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Contraportada

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

Serie
Historia Crítica de las Modernizaciones en México

Nación, Constitución y Reforma, 1821-1908

Nación, Constitución
y Reforma, 1821-1908

Coordinadora
ERIKA PANI

3

Fondo de Cultura Económica

Índice

Siglas

Introducción
Erika Pani

México: una modernización política tardía e incompleta
Luis Medina Peña 21

La reforma económica. Finanzas públicas, mercados y tierras
Aurora Gómez Galvarriato y Emilio Kourí

Derecho y garantías: el juicio de amparo y la modernización
jurídica liberal
María José Rhi Sausi G.

Indios, pueblos y la construcción de la Nación. La modernización del espacio rural en el centro de México, 1812-1900
Daniela Marino

¿Convivencia o conflicto? Guerra, etnia y nación en el México del siglo XIX
Guy P. C. Thomson

Modernización, religión e Iglesia en México (1810-1910): vida de rasgaduras y reconstituciones
Brian Connaughton

El Porfiriato como Estado-nación moderno: ¿paradigma
o espejismo?
Paul Garner

Comentario
Josefina Zoraida Vázquez

Bibliografía

Historia Crítica de las Modernizaciones en México

Coordinadores generales de la serie

CLARA GARCÍA AYLUARDO
IGNACIO MARVÁN LABORDE


Coordinadora administrativa
PAOLA VILLERS BARRIGA

Asistente editorial
ANA LAURA VÁZQUEZ MARTÍNEZ

Primera edición, 2010
Primera edición electrónica (ePub), 2018

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

Siglas

AGN: Archivo General de la Nación.

AHMH: Archivo Histórico Municipal de Huixquilucan.

Arisi: Asociación de Estudios sobre la Reforma, la Intervención Francesa y el Segundo Imperio.

BUAP: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

CEC: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.

CEDLA: Centro de Estudios de Latino-América, Amberes.

CEHILA: Comisión para el Estudio de la Historia de la Iglesia en América Latina y el Caribe.

CEMCA: Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos.

CIDE: Centro de Investigación y Docencia Económicas, A. C.

CIESAS: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.

Colmex: El Colegio de México.

Colmich: El Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán.

Conaculta: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

Conacyt: Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.

CUP: Cambridge University Press.

FCE: Fondo de Cultura Económica.

FFyL: Facultad de Filosofía y Letras.

IIB: Instituto de Investigaciones Bibliográficas.

IIFL: Instituto de Investigaciones Filológicas.

IIH: Instituto de Investigaciones Históricas.

IIJ: Instituto de Investigaciones Jurídicas.

ILAS: Institute of Latin American Studies, Nueva York.

INAH: Instituto Nacional de Antropología e Historia.

INEHRM: Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

Instituto Mora: Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora.

Segob: Secretaría de Gobernación.

SEP: Secretaría de Educación Pública.

SHCP: Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

UABJO: Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca.

UAEM: Universidad Autónoma del Estado de México.

UAEM: Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

UAM: Universidad Autónoma Metropolitana.

UDEM: Universidad de Monterrey.

UIA: Universidad Iberoamericana, México.

UIA-Puebla: Universidad Iberoamericana, Puebla.

UNAM: Universidad Nacional Autónoma de México.

Introducción*

ERIKA PANI**

Procuremos pues dar este testimonio de nuestra cordura y moderación a las naciones de Europa […] Reformemos los abusos sin tocar a las personas […] persuadiendo al pueblo por el buen uso de la libertad de prensa [de] la importancia, conveniencia y necesidad de ciertos cambios, que aunque chocan con las ideas comúnmente recibidas, no por eso son menos justos, y éste es el fin que nos hemos propuesto en la continuación de este periódico que consagramos enteramente a la felicidad de nuestra patria.1

Así describía José María Luis Mora la misión del escritor público en un México recién independizado. Quienes se creían los constructores de la nueva nación compartían con Mora la convicción —primero optimista, después angustiada— de que la transformación del país era imprescindible. Sólo así podría México insertarse plenamente en un Occidente “moderno” al que reclamaba pertenecer pero del que se sentía relegado. La clase política de la joven nación coincidía: había que cambiar; no obstante, nunca pudieron ponerse de acuerdo ni en los medios, ni en lo que debían ser las características del fin. Así, para fines de la década de 1830, el análisis sectario de un Mora apesadumbrado postulaba que dentro de la clase política se enfrentaban los hombres del progreso —que buscaban “la ocupación de los bienes del clero; la abolición de los privilegios […], la difusión de la educación pública […] la igualdad de los extranjeros con los naturales en los derechos civiles, y el establecimiento del jurado en las causas criminales”— con los del retroceso —que pretendían “que el pueblo mexicano no ha nacido para gozar los beneficios sociales, ni recibir las instituciones políticas, que los producen en Europa y los Estados Unidos”—. El statu quo no tenía sino poquísimos partidarios: la clave compartida era la del movimiento.2

