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Índice

Cero

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Gustavo Faverón

Gustavo Faverón

Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) es doctor en literaturas hispanas por la Cornell University y actualmente trabaja como profesor asociado en Bowdoin College, Maine, donde dirige el Programa de Estudios Latinoamericanos.  

Es autor del libro de historia Rebeldes (Madrid: Tecnos, 2006) y del libro de teoría literaria Contra la alegoría (Zurich: Olms Verlag, 2011). Ha editado Toda la sangre: antología de cuentos peruanos de la violencia política (Lima: Matalamanga, 2006) y, junto con Edmundo Paz Soldán, Bolaño salvaje (Barcelona: Candaya, 2008; edición aumentada en 2013). El anticuario ha sido traducida al inglés en el sello Black Cat, de Grove / Atlantic (2014) y está siendo traducida al turco, árabe, chino y japonés. 

Como periodista, ha sido editor de la revista Somos, del diario El Comercio, y ha escrito en revistas tan prestigiosas como Cuadernos Hispanoamericanos, Revista Hispánica Moderna, Revista Iberoamericana, Quimera, Hueso Húmero, Etiqueta Negra, Buensalvaje, Velaverde, Soho, Dedo Medio, Caretas, Quehacer, Chasqui y diarios y medios electrónicos de todo el mundo hispano y de los Estados Unidos. Es director de la revista académica Dissidences: Hispanic Journal of Literary Theory. Desde el 2005 hasta el 2011 administró el blog Puente Aéreo, considerado por el diario español ABC como el más influyente de Hispanoamérica.

Candaya Narrativa, 32

EL ANTICUARIO

© Gustavo Faverón Patriau

Primera edición impresa: febrero de 2015

© Editorial Candaya S.L.

Carrer de la Bòbila, 4 - Barcelona

08004 Poble Sec (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-42-4

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

“Cada vez que te nombras a ti mismo,

nombras a otra persona.”

Bertolt Brech

“¡Cómo hablar del amor, de las colinas blandas de tu Reino,

si habito como un gato en una estaca rodeado por las aguas.

Cómo decirle pelo al pelo

Diente al diente

Rabo al rabo

Y no nombrar la rata.”

Antonio Cisneros

Según la esposa de Conrado Lycosthenes, que era extranjera, en su país las mujeres ponían huevos como las gallinas. Conrado la mató, y en el lecho de muerte encontró un huevo amarillo y a través de la rajadura de su cáscara vio el rostro dormido de una criatura idéntica a él. Ramirhdus de Cambrai nació de una gallina virgen y lo mataron: 1076. Gherardino Segarelli predicó a los sabios en el granero y lo mataron: 1300. Fra Dolcino multiplicó los pollos y los gallos y lo mataron: 1307. Eso oigo: Jan Hus hizo cantar tres veces a Pedro y lo mataron: 1415. Jacob Hutter evisceró a sus discípulos y lo mataron: 1536. Anne Askew dio de beber su sangre a los polluelos y la mataron: 1540. Eso oigo, decía, desde hace un tiempo que no sé medir. Abro los ojos y los cierro y después los abro nuevamente, no sé si minutos, horas o semanas más tarde, y tanto en la penumbra como en la luz escucho la misma enumeración: Nicholas Ridley fue desplumado por ser rey de los judíos y lo mataron: 1555. Gioffredo Varaglia compró a Judas por treinta gallinas y lo mataron: 1558. Bernardino Conte bautizó Magdalena a su primer avechucho y lo mataron: 1560. A ratos, la voz se corta, ronca, tartamuda, y abro los ojos otra vez y veo la habitación en donde me encuentro: en ciertas ocasiones noto que se ha hecho de noche, o acaso que ya amaneció, y entonces me doy cuenta de que estoy en una clínica. Y escucho: Diego López fundó su iglesia sobre la efigie de un gavilán labrada en piedra y lo mataron: 1583. Me quedo dormido, y en mis sueños comprendo que estoy en otra clínica, una más grande, incesante. Y entiendo que es mi propia voz la que percibo. Tengo la cara vendada: las cintas de gasa se apiñan sobre la nariz, las orejas, los párpados. Por eso es difícil mirar las cosas allá afuera. Pero lo hago. Y cuando veo, si mi vista llega más allá de los vendajes, siento que la gasa es un cascarón que se empieza a desbaratar sobre mi piel: un cascarón que separa el mundo exterior del interior, diferenciando entre la realidad y el sueño y la memoria. Pero, en los primeros tiempos, no sé cuál es cuál. Y tampoco sé, al principio, cuánto llevo tendido en esta cama, ni por qué estoy aquí, en esta clínica. Los días pasan y las cosas se vuelven más nítidas: hay médicos y enfermeras que me atienden, aunque nadie venga a visitarme desde afuera: mi esposa murió hace años. ¿Fue en esta clínica o fue en la otra? No lo sé. Sé que Giordano Bruno inventó un sistema para recordarlo todo usando sólo las plumas de un ala y lo mataron: 1600. Bartolomeo Coppino se enrolló a la cresta una corona de espinas y lo mataron: 1601. De los dos doctores que vienen a verme, uno parece siempre sonriente y el otro tiene la cara por entero inexpresiva, como un antifaz de porcelana. A este le pedí hace días que me trajera un lápiz y un papel, y él se encargó de que una enfermera me diera cuadernos y lapiceros, y luego de pasar tres jornadas dibujando garabatos en las páginas finales, esta mañana al fin he decidido escribir. Bartholomew Lagathe censuró los cacareos de la plebe y lo mataron: 1611. Anoto esta primera línea: “es una historia antigua, que para otros comenzó hace siglos, y para mí, al menos, quince o veinte años atrás”. Luego tacho esa frase y escribo una distinta (“habían pasado tres años desde la noche en que Daniel mató a Juliana y su voz en el teléfono sonó como la voz de otra persona…”), porque no quiero iniciar mi relato exagerando: no me importa contar lo que ocurrió siglos atrás. Si por momentos me remonto a la prehistoria de mi historia, lo hago únicamente para ganar precisión. Por ahora, basta con decir que una mañana, hace cuatro semanas (ahora lo sé), me desperté sin prisas, rutinariamente, no en esta cama, sino en la cama de mi casa, como es obvio, y me estaba sirviendo una taza de café cuando timbró el teléfono.

