EN LAS MONTAÑAS DEL ATLAS

V.1: abril de 2019


Título original: Sull'Atlante

© de la traducción, Elena Rodríguez, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Bedouins at Rest, Veillon Auguste Louis

Corrección: Francisco Solano e Isabel Mestre Grau


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

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www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-11-6

IBIC: FC

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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4


El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.

EN LAS MONTAÑAS DEL ATLAS

Emilio Salgari



Traducción de Elena Rodríguez

1

Sobre el autor

3

Emilio Salgari (1862-1911) nació en el seno de una familia de pequeños comerciantes en 1862. En 1878 comenzó sus estudios en el Real Instituto Técnico Naval «Paolo Sarpi», en Venecia, pero no consiguió el título de capitán de gran cabotaje que tanto ansiaba. Sus novelas, llenas de acción, fueron muchas, pero probablemente sea conocido sobre todo por crear el personaje de Sandokán.

A pesar de su éxito y de que fue uno de los autores más vendidos de su generación, vivió en una relativa miseria que, junto con el desequilibrio mental de su esposa, la actriz de teatro Ida Peruzzi, con quien tuvo cuatro hijos, lo condujo a suicidarse en 1911. Salgari escribió un total de ochenta y cuatro novelas e incontables relatos, entre los que destacan títulos como Los tigres de Mompracen o Los piratas de Malasia. Varios de sus libros han sido llevados al cine y su personaje principal, Sandokán, ha protagonizado una serie de televisión.

En las montañas del Atlas

Un clásico fascinante del maestro de la novela de aventuras


Michele Cernazé es un noble húngaro que, tras dilapidar su fortuna en los casinos de Montecarlo, decide unirse a la Legión Extranjera francesa para redimirse. Después de demostrar su valor como soldado en la guerra de México, Michele es destinado a África, donde añora su alegre juventud en Europa. Cansado del desierto, el húngaro trata de desertar, pero el mariscal del campamento lo captura y ordena que se celebre un consejo de guerra. Michele escapará de las garras del mariscal y emprenderá una huida por las peligrosas montañas del Atlas.

En esta magnífica novela de aventuras, Emilio Salgari, maestro de la literatura universal y creador del célebre personaje de Sandokán, nos adentra con una narración vívida, elegante y repleta de acción en un mundo exótico donde todo es posible.

En las montañas del Atlas hará las delicias de los amantes de la novela de aventuras.




«No olvido los mares y las selvas de Salgari, sus peligros y travesías que me educaron, sus tigres y sus árboles gigantescos en cuyo tronco podía refugiarme.»

Fernando Savater, El País


«Salgari provoca en quien lo ha leído, con diez años y sobre la rama más alta del árbol del ensueño, una inmediata e irremediable nostalgia de leer de una manera voraz.»

ABC Cultura


«Un clásico de la literatura italiana.»

La Stampa


«La imaginación de Salgari es desenfrenada y las historias que inventa son una mezcla de aventura y pasión.»

Il Libraio


«Emilio Salgari no solo es uno de los autores más prolíficos y leídos de la literatura italiana, sino también el padre de héroes inmortales que todavía nos fascinan.»

Eroica Fenice

CONTENIDO


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro


Capítulo 1. El infierno del bled

Capítulo 2. La Legión Extranjera

Capítulo 3. Los verdugos del bled

Capítulo 4. El Rayo del Atlas

Capítulo 5. Sangre árabe

Capítulo 6. La caza del león

Capítulo 7. La venganza de Afza

Capítulo 8. La huida

Capítulo 9. Entre el huracán y el agua

Capítulo 10. Panteras en acecho

Capítulo 11. Los espahíes del bled

Capítulo 12. El marabuto del morabito

Capítulo 13. En el marabuto de Muley-Hari

Capítulo 14. Sepultados vivos 

Capítulo 15. En el bled

Capítulo 16. Una noche terrible

Capítulo 17. Asediados por las fieras

Capítulo 18. La caravana de beduinos

Capítulo 19. Hacia el Atlas

Capítulo 20. El ataque de los beduinos

Capítulo 21. La carrera de Ribot

Capítulo 22. El salvamento

Capítulo 23. En el Atlas

Capítulo 24. El precio de la traición

Capítulo 25. El ataque a la diligencia


Notas

Sobre la autora

Sobre la traductora



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Notas

Todas las notas son de la traductora.


Capítulo 1


Un espahí era un soldado de la caballería del Ejército francés en Argelia. 


En la batalla de Puebla (5 de mayo de 1862). 



Capítulo 2


La casa de Ruspoli fue históricamente una de las familias aristocráticas más importantes de Roma.


«Nunca había tenido el honor de dirigir a unos soldados tan admirables».



Capítulo 4


La paz sea contigo. 



Capítulo 9


Los nizaríes, también conocidos como la «secta de los asesinos», fueron una rama de la secta religiosa chií-ismaelita. 



Capítulo 18


Kuffar es el plural de kafir, un término árabe utilizado para aquellos que no profesan la fe del islam.

Capítulo 25: El ataque a la diligencia


Una segunda lucha, más violenta que la primera, estaba a punto de empezar.

Los fuertes hijos del Atlas, ansiosos de pelear contra los conquistadores de su país, tras el grito de Hassi se habían lanzado a través de la llanura con el yatagán entre los dientes y empuñando las largas espingardas con incrustaciones de plata y marfil.

Era un hermoso espectáculo verlos galopar salvajemente sobre sus blancos caballos de larguísimas crines, con sus capas rojas ondeando al viento, como destellos de fuego.

El mariscal comprendió que, además de los beduinos de El-Madar, Ribot y sus espahíes habían sido vencidos, y dio orden de emprender la marcha a toda velocidad.

La pesada diligencia, arrastrada por cuatro vigorosos caballos, avanzó rápida por la llanura, con gran estrépito. Los espahíes, al mando de Bassot, se reunieron detrás de ella, dispuestos a rechazar el ataque de las cabilas.

Sin embargo, no estaban seguros de obtener el triunfo. Era imposible evitar el combate; sus enemigos, con mejores cabalgaduras, ganaban terreno rápidamente.