Anhelaban entonces adelantar en la “carrera de la civilización” tanto los abogados del libre cambio como los de la industrialización; quienes buscaban cortar con el lastre colonial como quienes deploraban el relajamiento de los “resortes” de la autoridad que había corrido paralelo al proceso de independencia. Se trataba de una carrera en la que estos mexicanos consideraban que no corrían sobre suelo parejo. Se palpa ya lo que se convertiría en uno de los tópicos recurrentes de la historia latinoamericana: la sensación de que, en el subcontinente, los tiempos son otros, que la historia no es un capítulo cerrado o el prólogo del presente, sino un “espíritu inquieto” que todo lo “infecta”.3 Cada grupo inventó entonces un “progreso” que en otros lares se desarrollaba lineal y coherente, y aquí tropezaba, se fragmentaba, se descomponía. Como admitiera Justo Sierra, al describir un México transformado por la paz, el ferrocarril y la industria, si bajo la tutela del general Díaz la “marcha” del país se había destrabado, esta “modernización” no por impresionante dejaba de estar trunca: “la evolución política” había sido sacrificada “a las otras fases de su evolución social”.4

El desconcierto de los políticos mexicanos se fincaba en la impotencia que les inspiraba la situación que vivían. México había surgido a la vida independiente tras 10 años de guerra civil y sin el reconocimiento de la antigua metrópoli. La recuperación económica sería lenta, en un contexto de mercados profundamente fragmentados. La política posrevolucionaria, en la que el recurso a la ficción de la nación soberana se había vuelto imprescindible, resquebrajaba viejas jerarquías territoriales y políticas. Se erigió en escenario para nuevos actores que jugaban siguiendo reglas resbaladizas e inciertas, emanadas de una legitimidad política contingente. La joven nación pesaba muy poco sobre el escenario internacional. Perdió los territorios del norte por el dinamismo económico y el apetito expansivo de Estados Unidos, al tiempo que la producción de plata era objeto de las ambiciones de las potencias comerciales, y que las raquíticas finanzas públicas dependían de préstamos que, muchas veces, terminaban reclamándose como deuda exterior. En este contexto, los políticos mexicanos creyeron poder constituir una nación que no existía. Recurrieron a la ingeniería constitucional —con dos actas constitutivas, tres constituciones, unas bases orgánicas y otras administrativas—, a la mecánica del pronunciamiento y a la marrullería electoral, a la prensa partidista, a la organización política y a la movilización militar. Echaron mano de la codificación, de la educación y de la represión para ordenar a una sociedad que se mostraba refractaria. Proyectaron los bancos, las vías férreas, los esquemas de desamortización y colonización que debían echar a andar una economía estancada, todo con la esperanza de transformar una realidad permanentemente insatisfactoria.

Este libro explora los distintos proyectos de cambio que idearon y promovieron los miembros de la élite política decimonónica, en aquellos campos, fuertemente relacionados, que les preocupaban de forma particular: el de la consolidación del Estado y de la gobernabilidad, el de lo que hoy llamaríamos el desarrollo económico, y el de la construcción de una sociedad “moderna”, que imaginaban distinta al México indígena, corporativo y católico que heredaran del orden colonial. Los autores analizan los alcances y los límites de estas visiones de “modernización”, la forma en que entreveraban ideales, prejuicios e intereses, y los traducían a la vez que se veían moldeados por la lucha por el poder. Partiendo del hecho de que ninguno de estos proyectos se dieron en el vacío, indagan sobre la forma en que ciertos sectores de la sociedad reaccionaron ante los cambios para ignorarlos, adaptarlos o manipularlos, con resultados insospechados por sus promotores. Asimismo, ponderan el peso de las circunstancias que tantas veces determinaron, por encima de las ideas y los modelos, el contenido y el ritmo de las reformas.

