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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 469 - julio 2019

© 2011 Cara Colter

Sueños de amor

Título original: To Dance with a Prince

© 2010 Teresa Carpenter

Chispas de amor

Título original: Sparks Fly with Mr Mayor

© 2011 Nina Harrington

La mujer que quiero

Título original: The Last Summer of Being Single

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-353-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Sueños de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Chispas de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

La mujer que quiero

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL PRÍNCIPE Kiernan de Chatam irrumpió en la enfermería de palacio, donde yacía su primo, el príncipe Adrian, dando alaridos y retorciéndose de agonía.

–¡Te dije que ese caballo era demasiado para ti! –rugió Kiernan.

–Yo también me alegro de verte –repuso Adrian, casi sin aliento.

Kiernan meneó la cabeza. Su primo era un inquieto joven de veintiún años que compensaba su imprudencia con grandes dosis de carisma y encanto.

En ese momento, Adrian sonrió con valor a la joven enfermera. Luego, volvió a prestarle atención a Kiernan.

–Mira, si me ahorras el sermón, mucho mejor –dijo Adrian–. Necesito con desesperación que me hagas un favor. Me esperan en un sitio.

En primer lugar, su primo nunca estaba desesperado, pensó Kiernan. En segundo lugar, rara vez se preocupaba por hacer esperar a nadie.

–Corazón de Dragón va a matarme si no estoy ahí. Te lo digo en serio, Kiernan, he conocido a la mujer más temible del mundo.

En tercer lugar, Kiernan sabía que su primo no había conocido jamás a una mujer a la que no pudiera engatusar con su pícara sonrisa.

–¿Crees que podrás ir en mi lugar? –rogó Adrian–. Sólo esta vez…

La enfermera le tocó a Adrian la rodilla, muy hinchada, y él gritó.

Lo que más le maravillaba a Kiernan era que Adrian, que nunca se había preocupado por nada que no fuera él mismo, estuviera pensando en algo diferente de su herida.

–Pues anula la cita –sugirió Kiernan.

–Pensará que lo he hecho a propósito –replicó Adrian, apretando los dientes de dolor.

–Nadie puede creer que hayas tenido un accidente a propósito.

–Ella, sí. Corazón de Dragón, es decir, Meredith Whitmore. Le sale fuego por la boca –dijo Adrian y, por un instante, esbozó una mirada soñadora–. Aunque lo cierto es que su aliento huele, más bien, a menta.

Kiernan estaba empezando a pensar que Adrian estaba bajo los efectos de algún medicamento psicotrópico.

–La verdad es que Corazón de Dragón se come a los principitos como yo para almorzar. A la plancha. Igual toma menta después –continuó Adrian.

–¿De qué diablos estás hablando?

–¿Recuerdas al sargento Henderson?

–Cómo no –respondió Kiernan. Henderson había estado a cargo de convertir a los jóvenes príncipes en duros y disciplinados guerreros, capaces de obedecer y dar órdenes sin pestañear.

–Meredith Whitmore es él. Igual que el sargento Henderson, pero diez veces peor –afirmó Adrian y gimió de dolor de nuevo.

–Debes de estar exagerando.

–¿Podrías ir en mi lugar, por favor?

–¿Por qué voy a ir en tu lugar con una mujer que se come vivos a los príncipes y que hace que el sargento Henderson parezca a su lado una girl scout?

–Fue un error –admitió Adrian con tristeza–. Pensé que iba a ser más fácil. Me pareció mucho más divertido que los demás compromisos oficiales de la Semana de la Primavera.

La Semana de la Primavera era una fiesta anual de la isla de Chatam, un festival de origen medieval que duraba siete días. Comenzaba con una gala benéfica y terminaba con un gran baile. Los festejos estaban a punto de comenzar.

–Podría haber elegido entregar los premios a la banda de percusión de preescolar, dar el discurso de cierre de las fiestas o bailar un poco. ¿Tú cuál habrías elegido? –prosiguió Adrian.

–Seguramente, el discurso –contestó Kiernan y miró a la enfermera–. ¿Le ha dado alguna medicación?

–Todavía, no. Pero voy a hacerlo –contestó ella.

–Pues tienes suerte –señaló Adrian, haciéndole un guiño a la enfermera–, porque tengo el trasero real más bonito… ¡Ay! ¿Era necesario hacerme tanto daño?