—¡No te duermas, postillón! —gritaba sin cesar el mariscal, que empezaba a estar inquieto—. Parecen tortugas tus caballos. ¡Mil bombas! ¡Rayos y truenos! ¿Qué va a ocurrir ahora?

Menudeaban los latigazos sobre los pobres animales, que se esforzaban en arrastrar el pesado vehículo a la mayor velocidad, pero no podían competir con sus perseguidores, cuya maniobra era encerrar en un círculo a espahíes y prisioneros.

De cuando en cuando, el mariscal se volvía hacia Bassot para preguntarle con una voz que traslucía gran inquietud:

—¿Creéis que están resueltos a atacarnos, sargento?

—Así parece —respondió Bassot, también muy preocupado.

—¿Qué quieren esos bribones?

—Acabar con nosotros, según parece.

—¿Estás seguro de tus soldados?

—Me obedecen ciegamente. Cuando lo ordenéis, nos lanzaremos a la carga.

—No te apresures; más vale que ellos disparen el primer tiro.

—Lo han disparado ya, mariscal, porque Ribot y sus hombres no han vuelto. Además, se dice que el que pega primero pega dos veces.

—Quizá te engañes. Creo que es mejor esperar.

Entretanto, la diligencia continuaba su desordenada huida entre arbustos y malezas. Llevaban así media hora, cuando las cabilas, que se habían ido acercando poco a poco, fueron vistos dispuestos al ataque.

—¡Bassot! —gritó el mariscal, desenvainando el sable—. Van a caer sobre nosotros.

—En efecto —respondió el sargento.

—¿Quieres intentar un contraataque?

—Sin duda.

—Mientras, nosotros procuraremos abrirnos paso. Atraviesa la línea y vuelve cuanto antes.

—Sí, mariscal —respondió el sargento, que era hombre de valor y ya había luchado otras veces contra las cabilas del Atlas.

Miró a sus hombres.

Todos estaban tranquilísimos, como si creyeran seguro su triunfo.

—¡Dejad los fusiles! —gritó Bassot—. ¡Empuñad los sables y las pistolas! ¡Adelante, espahíes! ¡Viva Francia!

Los dieciocho jinetes dejaron las riendas y se arrastraron para intentar romper el semicírculo que, de un momento a otro, iba a convertirse en un verdadero cerco.

Los dos pelotones se precipitaban uno contra otro con salvaje furor.

Bassot, si bien dudaba de encararse con un enemigo demasiado numeroso, dispuesto a cerrarles el paso, mandaba hábilmente a sus espahíes. Ya se hallaban a treinta metros de distancia de las cabilas cuando, entre el confuso vocerío y el relinchar de los caballos, se oyó una voz tonante que gritaba:

—¡Fuego!

Hassi había dado el grito.

Las cabilas, no menos hábiles, detuvieron de golpe sus caballos y dispararon unos treinta tiros sobre el pelotón de espahíes. Algunos cayeron de sus monturas muertos en el acto, otros continuaron valerosamente la batalla y pasaron como un huracán a través de las cabilas mientras disparaban sus pistolas y daban terribles sablazos.

Pero, cuando intentaron reunirse de nuevo para volver a la carga, vieron que solo eran dieciséis y que ya no estaba con ellos Bassot, el cual había quedado en el campo de batalla con el pecho atravesado a balazos.

No era el momento de enfrentarse cuerpo a cuerpo. Asustados por las graves pérdidas y la repentina muerte del comandante, tras una breve vacilación se lanzaron hacia la llanura para llegar a la diligencia y ponerse bajo las órdenes del mariscal.

Un cabo, milagrosamente ileso de la mortífera carga, aunque había recibido un fuerte golpe de yatagán, tomó el mando para que no cundiera el desaliento entre los espahíes y se encargó

de que ninguno de los suyos quedase atrás.

Por suerte, las cabilas no parecían tener prisa por acabar con aquel puñado de hombres, pues se detuvieron a recoger a sus heridos y rematar a los adversarios, como acostumbraban.

El pelotón de espahíes pasó detrás de ellos a golpe de mosquete, en dirección a la diligencia, que proseguía su marcha entre las blasfemias del mariscal y los gritos del postillón.

Después de unos minutos, las cabilas reanudaron su carrera y abrieron de nuevo fuego a larga distancia.

Los espahíes lograron ponerse fuera del alcance de los tiros y alcanzaron la diligencia, la cual se había detenido en una profunda hendidura de pequeños arbustos.

—¿Derrotados? —preguntó con ímpetu el mariscal.

—Y diezmados, además —respondió el cabo, limpiándose la sangre que le manaba de la herida.

—¡Dejarse vencer por un puñado de cabilas!

—Esos hombres son imbatibles. De nada nos ha servido nuestra furiosa carga.

—¿Por qué nos persiguen?

—¡Qué sé yo!

—¿Intentan acaso liberar a los prisioneros? ¡Mil bombas! ¡No me los arrebatarán fácilmente! Postillón, desengancha tus caballos y dame el más robusto. Ahora es inútil pensar en la huida.

Bajó del pescante y pasó revista a sus hombres. Cuatro o cinco presentaban heridas ocasionadas por los yataganes de las cabilas, y parecía que los caballos sangraban.

—¡Rayos y truenos! —exclamó—. Hemos caído en una ratonera. No hay que perder tiempo. ¿Alguno de vosotros se atreve a preguntar a esos malditos cabilas lo que quieren y por qué nos atacan? Prometo un ascenso inmediato.

—Heme aquí, mariscal —dijo el cabo mientras hacía voltear a su caballo para demostrar que no estaba herido.

—Tú, valiente, tienes la cabeza rota.

—Pero la mano está preparada.

—Pon sobre tu fusil un pedazo de trapo cualquiera y ve a parlamentar con esos bandidos. Mientras, yo organizaré la defensa.

El espahí se apresuró a obedecer y se alejó al galope, en dirección a las cabilas, que continuaban avanzando, pero con mayor prudencia que antes.

—Vosotros —prosiguió el mariscal, que se dirigió a los que quedaban—, bajad de las monturas, recostad vuestros caballos y poneos detrás y, cuando dé la orden, haced que los mosquetes trabajen lo más rápido posible. En cuanto a ti, postillón, trae aquí a tus bestias e intenta formar una barricada. Si no se están quietos, mátalos con tu yatagán.

