refugiadas y a aquellos que siempre quedarán en el recuerdo de sus familias.

Reloj en atmósfera de asfixia.

Macabro tic-tac…

Infancia robada.

Destino, la muerte.


¿Cuánto vale el precio de una vida?

Solo es cuestión de compatibilidades genéticas

1

Era el trabajo de un asesino profesional.

Alzó los ojos. A su alrededor nada parecía fuera de lugar.

—¿Estás segura de querer aceptar este caso?

Escuchar la voz de Jan todavía provocaba en Roberta un deseo sexual imposible de dominar.

Se dio la vuelta despacio hasta encontrar los ojos de Méndez.

—¿Por qué no me has llamado antes?

—No lo sé…

No quería discutir. Sus energías las necesitaba para desenmascarar al bastardo autor de aquella masacre.

—¿Cuántas víctimas tenéis?

Roberta señaló el cadáver a su izquierda.

—Con este niño, siete.

Llegó a odiarla. Durante el proceso de su violenta separación sacaron a la luz toda su vida. Incluso los polvos desatados en ardientes noches de placer llevados al límite del éxtasis.

Jamás imaginó un divorcio cruel. El juez, escandalizado por las constantes y recíprocas acusaciones, tuvo la necesidad de intervenir varias veces durante la vista oral.

El morbo de sus agresiones verbales convirtió la sala de los tribunales en uno de los casos más lucrativos en índice de audiencia de la mayoría de informativos y redes sociales. Ellos dos acabaron con la disolución de su matrimonio sentenciado sin precio razonable, un futuro escrito en descarnada sed de venganza y una orden de alejamiento durante años.

—Nunca he visto nada igual —contuvo la voz. Sabía que Jan entendía su estado.

A lo largo de los años había examinado cuerpos asesinados más allá de la maldad humana. Escenarios con olor a carne putrefacta y restos para exhumación en avanzada descomposición.

Sin embargo, en el interior de la cabina 7896, Ave Madrid-Barcelona, la muerte envolvía el silencio en espectáculo de mutilación.

Con un esfuerzo sobrehumano de seguir la mirada sobre los cuerpos en macabras imágenes de un matadero infantil, una ola fría recorría su espina dorsal. ¿Y si uno aquellos niños hubiera sido su hija Gabriela?

Roberta Reinols procedía de esa clase de mujeres que no piden favores, pero era incapaz de asimilar otra monstruosa atrocidad. Antes de cualquier intervención, solicitó a los agentes de policía acordonar parte del vestíbulo de la estación de Sants y retener a los pasajeros del tren, llegada siete cuarenta y cinco minutos de la mañana, en el andén número dos. Evitar realizar cualquier declaración a la manada de periodistas a punto de llegar con sus cámaras en carnaza fresca de convertir a un agente de la ley en cabeza de turco. Pedir refuerzos al servicio de técnicos forenses del Instituto Nacional de Medicina adscrito a la fiscalía de Barcelona. Y, por último, con las manos temblorosas, marcar un número de teléfono.

Tardaba en contestar.

¡Qué cojones! ¡Dos perfectas y desnudas montañas acompañadas del cuerpo de una diosa y despertar de golpe por el maldito móvil! ¡No me jodas!

Abrió los ojos justo en el sueño placentero de alcanzar el cielo divino.

A punto de enviar al cabronazo en el otro lado del hilo telefónico al infierno, respondió en cólera.

—¿Diga?

—Necesito al mejor.

Colgó sin dar tiempo a responder.

¡Mierda! Siempre tan amable. Sentado al borde de la cama dudó unos minutos. Las tres palabras de su exmujer le hacían mella en el interior.

Mil veces pensó en saber cuántos hombres habían ocupado su corazón durante todos estos años. Preguntas sin respuestas en el intento de librarse del recuerdo.

Y en esos momentos, en un sentimiento de locura estremecedor, en la pasión absoluta de verla una vez más, el pasado volvía a sus manos. El chivato de su móvil acababa de recibir la ubicación exacta donde debía acudir.