Uno

Habían pasado tres años desde la noche en que Daniel mató a Juliana, y su voz en el teléfono sonó como la voz de otra persona. Habló, sin embargo, como si nada hubiera sucedido jamás, para decirme que fuese a visitarlo a la hora del almuerzo. Como si almorzar con él fuera cosa de ir a un restaurante cualquiera, o al salón de la casa de sus padres, donde solía recibirme años atrás, entre anaqueles atestados de libros, manuscritos, cuadernillos y legajos de pliegos doblados en cuarto, y repisas abarrotadas por miles de volúmenes de lomos ambarinos y cubiertas relucientes de cuero y papel de cera. Como si visitarlo significara, como antes, subir desde ese salón, por la escalera de caracol de acero negro, hacia la biblioteca-dormitorio en que Daniel pasaba todas las horas del día, día tras día, semana tras semana, descifrando notas marginales en tomos que nadie más leía, desayunando, almorzando y comiendo en pijama, los pies sobre el escritorio, la lupa en la mano izquierda, el gesto de asombro, y no implicara, en cambio, ingresar en ese otro lugar alucinado en el que ahora lo tenían recluido, o donde, más bien, se había recluido él mismo para escapar de una cárcel peor.

Daniel había sido mi mejor amigo desde los primeros días en la universidad. Fuimos inseparables en esos años remotos, cuando se fueron decantando casi sin que lo percibiéramos nuestras vocaciones y con ello nuestras vidas: yo me incliné por la psicología, y luego la psicolingüística, y apenas salí de la facultad me casé con una colega irresistible y estéril que enfermó de gravedad y murió dos años más tarde, dejándome solo en una casa desconocida, con una colección de cartas de amantes que la habían querido más que yo, y sin fuerzas para construir otra relación que no fuese pasajera y más o menos anónima. A Daniel, que se abstuvo de noviazgos juveniles, lo arrastraron casi de inmediato el estudio de la historia, los libros y las antigüedades: pronto, se internó en un mundo de lectores impacientes y febriles, que consumían volúmenes angustiosos con la voracidad de bestias multicéfalas, y existían zambullidos en archivos y catálogos centenarios, o reunidos en círculos de librófilos y traficantes de vejeces, eruditos que compraban bibliotecas a las viudas de sus mejores amigos, pagando cantidades irrisorias, en la búsqueda perpetua del tomo intonso, soñado desde siempre, que ellos serían capaces de desflorar con un cortapapeles, con un cuchillo, en la equívoca oscuridad de alguna oficina lóbrega y temblorosa. Daniel era menor que todos ellos, que podían ser sus padres o sus abuelos, pero que lo trataban, de modo inexplicable, como si él fuera su anciano guía en una expedición aventurera en la que hubieran ingresado por azar o por desgracia, o taimadamente, quizás, ocultando unos objetivos que ninguno se atreviera a confesar. Uno de ellos, Gálvez, era un leguleyo retirado, que dividía su tiempo, entonces, y desde hacía ya muchos años, entre la ornitología y la cacería de incunables y archivos eclesiásticos, un alma solitaria y despótica que sólo obedecía a sus intuiciones, a las reconvenciones silenciosas de Daniel o a los caprichos de una hija solterona, que era su única compañera en casa. Otro, Mireaux, era el encorvado propietario de un tabloide conservador, de alardes aristocráticos, frases arrítmicas y modales intransigentes, tanto él como su periódico, y dueño de una voz de soprano que parecía brotarle por la nariz, o salirle caracoleando por entre los pliegues de esa piel de cartulina que le cubría la garganta, sólo para diluirse en el aire antes de llegar a los oídos de su ocasional interlocutor. El tercero, Pastor, era un excapitán de fragata, mayor que Daniel, pero menor que los otros, retirado de la Armada tiempo atrás para esquivar su traslado a la Zona de Emergencia, un destino que los oficiales de aquel tiempo, que ahora parece tan lejano, aunque en verdad apenas empecemos a dejarlo atrás, entendían como una maldición mortífera, cuando no, incluso peor, como una condena al horror perpetuo. Pastor se movía en semicírculos al caminar y componía con los dedos estirados esferas y flores de lis en el aire cuando hablaba, es decir, cuando producía el vagido de esa vocecilla oscura y ondulante, como el chorro de tinta de un calamar, que profería cada vez que quería dejar sentada su discrepancia con los demás respecto de cualquier tema que estuviera en discusión. Yo nunca intimé con ellos, pero, debido a mi relación con Daniel, los vi con frecuencia: tuvimos una amistad superficial, hecha de conversaciones breves y referencias banales, excepto con Mireaux, con quien mi trato fue mayor, debido a que una sobrinita suya, afásica y autista, fue mi paciente por varios años. Los cuatro, Daniel y Mireaux, primero, y luego, también, Pastor y Gálvez, se veían cada semana, al principio de modo casual, o más bien imantados por la colección de antigüedades de la única librería de viejo respetable en la ciudad, de la que se volvieron asiduos y acabaron, metonímicamente, o acaso por metástasis, según bromeaba Daniel, haciéndose socios capitalistas, para finalmente expandirla y transformarla en un emporio de antiguallas impresas, grabados, acuarelas, óleos decimonónicos, documentos de tiempos de la colonia, la emancipación o la primera república, que adquirían y vendían o, según las malas lenguas, hurtaban sigilosamente de iglesuchas provincianas y capillas derruidas, perdidas en medio de la nada, o compraban en remates a deudos necesitados que ignoraban que, entre los papeles y los libros del tío, del padre, del abuelo recién muerto, se apretaban las cubiertas inconfundibles del tomo tal de la colección tal, que Daniel o Pastor o Gálvez o Mireaux, o acaso todos ellos, habían buscado durante años. Juntos, los cuatro acabaron por adueñarse de aquella librería, emasculando poco a poco la influencia del propietario original, hasta extinguirla, y agregaron al viejo fondo editorial lo que cada cual quiso aportar de sus colecciones privadas, y al cabo de esa operación, no tuvieron dificultad en bautizar a la nueva librería, así formada, con el nombre curioso y juguetón con que venían refiriéndose a sí mismos desde el principio de sus negocios en común: El Círculo.