Después de dar estas órdenes, el mariscal se acercó a la portezuela de la diligencia y dijo a los prisioneros, mientras les mostraba una pistola de dos cañones:

—Si hacéis la menor tentativa de fuga, os agujerearé el cráneo a balazos.

—Gracias por la advertencia —respondió el italiano, que sabía con certeza que las cabilas habían ido a rescatarlos—. No era necesaria, sin embargo, pues nos encontramos perfectamente y no corremos el menor riesgo.

El mariscal lanzó una de sus acostumbradas blasfemias y corrió a reunirse con sus soldados, los cuales permanecían a la defensiva, semiocultos tras los meharis tendidos en el suelo alrededor de la diligencia.

Cuando las cabilas vieron llegar al parlamentario, le rodearon con fulmínea rapidez.

El mariscal temió por la vida de su cabo, pero no tardó en tranquilizarse, porque se abrieron al poco rato las filas de las cabilas para dejar paso al soldado. Este regresó sin que nadie le molestara y, al apearse de su montura, el mariscal le preguntó:

—¿Qué quieren, pues, esos bandidos?

—Que se les entregue inmediatamente la diligencia.

—¿Es posible? ¿De modo que bajan de sus montañas para apoderarse de ese desvencijado vehículo? Si es así, que se lo queden cuando gusten.

—Quieren el contenido también, mariscal.

—¿Los prisioneros?

—Me lo han dicho terminantemente.

—Jamás accederé.

—En tal caso, preparémonos a mantener una lucha desesperada, pues están resueltos a todo con tal de conseguir su propósito.

El mariscal cargó su pistola de dos cañones, desenvainó el sable y dijo a sus hombres con voz algo temblorosa:

—Muchachos, recordad que sois hijos de la gran nación que ha hecho temblar Europa; caeremos, pero no nos rendiremos. ¡Viva Francia! Y preparaos para luchar heroicamente. ¡Cabo! ¡Abre fuego!

Un grito agudísimo se oyó en la vasta llanura quemada por el sol y se propagó hasta la entrada del Atlas.

—¡Viva Francia!

Después se oyó un toque de trompeta; daba comienzo la batalla. Los espahíes, decididos a vender caras sus vidas, disparaban rabiosamente contra los grupos de jinetes, los cuales se habían lanzado a la carga con el ímpetu acostumbrado.

Durante diez minutos el intercambio de fuego fue muy intenso por ambas partes, con más bajas de caballos que de caballeros; las cabilas, impacientes por terminar con aquel grupo de hombres, se lanzaron con una súbita furia. Pese a los continuos disparos, llegaron a la diligencia en un abrir y cerrar de ojos, y, mientras hacían encabritar sus caballos, se arrojaron sobre los espahíes, que, tendidos en el suelo, fueron barridos antes de que pudieran levantarse, y pasaron más allá.

Pero el combate era muy desigual. A pesar de su valor y de la desesperación que centuplicaba sus fuerzas, los franceses cayeron uno tras otro destrozados a sablazos. Uno había salido ileso y se arrastraba hacia un caballo con la esperanza de salir de allí y llegar al bled a pedir ayuda. Otros cuatro habían quedado de pie, heridos por los yataganes de las cabilas. Entre los heridos se encontraba el sargento, que había recibido una bala en el omóplato izquierdo. Apenas recogidas las armas, los hijos del Atlas volvían para acabar con los que quedaban.

Hassi-el-Biac no permitió que los caballeros llegasen hasta los franceses.

—¡Mariscal! —gritó al reconocer al comandante del bled que su hija había apuñalado—. Admiramos el valor de los soldados, pero vuestra resistencia es inútil. Os recomiendo que os rindáis y que no nos obliguéis a una masacre inútil.

—¿Rendirnos? ¿A quién? —dijo el mariscal, que, pese al agudo dolor que le producía la herida, blandía terriblemente su sable.

—A las cabilas del Atlas —respondió Hassi.

—¿Con qué derecho empezáis una guerra sin ninguna declaración?

El bigotudo comandante interrogaba con los ojos a sus tres hombres, y cogió su sable.

—No tuvimos tiempo. Así que, mariscal, dese prisa.

Después, avanzó hacia el moro, no sin mirar rápidamente en el interior de la diligencia, y preguntó:

—¿Qué nos haréis?

—Reteneros como rehenes con la promesa de no tocaros un pelo. Cuando todo haya terminado, podréis volver al bled.

—¿Y debemos fiarnos de la palabra de unos bandidos como vosotros? —respondió el mariscal irónicamente.

—Te aseguro que la respetaremos.

El mariscal pareció reflexionar unos instantes, después sacó su pistola de dos cañones como si fuese a entregarla, pero dio un repentino giro, se apresuró hacia la diligencia y gritó:

—¡Voy a matarte, Afza! ¡Lo he jurado!

Apuntaba su pistola para cumplir con su promesa cuando Hassi y Ani, que lo estaban observando, acabaron con él.

Fueron dos disparos de fusil que resonaron casi al unísono, en vez de dos tiros de pistola. El mariscal se dio la vuelta, se llevó las manos al pecho y cayó al suelo fulminado.

—¡Se ha hecho justicia! —dijo Hassi.

Las cabilas, que temían otra traición de los franceses, se preparaban para fusilarlos, cuando el moro intervino.

—¡Hijos del Atlas! —gritó—. El gran jefe de los sanusíes Sidi-Omar ha confiado en mí y tenéis que obedecerme. Ordeno liberar y dejar en paz a estos tres hombres que han peleado valientemente, sin retirarles las armas. ¡Obedeced!

Justo después, se lanzó con Ani hacia la portezuela de la pesada diligencia mientras Afza gritaba desde dentro:

—¡Padre mío! ¡Padre mío!

Pronto se hallaron los dos prisioneros y la joven en brazos de su salvador.

—Padre —dijo el conde, con gracia—, te debo mi felicidad y mi vida.

—Y yo mi piel, padre moro —exclamó Enrico, con gran alegría.