En menos de tres segundos localizó encima de una silla los pantalones tejanos y una camiseta de algodón blanca lavada más de cincuenta veces. Los calcetines del día anterior todavía en servicio a pesar de estar un poco dados de sí. Una chaqueta desgastada de cuero negro con cuello de pelo. Sin olvidar dos gotas de esencia Andros. Las zapatillas de deporte rojas Adidas, siempre en lealtad a aquella marca de juventud. El juego de llaves del Škoda automático de segunda mano propiedad de su hermano Aro aparcado justo debajo de su estudio, un pequeño ático algo anticuado repleto de libros. Y sin pensarlo dos veces salió a toda velocidad.

Sentado frente al volante del automóvil, a esa hora de la mañana, entrada horaria de colegios, una arteria colapsada de vehículos a ambos lados de las avenidas era partida segura de encontrar un atasco desde la calle Pelayo.

Ocho minutos en una ruta magistral y multitud de infracciones de tráfico, airoso de no ser pillado por la Guardia Urbana, fueron suficientes para ganar la partida al tiempo en esfera del reloj, aparcar en la esquina justo enfrente de la estación de Sants, bajar del automóvil, cruzar la plaza de los Países Catalanes y alcanzar a escasos metros una de sus enormes puertas acristaladas.

A su paso, en secreto de sumario, sus ojos reconocían la casa de mujeres calientes. Muchas de las chicas eran mercancía traída del extranjero y repartidas entre el barrio chino, con predilección especial de mulatas a degustación de los turistas, y el resto a diferentes prostíbulos de Barcelona, siempre en exigencia variopinta de todo tipo de clientes.

Conocía la existencia de tal burdel clandestino en el barrio del Eixample, aunque nunca sucumbió a dicha tentación obscena de traspasar sus puertas.

De ficticia belleza adolescente y susurros ofrecidos desde una boca sensual dibujada de labios carnosos, escuchaba sus voces ansiosas de una rendición y sumar un servicio más a su lista de ingresos.

—Bajo tu apariencia de clérigo a mí no me engañas. No creo en un imposible de principios pudorosos carentes respuestas animales, goces carnales y negar las ansias de presionar un cuerpo femenino. A fuerza de borrar la evidencia suprema entre tus piernas alcanzarás generoso la gloriosa vejez en soledad y el camino de perderte el sabor a hembra desnuda. ¡Ven a mí y quedarás satisfecho!

Se las quedaba mirando hasta perder las ganas de cualquier contacto con ninguna de ellas. Intentando apartar la vista de sus enormes senos comprimidos en un corpiño a prueba de resistencia de la tela y debilidad de la carne, su respiración contenida en el exuberante escote de vértigo y el sabor perenne de Roberta aún en la piel, imborrable tinta indeleble del oscuro presente todavía adicto a una única mujer.

Dejó atrás la multitud coches de policía estacionados en doble fila. Cruzó el suelo recién abrillantado del acceso a los trenes de alta velocidad acompañado de pasos amortiguados por el murmullo de gente nerviosa. Descendió al andén número dos. Mostró el pase de colaborador a un Mosso d’Esquadra, seguro recién licenciado, y traspasó el interior de la acordonada estructura en forma de lombriz metálica sobre unos raíles. No fue difícil localizar el compartimento 7896.

—¿Cuántas horas llevan muertos?

Roberta jamás le habló de su existencia. Tampoco hacía falta conocer la verdad.

Sin dejar de mirar a Jan, le contestó con voz débil acompañada de una sonrisa forzada.

—Espero los resultados confirmados de la autopsia, pero por la coagulación de la sangre en los cuerpos, el forense ha determinado menos de una hora.

Méndez volvió la vista hacia los cadáveres.

—¿Algún testigo?

—Ninguno.

—¿Quién los ha encontrado?

—El servicio de limpieza del tren. —Reinols alargó el dedo y señaló el suelo. —Un hilo de sangre se filtraba a través de la moqueta por debajo de la puerta del compartimento.

Estaba contento de no haber probado bocado antes de salir del apartamento de su hermano. Dos huevos revueltos, pan alemán y varias tiras de tocino frito y crujiente al estilo de las tabernas de Soria. Seguro que habría sacado allí mismo hasta la bilis.

Se quedó lívido, petrificado en el silencio mortal dentro de la cabina. Tenía la terrible sensación de haber visto antes semejante imagen. Consciente incluso de reconocer a aquellos niños en la distancia, escuchar sus voces, los terribles llantos del hambre, la miseria en rostros condenados a un futuro incierto. Un velo de muerte en la mirada teñida de una extraña sensación vivida. El sentido de encontrar una razón justificada a cualquier tipo de exterminio, a los intereses ocultos detrás de una matanza.

