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Akal / Anverso

Ricardo Romero Laullón (Nega)

Llamando a las puertas del cielo

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Diez de la mañana en una rave más allá de la V30, año 2003. Dos chavales rapean atrocidades en medio de un montón de gente que ha sobrevivido al desfase techno de esa noche. Ellos todavía no lo saben pero acaban de nacer Los Chikos del Maíz. Este libro habla de estaciones de servicio, horas en la carretera, okupas, salas con el peor sonido de la historia y conciertos salvajes de los que recuerdas el resto de tu vida. Pero también de currar soldando y colocando bajantes en una fachada durante horas, de orgullo del extrarradio y de regalar maquetas a las puertas de los festivales. Llamando a las puertas del cielo es el relato en primera persona de una de las bandas de rap más importantes del país, un viaje en furgoneta por la música, la política y las historias personales de uno de sus integrantes, Nega. No importa si no has escuchado al grupo o no conoces su trayectoria: este es un libro para todos los que quieran escuchar una buena historia contada con mucha honestidad, sentido del humor y rabia que sale de muy adentro. Una narración directa, descarnada y emocionante sobre cómo aquello que no escogemos –el barrio, la familia– es lo que nos hace ser lo que somos.

«No hay glamour aquí, hay estilo. No es Nega quien escribe, y menos mal: ya queríamos conocer a Ricardo. Un niño de barrio que construía fallas contra la OTAN, un vástago con memoria del sudor de sus padres, un hombre que lucha, que no se calla, que no llora, un obrero con la conciencia de clase bien fresca, un francotirador de la letra que guarda también balas para la izquierda rancia que exige “pobreza” como sinónimo de “pureza”.» LORENA G. MALDONADO, periodista (El Español).

«Quizá lo mejor de este libro sea el surgimiento de un cronista divertidísimo, lleno de energía y de ideas, que a su vez es la cara B de uno de los raperos más originales del Estado. Como en la música de Ricardo, aquí hay destellos, chulería, ritmo, discurso y provocación; y todo fluye de maravilla.» ANTONIO J. RODRÍGUEZ, editor (Playground).

«Del mono azul a los escenarios: material de primera para encender las redes por lo menos una década.» NURIA ALABAO, periodista (El Salto, CTXT).

Ricardo Romero Laullón (Valencia, 1978) es vocalista en Los Chikos del Maíz y Riot Propaganda. Estudió Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia y fue soldador e instalador de gas y calefacción durante cerca de ocho años. Ha escrito junto a Pablo Iglesias Abajo el régimen y con Arantxa Tirado La clase obrera no va al paraíso, y ha participado en el libro colectivo Cuando las películas votan con una retrospectiva sobre Godard y el cine militante. Ha escrito con asiduidad en medios como Público y La Marea, y participado en programas como Fort Apache o La Tuerka. Habitual en charlas y foros de la izquierda transformadora, ha colaborado con la PAH de Valencia, el sindicato Acontracorrent o la plataforma No + precariedad.

Diseño de portada

RAG

Autor de las ilustraciones de cubierta, contraportada e interior

Antonio Huelva Guerrero

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Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ricardo Romero Laullón, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4730-8

—Puede que el mundo esté podrido, Frank, pero una causa no está perdida mientras alguien esté dispuesto a seguir luchando.

—Yo no soy ese alguien.

—Sí lo eres. Tal vez no quisieras serlo, pero no puedes remediarlo. Tu vida está en contra tuya.

Cayo Largo (1948), John Huston

Te mientes a ti mismo para ser feliz. No hay nada de malo en ello, todos los hacemos.

Memento (2000), Christopher Nolan

¿Y ustedes? ¿Se han vuelto locos alguna vez? Aunque sea por un par de minutos. Vamos. No mientan. Yo sé que lo han hecho. Quizás no hasta este extremo, pero todos tenemos nuestros secretos.

