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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Mercedes Alonso

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Saldremos a la lluvia, n.º 224 - marzo 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-702-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Cita

 

 

 

 

 

Si el mundo no girara

o el tiempo no existiese,

entonces, jamás moriría.

Jamás moriría

tampoco nuestro amor…

pero el tiempo no es necesario

nuestro amor es eterno

no necesitamos del sol

de la luna o los astros

para seguir amándonos…

 

Por siempre, MARIO BENEDETTI

Prólogo

 

 

 

 

 

Intento gritar su nombre, pero es inútil. De mi garganta no sale ningún sonido. Tampoco puedo correr tras él porque mis piernas se niegan a obedecer las órdenes de mi cerebro. Siento la impotencia creciendo en mi interior mientras mis labios se abren y dibujan cada sílaba contra el viento, sin voz. Y lloro. Las lágrimas se deslizan silenciosas por mi rostro y él ya no está.

Abro los ojos, el corazón martillea dentro de mi pecho. Me palpo el rostro en busca del llanto que lo anegaba en el sueño y enseguida siento la humedad en la punta de los dedos. La oscuridad de la habitación me envuelve y solo se escucha el sonido de su respiración. Me acerco a su cuerpo, coloco una mano sobre él y su tibieza me reconforta.

Ha sido un mal sueño, pero las imágenes se deslizan por mi mente con nitidez y una sensación de pérdida me invade. Parecía tan real que ni siquiera me atrevo a cerrar los ojos de nuevo.

Beso su espalda desnuda y dejo los labios pegados a su piel. Es mi forma de comprobar que estoy despierta, de saber que esto es real, que estoy aquí, ahora, junto a él.

El sueño ha traído consigo gastados y viejos miedos. El miedo a perderle de nuevo, el miedo a ese amor que siempre pareció inalcanzable, el miedo al fracaso, a nuestro fracaso. El miedo a no saber amarnos.

Se gira hacia mí y abre los ojos. La luz del amanecer comienza a colarse a través de las rendijas de la persiana y puedo ver su rostro dibujándose al contraluz. Ese rostro que amo, que amé y que seguiré amando. Sus labios se curvan en una deliciosa sonrisa y un gesto tan simple y cotidiano consigue disipar mis miedos.

—Buenos días, amor —susurra con voz ronca.

Me abrazo a él y oculto la cabeza en el hueco de su cuello. Temo no poder hablar, como ha sucedido en el sueño, y no quiero fracasar, esta vez no, otra vez no.

—Buenos días —digo al fin con la cabeza aún oculta, y mi voz me sorprende.

Mis manos dibujan su silueta bajo las sábanas, recorren sus rincones y se deleitan en sus secretos. Necesito sentirle cerca, olvidar la pesadilla y todos los años que pasamos lejos creyendo que nuestro amor desaparecería engullido por un futuro que habría de traernos tantas cosas. Pero no fue así, el amor sobrevivió, nos sobrevivió a nosotros, a nuestros éxitos, a nuestros fracasos, a aquella vida que habíamos construido tan lejos el uno del otro.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

La ermita se alzaba al final del camino, justo al borde del acantilado, como un conjunto de piedras talladas y cubiertas de salitre por su cercanía al mar. El oleaje azotaba las rocas salpicando la pequeña construcción y finas gotas de lluvia caían del cielo. El día no podía haber sido más desapacible y cuando el coche se detuvo en la puerta tuve que apresurarme para ponerme a resguardo. Mis zapatos resbalaron y estuve a punto de caer al suelo, pero mi padre, que me seguía a escasa distancia, me sujetó por el brazo evitando el desastre que habría supuesto caerme con el vestido de novia.

Unos segundos más tarde estábamos en el interior de la ermita y todas las miradas se volvieron hacia nosotros. Sacudí el vestido y me recoloqué el velo, que con el viento había volado hacia el lado derecho como una cometa, y esperé a que mi padre estuviera a mi lado para cogerme de su brazo. La música comenzó a sonar y las notas de The Cider House Rules reverberaron en el silencio de aquella mañana de enero mientras nuestros pasos, acompasados y deliberadamente lentos, nos conducían hacia el altar.

Levanté la cabeza e intenté esbozar una sonrisa cuando mis ojos se encontraron con los de Ángel, pero solo conseguí estirar los labios en una absurda mueca. Aquel debía ser uno de los días más felices de mi vida, así lo había imaginado, pero las dudas habían llegado unos días antes y me habían mantenido toda la noche anterior despierta. La maquilladora había tenido que enfrentarse al reto de borrar las ojeras y darle un poco de color a mi rostro, ya pálido de por sí. Tampoco había sido de ayuda la copa de champán que había tomado a instancia de mis amigas para hacer un brindis poco antes de salir de casa. Con el estómago vacío y los nervios a flor de piel sentía la mente embotada y que flotaba en lugar de caminar.