Afza corrió hacia los brazos de su marido y lo estrechó fuertemente contra su pecho, como si temiese que otro peligro pudiera arrebatárselo. Lo miraba y sonreía y lloraba a la vez, mientras Enrico, sin saber cómo expresar su alegría, realizó una serie de saltos mortales que arrancaron gritos de admiración a las cabilas.

—Hijos míos —dijo Hassi—. Ya que hemos tenido la suerte de salvaros, evitemos un nuevo peligro. Solo en el Atlas estaremos seguros. Partamos, pues, sin tardanza.

Afza, el conde y Enrico montaron en tres bellísimos caballos que habían perdido a sus jinetes en la batalla y se pusieron en marcha al frente del pelotón. Cuando ya estaban todos organizados, a punto de partir, a lo lejos resonaron unos toques de corneta. Todos se dieron la vuelta. En el horizonte se veía una masa de caballería, probablemente un regimiento que efectuaba un cambio de guarnición. Sin duda habían oído los disparos y acudían a galope para ver de qué se trataba.

Hassi no pudo reprimir una imprecación.

—¡Maldito sea el profeta si no nos protege!

Después gritó:

—¡Retirada! ¡A toda prisa!

Las cabilas salieron a la carrera con Hassi y sus amigos a la cabeza.

Una gran confusión empezaba a reinar entre los fugitivos, los cuales se dieron cuenta de que iban mal vestidos; al ver las capas blancas de las cabilas, el regimiento imaginó que algo gravísimo había sucedido y avanzaba velozmente mientras disparaba sin cesar sus mosquetes.

Afortunadamente, la entrada a la cordillera no estaba lejos, y se encontraba semicerrada por un muro rocoso que los ayudaría a defenderse, al menos durante unas horas. Lo que más preocupaba a Hassi era la dote de su hija, que no quería abandonar bajo ningún concepto.

—Es absolutamente necesario —dijo al conde y a Enrico— hacer frente a los soldados hasta que yo haya desenterrado el tesoro. Será cuestión de media hora.

El toscano respondió:

—Dame treinta hombres y me comprometo a tenerlos a raya ese tiempo. Tú, conde, procura poner a salvo a Afza y ordena al morabito que vaya a pedir refuerzos a las aldeas más próximas.

—Cuidado, amigo. No dejes que te atrapen —observó el conde.

—Cuando esté en vuestro poder la dote del Rayo del Atlas y ya no tengáis nada que temer, emprenderé la retirada por el desfiladero. Espero que vengan más cabilas a protegerme.

Se disponía a entrar en el desfiladero cuando apareció Ribot, acompañado, o, mejor dicho, guardado por cuatro cabilas.

Enrico, el conde y Afza lanzaron un grito de alegría y de sorpresa al mismo tiempo, pues creían que el bravo sargento había perecido en la furiosa carga de los hijos del Atlas. Apenas tuvieron tiempo de cambiar una sonrisa y un saludo.

Las cabilas se agolparon en los laterales de la entrada para resguardarse de las balas. Pero Hassi no había perdido la calma. Pidió a sus treinta hombres que bajaran de sus monturas y se defendieran detrás del muro hasta rescatar la dote.

—¡Adelante, valientes! —les dijo Enrico antes de separarse de ellos—. Vamos a demostrar de lo que somos capaces.

No tenían un momento que perder. El regimiento cabalgaba sosteniendo las bridas entre los dientes y disparando los mosquetes. Procedió a gran velocidad y se desplegó en ángulo para bloquear mejor la salida del valle. Enrico apenas había dispuesto a sus treinta hombres detrás de las rocas y estaba a punto de ordenar fuego cuando sintió un ligero golpe en la espalda.

Se volvió, sorprendido, y al ver a Ribot, exclamó:

—¡Tú aquí! ¿Por qué no has seguido al conde?

—Mi lugar no está donde el Rayo del Atlas —respondió el sargento con un suspiro.

—Pero no puedes permanecer aquí. Corre a reunirte con los tuyos.

—No dispararé una sola bala.

—Huye mientras puedas. No sé qué pasará en media hora. Ve, amigo, eres libre.

Ribot negó con la cabeza.

—No —añadió—. Quiero presenciar la batalla.

—Las balas no respetan a nadie, amigo.

—Ya no me importa la vida, y estoy harto del bled.

Se sentó encima de las rocas y se tapó el rostro con las manos.

Enrico le miró con gran asombro y murmuró:

—Mucho me temo que se haya vuelto loco o que esté buscando su fin. Los tenemos a tiro. ¡Vamos a detener al regimiento!

Lanzó una mirada rápida hacia el valle que se abría detrás del muro. A cincuenta pasos, el moro y Ani excavaban para poner a salvo los dos preciosos cofres; mil metros arriba, el conde galopaba con Afza en la grupa, escoltado por un grupo de montañeses que disparaban al aire para llamar la atención de los habitantes del Atlas.

—No te cogerán —dijo el toscano—. Daremos batalla y resistiremos.

Los espahíes estaban a tiro de mosquete y habían puesto los pies en tierra mientras avanzaban dispersos.

El ángulo era mayormente alargado y amenazaba con empujar sus extremos entre los dos pasajes del desfiladero. Las cabilas habían repetido dos veces las órdenes, pero se dieron cuenta de que no podrían hacer frente a esos mil doscientos hombres que corrían audazmente al asalto.

Las balas silbaban por todas partes, y los valientes hijos de la montaña, oprimidos por aquel granizo de plomo, caían uno tras otro. Enrico comprendió la terrible situación en la que se encontraban; preparaba la retirada cuando vio a Ribot, que no había abandonado su puesto, que desafiaba las balas y se replegaba sobre sí mismo.

—¿¡Qué te pasa, amigo!? —gritó mientras se precipitaba hacia él, arriesgándose a ser fulminado.

Le levantó la cabeza y la dejó caer rápidamente con un grito de dolor: una bala la había atravesado, provocando al desgraciado sargento una muerte instantánea.

—Otro que muere por el Rayo del Atlas —dijo el toscano mientras lanzaba un profundo suspiro.

Se dejó caer de la roca y miró a su alrededor, consternado. Solo le quedaban siete u ocho hombres, y los espahíes, que habían logrado entrar en el desfiladero, iban a la carga con la tradicional furia francesa. Aquel valiente, que hasta el momento había bromeado con la muerte, se sintió preso de una profunda congoja.