Yo estuve muchas veces tentado de ingresar en esa comunidad de bibliópatas irremisibles, pero nunca lo hice: siempre he sido, y lo era ya entonces, un lector utilitario, deslumbrado sólo de modo ocasional por los hallazgos y la pasión de Daniel, a quien, sin embargo, mantuve siempre cerca, desde el final de nuestra adolescencia y a lo largo de las casi dos décadas en las que fue construyendo esa biblioteca legendaria de la cual libreros, intelectuales y profesores universitarios hablaban con reverencia y con envidia, como hablan los iniciados de una secta acerca del santuario donde habita su príncipe místico, hasta la mañana en que supe, no por él, sino por la primera plana de unos diarios, en un quiosco, en mitad de la calle –de esto hacía ya tres años–, que Daniel había matado a Juliana, su novia, de treinta y seis cuchilladas, acaso en un arranque de celos. Había intentado quemar su cuerpo, lo había metido en la maletera de su automóvil, y lo había dejado allí varias horas. Había hecho el viaje de la playa a la ciudad, de regreso a la casa de sus padres (donde seguía viviendo), con el cadáver despanzurrado en la cajuela, y había intentado matarse, él también, de un disparo en la sien, cosa que no logró sólo porque el azar decidió que fallara la pistola, robada de un armario en casa, y eso le dio tiempo a su padre para abalanzarse sobre él y salvarle la vida de un puñetazo en la nuca. No lo vi durante los días siguientes. Derrotado por un sentimiento de culpa absurdo, injustificable, no me atreví a asistir al juicio ni a visitarlo en la prisión; no hablé con sus padres ni con su hermano; no acudí jamás a la clínica psiquiátrica, apenas a cinco cuadras de mi departamento, en la que el juez había decidido confinarlo, pronunciándolo demente, y rescatándolo con ello de la cárcel a cambio de un pago secreto del cual, sin embargo, medio mundo hablaba en la ciudad, con la misma seguridad con que se engendraban teorías acerca de los motivos del crimen: adulterio, explotación, un intrincado incidente entre traficantes de restos arqueológicos: mentiras. Y no había vuelto a escuchar su voz nunca, hasta apenas unas horas atrás, cuando me había pedido, por favor, que almorzara con él ese mediodía, y yo, sin tiempo para pensar en una excusa, había dicho que claro, que no faltaba más. Imposible imaginar, en ese momento, que mi conversación con Daniel iba a estar tan plagada de acertijos y silencios, que para colmarlos tendría que convertirme de la noche a la mañana en detective y echarme a las calles a capturar espectros, zambullirme en el pozo de una memoria ajena, y seguir, en los laberintos de la mente de un manojo de chiflados, el rastro esquivo de dos o tres fantasmas: Edward Wightman trozó el cuerpo de Dios para repartirlo entre las aves y lo mataron: 1612. Gabriel Malagrida expulsó a los mercaderes del corral y lo mataron: 1761.

Dos

Los árboles que bordeaban la avenida gravitaban al ritmo del viento, sus ramas descolgándose sobre automóviles y transeúntes como los brazos alargados de un mendigo. En la puerta de la clínica, una niña ciega de faldita rosada y manos huesudas vendía caramelos y gaseosas, y una mujer viejísima, unos metros más allá, apretaba la sien contra la cabina de un teléfono público, con el gesto de quien intenta escuchar un mensaje secreto. Cuando atravesé la puerta, el ruido de los carros y los pájaros se filtró en el hall de entrada, viajando en una sábana de luz granulosa que me hizo ver a las personas en su interior como objetos transparentes: proyecciones que se elevaban desde el suelo y se hacían más borrosas cuanto más altas fueran, hasta formar, a la altura de mis ojos, una nube de cuerpos traslúcidos. El eco de mis pasos fue rebotando en las paredes, corredor abajo, entre la fila de silletas laterales ocupadas por familiares de internos y pacientes ambulatorios a la espera de una consulta. Sobre el escritorio al final de la recepción –un pupitre metálico de bordes oxidados, cubierto de almanaques, tarjeteros y cartapacios de cartón plastificado–, una pila de cuadernos ocultaba hasta la frente la cara desvaída de una enfermera que repitió mi nombre, deslizó mis documentos en una cajita de madera color carne y me informó el camino hasta la habitación de Daniel.