Luis Medina Peña revisa de forma crítica la “teoría del desarrollo político”, tan en boga en las décadas de 1950 y 1960, que postulaba que podían inducirse ciertos cambios económicos y políticos en países “subdesarrollados”, para que alcanzaran una “modernidad” que estos expertos definían como monolítica y uniforme. En su trabajo describe el desafortunado encuentro de la teoría con la historia en el último volumen del Political Development Series del Comité de Estudios del Desarrollo Político. La complejidad de los procesos históricos no podía sino desmontar un esquema teórico que postulaba al “desarrollo político” como el resultado inequívoco de una secuencia mecánica de etapas. No obstante, el autor rescata las supuestas “fases” del desarrollo político, traduciéndolas a conceptos accesibles y descriptivos. Éstos constituyen una tipología útil para organizar de manera sintética el conocimiento histórico, para aquilatar el alcance y el calado del Estado que se construyó a lo largo del siglo XIX, para calibrar las características de la “conciencia nacional” que se forjó a lo largo del siglo, para apuntar a las particularidades de la experiencia electoral, y para sugerir las razones por las cuales el Estado decimonónico fue incapaz de responder al aumento en las demandas de la población.

Para Medina Peña, la virtud de la historia es “corregir” sin invalidar la teoría. Siguiendo la misma línea, el análisis de Aurora Gómez Galvarriato y Emilio Kourí muestra la falacia de una de las premisas más apreciadas por los “desarrollistas”: que el cambio estratégico de ciertas variables —políticas, económicas— acarreará la transformación, en el sentido anhelado, de todo el sistema. Este artículo rastrea los esfuerzos de los políticos del XIX por construir un régimen económico liberal que asegurara el libre comercio, garantizara la propiedad individual y apuntalara un régimen fiscal eficiente, equitativo y uniforme. Sin embargo, los resultados de las reformas no se dieron en el tiempo esperado y rara vez fueron los que postulaban sus promotores. La repetida promulgación de leyes, así como lo innovador del código de comercio de 1854, que fuera posteriormente rechazado por razones políticas, sugieren que los tan polémicos “orígenes del atraso” no yacen en las formas anquilosadas de sopesar la economía ni en la ausencia de políticas reformistas, sino en el peso determinante de un contexto complejo, en la inercia de las prácticas y de los circuitos económicos. Para comprender los procesos que desembocan en el anhelado “progreso material”, apuntan a la necesidad de abandonar la fijación sobre el Estado y las ideas que ha marcado el trabajo de los historiadores, para identificar aquellos factores que son los que detonan y dan forma a los cambios.

Si estos autores centran su atención en las políticas por medio de las cuales se pretendía dar forma a las instituciones y a las condiciones materiales de los mexicanos del XIX, María José Rhi Sausi, Daniela Marino, Guy P. C. Thomson y Brian Connaughton exploran el espacio abigarrado y conflictivo en que se encontraron reformas y sociedad. Rhi Sausi examina uno de los instrumentos mediante los cuales los arquitectos del Estado liberal pretendieron proteger las garantías individuales, estableciendo un vínculo entre Estado y ciudadanos a través del juicio de amparo, reglamentado en 1861. El trabajo analiza los diferentes usos que dieron a este recurso jurídico distintos actores sociales, que iban desde las madres que reclamaban que sus hijos fueran liberados de la leva hasta los pudientes hacendados que se resistían a pagar impuestos. Así, un instrumento que ha sido considerado el producto más acabado de la legislación liberal reformista de mediados del siglo sirvió para proteger al individuo tanto como para menoscabar el federalismo, debilitar el fisco, proteger los grandes intereses económicos y amparar alguna propiedad comunal sujeta a la desamortización. El texto pone de manifiesto lo fracturado, paradójico y desigual del proceso de “modernización”.

Por su parte, Marino y Thomson acometen el estudio de la cuestión indígena desde la perspectiva de quienes fueron constituidos por las élites liberales como un “problema”. Marino muestra cómo, en el centro del país, la legislación liberal —y en particular el ayuntamiento pluriétnico y la desamortización— desmanteló aquello (sistema jurídico, tributo, comunidades, instituciones) que había constituido al indio como sujeto colonial, desarmando la base cultural y material de los pueblos. No obstante, la igualdad jurídica y política también constituyó espacios —sin duda desiguales— para la representación y defensa de los derechos y bienes de las comunidades. Así, los conflictos devinieron “laboratorios cotidianos” de convivencia interétnica, sincretismo cultural y aprendizaje político, en “fábricas de modernidad”.

Mientras Marino revisa el proceso, progresivo y secular, de desmantelamiento cotidiano de los pueblos de indios, Thomson rescata aquellas circunstancias que hicieron viable una alianza entre las comunidades indígenas y el Estado liberal: por una parte, las exigencias de una guerra larga y sangrienta, que enfrentó a liberales contra conservadores, y después a republicanos contra imperiales y franceses. Por otra, subraya como factores centrales de la contribución indígena al triunfo de la República la “autonomía ecológica” y la importancia geopolítica de las comunidades serranas de Puebla y Oaxaca. Durante las décadas que siguieron a la guerra, las comunidades legitimarían sus peticiones al gobierno con el discurso del patriotismo liberal. La comparación con la comunidad guatemalteca de Momostenango, que diera su apoyo al caudillo conservador Rafael Carrera, sugiere el carácter instrumental, más que ideológico, de este “liberalismo popular”. Para los miembros de la minoría rectora, la “modernización” de los indios significaba que éstos dejaran de serlo. Sin embargo, el texto de Thomson sugiere que, al contrario, su inserción efectiva dentro del Estado, por lo menos como milicianos, dependía más bien de que mantuvieran a cambio sus costumbres y autonomía.