—Es el fin —dijo.

Miró hacia el desfiladero. Una nube de túnicas blancas bajaba por las laderas para bloquear el paso de los espahíes. El conde y Hassi-el-Biac, tras dejar a Afza a salvo con su dote, cabalgaban a la cabeza de los montañeses de todas las aldeas vecinas y corrían hacia ellos con la esperanza de salvar a los últimos defensores. Pero ya no había esperanza. Con un súbito ímpetu, los espahíes habían superado la última cresta de aquella masa rocosa y habían caído sobre las cabilas y los habían masacrado en el mismo sitio.

Un sargento se lanzó contra el italiano, que había arrojado su fusil, y mientras lo cogía por el pecho le dijo:

—¡Eres hombre muerto!

El toscano sonrió tristemente y respondió con voz tranquila:

—No era necesario que te molestaras en decírmelo, amigo. Lo he perdido todo en la partida y pronto pagaré.

El comandante del regimiento, al ver a aquella turba de cabilas que se precipitaba desde la montaña, ordenó la retirada, pues no quería aventurarse a continuar la lucha en el desfiladero. Toda la montaña resplandecía, pero era demasiado tarde.

El regimiento, que empezaba a sufrir pérdidas considerables, volvió lentamente hacia la llanura y se llevó consigo al desgraciado toscano, montado en una silla y levantando una inmensa nube de polvo, mientras los últimos disparos de fusil rugían sobre el Atlas.



Quince días después, el conde, Hassi-el-Biac, Afza y Ani, guiados por el morabito, bajaban, tristes y desconsolados, los últimos contrafuertes de la gran cordillera de levante para salvar la frontera tripolitana.

Aquellos días lloraron al amigo fiel que se había sacrificado por ellos y que ninguna influencia podía arrancar de la muerte.

Estaban ahora seguros, en territorio turco, y podían llegar sin dificultad a Trípoli y embarcarse para Fiume, el gran puerto dálmata.

Veinticuatro horas después de haber dejado para siempre la tierra africana, Enrico el toscano caía en los fosos de Orán bajo una descarga de la primera compañía de la Legión Extranjera.

El consejo de guerra había sido inexorable.

Sobre la traductora


Elena Rodríguez es editora y traductora. Licenciada en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona, también posee un máster en Edición por la UAB y es profesora del máster en Edición Profesional de Taller de los Libros. Entre los autores italianos que ha traducido se encuentran Natalia Ginzburg, Gabriele Romagnoli, Massimo Vacchetta, Lorenzo Amurri, Ernesto Ferrero, Alberto Simone, Daniele Del Giudice, Sveva Casati Modignani, Anna Premoli, Loretta Napoleoni o Elisa S. Amore.

Capítulo 1: El infierno del bled


—Adelante, ¡por la muerte de Mahoma y de todas sus huríes!

—No podemos más, sargento.

—¡Cómo! ¡Os atrevéis a replicar, bribones!

—Queréis matarnos, sargento.

—Reventad de una vez, canallas. ¿Por ventura creíais que encontraríais en las legiones disciplinarias argelinas abanicos, refrescos y palmeras bajo cuya sombra poder dormir la siesta? Adelante, por la muerte de Mahoma; de lo contrario, os envío a todos ante el consejo de guerra.

—No podemos más, sargento —repitieron varias voces roncas que no parecían tener nada de humano.

—El mariscal nos observa y no quiero que me encierren por vuestra culpa. Unas cuantas carreras más, si no queréis que os haga arreglar los huesos por el querido Steiner, que, como sabéis, no tiene los puños delicados. 

Entonces alguien gritó:

—A ese infame lo mataré. ¡Lo juro, sargento!

—¿Quién ha hablado?

Nadie respondió.

—Adelante y a la carrera, os he dicho. El mariscal nos vigila. 

Veinte hombres, vestidos de lienzo blanco, descalzos, sin armas y cargados con las monumentales mochilas que llevan los soldados de la Legión Extranjera que Francia desparrama por sus colonias africanas y asiáticas, corrían desesperadamente, desalentados, llenos de sudor, ennegrecidos por la pólvora y el humo, mientras una explosión de blasfemias y amenazas salía de los labios del sargento instructor.

¡Sargentos instructores! ¡Qué ironía! Tiranos, verdugos, lo peor que uno pueda imaginar, menos instructores, puesto que solo cumplen con una orden: martirizar a los desgraciados 

que el consejo de guerra de Argel o de Constantina ha condenado a las compañías disciplinarias bajo el sol ardiente de Argelia, en los llamados infiernos del bled. 

El bled es el sitio destinado a acoger a los infelices alistados en la Legión que, en un momento de exaltación, sin duda producido por la férrea disciplina o el clima abrasador, se han insubordinado contra sus superiores. 

Se encuentra alejado tanto del mar Mediterráneo como de la ciudad, y puede decirse que plantado en pleno desierto. Se trata de un campo inmenso, rodeado de cobertizos y tiendas, con un edificio completamente blanco que sirve de alojamiento al capitán de la compañía y a los oficiales a sus órdenes, al que está agregado un pequeño hospital.

 Sobre este campo polvoriento, expuesto al ardoroso sol, sin un palmo de sombra, los legionarios hacen sus maniobras, que no son más que inacabables carreras cargados con la mochila a la espalda, y que no tardarán en llevar a la tumba al pobre condenado. 

Hay, sin embargo, una variante: el tiro de la carretilla, que consiste en correr mientras se empuja un pequeño vehículo colmado de arena, que el soldado debe cargar y descargar según las órdenes de sus superiores, y que acaba cuando cae extenuado por la fatiga o muerto de insolación. Los veinte hombres, excitados por los gritos y blasfemias del sargento instructor, vigilados por un fuerte destacamento de espahíes* que se resguardaban del sol a la sombra que proyectaba el edificio, continuaron su veloz carrera con unos ojos que parecían saltar de las órbitas, la respiración acelerada, los rostros congestionados y los vestidos empapados de sudor. 