La tercera puerta que crucé la cerró a mi paso un brazo de metal articulado, y poco después escuché un ronquido grave y luego un alarido y una serie de carcajadas o toses que por algún motivo percibí como otras tantas piedras alineadas sobre una superficie blanda. Ya una vez antes, hacía mucho, había estado allí: recordaba el siguiente pasadizo como un agujero alto y cavernoso, negro, interminable, pero vi que era, más bien, una manga de luz opaca, techo bajo y suelo de cemento inacabado, que daba muchas veces la vuelta hacia la izquierda. Sus tramos se hacían cada vez más cortos, y sus ángulos cada uno más agudo que el anterior, de modo que, si la memoria no me engañaba también en esto, el corredor se iría cerrando sobre sí mismo, como se enrosca una serpiente, hasta llegar, unos metros más allá, al gran portal que conducía al jardín de grava y arenilla: el centro del pabellón. Las puertas estaban todas sobre el lado izquierdo, eran blancas o grises y de facturas distintas, como si cada una proviniera de un tiempo diferente, y yo las recorrí con atención, buscando el número veintiséis. Durante un buen rato, no vi a nadie, pero junto a la puerta quince había una persona, difícil decir si era una mujer o un hombre: se trataba de una figurilla oscura, agazapada, envuelta en una ruana tejida de greñas sucias, cuyos ojos atónitos, fijos en un punto sobre el umbral de la puerta, daban la impresión de haber descubierto allá arriba, flotando bajo el techo, una esfera de cristal o un mapa que contuviera todos los detalles de su porvenir. Cuando pasé a su lado, giró el rostro hacia mí, adoptando una postura incómoda, y me dijo “hay otra luz ahora”. Era la voz de una mujer.

Seguí caminando y nuevamente, mientras me alejaba, repitió “hay otra luz ahora”, y añadió tres palabras que pronunció con énfasis, como si cada cual fuera la cifra de otra palabra mayor y secreta: “fascinante, insólito, notable”, dijo. Doblé dos veces más hacia la izquierda antes de dar con el número veintiséis. Un haz de polvo y luz amarillenta ensuciaba la puerta a medio abrir, y en el aire flotaba un olor a fósforo y kerosene. Golpeé sin fuerza y la hoja de madera resbaló hacia adentro dejando a la vista, sobre el piso, en el centro de la habitación, a un hombre flaco y en cuclillas, vestido de negro, que vigilaba la llama de un primus con un cerillo apenas extinto entre los dedos. Me saludó con un ademán, los ojos pequeños y familiares, la gran quemadura marrón en forma de cruz sobre la frente, las cejas arqueadas como diciendo sí te reconozco, Gustavo, no me he olvidado de ti, y luego señaló con el mentón la única silla del dormitorio y se dejó caer sobre el suelo, con las piernas flexionadas, los brazos tendidos hacia atrás, las palmas de las manos abiertas cara abajo. Me he vuelto cocinero, dijo: el almuerzo va por mi cuenta.

Me senté en la silla, y él permaneció en el suelo, abajo, frente a mí, los ojos puestos en la hornilla. La habitación –de paredes verdosas, una cama estrecha, un librero sin un solo libro, una mesa de noche– no tenía ventanas ni espejos. Su luz turbia provenía de un lamparín de aceite en el ángulo opuesto a la puerta, cuyo resplandor atravesaba la pantalla de vidrio esmaltado esbozando siluetas indistintas sobre la pared. Disculpa que no viniera antes, dije, y tuve la intención de agregar algo pero nada me vino a los labios. (El rostro de Juliana, en cambio, se dibujó en mi memoria, sobrepuesto a las volutas de humo del lamparín: los ojos negros, con una sola arruga paralela bajo las pestañas; el labio superior, delgado y tembloroso, que parecía hacer la siesta sobre el otro, mullido y sin color.) Daniel abrió un recipiente, vació el contenido sobre una sartén en el primus y el olor a fritura se confundió con los demás. En este cuarto no hay conexiones eléctricas, dijo: sellaron los enchufes un día, sin explicar por qué. Sonrió, y de pronto su cara se pareció a la cara que yo recordaba. De inmediato añadió no creo que sea para evitar que me mate, ¿quién se suicida metiendo un tenedor en los huecos de un tomacorriente?, y su risa sonó como un graznido.

Esa tarde almorzamos en silencio, apenas cruzando palabra. Había un solo cuchillo de plástico, que en las manos de Daniel se combaba y producía un cloqueo tenue sobre el plato, y cuando lo deslizaba hacia mi lado, cada cierto tiempo, y yo lo usaba, los restos de su carne en el cuchillo se mezclaban con la mía. Ha ocurrido algo, dijo bruscamente. Puso los platos vacíos uno sobre el otro, y encima los cubiertos y los dos vasos de cartón: necesito que me ayudes, para eso te llamé. Se levantó del piso con esfuerzo, pero velozmente, destrenzando las piernas como quien abre un acordeón, y luego preguntó ¿quieres conocer el jardín?, y caminó hacia la puerta moviéndose con premura, a pasos cortos y violentos, los brazos prolongados hacia adelante y hacia atrás, como si acabase de aprender a andar y tratara de hacerlo sin errores. Salió del cuarto y yo fui detrás de él por el corredor, tratando de avanzar a su ritmo. Somos cuarenta en este pabellón, dijo, y hay un pabellón más, idéntico a este, pero no se comunican; dos pabellones, dos jardines, dos corredores, dijo, y graznó de nuevo. Yo debería estar en el otro, el de los pacientes violentos, pero mi madre le ha dado mucho dinero a la clínica, no tengo idea de cuánto, para que me dejen vivir en este.