–No se comporte como un chiquillo, Alteza –le reprendió la enfermera y se alejó.

–Pues yo elegí bailar. Iba a actuar con un grupo en la noche de la gala benéfica.

–¡No pienso ocupar tu lugar en una actuación de baile! Los dos sabemos que no sé bailar. «El Príncipe de los Corazones Rotos también rompe pies», ¿recuerdas? –dijo Kiernan, citando una frase que le había dedicado un periódico, junto a una foto en la que estaba pisando a su pareja de baile.

–La prensa es muy dura contigo, Kiernan. Desde hace diez años, te llaman el príncipe Playboy.

El apodo se lo habían puesto cuando había tenido dieciocho años y había terminado de estudiar en un colegio de chicos. Había tenido un año de libertad antes de comenzar su entrenamiento militar y, por desgracia, se había comportado como un niño en una tienda de dulces…

Más tarde, a los veintitrés años, el príncipe Kiernan se había prometido a una de sus más antiguas y queridas amigas, Francine Lacourte. Ni siquiera Adrian conocía la verdadera razón de su ruptura ni por qué ella había desaparecido de la vida pública. Pero la prensa había dado por sentado que Kiernan había tenido la culpa.

Por otra parte, mientras la prensa adoraba el ánimo lúdico y divertido de Adrian, Kiernan era considerado como un príncipe demasiado serio y distante. Después de dos compromisos rotos con mujeres famosas, la gente pensaba que era un hombre frío y distante.

Kiernan sabía que tendría que llevar esa cruz para siempre y que sería considerado un rompecorazones incluso aunque se hiciera monje. Una idea que, después de todo lo que había pasado, no le resultaba tan descabellada…

Sin embargo, el futuro del reino de Chatam descansaba sobre sus hombros. Kiernan era el sucesor inmediato de su madre, la reina Aleda. Esa clase de responsabilidad bastaba para que cualquier hombre renunciara a rendirse al amor.

Adrian era el cuarto en la línea de sucesión, una posición que, según Kiernan, era mucho más relajada.

–Deberían haber tirado a Tiffany Wells por un puente –comentó Adrian, refiriéndose a la segunda mujer con la que se había prometido su primo–. Se lo merecía. Te hizo creer que estaba embarazada. ¡Y tú ni siquiera hiciste pública la razón de vuestra ruptura! Claro, claro, ya sé que eres un hombre de honor…

–No estamos hablando de eso –protestó Kiernan, deseando dejar el tema–. Mira, Adrian, no creo que pueda bailar en tu lugar…

–Yo nunca te pido nada, Kiern.

Era cierto. Todo el mundo tenía súplicas, exigencias, peticiones para Kiernan. Adrian, no.

–Hazlo por mí –insistió Adrian–. Será bueno para ti. Aunque quedes como un tonto, la gente pensará que eres humano.

–¿No parezco humano?

Adrian ignoró su pregunta.

–Para variar, podrías ganarte a la prensa. Me duele mucho que siempre hablen de ti como si fueras un frío esnob.

–¿Frío? ¿Esnob? –dijo Kiernan, fingiendo estar ofendido.

Adrian volvió a hacerle caso omiso.

–Siempre y cuando puedas sobrevivir a la dragona que, por cierto, no soporta la falta de puntualidad. Y tú… –dijo Adrian y miró el reloj–. Llevas veintidós minutos de retraso. Está esperando en la sala de baile.

Lo más inteligente sería enviar a alguien a la sala de baile para que le informara a la dragona de que Adrian estaba herido, pensó Kiernan mientras salía de la enfermería.

Sin embargo, le venció su curiosidad por conocer a la mujer que había conseguido intimidar a Adrian. Porque, si él era famoso por su frialdad, el encanto de su primo era, también, legendario.

La prensa adoraba al príncipe Adrian. Era el príncipe azul, por contraposición a él, que hacía el papel de príncipe Rompecorazones. Todas las mujeres se rendían a los pies del príncipe Adrian.

Y Kiernan quería conocer a la excepción a la regla.

Por eso, decidió ir a la sala de baile en persona para presentarle a la dragona las excusas de su primo antes de despedirla.

 

 

Meredith miró el reloj.

–Llega tarde –murmuró ella para sus adentros. ¡No podía creerlo! ¡Era la segunda vez que el príncipe Adrian la hacía esperar!