Psicosis (1960), Alfred Hitchcock

A Hugo, me has salvado

Prólogo

Como se cuentan las cosas

(Cristina Fallarás)

Una de las primeras veces en las que participé en una tertulia política en la televisión, creo que la segunda, acababa de morir Hugo Chávez y esa era la noticia de cabecera. Pero yo no me había calzado los pantalones de camuflaje por eso, en su honor, sino por casualidad. Las cosas pocas veces salen redondas cuando se planean. Nadie se atrevía en el plató a glosar los avances sucedidos en la Venezuela chavista, que ya empezaba tímidamente a sustituir a la Cuba castrista en el imaginario blanco del lobo feroz. Aburrida e inexperta, levanté una pierna de manera que alcanzara el cuadro de cámara y, mostrando mi pernera en dos tonos de caqui, lancé un «aquí va mi homenaje». El estudio quedó en silencio y el periodista que rumiaba a mi lado, joven columnista que ha llegado a mucho más, abrió los ojos horrorizado. «¿Tú eres comunista?», me preguntó. «¿A ti qué te parece?», respondí y creo que me reí un poco. Abrió entonces la boca. «O sea», añadió, «que tú te quedarías con mi casa, ¿no?». «Pues no, querido, con la tuya precisamente no».

El mundo donde yo trabajo y el mundo donde trabaja el Nega no se rozan. Trabajar es una clave, y rozarse la otra. Esta sociedad está construida a base de montones de piezas compactas e impermeables. Recuerdo un juego en las pantallas de los bares que se llamaba Tetris. A veces sucede que una de esas piezas cae y borra a las de abajo. Narrar podría ser la mejor forma de evitarlo. Reconstruir un mundo para que no desaparezca. Por ejemplo, yo he visto llegar a la bisabuela del Nega después de meses de torturas y hambre, encerrada por callar el paradero de su hijo de la CNT valenciana, por no saberlo, llegar arrastrándose hasta su casa para acabar muriendo de miseria y brutalidad. Eso ya permanece. De eso se trata, igual que se trata de un local sin luz ni agua donde dormir sobre el hormigón tras un concierto y con kilómetros de carretera por delante. O de un hotel de lujo en Caracas y el ataque de los trolls.

Si se te van a comer, si existe la mínima posibilidad de que la pieza de arriba caiga y te borre, y siempre existe, entonces tu narración no puede ser blanca. Debe mancharse con el azufre de la reivindicación. Antes, lo llamábamos conciencia de clase, ahora ya no sé. Podría no llamarse ya así, pero es conciencia de clase lo que destila este libro. Orgullo de chabola superada, lo contrario del desclasamiento. La madre, la abuela, el padre, el tajo colgando de una sirga en la fachada, carretera y manta. Llena las páginas una narrativa inesperada, sorprendente, que nace de la voluntad de permanecer y de que permanezcan los que nos preceden. Aquí las cosas se cuentan una detrás de otra, sin borlas ni trampantojos. Así, las cosas del nacer, del crecer, las cosas del vivir y del comer, las cosas del triunfar y de la mala conciencia y también de la buena.

Junto a las historias de una banda que arranca y triunfa, de un músico y de su vida, cruza el libro la eterna contradicción entre el artista comprometido, el que denuncia, y el éxito que no se perdona.

No soy especialista en música ni en bandas, conozco apenas un puñado de backstages. Soy escritora y periodista, y desde ahí leo este libro que cuenta historias, varias historias. Además detalla no sé hasta qué punto voluntariamente la nueva relación del creador con su público, con su gente. Eso importa, importa mucho, porque modifica. En el acto creativo bailan al menos dos. La forma en la que uno de ellos, multiplicado, responde a un concierto, un libro, una representación teatral, etcétera, modifica no solo el acto sino la intención creativa. Hace nada, poquísimo tiempo, la respuesta venía de –pongamos por caso– el número de espectadores o lectores y de su entusiasmo. Tras la aparición de las redes sociales una debe elegir qué respuesta dar, hasta qué carne permite que penetre la uña del troll.

«Cuando empezamos con el grupo íbamos a todos los conciertos solidarios habidos y por haber, en muchas ocasiones poniendo dinero de nuestro bolsillo, durmiendo en la calle, en cajeros, en el coche… El pago era simplemente poder tocar, que nos escuchara la gente, por eso somos un grupo de directo que, como dice Non Servium, donde vamos la liamos. Y antes de ponernos a hacer videoclips y colgar maquetas de forma frenética, nos lanzamos a la carretera a curtirnos. Obviamente, con el tiempo, aunque seguimos siendo un grupo solidario que acude cuando se le necesita, nos hemos vuelto más selectivos. Primero por una cuestión física y espacial: si tuviéramos que decir que sí a todos los conciertos solidarios que nos llaman, nos pasaríamos de jueves a domingo todas las semanas del año fuera y no tendríamos vida» (infra, cap. 7, «Higiene y punk»).