Cuando mi padre y yo llegamos al altar, Ángel tomó mis manos entre las suyas y sonrió. Yo volví a intentarlo. Después de todo, cuando me había pedido matrimonio unos meses antes había aceptado inmediatamente y creído que ese debía ser el siguiente paso en nuestra relación. Llevábamos juntos siete años, el tiempo suficiente para saber si quería compartir el resto de mi vida con él, sin embargo, al aceptar no había caído en la cuenta de que se trataba de algo tan definitivo.

“Estás asustada”, me repetí por décima vez aquella mañana. Tenía veintisiete años y estaba enamorada de Ángel. Había poderosas razones para afirmar que aquella era la decisión correcta, aunque desde hacía varios días no podía evitar preguntarme si lo era.

Pero estábamos allí, el uno frente al otro, y él posó sus ojos en los míos mientras sus dedos acariciaban la palma de mi mano. Siempre me había reconfortado aquel gesto, tan familiar y tan nuestro, e intenté abandonarme a aquel momento y disfrutarlo. Tenía que hacerlo a pesar de las acechantes dudas, que se iban transformando en certezas, y el miedo a estar cometiendo un error.

Años atrás, Ángel me había conquistado con una mirada y antes incluso de intercambiar una sola frase, ya sabía que aquel encuentro iba a ser trascendental. Conocerle había confirmado mi primera impresión. Era el hombre de mi vida, el príncipe azul con el que había soñado mientras leía cuentos de princesas cuando era una niña. Agudo, inteligente, encantador y seguro de sí mismo, Ángel sabía el poder que ejercía sobre los demás y no dudaba en sacarle partido. No le costó demasiado arrastrarme hacia su vida y hacer que le convirtiera en el centro de la mía. Y un día, al despertar, descubrí que había dejado de perseguir mis sueños para hacer los suyos realidad. Porque, tal y como él repetía de forma constante, sus sueños eran mejores, más ambiciosos y más importantes.

Llevarle la contraria significaba propiciar el escenario perfecto para una nueva discusión. Todo había funcionado entre nosotros mientras no había puesto en duda sus decisiones y había concentrado mis esfuerzos en ayudarle, pero unos meses atrás, cuando comencé a pensar en nuestro futuro, no me gustó lo que vi. A su lado me esperaba una vida cargada de buenas intenciones e inalcanzables quimeras, porque Ángel siempre soñaba a lo grande, sin límites, y aquello no pagaba las facturas ni mantenía la nevera llena.

Primero llegaron las discusiones acaloradas, después los reproches y finalmente la indiferencia. Habíamos pasado los meses anteriores a la boda sin apenas hablarnos, cada uno sumido en su propio mundo, caminando por universos paralelos que muy pocas veces confluían en algún punto. Y entonces, inesperadamente, me pidió que nos casáramos. Supongo que me sentí halagada y lo consideré una disculpa por todo aquel tiempo en el que ninguno de los dos parecíamos capaces de dar un paso en una dirección, y le dije que sí. Aquello significó un paréntesis, un tiempo de preparativos que desencadenó en una nueva etapa y nos impidió pensar en los problemas que nos habían llevado hasta un callejón sin salida.

La noche anterior, sin embargo, había traído los meses de discordia a mi adormecida memoria. Nada había cambiado. En realidad, todo seguía allí, latente, y el peligro a que volviera a estallar formaba parte de nuestro presente y futuro más inmediato. Fue entonces cuando supe que había sido un error llegar tan lejos.

 

 

—Sí, quiero. —Aquellas palabras, que Ángel pronunció con soltura, me devolvieron a la realidad.

Parecían sinceras, exentas de las dudas que crecían imparables en mi interior, y la presión en el pecho, que me impedía respirar con normalidad, se hizo insoportable. Noté una gota de sudor deslizándose desde mi sien hasta el cuello. Las manos comenzaron a temblarme. El pulso se me aceleró. Y busqué a mi madre con la mirada esperando encontrar en ella las respuestas que no podía hallar en mí. Estaba sentada en la primera fila de bancos junto a Lucía, mi hermana, y mi cuñado. Aunque parecía bastante serena yo sabía que estaba haciendo un esfuerzo notable para contener las lágrimas. Porque mi madre lloraba por todo, tanto si se trataba de algo bueno como si era malo, un rasgo de su carácter que no había heredado y de lo que me congratulaba a diario.

Mi madre me miró a los ojos y sonrió. Fue una leve sonrisa, apenas un esbozo, pero aquella mañana necesitaba toda su fuerza y su ánimo. Y cuando movió la cabeza de arriba abajo para mostrarme su apoyo, llené de aire los pulmones y me insté a continuar. Yo amaba a Ángel, los nervios me habían traicionado y por un momento el deseo de abandonarle había estado a punto de ganar la batalla. Pero había logrado reaccionar a tiempo.