Meredith se había sentido un poco intimidada por el joven príncipe durante los diez primeros segundos de su encuentro en la exclusiva escuela de baile que tenía en el centro de la ciudad.

Pero, enseguida, Meredith se había dado cuenta de que era un hombre muy amable… ¡y muy acostumbrado a hacer lo que le daba la gana, incluido llegar tarde! Ella estaba por encima de los encantos masculinos y Adrian no era una excepción.

Por eso, Meredith le había dejado muy claro cuáles eran las reglas y había estado segura de que él no volvería a retrasarse, sobre todo, cuando ella había aceptado reunirse en la sala de baile de palacio, para ponérselo más fácil al príncipe.

Sin embargo, estaba claro que se había equivocado, se dijo Meredith. Con los hombres, nunca aprendía…

Meredith miró a su alrededor en el lujoso salón e intentó no cohibirse ante tanta grandeza.

Inspiró los olores que le recordaban a su infancia. Su madre, una mujer soltera, había sido limpiadora y ella reconoció el fresco aroma a suelos recién fregados, a cera de la madera, a abrillantador de plata, a limpiacristales.

Su madre se hubiera sentido maravillada de verla en esa habitación, pensó Meredith. Siempre había soñado con que su hija llegaría a lo más alto.

Sin embargo, los sueños de su madre se habían hecho trizas cuando Meredith se había quedado embarazada a los dieciséis años.

El sol de la mañana inundaba el suelo de mármol a través de los enormes ventanales y se reflejaba en los cristales de las lámparas de araña.

Meredith volvió a mirar el reloj.

Había quedado hacía media hora con el príncipe Adrian. Él no asistiría, adivinó.

De todas maneras, con príncipe o sin él, bailaría en ese salón, se dijo a sí misma, mirando a su alrededor.

Lo haría por su programa benéfico Nada de príncipes, dirigido a enseñar baile moderno a chicas adolescentes de los barrios más pobres de la ciudad. A ella, el baile le había servido para seguir adelante, para no hundirse.

–No necesitas a un príncipe para bailar –dijo Meredith en voz alta. De hecho, ése había sido el eslogan de su programa de formación.

Meredith cerró los ojos. Imaginó la música. Hacía años, había tenido que renunciar a la escuela de ballet clásico por su maternidad. Sin embargo, con el tiempo, había averiguado que se sentía mucho más cómoda con un tipo de baile menos rígido, más espontáneo. Había creado una forma de danza propia, que combinaba diferentes estilos y le permitía transportarse a un lugar donde sus recuerdos no la asediaran.

Dejándose llevar por una música imaginaria, Meredith recorrió la sala dando vueltas, saltando, libre de toda inhibición.

De pronto, pensó que poder bailar en aquel gran salón de palacio sería como un homenaje a su madre.

Se quedó quieta, saboreando el recuerdo de su madre, imaginando que la abrazaba, que hacían las paces…

En ese momento, aún con los ojos cerrados, Meredith creyó oír una risa de bebé.

Se giró, al mismo tiempo que el silencio total de la sala se rompía por el aplauso de un par de manos.

–¿Cómo te atreves? –protestó ella, sintiéndose como si el príncipe Adrian la hubiera estado espiando en un momento íntimo. Pero, entonces, se dio cuenta de que no era Adrian.

Era el futuro rey.

El príncipe Rompecorazones.

El príncipe Kiernan de Chatam había entado en la sala de baile y se había quedado apoyado en la puerta. El brillo de diversión que lucía en sus ojos se desvaneció al instante ante la reprimenda de ella.

–¿Que cómo me atrevo? Disculpa, pero pensé que estaba en mi casa –repuso él, atónito.

–Lo siento, Alteza –balbuceó ella–. No lo esperaba. No pensaba que nadie pudiera estar viéndome.

Meredith se dio cuenta, al instante, de que las fotos de él publicadas en periódicos y revistas no le hacían justicia. Y comprendió por qué lo llamaban príncipe Rompecorazones.

No podía creer que existiera un hombre tan guapo. Eso, combinado con su estatus real, era un cóctel explosivo para romper corazones con una sola mirada, pensó ella.

El príncipe Kiernan era imponente. Era alto y fuerte, con el pelo moreno bien cortado y peinado y el rostro de una perfección exquisita y masculina.