Con ese «más selectivos» llegan los reproches. Y eso no sería sustancial en cualquier otro momento. Sin embargo, resulta aquí muy interesante lo que las redes han introducido en el pequeño mundo de los rencores sectoriales. La relevancia que para el Nega, y entiendo que para Los Chikos del Maíz, suponen las críticas no a su creación o actuaciones, sino al hecho de que tengan éxito, ganen dinero, cobren por actuar, etcétera, hunde sus garras en las redes sociales. La narración aquí es testigo del cambio radical en el trato de las bandas y sus seguidores. Viven en tiempo real las críticas por su opción no exactamente musical, sino –llamémosle– vital. Lo que antes era el comentario de los detractores en un local con unas cervezas, es ahora metralla en las redes de la que es prácticamente imposible sustraerse. La vida moderna.

«La gente es gilipollas hasta extremos inconcebibles», escribe el autor. «Mientras eres residual, es decir, mientras te escuchan cuatro gatos en una okupa o una sala de sonido deplorable todo va bien, en el momento que levantas un poco la cabeza y el mensaje llega a más gente, comienzan los problemas» (infra, cap. 9, «Trolls y haters de internet»).

Confieso que me asomé a Llamando a las puertas del cielo sin buscar ni esperar nada. En blanco. Uno de los más apreciables retratos que he hallado se encuentra en la descripción de cómo funciona la relación de los músicos con su entorno en época de Twitter. La de los autores y autoras en general. O lo que es lo mismo, qué significa crear y para quién creas cuando soportas una crítica sostenida y múltiple, no profesional sino de individuos que tienen acceso directo a ti, que te pueden enviar uno o cientos de mensajes. Si es cierto que no es nada nuevo el reproche que sufren las formaciones comprometidas con tal o cual causa cuando crecen y triunfan, hoy se ha convertido en uno de los ejes del relato.

Pero sobre todo eso están las historias. Suelo echar mucho de menos las historias, contar historias, oír o leer historias. No sé cuál es la intención del autor al entregar este libro, si ofrecer vivencias, un retrato del sector o todo junto. Poco importa. Ya no le pertenece. Alguien puede creer que todo esto va de explicar el ascenso de una banda, de justificarlo o de lo contrario. Pero en la medida de que ya también es mío, esto va de una historia moderna. Ay, las historias modernas, qué bien, qué nostalgia. Historias sin insignias ni decoraciones innecesarias, una detrás de otra, como se cuentan las cosas.

Introducción

Hip hop, dialéctica y algunas notas preliminares

«Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos.»

Patti Smith

Es difícil concretar cuándo empezó el grupo, sería el año 2003. El primer recuerdo que tengo de Toni Mejías es a las diez de la mañana en una rave (ilegal por supuesto) rapeando sin camiseta y sosteniendo a duras penas un vaso de ginebra. El hard-techno retumbaba bajo los pinos, la gente bailaba como si se fuera a acabar el mundo y en medio de la improvisada pista, entre polvo, rastas de colores y zombies puestos de ketamina, dos idiotas se rapeaban burradas al oído. Lo primero que le dije sería algo parecido a: ¿tú qué haces aquí con esas ideas? Nos dimos el correo electrónico y a través del Messenger (el del muñequito verde no el de Facebook) se fue gestando el proyecto. Llegué a casa a las doce del mediodía con una pelota considerable, no sin antes descubrir que algún punk desconsiderado me robó la camiseta (de la selección de Argentina). Aparecer por el barrio a esas horas con las gafas de sol, sin camiseta y dando tumbos era un espectáculo al que mis vecinos hacía tiempo que se habían acostumbrado. Uno de esos días en los que mi madre decía que si entraba con un cigarrillo, toda la habitación estallaría en llamas de tanto alcohol.