—¿Han terminado los expertos de recoger las primeras pruebas?

Podía sentir el aire en el interior de sus pulmones.

—Sí. En unos minutos podré facilitarte los detalles preliminares.

Se sentía confusa y llena de remordimientos a la vez que contemplaba a Jan sacar una cajetilla de tabaco Marlboro, un mechero y encender un cigarrillo.

—Aquí está prohibido fumar.

Durante un salvaje instante estuvo tentado de contestarle. En una ira enloquecedora dejar escapar de la garganta todo el acumulo de rabia acerca de su persona y enviarla al infierno. Roberta Reinols no estaba en condición de ordenarle la vida y menos sus vicios.

Se contuvo. Murmuró unas palabras indescifrables, siguió adelante con su fiel adicción y aspiró la nicotina.

—¿Qué más tienes?

Dio un paso a un lado cuando empezó a sentirse mal. Con arcadas desde la boca del estómago apenas podía tenerse en pie. A punto de vomitar le afectaba mantener la mirada en aquellos cuerpos mutilados.

—Tres niñas no mayores de cuatro años con la cavidad abdominal y algunos tejidos dañados, además tienen señales en decoloración de sangrado interno. Por los indicios de las marcas, en un primer momento parece que les taponaron los vasos sanguíneos. A la espera de los resultados de la sala de autopsias y del análisis exhaustivo de encontrar restos de algún tipo de metal en la piel, las hipótesis iniciales que puedo ofrecerte son secuelas de considerables marcas alrededor del cuello que parecen haber sido producidas por una cadena de hierro.

Sus palabras ofrecían más que la evidencia. Jan recogió el cigarrillo de la comisura de sus labios y volvió a preguntar.

—¿Violadas?

—De momento no puedo responderte con total seguridad. Sin embargo, las evidencias visuales de los hematomas en la zona inguinal me hacen deducir que han sido provocadas por desgarro del himen y penetración.

Hizo un gesto a Roberta para acercase.

—¿Y ellos? —preguntó Jan al levantar su dedo y señalar en espectáculo dantesco a cuatro niños desnutridos de unos siete años, sin ropa, sentados en el suelo uno junto a otro, atados con las manos a la espalda, las piernas completamente abiertas, las costillas marcadas entre la piel con síntomas de anorexia y la boca ahogada en un trozo de cinta aislante.

Su cerebro volaba en un torrente de hipótesis basadas en dinero a cambio de vidas humanas.

—Todavía no hemos podido averiguar nada.

Concentrado en tragarse el humo, dio unas buenas caladas sin dejar de sostener el pitillo entre el índice y el pulgar cuando de pronto se quedó hipnotizado con la mirada fija sobre los cadáveres. Apagó el cigarrillo a medio consumir sobre la superficie desgastada de metal, lo guardó en su interior y de nuevo volvió a preguntar.

—¿Niños regufiados sin papeles?

—Eso parece.

Roberta Reinols, 38 años. Analista de los comportamientos de la mente humana, directora del Departamento Central de Inteligencia Criminal. Teniente de la brigada especial de homicidios y operaciones especiales del cuerpo de la Guardia Civil, zona séptima, con sede en Barcelona.

—Cuatro niños castrados que han muerto desangrados evidentemente no por razones gastronómicas y tampoco afrodisíacas y tres niñas mutiladas en beneficio económico. ¿No te parece extraño? Fíjate en sus rasgos físicos, ojos de forma almendrada, piel aceitunada y cabello oscuro. Yo diría que son del Líbano.

Subestimar a Jan era un juego peligroso. Tenía una intuición fuera de cualquier inteligencia, una fuente inagotable de curiosidad mezclada de conocimientos al contemplar la escena de un crimen.

Lo miró de reojo un segundo. Conocía los gestos de Méndez. Pasarse la mano por la cara en un sutil movimiento de verificar su rostro sin afeitar y de súbito leerle el pensamiento.

—El olor empieza a ser desagradable.

Caminó unos pasos alrededor de los niños se inclinó hacia adelante y hundido en sus propias reflexiones los contempló de cerca.

—¿Qué diablos hacen siete cuerpos asesinados en el interior de un compartimento de clase preferente?

Reinols, en silencio, no tenía respuesta. La violencia en cualquiera de sus formas carecía de sentido y en esos instantes aún menos.