Al parecer había estado montando a caballo, por sus ropas. Pero, a pesar de su atuendo informal, todo en él irradiaba poder y seguridad.

Era un hombre nacido para ser rey.

De pronto, Meredith dejó de sentirse como una famosa bailarina y una exitosa mujer de negocios y se sintió como la hija de la señora de la limpieza, educada para doblegarse ante los que eran «más que ella».

Al pensar en la desinhibida sensualidad de su pequeño baile privado, Meredith se sonrojó. Rezó porque le tragara la tierra en ese mismo instante.

Pero ella sabía mejor que nadie que rezar no servía de nada.

–Alteza real –saludó ella e hizo una reverencia sin ninguna gracia.

–No es posible que tú seas Meredith Whitmore –comentó el príncipe, perplejo.

–¿No?

Incluso su voz, melódica, masculina y profunda, era demasiado atractiva, tan sensual como una caricia, pensó ella.

Meredith deseó poder volver a ser la mujer segura de sí misma en que se había convertido y dejar de comportarse como la pobre hija de una sirvienta.

–¿Por qué no puedo ser Meredith Whitmore? –preguntó ella, esforzándose por sonar llena de confianza, pero sin conseguirlo.

–Por lo que Adrian me contó, esperaba encontrarme… una versión femenina de Atila, el rey de los hunos.

–Qué halagador.

Una sonrisa fugaz atravesó el rostro de Kiernan.

Sin duda, era una sonrisa capaz de romper corazones, se dijo Meredith. ¡Pero ella ya no tenía corazón!, se recordó.

–Adrian me contó que eras una especie de… sargento.

Meredith adivinó que Adrian había sido todavía menos delicado. Al saber que los dos hombres habían estado hablando de ella en términos tan poco halagadores, deseó poder esfumarse sin dejar rastro.

–Estaba a punto de irme –dijo ella, intentando comportarse como si su tiempo fuera extremadamente valioso–. El príncipe Adrian llega tarde.

–Me temo que no va a venir. Me ha enviado para informarte de ello.

Meredith sintió un escalofrío de aprensión.

–¿Quiere decir que no va a venir hoy?

Pero, de alguna manera, ella conocía la respuesta. Y era culpa suya. Había sido demasiado severa con él. Había sido demasiado mandona y exigente, se reprendió a sí misma.

«Una versión femenina de Atila, el rey de los hunos».

–Lo siento. Ha tenido un accidente.

–¿Grave? –preguntó Meredith, preocupada al imaginar que ese príncipe, tan inofensivo y dispuesto a agradar, estuviera herido.

–Se ha caído montando a caballo. Cuando le dejé, tenía la rodilla del tamaño de una pelota de baloncesto.

Meredith se encogió, pensando de inmediato el duro golpe que eso significaría para sus planes y para sus alumnas.

–Bueno, por terrible que eso sea, el espectáculo debe continuar –señaló ella, obligándose a no perder la compostura–. Estoy segura de que podemos reescribir la coreografía y hacerla sin él. Nos llamamos Nada de príncipes por algo.

¿Nada de príncipes? ¿Así se llama tu compañía de baile?

–Es más que una compañía de baile.

–De acuerdo. Estoy intrigado –admitió él–. Cuéntame más.

Meredith observó, sorprendida, que el príncipe parecía interesado de verdad. A pesar de no querer mostrarse vulnerable delante de él, ella respiró hondo y decidió aprovechar la oportunidad de hablarle de su proyecto a alguien tan influyente.

Nada de príncipes es una organización dirigida a chicas de los barrios más pobres de la ciudad de Chatam. Gran número de estas chicas, con sólo quince, dieciséis y diecisiete años, cuando todavía son unas niñas, están deseando dejar la escuela y tener hijos, en vez de recibir una educación.

Era lo que le había pasado a ella en realidad, pero no era necesario desvelar ese detalle.

–Intentamos animarles a seguir aprendiendo, a obtener habilidades profesionales, a confiar en sí mismas y a ser autosuficientes. Esperamos poder influir en ellas para que no sientan que necesitan ser rescatadas por el primer chico que piensan que es un príncipe.

Michael Morgan había sido ese príncipe para ella. Había sido nuevo en el barrio, llegado de algún lugar lejano con un sensual acento australiano. Ella había sido una chica sin padre, vulnerable, deseando recibir atención masculina.