Jugábamos a ver quién soltaba la parida más gorda, la burrada más provocadora e irreverente, no había límites ni barreras morales, políticas o estéticas, teníamos claro el concepto: dar mucho que hablar. Y lo conseguimos, vaya si lo conseguimos. A nuestro favor teníamos una serie de afinidades que harían de caparazón del proyecto: ambos adorábamos a Fidel Castro, el cine de calidad y las raves ilegales; ambos veníamos de la clase obrera manual, la del mono azul y el almuerzo en bar de polígono (un soldador y un cristalero) y ambos vivíamos en el extrarradio más allá de la V-30.

En nuestra contra jugaba cierta fama de polémicos que ya habíamos cosechado en nuestras respectivas formaciones anteriores, Toni con La nota más alta y yo con 13 pasos. Cierta fama o reputación de raperos atípicos y provocadores que no hablaban en sus letras de lo larga que es su polla ni de lo elaborado de su estilo, sino de dejar en evidencia y ridiculizar todos los clichés y tópicos más y mejor asentados del hip hop, collage aderezado de una más que evidente carga política de corte marxista. Proveníamos de los dorados noventa, nada de estribillos suaves, autotune o melodías cool pegadizas, el hardcore rap era la reina indiscutible, que nos pregunten a todos los que acudimos a la sala Gran Caimán a ver el concierto de El Club de los Poetas Violentos, fue verdaderamente indescriptible.

Era el primer concierto que se hacía de hip hop de verdad en la ciudad, yo tenía un esguince de tobillo y fui con las muletas y todo. A la salida pasé cierta vergüenza cuando mi padre vino a buscarme con el Renault 12, no porque fuera un coche pasado hace siglos de moda (que también) sino porque sencillamente no era de «tipo duro» que tu padre viniera a buscarte, ni aunque llevaras muletas y tuvieras quince años. No importaba, aquel concierto cambió mi vida, esa noche decidí que yo también quería rapear, cuando llegué a casa a las dos de la mañana me puse a escribir mi primera letra. Eran los años de acudir a la pista de patinaje de Viveros los sábados por la mañana para intercambiar maquetas que llegaban de fuera, enseñarse bocetos con otros escritores de graffiti o participar en los primeros y precarios rimaderos donde escupir tu habilidad e ingenio rapeando. Eran noches de hip hop en el Punto y Aparte, en el Mosquito, más tarde en el Sammet Ville o el G4. Entrabas en el garito y en un lado estaban las sudaderas Karl Kani, las botas Timberland y las chaquetas de universitario americano, justo enfrente estábamos con nuestras Vans, la sudadera del Che y la chaqueta tres cuartos por encima de la rodilla. Ellos eran más mayores, trabajaban y esas cosas, y por ello consumían en barra, nosotros tristes estudiantes de la ESO, hacíamos botellón fuera y entrábamos ya cocidos a escuchar la música sin acercarnos a la barra.

Una vez grabado Miedo y asco en Valencia, la estrategia de marketing fue acertada. Internet está muy bien para distribuir tu música, pero a la gente, si no te conoce le puede dar pereza descargar tu música. Ya sé que es sólo hacer clic, pero el cd, el formato físico con su caja y su portada, tiene más encanto. En la red eres un grupo más, uno de tantos, en un cd de verdad eres tangible, material. Hicimos 200 copias que distribuimos de forma estratégica en raves, conciertos y festivales durante todo un verano. Era un tanto descorazonador ver que después de regalar el cd a gente desconocida, a la media hora los veías utilizándolo como soporte para pintar rayas, pero te reconfortaba pensar que luego a la vuelta lo escucharían en el coche de camino a sus hogares.