Los guiaba un legionario de unos treinta años de piel morena, ojos negrísimos y relucientes como el carbón, barba espesa y amplia frente surcada de precoces arrugas. Sus formas, en extremo vigorosas, revelaban una fuerza sobrehumana. Habían ya dado aquellos desgraciados tres vueltas completas bajo la implacable lluvia de fuego, el polvo sofocante que levantaban y el cegador reflejo de las blancas paredes del edificio, cuando el sargento fijó perversamente la mirada sobre el legionario que iba al frente y gritó:

—Al galope el número uno.

El que iba delante, ante aquella orden, partió a toda velocidad, como un caballo lanzado a la carrera, para alcanzar la cola del pelotón. El soldado de piel oscura que le seguía, en lugar de obedecer, se detuvo de golpe, se separó de sus compañeros para no obstaculizar el paso y avanzó bajo el azote del sol con la cabeza baja y jadeando.

—¿Qué haces, maldito húngaro? —exclamó el sargento, que se adelantó hacia él con los puños cerrados.

El legionario le esperó fríamente y, con una voz ronca que traslucía una furiosa cólera que a duras penas podía reprimir, dijo:

—Me faltan fuerzas, pero, si usted no fuera Ribot, quién sabe lo que podría ocurrir.

—¡Cómo! ¿Te faltan fuerzas a ti, que tienes músculos para atemorizar a tu compatriota Steiner? 

—Sí —afirmó el húngaro.

—¿Y crees tú que, con estas palabras, te librarás de la pena? No, querido, es necesario galopar como los demás.

El otro hizo un enérgico gesto de negación.

—Basta, lo que hacéis es inhumano.

—No hago más que acatar el reglamento, querido.

—Destrozándonos el pecho y rompiéndonos las piernas —respondió el húngaro con voz sorda.

—Culpa a mis superiores —contestó el sargento con más suavidad en la voz y alzó los hombros con indiferencia—. Ocupa de nuevo tu lugar, Michele Cernazé, y procura cumplir lo que te mandan. No te quiero mal; me ha contado Steiner que, antes de que te reclutara la Legión, eras un poderoso y noble señor, y que luchaste como un león en México. Que fuiste uno de los cuatro valientes que cruzaron todo un ejército.

—Razón de más para no matarme con carreras inútiles —respondió el húngaro, mientras sus ojos negros relampagueaban de rabia.

—El reglamento es así; adelante, pues, y ponte a la cola. Otro ocupará tu sitio.

—Antes de que un compañero me sustituya, pediré un último esfuerzo a mis músculos. Mejor sería, sargento, que nos enviaran a hacernos matar por cabilas o tuaregs del desierto, en lugar someternos a estos bárbaros tratamientos. En fin, hemos derramado nuestra sangre por Francia, una nación que ni siquiera es nuestra patria.

Y, dicho esto, bajó la cabeza, apretó los puños contra el pecho y se lanzó a una desenfrenada carrera mientras el pelotón emprendía la marcha alrededor de la amplia plaza del bled.

—¡Pobre conde! —murmuró el sargento con voz conmovida, y siguió con los ojos al legionario, que corría como una gacela perseguida por galgos—. ¡Qué resistencia tienen estos magiares!

El húngaro terminó su vuelta y se incorporó a la cola del pelotón; el sargento mandó correr al número dos, un joven pálido, delgado como un faquir indio y roído al parecer por las fiebres que atormentan a los que viven en climas ardientes. 

La endiablada carrera continuaba, dificultada por el calor que aumentaba sin cesar y por la polvareda, cada vez más espesa, que levantaban los cuarenta pies de aquellos desgraciados.

De cuando en cuando el sargento, a fin de romper la monotonía del espectáculo, detenía bruscamente el pelotón y gritaba:

—¡Rodilla en tierra! ¡Apunten! ¡A la carga! 

Compréndase que fingían apuntar, pues todos iban desarmados.

Por fin resonó el deseado mandato:

—¡Descansen!

Los veinte legionarios, completamente exhaustos, sedientos, sudorosos, cubiertos de polvo, con las piernas destrozadas, se detuvieron con los miembros rígidos, en actitud de atención, mientras el sargento pasaba revista y rectificaba con voz imperiosa la posición de cada uno.

El descanso duraba unos minutos, tras los cuales continuaba el feroz tormento, hasta que los infelices no podían sostenerse sobre sus piernas temblorosas. 

Cuando el sargento terminó de revistar la compañía, se oyó una voz estentórea proveniente del edificio blanco:

—¿Qué estáis haciendo, holgazanes?

Poco después aparecía un hombre vestido de blanquísimo lienzo, cubierta la cabeza con un casco de bambú, pequeño, patizambo, con bigotazos y larga perilla, que salió de la puerta principal y avanzó hacia el pelotón.

—¡El mariscal! —exclamó el sargento—; ¡que el diablo lo lleve! Estamos listos. Debe de estar hoy de mal humor; algo malo le habrá hecho Afza.

El comandante provisional del bled (habitualmente, un capitán) se detuvo a cinco pasos del sargento y, tras lanzar una torva mirada al húngaro, le espetó:

—¿Es esta, Ribot, la manera de hacer bailar a estos canallas?

—En este momento he ordenado descanso, mariscal—respondió el sargento, que se cuadró.

—¡Qué descanso! —rugió el bigotudo comandante mientras hacía chasquear la fusta que traía en la mano—. No lo necesitan los legionarios, querido. ¿Hace falta que te explique cómo deben ser tratados estos renegados de todos los países de Europa? ¿Acaso creen que han venido aquí a comer pan francés sin hacer nada? ¡Ah, no!

—¡Nos insultáis, mariscal! —gritó una voz. 

El comandante se retorció los bigotes, adoptó una postura funesta y, mientras temblaba de ira incontenible, preguntó:

—¿Quién ha osado hablar sin permiso?

El húngaro salió de las filas.

—Yo, mariscal —respondió.

—¡Ah! ¡Michele Cernazé, de los condes de Sawa! —dijo con ironía el comandante—. ¿No dejaste tu nobleza allí, en el Danubio?

—En la Legión en que me he alistado no soy más que Michele Cernazé —contestó el magiar, que lanzó al mariscal una mirada de fuego—. Mi nobleza la he dejado en Hungría y no debe ser mencionada en esta África maldita.