Y, gracias a él, no volvería a ser vulnerable de nuevo.

–¿Y dónde encajas tú en ese proyecto, mi bailarina gitana?

¿Su bailarina gitana? Algo dentro de Meredith se estremeció, pero no dejó que se notara. Habló con toda la profesionalidad de que fue capaz.

–Me temo que mucho trabajar y nada de jugar es mala combinación para cualquiera. Además de encargarme de todo el papeleo para Nada de príncipes, también me ocupo de la parte divertida. Enseño a las chicas a bailar.

–Al príncipe Adrian no le pareció divertido –dijo él.

–Puede que fuera un poco exigente con él –admitió ella.

El príncipe Kiernan rió y su risa iluminó la estancia. ¿Por qué en las fotos de las revistas siempre salía con expresión seria y sombría?, se preguntó ella.

Al escucharlo reír, Meredith no pudo evitar imaginárselo como el príncipe azul que toda mujer esperaba que la rescatara en su corcel blanco.

Ni siquiera una mujer como ella misma, amargada y decepcionada del amor, podía ser inmune a la sonrisa de Kiernan. Entonces, Meredith se forzó a mantener la cabeza fría y se recordó que, si le habían puesto el apodo de príncipe Rompecorazones, sería por algo.

Si no recordaba mal, además, antes de ponerle ese sobrenombre, la prensa lo había bautizado como príncipe Playboy. Sin duda, era un hombre peligroso, se dijo ella.

–Tiene mucho mérito que pudieras ser exigente con él –comentó Kiernan–. ¿Y cómo se ha metido Adrian en todo esto?

–Una de nuestras chicas, Erin Fisher, hizo una coreografía que expresa muy bien la idea del proyecto. Es una obra muy buena. Muestra cómo las chicas son recogidas de las esquinas, donde no hacen nada de provecho, más que coquetear con hombres, y se convierten en bailarinas profesionales, con ambiciones y un futuro por delante. La coreografía tiene una escena onírica en la que una chica baila con un príncipe –explicó Meredith–. Sin decirnos nada a ninguna, Erin envió su obra al palacio, con un vídeo de las chicas bailando y la sugerencia de añadirlo a la noche de gala benéfica de la Semana de la Primavera. También propuso que el príncipe Adrian representara la escena del sueño. Las chicas se entusiasmaron mucho cuando él aceptó.

A Meredith se le cerró la garganta de emoción al recordar la hazaña de Erin. De todas las chicas, Erin era su favorita. Tenía mucho potencial, era una excelente bailarina y se parecía mucho a ella. También, era muy sensible y se desanimaba con facilidad.

–Siento la desilusión que se van a llevar –comentó el príncipe Kiernan, como si le hubiera leído el pensamiento.

El príncipe Kiernan era un hombre muy atractivo. Y su voz era tan sensual como una caricia de seda en la nuca. Era un príncipe de verdad, se dijo ella.

Pero Meredith representaba a Nada de príncipes. Su objetivo era enseñar a las jóvenes a no dejarse llevar, a no creer en los cuentos de hadas. Su misión era rescatar a chicas vulnerables, impidiendo que dieran sus vidas por una fantasía, como ella misma había hecho.

Pero nunca más volvería a ser vulnerable con un hombre, se recordó Meredith.

–Una pequeña desilusión ayuda a fortalecer el carácter –replicó ella, levantando la cabeza y cruzándose de brazos.

–Lo siento.

–No pasa nada –aseguró ella, forzándose a sonar firme–. Son cosas que escapan a nuestro control.

Entonces, al instante, Meredith recordó el suceso de su vida que más había escapado a su control.

Ella tragó saliva y parpadeó, obligándose a bloquear la memoria.

El príncipe la estaba observando con atención, como si pudiera ver dentro de ella.

–Adiós –dijo Meredith–. Gracias por venir en persona, Alteza. Se lo diré a las chicas. Lo arreglaremos de alguna manera. No pasa nada.

Meredith se dio cuenta de que su voz sonaba balbuceante y temblorosa. Pero no podía dejar de hablar.

–Las chicas lo superarán. De hecho, estamos acostumbradas a que nos decepcionen. Podemos reescribir la parte del príncipe Adrian. Cualquiera puede representar su papel. Adiós –repitió ella, esperando que él se fuera.