Doblamos una vez más hacia la izquierda, y luego otra, y al cabo de la segunda vuelta nos hallamos en el tramo más corto del corredor. A un lado del portalón que comunicaba con el jardín había un hombre de terno descolorido, acaso un doctor, con un cigarrillo apagado entre los labios. La poca luz del sol le raspaba la nuca. El hombre me miró apenas y luego miró a Daniel, y al rato murmuró tranquilo, camina tranquilo, mientras mi amigo se alejaba de nosotros con dirección al baño diciendo espérame un segundo, ya regreso. Cuando quedamos solos, el hombre del cigarrillo me preguntó si tenía fósforos: tanteé reflejamente mis bolsillos antes de decirle que desde hacía años no fumaba y él respondió algo que no entendí. Sobre un costado del patio había cuatro mujeres sentadas, formando una medialuna, con una enfermera que les iba preguntando nimiedades y sobreactuaba gestos de emoción o de interés ante cada respuesta. En el otro extremo, un muchacho y un viejo, de pie lado con lado, observaban absortos el tronco de un arbusto raquítico y sin hojas. El hombre del cigarrillo miraba con atención un periódico que cogía, doblado en dos, entre los dedos de una mano escuálida. Al borde de la página había una serie de números anotados a lápiz. ¿Usted viene a visitar a Daniel?, dijo de pronto, sin levantar los ojos del diario. Así es, respondí. Eso es bueno, dijo el hombre. La gente aquí necesita esas cosas. No importa cuántos visitantes reciban, siguen solos en el fondo, pero nunca está de más un cierto contacto con el mundo exterior. Lo escuché con dificultad: su voz era lijosa y remota, sus palabras salían de la boca entorpecidas, como arrumadas unas sobre las otras. A lo largo de los años, dijo el hombre, he visto a muchos aquí abandonarse a esa soledad interior y finalmente extraviar todo resto de cordura en la nostalgia y la melancolía del encierro. Este lugar puede matar a cualquiera. Y no me refiero sólo a los pacientes. Una clínica psiquiátrica es lo más parecido al infierno que los hombres han construido en la tierra: círculos y celdas para desahuciados, un claustro duplicado para quienes al llegar ya se encuentran encarcelados en sí mismos. El berrido imperceptible de su voz atravesaba apenas los labios que seguían apretados uno contra el otro, presionando el cigarrillo sin encender. Le dije que al menos era mejor estar aquí adentro que andar como uno de esos locos ambulantes que se ven por todas partes en esta ciudad. Imagino que sí, dijo, aunque a veces tengo la impresión de que, allá afuera, expuestos a la realidad, tienen su última oportunidad de enfrentarse con ella, de ser reconocidos por ella, aun si ellos mismos no la alcanzan a ver como es. ¿En verdad le parece?, pregunté. No dijo nada pero asintió con la cabeza y de inmediato prolongó un brazo para desplegar lentamente el periódico que llevaba entre los dedos. Es que a veces, dijo luego, pienso que estas personas merecen la posibilidad de circular por el mundo, aunque no sea para otra cosa que acabar destruyéndose en él. Aquí, todos los rasgos de su conducta que los doctores y los enfermeros juzgan anormales, son instantáneamente sancionados, reprimidos; lentamente van desapareciendo, aunque no se anule el impulso que dio lugar a ellos. La locura permanece, pero acorralada, sitiada en las últimas esquinas de su mente, detrás de esos gestos de pena infinita y desconcierto. ¿Usted sabe lo que es tener dentro el espectro de la enfermedad y que a esa pobre persona le prohíban exhibir sus síntomas, con los cuales, de todos modos, nunca aprenderá a convivir íntimamente? No respondí nada: me pareció que la pregunta no estaba dirigida a nadie en particular. El hombre repasó las hojas del diario, con rapidez, hasta que encontró lo que buscaba: mire esto, dijo. Esto lo descubrieron hace poco, en San Francisco. Dos meses atrás, un ilusionista se hizo meter en una caja de plexiglás transparente, de dos metros de ancho, dos de altura y uno de fondo, y pidió que suspendieran el cubículo, enganchado a un cable de acero, bajo la vía del Golden Gate, sobre las aguas del Pacífico, a pocos metros de la cárcel de Alcatraz. Había prometido permanecer cuarenta y cuatro días encerrado allí, sin probar alimento sólido, únicamente agua y suero durante más de seis semanas. Lo consiguió. Lo extrajeron de la caja al cabo de seis semanas, tumefacto y casi sin razón, con los dedos morados, los ojos muertos, la piel calcinada y adherida al espinazo, perturbado y tan ido de este mundo que sólo a los tres o cuatro días, en un hospital, pudo comprender que había cumplido su palabra. Todo eso, por supuesto, apareció en los diarios y quizás usted lo haya visto en la televisión. Lo que se descubrió recién esta semana es la faceta delirante de la historia. Frente al puente, sobre la vertiente oeste de la bahía, hay un barrio llamado Presidio: es una antigua colonia militar, un laberinto de bosquecillos serpenteantes y edificios idénticos de ladrillo rojo, convertido hace mucho en zona residencial. En uno de esos edificios, atacado siempre por el viento helado de la costa, un hombre tiene una casa de departamentos, habitaciones minúsculas, cada cual con un baño, que suelen alquilar estudiantes universitarios o familias de inmigrantes sin documentos. Pues bien, una mujer, pagando por adelantado, rentó por tres meses un departamento en ese edificio, uno con vista al puente del que iban a colgar la caja del ilusionista. El propietario del edificio nunca más supo de ella y, pasados los tres meses, intentó contactar a la mujer por teléfono, sin suerte; días después, encontró las llaves del departamento en el buzón de la puerta, y dio por hecho que su inquilina se había marchado ya. Fue una mañana con la intención de asear el lugar para ponerlo nuevamente en alquiler. En el suelo, junto a la ventana, acurrucado con una manta sobre la espalda, y un par de binoculares prensados en la mano –una libreta de notas y dos o tres lapiceros sobre un taburete–, descubrió el cadáver de una anciana: un cuerpecito enjuto y sin carne, de pellejos traslúcidos y con las ojeras surcadas por la red de filamentos morados que eran sus venas cargadas de sangre podrida. El olor, como es obvio, delataba su descomposición. Pero quizá usted ya adivinó que no se trataba en verdad de una anciana: era la mujer, la inquilina de los últimos tres meses. El hecho se convirtió en un caso policial. En la libreta de notas, los investigadores encontraron las respuestas a buena parte de sus dudas: la mujer se había sometido a la misma prueba del ilusionista, comenzando al mismo tiempo que él, y había llegado más allá; dejó de comer por cuarenta y seis días, y en esas páginas recogió escrupulosamente las sensaciones de su experimento: los mareos, la extrema debilidad, las irisaciones de la piel, el ritmo frenético de su corazón ante cada movimiento, la asfixia crónica de las últimas tardes, la consunción de la lengua escoriada de bultos y llagas, el ruido insólito de sus articulaciones al plegarse y desplegarse, el temblor de la frente y de las sienes, el amoratamiento de las piernas y los brazos, el chirrido periódico de su columna vertebral. Todo. Dejó también instrucciones para la publicación del diario de su agonía. Ahora, dígame usted: ¿esa mujer estaba loca? Supongo que dirá que sí. Y probablemente yo diré lo mismo. ¿Eso quiere decir que alguien debió notarlo a tiempo, que alguien, de haber percibido la locura, debió encerrar a la mujer en un manicomio y evitar ese último gran gesto demencial?