—Sí, quiero —respondí a la pregunta del cura.

Después llegó el beso. Primero se encontraron nuestros ojos, los suyo llenos de certezas, los míos de dudas. Y a continuación nuestros labios. Un leve roce, la caricia de su lengua abriéndose paso hacia mi boca, y al fin nuestras lenguas danzando al mismo ritmo, lento, suave, delicioso. Porque al besarnos todo dejaba de tener sentido excepto nosotros. Nuestros labios, al igual que nuestros cuerpos, parecían entenderse a la perfección, y solo la impostada tos del cura puso fin a aquel breve pero intenso encuentro.

A la salida nos esperaban nuestros familiares y amigos. Volvía a llover, aunque esta vez con fuerza, y los paraguas de los invitados formaban un colorido mosaico que resaltaba contra el gris del cielo. Aun así la lluvia no pudo impedir nuestro baño de arroz y tampoco las muestras de cariño de todas aquellas personas que eran importantes para nosotros.

—Estás un poco pálida, Gabriela —me dijo Ángel cuando subimos al coche.

Dirigí la mirada hacia el espejo retrovisor para echarme un vistazo. Ángel estaba en lo cierto, pese a que mi piel era naturalmente pálida aquella mañana ni siquiera el maquillaje podía disimularlo. Mis ojos, verdes como los de mi madre, estaban demasiado brillantes y mi pelo rojo, herencia de mi abuela materna, había vuelto a revelarse y varios rizos indómitos se habían soltado del recogido.

—No he dormido bien —reconocí.

—¿Nervios?

—Supongo que sí —respondí, y volví la vista hacia la izquierda para esquivar su mirada.

No podía decirle la verdad. No podía contarle que había tenido dudas sobre nosotros y nuestro futuro. No podía confesarle que esas dudas habían estado a punto de obligarme a dar marcha atrás. Ahora estaba allí, junto a él, acabábamos de casarnos y tenía que olvidar aquello y aferrarme a todas las cosas que nos unían. Ángel y yo nos queríamos y estaba convencida de que aquello era un buen punto de partida.

—No te lo he dicho, pero estás preciosa. Desde que te he visto llegar a la ermita he estado pensando en arrancarte el vestido —susurró en mi oído.

—¿Por eso tenías los ojos tan brillantes? —bromeé, y por primera vez aquella mañana la sonrisa me nació en el corazón.

—Por eso y porque acabo de casarme con la persona más importante de mi vida.

Ángel sabía lo que tenía que decir para ablandarme. Últimamente no le funcionaba siempre, pero era un día en el que tenía la sensibilidad a flor de piel y todo parecía magnificarse de forma sorprenderte. Así que sus palabras, susurradas y cálidas, consiguieron su objetivo.

Apreté su mano y le besé. Íbamos a hacernos algunas fotografías antes de ir al hotel que habíamos reservado para el banquete y aquella complicidad, que habíamos conseguido crear entre nosotros en el coche, quedó reflejada en cada una de las imágenes que el fotógrafo tomó a continuación. Aún hoy, al mirarlas, puedo percibir que había amor entre nosotros. Pero quizá el amor no lo es todo. O tal vez no había suficiente amor.

Durante el banquete hubo bromas y risas. Yo apenas probé bocado porque estuve pendiente de los invitados y de que todo funcionara correctamente. La gente parecía contenta y cuando llegó la hora de bailar había tomado suficiente alcohol como para desinhibirme y pude relajarme al fin. Mis amigas, Nuria, Silvia y Marina, se encargaron de llenar aquel día de risas y recuerdos inolvidables, y lo que pareció que iba a resultar un desastre se convirtió en un día memorable que tardaríamos mucho tiempo en olvidar.

La noche de bodas fue perfecta. En cuanto cruzamos el umbral de la habitación del hotel, yo en brazos de Ángel, nos miramos nuevamente a los ojos, esta vez sin ocultar nuestro deseo, y allí, en la soledad de una tormentosa noche, volvimos a amarnos de aquella manera desnuda e inocente del principio. Pensé que era un nuevo comienzo, el reencuentro de nuestro yo más íntimo, aquel en el que habían descansado nuestros sueños y que la costumbre y la rutina nos habían obligado a olvidar.

Solo fueron las ganas de aferrarme a esa idea romántica que tenía del amor. La denodada lucha contra mí misma por encontrar el error en mis dudas y no la verdad en mis certezas. Porque el amor se sabe, se siente, y hacía algún tiempo que yo había dejado de saber y sentir más allá de la decepción.