El recuerdo que había intentando bloquear, sin embargo, seguía allí, acosándola, y Meredith se sentía incapaz de contener las lágrimas por más tiempo.

Pero Kiernan no se movió. Probablemente, el protocolo dictaba que fueran los príncipes quienes despedían a las plebeyas y no al revés, se dijo ella.

Meredith se giró y comenzó a recoger el equipo de música que había llevado para preparar la clase con Adrian.

Esperó escuchar pasos alejándose o el ruido de la puerta abriéndose y cerrándose.

Sin embargo, a sus espaldas sólo había silencio.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MEREDITH respiró hondo un par de veces. Se aseguró de haber mantenido a raya las lágrimas antes de girarse. El príncipe Kiernan seguía allí parado.

–Significaba mucho para ellas, ¿verdad? –preguntó él con suavidad–. Y, sobre todo, para ti.

Meredith se sorprendió porque él hubiera interpretado con tanta precisión lo que sentía. Pero, al menos, el príncipe no tenía ni idea de por qué sus emociones eran tan profundas.

Para ocultar sentimientos más hondos, Meredith respondió con el discurso al que siempre recurría cuando intentaba recaudar fondos para Nada de príncipes.

–Cuando un príncipe, un verdadero príncipe y una de las personas más populares de la isla, reconoció el valor de lo que hacían las chicas, fue increíble. Creo que les dio esperanzas de que sus sueños podían hacerse realidad. La esperanza es algo que se vende muy caro en barrios donde ellas viven. Y es algo muy peligroso también.

Meredith hizo una pausa y él se pasó una mano por el pelo.

–La esperanza no debería ser algo peligroso –observó él con suavidad–. En ningún barrio.

Ese hombre era capaz de hacer que cualquiera se derritiera, reconoció Meredith para sus adentros. Pero ella estaba vacunada contra los encantos masculinos. Había visto vidas, incluida la suya propia, arruinadas por un momento de tentación.

¡Y ese hombre era la viva imagen de la tentación!

Por otra parte, él era un príncipe y ella era la hija de una sirvienta. Había cosas que no debían mezclarse, se dijo. Ella procedía de una familia pobre. No era una virgen inocente. Y había conocido la tragedia hasta el punto de perder su habilidad para soñar, para tener fe.

En lo único que Meredith tenía fe era en sus chicas de Nada de príncipes. Y lo único que calmaba su dolor era bailar.

No, los cuentos de hadas no eran para ella.

Meredith sólo confiaba en sí misma. Nunca confiaría en un hombre y, menos, en un príncipe. Por eso había sido tan inmune a los encantos del príncipe Adrian.

–Yo lo haré –afirmó Kiernan con firme resignación, como si se estuviera ofreciendo voluntario para ir a la horca–. Ocuparé el lugar del príncipe Adrian.

Meredith se quedó con la boca abierta. Luego, la cerró. La oferta del príncipe, nacía sólo de su sentido de la obligación. Y sus recuerdos se dispararon de nuevo.

«Claro que me casaré contigo», habían sido las palabras que Michael le había dicho cuando ella le había contado que estaba embarazada. Pero había sido mentira.

Sin embargo, Meredith tuvo la sensación de que el príncipe Kiernan no era de los que huían de sus compromisos. De todos modos, no podía aceptar su oferta.

Enseñarle al príncipe Adrian los pasos de la escena del sueño habría sido llevadero. Algo así como hacer de maestra de un hermano menor y revoltoso.

Pero el hombre que tenía delante era diferente.

El príncipe Kiernan, príncipe Rompecorazones, era una de las cosas más peligrosas del mundo.

–No es buena idea. Gracias, pero no –dijo ella.

Él se mostró sorprendido, sin entender cómo alguien podía rechazar una oferta tan generosa. Y, al instante, la miró como si estuviera molesto.

–No tienes ni idea de cuánto trabajo hace falta –intentó justificarse Meredith–. El príncipe Adrian se comprometió a varias horas del ensayo al día. Sólo queda una semana para la gran gala. No creo que podamos ponerte al día en ese tiempo, de veras –añadió–. Gracias, pero no.

El príncipe se acercó a ella. De cerca, parecía todavía más alto. Y su aroma era como una droga. Aunque no tan seductora como el azul de sus ojos. Su mirada la envolvió en un hechizo de sensualidad.