El artículo de Brian Connaughton aborda también cuestiones que los hombres de la época consideraban profundamente problemáticas: la religiosidad, la Iglesia y su relación con el Estado. El autor rompe con una visión tradicional superficial, que postula a la Iglesia como baluarte monolítico de la tradición y enemiga jurada de los “errores modernos”, que Pío IX especificara en el Syllabus en 1864, y a la religiosidad como refugio de los atavismos, la superstición y la irracionalidad. El racionalismo “moderno” acarrearía la escisión de la cristiandad y resquebrajaría los cimientos de una idea de “autoridad única y universal”, mientras que la era de las revoluciones ponía en tela de juicio la “cómoda alianza” entre las autoridades temporal y espiritual. Pero el espacio de lo religioso, lejos de permanecer impermeable a la “modernidad”, se vio convulsionado por ésta, liberándose energías que se canalizaron en la construcción de nuevas relaciones con la divinidad de individuos y comunidades. Por su parte, la Iglesia católica mexicana promovió un proyecto de nación católica fincado sobre las premisas del nuevo orden, y al mismo tiempo compitió con el Estado en ciernes por las mentes, los corazones y los centavos de los ciudadanos.

Finalmente, Paul Garner vincula la extensa literatura sobre la construcción del Estado-nación como elemento constitutivo de la “modernidad” a la historiografía reciente sobre el Porfiriato, periodo que una visión tradicional ha erigido en paradigma de los proyectos mexicanos de modernización: aparatoso, autoritario, inequitativo, y esencialmente mentiroso. El análisis de Garner, particularmente del proyecto del Gran Canal del desagüe del Valle de México, restaura el aspecto tangible —y simultáneamente problemático— del “progreso porfiriano”, al tiempo que matiza visiones maniqueas sobre la relación entre el régimen y el capital extranjero. Postula que muchos de los elementos que sirvieron al régimen posrevolucionario para apuntalar el aparato estatal y consolidar la nación estaban ya presentes en el programa porfiriano. Como los demás artículos del libro, el de Garner subraya la complejidad tanto de la concepción como de los móviles y de la puesta en marcha de los proyectos de construcción del Estado y de la nación que se emprendieron a lo largo del siglo XIX. El libro rescata así una visión global, aunque no exhaustiva, de los anhelos de transformación de la clase política mexicana; se ponderan sus alcances y límites y se ponen de manifiesto algunas de las respuestas sociales a las reformas, dentro de espacios distintos a lo largo del siglo. De esta manera, esta serie de textos revela la utilidad que pueden tener categorías analíticas como la “modernidad”, que a menudo nos remiten al debate político actual. Si dichas categorías resultan a veces falaces e ideologizadas por postularse como inequívocas y totalizantes,5 al restaurarse su dimensión profundamente problemática y respetándose los términos propios del fenómeno histórico, contribuyen a estructurar, desmenuzar e iluminar aquella realidad “fluida, continua, como la clara corriente del agua” que describiera Daniel Cosío Villegas.


* Debo lo que esta introducción tenga de atinado a los trabajos y comentarios de los autores y a la doctora Josefina Zoraida Vázquez, comentarista de la mesa.

** División de Historia, CIDE.

1 “Prospecto de la continuación de este periódico”, Seminario Político y Literario de México (7 de noviembre de 1821), en José María Luis Mora, Obras completas, vol. I, Instituto Mora / SEP, México, 1986, pp. 75-77, esp. 96.

2 “Advertencia preliminar”, en ibidem, pp. 289-291.

3 Steve J. Stern, “The Tricks of Time: Colonial Legacies and Historical Sensibilities in Latin America”, en Jeremy Adelman (ed.), Colonial Legacies. The Problem of Persistence of Latin American History, Routledge, Nueva York / Londres, 1999, p. 139.

4 Justo Sierra, Evolución política del pueblo mexicano, FCE, México, 1950, pp. 296-297.

5 Véase la crítica feroz de Alan Knight, “When Was Latin America Modern? A Historian’s Response”, en Nicola Millar y Steven Hart (eds.), When Was Latin America Modern?, Palgrave McMillan, Londres, pp. 91-117.