—Dejémosla, pues, en los precipicios de los Cárpatos o en los lodos del Danubio —dijo, sarcástico, el mariscal—. ¿Qué me querías decir, al interrumpirme cuando me disponía a dar comienzo al verdadero baile, muy distinto del que os ha organizado el sargento Ribot?

—Que no somos los bribones que creéis; nos hemos batido hasta la muerte por Francia, la nación que hoy nos cubre con su bandera —respondió fieramente el magiar.

—¿Qué gran acción has realizado tú en favor de Francia?

—¿Que qué he hecho? —exclamó, furioso, el húngaro, cerrando los puños—. Yo soy uno de los setenta y dos legionarios que, hace tres años, en julio de 1863, resistieron en México, rendidos de hambre y sed, hasta beber la sangre de los heridos, y combatieron diez horas contra dos mil mexicanos.

—Gran proeza —dijo el mariscal.

—Soy también uno de los cuatro, ya que los otros fueron asesinados por los mexicanos —prosiguió—, que se lanzó contra dos mil asediantes armados con bayonetas.*

—¡Qué lástima que no te mataran!

—No nos mataron porque el comandante mexicano, atónito ante tanta valentía, ordenó a sus oficiales que nos dejaran libre el paso y no nos hicieran el menor daño. Así pasamos a través del ejército que aniquiló a nuestro regimiento. Por otra parte, en vuestro país se dice que, si un soldado francés va al hospital, es para volver a casa; si va un tirador, es para que le curen, y si es un legionario, para morir. Vos lo sabéis —agregó el húngaro con voz sibilante, y sus compañeros aprobaban con la cabeza.

—Lo que yo sé es otra cosa —replicó el mariscal—. Que tú hablas más que un papagayo americano y que, en el tiempo que descansáis, yo me estoy cociendo al sol.

—¡Y a mí!…

—¡Cállate! ¿Quieres que te envíe a Argelia? El consejo de guerra no bromea con los legionarios, y mucho menos con los disciplinarios.

El húngaro, o, mejor dicho, Michele Cernazé de los condes de Sawa, hizo un esfuerzo tan grande para contenerse que todo su cuerpo vibró como sacudido por una descarga eléctrica.

—¡Por Afza! —murmuró con ronco acento. La voz del mariscal, comandante del bled en ausencia del capitán, de misión en Constantina, resonó silbante como un latigazo.

—¡Atención! ¡Paso gimnástico! ¡Adelante el pelotón! ¡Más deprisa, vive Dios!

Los disciplinarios reemprendieron su vertiginosa carrera alrededor del bled.

Las pocas palmeras que había en aquella arena permanecían inmóviles y extendían sus largas hojas sin esparcir un palmo de sombra en la intensa claridad del día. De las lejanas montañas del Atlas, cuyo horizonte se desvanecía ardiente y luminoso, no llegaba el más ligero soplo de viento. Reinaba la calma ardiente del desierto en el bled. Era el infierno, como lo habían justamente llamado los condenados a hundir allí sus penas, en el sur de la baja Argelia. Los veinte legionarios corrían de nuevo sin atreverse a protestar. El consejo de guerra les infundía demasiado terror, pues temían los terribles castigos del bled. Recibían órdenes sin cesar. El mariscal, inmóvil bajo aquel sol implacable, gritaba sin parar mientras chasqueaba su fusta:

—¡Apresurad el paso!… ¡Echaos al suelo!… ¡De pie!… ¡Todos quietos!… ¡A la carrera!… ¡De rodillas!… ¡Apuntad!… ¡Que avance el número uno!… ¡Adelante el dos!… ¡Voy a enseñaros el verdadero baile de los disciplinarios, malditos holgazanes!

En la angustia de la desesperación, ante el terror del más horrible de los castigos, los disciplinarios parecían hallar nuevas fuerzas y obedecían como fieras bajo el látigo del domador. 

Estaban pálidos como cadáveres, tenían espuma en los labios, la barba y los bigotes relucientes por el sudor, y de sus pechos salían, de cuando en cuando, roncos silbidos.

—Veis, sargento Ribot, ¿cómo manejo a estos canallas? —dijo el mariscal con una sonrisa triunfante—. Así tenéis que mandar. ¡Adelante, furia del infierno! ¡Más deprisa! ¡Oye, conde de los condes de Sawa, no creerás que estás en un café de Budapest! ¡Aquellos tiempos pasaron, querido, ahora estás en África, entre ladrones! Alarga más esas piernas.

—Mariscal —dijo de pronto el sargento, con voz tímida—, ¿queréis matarlos?

—¡Que revienten! Hay siete u ocho en este pelotón que quisiera ver desaparecer —contestó el mariscal, y agregó en voz baja—: Especialmente el maldito húngaro. Pero ¡el baile no ha terminado!

Luego, elevó el tono:

—¡Descanso! Sargento Ribot, ordenad que traigan una carretilla. Quiero ver cómo construían estos legionarios las trincheras en México.

El magiar se estremeció al oír la orden. Comprendió que el comandante quería empujarlo a uno de esos actos de rebelión que conducen directamente al consejo de guerra y que terminan con fusilamiento.

—¡Maldito seas! —murmuró mientras se esforzaba por reprimir la cólera.

El disciplinario delgado, pálido, roído por las fiebres, miró con angustia y piedad al húngaro y se acercó a él poco a poco, sin que el temible mariscal se percatase, tras dar una vuelta por detrás de sus compañeros.

—Michele —le dijo en voz baja—, no te dejes atrapar en las redes que te tiende este infame. Acuérdate de la joven árabe y de la promesa de su padre.

—Resistiré —respondió el magiar.

—En todo caso, contad conmigo. Los toscanos no conocemos el miedo.

—Gracias, Enrico, pero te suplico que no intentes nada. Bastará una víctima.

—Ni esa siquiera.

El mariscal estaba ocupado liándose un cigarrillo y no prestaba atención a los dos amigos. Dos disciplinarios, acompañados por el sargento Ribot, habían salido de uno de los extensos cobertizos y empujaban dos carretillas cargadas de picos y palas.

—He aquí lo ordenado, mariscal —dijo el sargento con cierta emoción.

—Muy bien —respondió, y encendió el cigarrillo. 