–¿Tengo el aspecto de ser un vago? –preguntó él en tono retador.

¿La verdad? Él no tenía ni idea de lo que era el trabajo, pensó Meredith. El príncipe no sabía que para pulir esos suelos, para limpiar las ventanas y para sacar brillo a esas lámparas hacía falta un equipo de personas trabajando durante horas.

Pero Meredith no dijo nada porque, cuando lo miró a la cara, vio en sus ojos una energía y una determinación implacables.

Entonces, ella comprendió lo que le proponía. Kiernan se ofrecía para salvar los sueños de todas sus chicas. Y, a pesar de que ella no quería tener que lidiar con su fuerte atractivo a diario, ¿cómo podía rechazar su ofrecimiento?

Desde que el príncipe Adrian había aceptado bailar en la obra que ella había escrito, Erin se había llenado de autoconfianza. Sus notas en el instituto habían empezado a destacar. Incluso le había mencionado a Meredith que quería ser médico.

Meredith no podía dejar en la estacada a sus chicas sólo porque ella se sintiera vulnerable.

–Gracias, Alteza –dijo ella con tono formal–. ¿Cuándo podremos empezar?

 

 

El príncipe Kiernan había saltado en paracaídas, había participado en maniobras militares, había pilotado un helicóptero.

Había navegado solo en aguas peligrosas, había remado en kayak entre las olas.

Lo cierto era que su vida no había estado vacía de excitación y que se había enfrentado al peligro a menudo.

Lo que no se esperaba era sentir tanto miedo ante la perspectiva de tener que bailar.

Y lo que más le sorprendía era que había aceptado hacerlo dejándose llevar por un impulso. Según recordaba, él sólo había ido allí con el objetivo de conocer a Corazón de Dragón, a presentarle las excusas del príncipe Adrian y despedirla.

Él nunca había sido un hombre impulsivo. Ni estaba acostumbrado a cambiar de plan. Era un lujo que no podía permitirse.

El verano en que había tenido dieciocho años, sus días de energía desmedida y descontrol le habían enseñado que la espontaneidad tenía un precio.

En el ejército, había aprendido a redirigir su energía y a sustituir la impulsividad por disciplina.

Había aprendido, también, que su vida no le pertenecía. Todas sus decisiones debían ser sopesadas pensando no en su propio bienestar, sino en el bien de su pequeña nación. Había poco espacio para la espontaneidad en un mundo cuidadosamente estructurado y planeado. Su agenda de obligaciones y compromisos reales, a veces, estaba organizada con años de antelación.

Consciente de que siempre estaba siendo juzgado y observado, Kiernan se había convertido en un hombre calmado y frío. En sus apariciones en público, siempre se mostraba circunspecto. A diferencia de su primo, él no podía permitirse demostrar sus sentimientos. A diferencia de Adrian, él no podía llegar tarde, ponerle motes a la gente, ni olvidar sus citas.

Kiernan era correcto en toda la rigidez de la palabra. Y su actitud no despertaba calidez en los demás, pero sí confianza. La gente sabía que podían confiar en él como rey. Incluso después de lo de Francine y los rumores que había despertado, su pueblo había seguido confiando en él, dándole el beneficio de la duda.

Sin embargo, su relación con Tiffany Wells, en la que Kiernan reconocía haber perdido en control de la situación, había dañado mucho su imagen. Su reputación había pasado de ser la de un hombre frío y distante a la de un caradura sin corazón.

No volvería a perder el control nunca más, se dijo él.

Por otra parte, bailar en una gala benéfica podía ser una manera de mejorar su imagen pública, pensó. Su ruptura con Tiffany había sido hacía un año. Tal vez, era hora de que la gente viera que era capaz de relajarse, divertirse y mostrar su cara más humana.

¿Era ésa la razón por la que se había ofrecido a hacerlo?, se preguntó él.

No.

¿Había sido por las chicas, porque se había dejado conmover por los objetivos de Nada de príncipes? Kiernan sentía simpatía por esas jóvenes de procedencia humilde que buscaban el reconocimiento de alguien importante. Y apoyaba su causa.

¿Pero había sido ésa la razón por la que había aceptado bailar, comprometiéndose con algo que requeriría de él mucho más esfuerzo que firmar un cheque o dar un discurso?