Repartimos las doscientas copias en Monegros, el FIB y el Benidorm Meeting de 2005, un efímero festival en el que disfrutamos de James Brown, Us3, Fun Lovin Criminals y Jamiroquai, una pasada porque además nos colamos. De esta forma nos asegurábamos que el cd llegaría a todos los rincones del país, luego internet y los foros, se encargaron de hacer el resto. Lo regalamos en conciertos, festivales y algún que otro garito y emisora de radio independiente pero no lo mandamos a ninguna discográfica. Ni siquiera se nos pasaba por la cabeza que fuera publicable, la música era sólo un hobby más, lo mismo que el cine. La diferencia radicaba en que para hacer música teníamos la infraestructura, sólo hacía falta un pc y tirarse horas delante de un cuaderno. Si hubiéramos tenido la capacidad técnica de filmar películas, es decir, si hubiéramos contado con un millón de euros, habríamos filmado películas de autor. Ahí radica la grandeza del hip hop, en su accesibilidad. Para montar un grupo de rock necesitas un guitarra, una batería, pagar un local de ensayo… ¿Dónde diablos metes una batería? ¿En el pasillo de casa? Luego púas de guitarra, pedales, amplificadores… que se vende todo a precios desorbitados. Y cuando tienes dieciséis años y estudias cuarto de la ESO o eres un niño de papá y montas una banda de rock o eres hijo de obrero y con el ordenador de casa haces bases y montas un grupo de rap. En nuestro favor puedo decir que son cientos las personas que se nos han acercado con la misma idea en repetidas ocasiones: no me gusta el rap pero con vosotros es diferente. Pues fantástico, no sabes lo que te perdías hasta conocernos.

Entonces, sin apenas darnos cuenta, transcurrieron doce años desde que en la periferia valenciana le dimos forma a ese proyecto político-musical llamado Los Chikos del Maíz. Un camino a veces dulce y a veces amargo en el que hemos conocido a gente auténtica y maravillosa y a verdaderas alimañas sin escrúpulos que únicamente conciben la música como una industria más. Doce años dan para mucho, nos han tirado besos pero también piedras, hemos tocado en festivales institucionales pero también en Okupas, hemos dormido en hoteles pero también en la calle o en aeropuertos y andenes. Hemos hecho taquilla y saqueado el alcohol de las barras pero también muchas veces actuado gratis por la revolución cubana o Palestina, contra la monarquía española o por los presos y detenidos que, de alguna manera u otra, luchan contra la naturaleza excluyente de este sistema homicida. Y cantamos al profesor, el minero y el marica, a la represaliada y al que se inmola en un callejón de Bagdad. Al paleto y al cultureta, a los talibanes, al que se las daba de listo y al que nunca tuvo muchas luces. Al militante, al político emergente y al político corrupto. A la trabajadora sexual, al repartidor de pizzas y al estudiante. Y a Pasolini, Thomas Mann, Kubrick, Norman Mailer, Susan Sarandon, Bob Dylan, la Teniente Ripley, Buñuel, James Cameron, Angela Davis, Iván Zulueta, Pablo Iglesias, Despentes o Lenin (algún día recopilaremos todas las referencias).

Hemos recorrido España y sus pueblos y naciones, nos hemos empapado de sus luchas, de sus alegrías y de sus injusticias, siempre con una sonrisa en los labios y un sentido del humor quizá demasiado ácido para progres biempensantes y derechistas reaccionarios. No importa, no vamos a pedir disculpas por lo que somos. A unos les tocó ser guapos, a otros correctos y a unos terceros ser insípidos; a nosotros nos tocó ser distintos, es una cruz que llevamos con orgullo y la mayor dignidad posible.

En pleno auge del rap frívolo, la ropa de marca y las gorras de visera plana, cometimos la osadía de ofrecer un hip hop combativo de corte abiertamente político que hemos acercado a salas, universidades, trabajadores en huelga, macrofestivales y centros para menores. Los raperos nos han llamado punkies, los punkies narcisistas de mierda y los viejos del lugar nos han dicho que anduviéramos con ojo, que cualquier día nos iba a encerrar la Guardia Civil. Y todos tienen su parte de razón.

Siempre he adorado el western, denigrado género cinematográfico por progres y culturetas que no quieren ver más allá de los «indios y vaqueros». Mi padre dice que el western es el padre de todos los géneros ya que existe el western negro, el social, el psicológico, el militarista, el melodramático… Este libro es un intento de western moderno o roadmovie, un viaje con paradas en la geopolítica internacional, la cultura de masas, la política (de andar por casa o de altos vuelos) y las experiencias vitales de un especialista en meterse en jardines. Y aunque se me acuse de sumergirme de lleno en la idiosincrasia rapera tan egocéntrica y narcisista, puedo afirmar sin sonrojo que este libro también servirá para poner de manifiesto que, con permiso de Eskorbuto, somos la banda más honrada que ha pisado el planeta en siglos.

Y eso que no somos honrados.