—¿Nadie ha denunciado la desaparición de sus hijos?

Volvía a tener ganas de vomitar.

—He verificado hace unos minutos sus rostros en la base de datos del ordenador y los resultados son negativos. No existen secuestros registrados con estos perfiles.

Imposible de entender. Si Gabriela desapareciera levantaría la ciudad entera. Sumida en sus desesperados pensamientos escuchó la voz de Jan.

—¿Tú qué opinas?

Maldita sea. No comprendía su pregunta. ¿Qué esperaba de ella?

—¡Por Dios! No lo sé.

Se sentía torpe, insegura. Alguien le contó que Jan se había vuelto a casar con una mujer veinte años más joven. Una chiquilla que podría ser su hija.

Por una parte, lamentaba haberle llamado.

Hubiera preferido no volver a verlo nunca más, dejar atrás el pasado lleno de insultos y calumnias. A esas alturas de la vida en realidad daba igual. Había perdido el control de la situación y necesitaba su ayuda para atrapar al asesino de todos esos niños.

Méndez la devolvió a la realidad de una sacudida.

—Yo sí tengo una explicación.

Dio unos pasos por el suelo cubierto de moqueta verde mientras los fotógrafos de la criminal seguían captando imágenes de los macabros homicidios.

—Ellos no cumplían los requisitos precisos y fueron solo una diversión. Las niñas en cambio eran el propósito. Las heridas de corte en el abdomen escriben y señalan negocio ilegal directo al mercado negro. Los grupos sanguíneos te confirmarán si padecían algún tipo de enfermedad o estaban limpios. Además, solicita a la Oficina Central Internacional de niños desaparecidos un reconocimiento facial.

Escuchó a Jan nerviosa, sumida de golpe en la abominable imagen insinuada en cada una de sus palabras. Tal vez consistía exactamente en eso, escenificar ante su incompetencia el resultado económico de una demanda cada día más lucrativa.

—¡Dios santo! ¿Tráfico de órganos?

Se dio la vuelta fuera de la línea de tiro de su rostro.

—No me gusta adivinar. Tal vez tú puedas explicármelo.

En un holocausto de silencio sus insinuaciones yacían suspendidas en el espacio. Era evidente que Jan esperaba información confidencial.

—Conoces bien las órdenes.

Sentía las pupilas de Roberta clavadas en la espalda. Recordaba más de una vez haber desgranado la personalidad de su exmujer en una ecuación binaria suspendida entre procesos biológicos moleculares y la analítica de los números.

Como médico cirujano y biomatemático, le quedaba esperar el índice de probabilidades en la suposición de los sucesos futuros junto a su lado. Por desgracia el resultado era siempre dejarlo petrificado como un idiota en una casa de masajes sin final feliz.

Lleno de un sabor agrio en su garganta no pudo evitar preguntar.

—¿Entonces por qué diablos me has llamado?

Se hizo un angosto vacío durante unos segundos. A última hora de la mañana de aquel martes, la cadena de asesinatos perpetrados en burla directa hacia el departamento de la policía sería un final descarrilado hacia ninguna parte.

—No lo sé. Intento coger el timón, pero estoy perdida en un camino carente de fundamentos. He autorizado a los forenses de genética a abrir una línea de identificación de los grupos sanguíneos de violadores de niños que en la actualidad están en busca y captura.

Siempre tan perfecta resultaba difícil imaginarla en ese estado casi indescriptible. La interrumpió súbitamente.

—Es imposible. Esos individuos no coindicen con el perfil del negocio de órganos. Demasiado simples en sus formas de asesinar. Necesitarás más que inteligencia para atrapar a los bastardos autores de esta carnicería.

Jan daba en el clavo. Sin embargo, esta vez se equivocaba. No había sido del todo sincera con él.

Con la mirada de nuevo fija en Roberta, la dejó sin palabras.

—Permíteme una sugerencia. Presenta a la Agencia de Seguridad Internacional los análisis exhaustivos de la científica y sus resultados en ADN, estoy seguro que podrán darte algún dato más acerca de mi afirmación.

—¡No me jodas, Jan!

Contuvo la respiración, se mordió la lengua y se dejó seducir unos segundos por los profundos ojos azules de Roberta.

Deseaba alejarse de allí.