Aspiró dos o tres bocanadas de humo, que lanzó en todas direcciones, y luego, mientras aparentaba la más completa indiferencia, dijo:

—¿Quién es el número uno?

—Michele Cernazé.

—Entonces podremos ver cómo trabajan sus tierras y construyen sus trincheras los magnates húngaros, que, según dicen, son muy hábiles.

Un murmullo hostil acogió las palabras del mariscal, que, lleno de furor y rabia, exclamó:

—¡Voto al diablo! ¿Quién osa murmurar en mi presencia? ¿Acaso ignoráis, asnos, que, hasta el regreso del capitán, yo mando en el bled? ¡Ira de Dios! ¡Voy a mandar informes a Constantina y Argel para que os hagan comparecer ante el consejo de guerra y os fusilen como conejos! ¿Comprendéis, bandidos asquerosos? Os las veréis conmigo si no hacéis lo que digo. ¡Adelante el número uno! 

El noble húngaro salió de las filas con paso grave y mesurado. Todos los ojos estaban puestos en él y los rostros transmitían inquietud. En sus ojos negrísimos brillaba, sin embargo, una ardiente llama impregnada de amenazas.

—¡Presente, mariscal! —dijo mientras hacía terribles esfuerzos para no revelar la ira que se le agolpaba en el pecho.

—Coge esta carretilla y da una vuelta a la carrera. Has descansado bastante y necesitas movimiento para que no se te entumezcan las piernas.

El húngaro pareció dudar, pero respondió con voz plácida:

—Sí, mariscal.

Cogió la carretilla y, con gran ímpetu, empezó a dar la vuelta, mientras le llovía una serie de órdenes reiteradas y contradictorias:

—¡Coge el pico!… ¡Déjalo!… Coge la pala…, ponla en el suelo…, carga el carrito…, quieto…, échate…, levántate…, saluda al comandante…, cava el suelo…, firmes…, de rodillas…, a la carga como el día que pasaste a través de dos mil mexicanos…, ¡alto!… Coge de nuevo la carretilla…

El húngaro resistía tenazmente; parecía que hubiese hecho el juramento de no caer en la trampa que, con una brutalidad inaudita, le tendía el mariscal. Con el corazón lleno de rabia, desconcertaba a todos por su docilidad en obedecer a su verdugo, y al recibir una orden respondía con una sonrisa forzada:

—Por supuesto, mariscal… Me alegra satisfacer vuestros deseos… Si queréis, os enseñaré cómo se construyen trincheras en Hungría y en México… Ya está la carretilla cargada…

En algún momento, sin embargo, su voz tenía extrañas inflexiones y se asemejaba al rugido de un león. El mariscal abusaba del desgraciado y profería horribles blasfemias, pero el magiar se mantenía firme y no se rebelaba contra el estrafalario comandante. Así que este se cansó antes.

—¡Descanso! —gritó finalmente—. Te concedo el tiempo de liarme un cigarrillo.

—¡Ah! ¿No han terminado aún mis trabajos de sirviente? —preguntó el magiar, iracundo.

—No, querido Michele Cernazé de los condes de Sawa —contestó el mariscal mientras se sacaba la bolsa de tabaco del bolsillo—. Hoy es un día de mucho trabajo para todos. Antes de marcharse, el capitán me ha recomendado que procurase no teneros desocupados, y, como no soy hombre que desobedezca las órdenes de un superior, me veo obligado a divertiros más de lo necesario.

—¡Te ha mandado también que nos mataras, verdad! —replicó el magiar.

—¡Eh!, cierra el pico. Aunque seas un magnate húngaro, no tienes derecho a levantarme la voz. Aquí no estamos en los Cárpatos ni en Budapest. 

Un alarido de fiera herida escapó de los labios del magiar.

—¡Esto es demasiado, miserable! ¡Tampoco tú tienes derecho de insultar a un magnate! ¡Toma! 

Con una ligereza asombrosa, el legionario se había quitado de la espalda la pesada mochila y la había descargado con una fuerza brutal contra el mariscal. Este recibió el golpe en pleno pecho y vaciló sobre sus piernas, pero, antes de caer, recibió otro en la nariz. El segundo ataque procedía del joven delgado, pálido y roído por las fiebres que todos conocían con el nombre de Enrico el Toscano.

Mientras el mariscal caía en brazos del sargento y perdía sangre en abundancia de la nariz rota, el húngaro se dirigió al italiano y le dijo:

—¿Qué has hecho, amigo? Bastaba con una sola víctima.

—Que sean dos si quieren —respondió tranquilamente el toscano—. Estoy harto de la Legión Extranjera y del bled. El consejo de guerra me hará un favor si me agujerea la piel.

—¡Quien se mueva es hombre muerto!

Michele Cernazé se cruzó de brazos con un gesto soberbio de desafío.

—¡Yo soy el culpable! —exclamó—. Podéis arrestarme; no opondré resistencia.

—¡Arrestad a estos dos bandidos! —rugió furioso el mariscal mientras contenía con un pañuelo la sangre que salía a borbotones de su nariz—. ¡Atadlos de manos y pies, y al calabozo de castigo hasta que vuelva el capitán! ¡Canallas! ¡Os fusilarán en tres semanas!

Los espahíes se precipitaron sobre el magiar y su compañero y los ataron fuertemente mientras el irascible mariscal gritaba como un endemoniado:

—¡Cargadlos de cadenas! ¡Que no tengan más que pan y agua! ¡Ribot, te hago responsable! ¡Consejo de guerra! ¡Fusilamiento!

—¡Espero que te quede la nariz aplastada para siempre! —dijo el toscano—. ¡Ya era hora de acabar con tus maldades, antropófago!

Los dos legionarios fueron conducidos hacia el edificio blanco mientras sus compañeros emprendían de nuevo, blasfemando, la terrible carrera en torno al bled.

Capítulo 2: La Legión Extranjera


Desde los lejanos tiempos de Carlos VII a Napoleón I, Francia tuvo a sueldo tropas extranjeras. La Legión Extranjera, llamada con razón «la milicia de los desesperados», no surgió hasta el año 1831, bajo el reinado de Luis Felipe, que se valió de ella para completar la conquista de Argelia.