Esta vez, el hombre fijó los ojos en mí y esperó una contestación. Imagino, dije, que si la conducta de esa mujer hacía prever un final así, no hubiera sido absurdo que alguien tratara de protegerla de sí misma. Sí, pues, dijo él: así es como pensamos sobre la locura, como un peligro de aniquilamiento. El riesgo de un ataque capaz de destrozar a alguien; al paciente o a cualquier otro sujeto que se aproxime a él. De todas las enfermedades que en el pasado se creían contagiosas, y de las que ya se sabe bien que no pueden serlo, la locura y la lepra son las únicas que continuamos viendo como un riesgo epidémico: como si vivir entre locos, hablarles, tratar con ellos, pudiera desquiciar al observador. El hombre volvió a plegar el diario y lo colocó bajo su brazo. Detrás de nosotros, la medialuna de pacientes se había disuelto y en su lugar un viejecito de cara inerme se había colocado de rodillas con un cuaderno en blanco ante los ojos. La locura sólo es contagiosa en un lugar como este, dijo el hombre. En la calle, los locos mansos son sorpresivos y los furiosos, repelentes, pero, aquí adentro, todos juntos, son una fuerza irresistible, como la inercia y la gravedad, capaz de atraerlo todo y consumirlo: el que llega aquí con una enfermedad, las adquiere todas sin excepción. Hace bien en visitar a Daniel. Antes de que nada quede de él que pueda parecerse a la persona que fue.