Después de todo ella jamás volvería a sus brazos. No se atrevía a seguir mirándola y a la vez ansiaba congelar el tiempo en aquellas dos esferas infinitas.

De pronto Reinols no pudo evitar alzar la voz de mando.

—¡Méndez! ¡Es primordial que examines cada uno de estos niños a conciencia!

¿De qué iba esa mujer?

—No es la primera vez ¿verdad?

Era inevitable hacerse esa pregunta al mismo tiempo que Roberta no dejaba de cuestionarse el destino de sus vidas. Quizá en otra situación hubieran trazado un futuro muy diferente.

—Hace cinco meses llegó el primer cuerpo desde Madrid. Tan solo dos meses después encontraron dos niños más en otro vagón de compartimentos tren Sevilla-Barcelona sin rastro alguno tampoco. La semana pasada idéntico recorrido, misma hora de llegada, tres cadáveres de niñas asesinadas. Les habían rajado el cuerpo por debajo de la cintura. Además de tener en mis manos los expedientes abiertos de críos encontrados brutalmente mutilados y asesinados por toda España.

—Ahora soy yo quien te recuerda el protocolo a seguir. Repasa las cámaras de circuito de la estación de Atocha en Madrid y Sevilla-Santa Justa, la lista de pasajeros, todos los pagos efectuados con tarjeta Visa, Internet y pregunta al servicio de azafatas y en atención al pasajero de cada tren. Además de pedir al cuerpo de los Mossos d’Esquadra los registros de toda Cataluña vinculados con niños muertos.

Difícil propósito conseguir archivos de competencia privada. Llegar a intercambiar documentación entre los diferentes cuerpos de policía era casi misión imposible.

—Yo no estoy disponible. Solo estaré en la ciudad hasta mañana. Regreso a Grecia.

Empapada de frustración, un sentimiento de saber más de su vida embriagaba todo su ser ¿Grecia? ¿Qué hacía su exmarido en Grecia?

No estaba en condiciones de hacer semejante pregunta.

—¿Dónde te hospedas?

—En el piso de mi hermano Aro, en Pelayo doce.

Esperaba un “ por favor”. Pero no llegó. Roberta era demasiado orgullosa para rogarle unos días más a nivel personal.

—¿No vas a colaborar?

Algunas situaciones carecían de sentido. A pesar de todo, frente a aquella mujer era imposible borrar de la memoria del disco duro del corazón la imaginación de sentir el pasado en instantes perfectos. Férvidas ansias de locura y obstinado deseo ardiente de fundir su boca tan solo una eternidad convertida en un segundo y llevarse su dulce néctar de seducción. El futuro perdido en tatuada esquela de besos se hundía en la locura de rozarle un milímetro la piel.

—Tu silencio me ofrece la respuesta.

—Vete a la mierda, Roberta.

2

Barcelona. 27 de marzo 2016. 7,10 h



Aquella misma mañana Roberta Reinols se despertó sobresaltada. Miró a su hija. Todavía dormía. Tenía las piernas recogidas, sus rodillas casi le tocaban la barbilla. Llevaba un pijama floreado rosa palo de algodón con la imagen de la princesa Frozen estampado en el centro. Su preferido.

Bajo la frágil niña de piel nórdica, media melena pelirroja en suaves tirabuzones y ojos profundos color azul, sabía muy bien como camelar a su madre. Y ella, naturalmente, dejarse convencer.

Delicada, le acarició la frente con suavidad, cogió el edredón a los pies de la cama y la tapó. Gabriela era la antítesis total de su padre. La viva imagen de ella misma. Una elevada autoestima, determinante y con temperamento decidido. Siete añitos de personalidad brutal. Si alguna cosa le desagradaba también exteriorizaba su fuerte carácter, a veces incluso en ataques de llantos y cólera más allá de cualquier lógica.

La primera vez que presenció uno de esos momentos de ira contenida y explosión de rabia fue en el metro.

En un torrente de recuerdos imborrables hacía un calor sofocante, más que sofocante, abrasivo, en el interior de aquel vagón.

El aire acondicionado no funcionaba y la ropa empapada de humedad se pegaba a la piel en un malestar general, mientras los allí presentes, concentrados en el pequeño espacio sin ventilación, pare-cían pollos a punto de ser freídos.

—Tengo mucho calor, mamá.

—Lo sé, cariño.

Cruzó las delgadas piernas y la miró con una expresión inquisitiva.