Daniel llegó en ese momento del baño, secándose las manos contra los bolsillos del pantalón. El hombre del cigarrillo sacó un lápiz para anotar otro número en los márgenes del periódico y se despidió sin añadir palabra, con una sonrisa. El jardín era un cuadrilátero descubierto, con bancas a los lados y dos arbustos pelados junto a uno de los cuales se había sentado una mujer que comía lentamente un trozo de pan. No come otra cosa, dijo Daniel, sólo pan, a veces parece que fuera el mismo pedazo de pan todos los días. ¿Aquí?, preguntó, apuntando en dirección a una de las bancas, con el brazo extendido. Caminó hacia ella presuroso, esperó a que me sentara y se dejó caer otra vez, ahora sobre el piso de grava y arenilla. Ese doctor, dije, parece un tipo simpático, ¿no? Aunque me da la impresión de que está atravesando una seria crisis vocacional. No es un doctor, dijo Daniel, al menos no en el sentido en que quieres decirlo. Fue uno de los psiquiatras de este pabellón, por varios años, pero un día, según dicen, renunció, y a la semana se apareció nuevamente, para quedarse, con una maleta de ropa y una caja de libros: ha sido paciente de la clínica por seis o siete años. Ya estaba aquí cuando llegué. Y ya hablaba entonces de lo mismo de lo que debe de haber conversado contigo. No habla de otra cosa. Cada loco con su tema, ¿no dicen? Este lugar está lleno de gente así: las enfermedades mentales, como sabes, te hacen hablar, pero suelen convertir el lenguaje en un ritual. Ahora vamos a lo nuestro: te voy a contar muchas historias hoy, dijo Daniel, tomándome por el brazo, y dejó escapar otro graznido.

Lee el Anticuario: una mujer muy joven, casi una niña, escapa de una casa al pie de un monte, su hijo encaramado a la espalda, sujeto a los hombros por una manta multicolor. El ánima del esposo los sigue a campo traviesa. Una partida de enmascarados olfatea el aire detrás de ella, da con la pista, la acorrala a la entrada de un pueblo solitario. Los gritos de la mujer se confunden con la algarabía de los hombres, ella boca arriba, los ojos dos puntos negros, unidos, como por un hilo de alambre, a la última rama de un ficus en lo alto, la espalda sobre el filo de una piedra: la pobre mujer, casi una niña, tendida sobre un altar, una fila inacabable de extraños entrando y saliendo de su cuerpo. El último, incapaz de penetrarla, saca un cuchillo pequeño del bolsillo de su pantalón, y corta la palma de la mano de la chica, la marca, dibujando un solo carácter sinuoso y curvo, como el pico de una gaviota, y al amanecer, ella es otra, su nombre es distinto, o ya no tiene un nombre, su hijo no está a la vista, y a ella le resulta difícil decir si alguna vez lo tuvo, o lo soñó, y va cruzando valles y cerros grises y amarillos, entrando en pueblos de campesinos que la miran pasar con resquemor, y a todos les pregunta por el niño extraviado, les explica cómo es, o debería ser, hasta que, en un villorrio, alguien le dice yo sé dónde puede estar, y la lleva hasta una explanada perdida tras una colina de hierbajos recorrida por un solo riachuelo negro, y le dice acaso será alguno de estos, y la mujer, casi una niña, mira al fondo del riachuelo y distingue una hilera de criaturas idénticas, los ojos pardos, la boca abierta, las manos vueltas hacia el cielo. Cierra su libro el Anticuario, hace una pausa.