—¿Cuánto falta para llegar?

—Poco, muy poco…

Por suerte habían podido sentarse junto a la puerta y el abrir y cerrar de la misma aligeraba el peso de las gotas de sudor.

Roberta sacó un paquete de pañuelos de papel de su bolso y le secó el rostro. A los cinco segundos, impaciente, volvió a preguntar.

—¿Falta mucho?

Roberta le devolvió la mirada en una sonrisa.

—Solo unas paradas más.

Sus respuestas no convencían suficiente a su hija. De súbito se levantó del banco enfadada.

—¡No es verdad! Me has dicho que llegábamos y aún seguimos aquí.

Contempló su pequeña carita blanca. Empezaba a ponerse roja. Intentó tranquilizarla bajo los atentos ojos del resto de pasajeros.

—En unos minutos nos bajamos.

Nada era suficiente. Alterada se revolvió sobre ella, dejó caer el pequeño cuerpo al suelo y con gritos seguidos de patadas bruscas hacia las piernas de su madre, empezó a alarmar a todo el mundo a su alrededor.

Pálida e inexpresiva, Roberta era capaz de tumbar a un yonqui colocado hasta arriba de droga, capaz de doblegar al tío más musculoso con buenas dosis de alcohol en su cuerpo, capaz incluso de haber enviado al trullo a un sinfín de chulos esculpidos de abogados que cortaban la respiración.

Con veinticinco años, decidió ser aspirante a policía en compromiso e incluso olvidarse de la maternidad. Había sido agente de proximidad camuflado en su lucha contra la prostitución, el lucro económico de proxenetas, las mafias de chulos en la piel de hombres y tráfico sexual. No solo de vidas humanas convertidas en servilletas multiusos, sino delincuentes bajo máscaras de legalidad, narcos que arrastraban a sus víctimas a la prisión y a la muerte, contrabandistas a punta de pistola y macabros asesinos enfermos de maldad. Convertida en una de las mujeres más influyentes de la Guardia Civil en aquellos instantes se quedó sin saber cómo reaccionar.

—No es verdad. ¡Mientes! ¡No vamos a salir nunca de aquí dentro!

Aún sentada, se inclinó hacia adelante, alargó sus brazos y aferró las manos de su hija que lloraba desconsolada. Un susurro de voz salió desde el interior de su garganta.

—Gabriela por favor…

—¡No! ¡Yo quiero irme de aquí dentro y tú no me dejas! Me has prometido que…

No llegó a terminar la frase. Esperaba poder controlarse, pero fue imposible. Su paciencia había traspasado la barrera del límite.

—¡BASTA YA!

—¡Te odio!

Cinco segundos más tarde bajaron en la estación de Marina. Estaba hecha polvo. Difíciles palabras de digerir. Desde entonces yacían perennes en el alma de Reinols.

Una hora más tarde pidió hora con el psicólogo.

3

Junto a la cama de Gabriela, Roberta seguía con la mirada fija sobre su hija, sin poder sacarse de la piel el sudor a desesperación. Recordaba la locura vivida tan solo hacía unos minutos.

En la semioscuridad del piso, planta segunda del bloque de edificios, esquina calle Entenza con avenida de Roma, alguien había recorrido durante varios días cada centímetro del andamio ubicado para la rehabilitación de la fachada. Un individuo oculto en la noche observaba al milímetro las sombras del ordenador encendido, la débil luz de una lámpara de mesita iluminando un minúsculo espacio de la habitación. Esperaba el momento preciso, ascender por su estructura de hierro y acceder a la vivienda.

Con dificultad para respirar, abrió los ojos, alargó la mano hacia su boca y empezó a toser. Consumida en una agonía cruel yacía de rodillas en el suelo, con las manos en su rostro, contemplando la cruel realidad. Sus intentos habían sido inútiles. A toda velocidad aquel automóvil desaparecía a lo lejos mientras en sus pupilas quedaba la imagen fija y asustada de Gabriela.

Miró el reloj. Las cinco de la madrugada. En la soledad de su dormitorio nada delataba presencia alguna. Había pasado las veinticuatro horas anteriores rodeada de expedientes, sumida en la impotencia de contemplar más niños asesinados y sin poder evitarlo la paranoia de aquellas imágenes seguía grabada en su mente.

Concentró sus fuerzas en apartar los temores de la cabeza y se dio la vuelta en la cama sobre sí misma intentando conciliar el sueño, cuando de pronto, en una sensación terrible, escuchó un leve sonido. Una sola palabra, seca, contenida en el ahogo de unas manos.

—¡MAMA!

Con una fuerte náusea física se levantó de súbito y a toda velocidad corrió descalza hacia el pasillo. En décimas de segundos alcanzó la puerta de la habitación de su hija, colocó los dedos en la manilla de acero inoxidable y empujó.

¡Dios Bendito! Tragó saliva y miró a derecha e izquierda. Estaba vacía. Frente a sus ojos la ventana abierta. Enloquecida corrió hacia ella, apartó con furia la cortina y contempló el exterior. En la realidad más abominable, su hija desaparecía sujetada en brazos de un hombre. Aquel cabrón descendía por el armazón de hierro en dirección a la calle. Alargó la mirada al vehículo aparcado justo a escasos metros, con la puerta trasera derecha abierta, el motor en marcha y alguien sentado al volante, al mismo tiempo que gritaba encolerizada en un desgarro humano nacido desde su alma. Todavía quedaban minutos. Precipitada salió por la ventana y empezó a descender a través del andamio sin perder cada movimiento de Gabriela cubierta casi por completo con una especie de saco que no dejaba de patalear. Sus piernas pequeñas se sacudían en todas las direcciones posibles a pesar de estar agarrada con violencia por medio cuerpo.

¡Dios mío! La distancia cada vez mayor entre ellos crecía a cada paso ganando la partida a su indefensión.

—No. No. No…

Llena de rabia alcanzó el suelo firme del asfalto. Solo podía correr y chillar con todas sus fuerzas detrás del vehículo.

—¡HIJO DE PUTA! ¡CABRÓN!

En la agonía absoluta de no alcanzarlos y ver al hombre desaparecer en el interior del asiento trasero del coche. Era demasiado tarde.

—HIJO DE PUTA… ¡DEVUÉLVEME A MI HIJA!

Demasiado tarde para conseguir detenerlos. El Ford Focus arrancaba su huida.

—¡Bastardo! Devuélveme… a mi hija...

Su rostro lleno de lágrimas escritas en frustración, sus pies descalzos, sin dejar de perseguirlo, en un intento derrotado de no rendirse durante más de veinte minutos hasta caer de rodillas en el asfalto.

—Por favor… Devuélveme a… mi hija.

Llorar en la debilidad de no haber sido capaz de proteger a Gabriela, en el impulso de no controlar las crueles imágenes pasar por su cabeza, el dolor de encontrarla muerta en algún rincón de la ciudad después de haber sido violada.

—¡Dios mío!

Con la mirada perdida en la oscuridad de la calle se cubrió el rostro con sus manos.

—Solo tiene siete años, por favor...

Incapaz de conseguir calmarse no era consciente que había empezado a llover. Una lluvia fina, convertida en infinidad de gotas pesadas.

Imborrable tiempo. Más allá de la tortura física, más allá del pánico que somos capaces de resistir al reconocer la verdad, Roberta empezó a sentir que se ahogaba en medio de una agonía llevada al límite de su resistencia.

Aún arrodillada alguien envolvía su cuerpo con una manta. Acababa de llegar el primer coche patrulla avisado por el vecindario. Un instante después escuchaba la voz de un agente de los Mossos d’Esquadra.

—¿Se encuentra bien señora?

En estado de shock alzó los ojos hacia la lejanía.

—¡Maldita seas, devuélveme a mi hija!

—¿Señora me ha oído? ¿Qué le ocurre?

Desconcertada volteó la mirada hacia la voz a su derecha, se levantó y nerviosa agarró al agente por la chaqueta, sus uñas clavadas en la rígida tela azul suplicando el regreso de Gabriela.

—¡MI HIJA! ¡Mi hija…!

¡Dios!

Allí yacía frente a sus lágrimas, asaltada de nuevo al repetir su nombre.

—Roberta.

Su nombre, una vez, dos, tres veces. Imposible responder.

En un impulso incontrolado una arcada desde la boca del estómago ascendía hacia su garganta, el ritmo cardíaco de su corazón latía cada vez con más fuerza, los ojos dilatados hacia todas partes.

Empapada de sudor despertó y se levantó a toda velocidad hacia la habitación de su hija.

Todavía dormía.