No.

Entonces, ¿había sido por ella? ¿Era Meredith Whitmore la razón por la que había acordado hacer algo que tanto le incomodaba?

Kiernan pensó en ella. Tenía unos ojos preciosos color avellana, labios jugosos, unas cuantas pecas y un cabello castaño rizado que rogaba ser acariciado.

Su cuerpo, además, era esbelto, de bailarina. No podía negar que era una mujer muy atractiva.

Y bella. Sin duda. Sin embargo, Kiernan sentía cierta aprensión por la belleza, sobre todo después de su experiencia con Tiffany. A veces, una cara de ángel podía esconder un corazón traidor.

Meredith Whitmore no parecía capaz de traicionar a nadie, pero había algo en ella que él no comprendía. Era una mujer joven, pero sus ojos parecían fríos, tristes, desconfiados.

Lo cierto era que Kiernan no había aceptado sólo porque le daría buena imagen, ni porque fuera una buena causa, ni por la belleza y el misterio que envolvía a Meredith Whitmore. Ni siquiera había sido por cómo ella había reaccionado a la noticia ni por cómo había intentado ocultarle su decepción.

No, se dijo Kiernan frunciendo el ceño. La verdadera razón se ocultaba en lo que había sentido cuando la había visto bailar, sin que ella lo supiera.

Pero no sabía precisar ni explicarse su motivación. Y eso le molestaba en gran medida.

Intentando dejar atrás sus elucubraciones, Kiernan respiró hondo y abrió la puerta del salón de baile.

Esperó encontrarla bailando, como el día anterior, y tal vez así descubrir la respuesta que buscaba. Pero Meredith no era la clase de mujer que se dejaba sorprender dos veces seguidas.

Ella estaba preparando el equipo de música en la otra esquina del gran salón. Al verlo, se enderezó.

–Señorita Whitmore –saludó él.

Meredith llevaba unas mallas de un horrible color púrpura, calentadores y una cinta en la cabeza. No tenía ni una gota de maquillaje en el rostro. Y llevaba una camiseta enorme color verde pistacho con el logo No besamos ranas.

Kiernan estaba acostumbrado a que la gente intentara impresionarlo, pero estaba claro que Meredith se había vestido pensando sólo en su comodidad y en el trabajo que tenía por delante. Él no supo si sentirse complacido o molesto porque ella no se hubiera tomado ningún esfuerzo en resultar atractiva.

¡Y no supo si sentirse complacido o molesto porque estuviera atractiva de todas maneras!

–Príncipe Kiernan –saludó ella con tono frío–. Gracias por hacer un hueco en su agenda.

–He hecho todo lo que he podido. Aunque igual tengo que responder alguna llamada ocasional.

–Lo comprendo. Gracias por ser puntual.

–Siempre soy puntual –repuso él, comprendiendo por qué Adrian se había sentido intimidado. Nada de formalismos, ni de superficialidades. Algo en su tono de voz le recordaba a su viejo tutor de palacio. ¡Sin duda le sentaba bien el mote de Corazón de Dragón!

–Estupendo –dijo ella y se cruzó de brazos. Dio un paso atrás para observarlo. Frunció el ceño con desaprobación.

Kiernan se sintió fuera de lugar. Como si hubiera asistido a unas maniobras militares con el traje de gala real.

–¿Es necesario que use esos pantalones? –preguntó ella–. Le he traído unas mallas, por si acaso.

¿Mallas?, se dijo él, arrepintiéndose de haberse comprometido a bailar.

–Estoy seguro de que con lo que llevo puesto bastará –repuso él con rigidez, dejando claro en su tono de voz que un príncipe no discutía sobre sus pantalones con una plebeya.

Tras un momento en que no pareció muy convencida, Meredith se encogió de hombros y encendió un ordenador portátil.

–He traído un vídeo que quiero que vea, si no le importa, Alteza.

Kiernan se acercó a ella y un aroma a limón lo envolvió. La luz de las lámparas brilló en el pelo de ella, haciendo que sus rizos parecieran de fuego.

–Ha tenido doce millones de visitas –comentó él, mirando la página de Internet que ella había abierto.

Eran imágenes de una boda. Una multitud de invitados rodeaba un espacio en el centro, donde estaban el novio y la novia.

–Ahora, el primer baile –anunció una voz en el vídeo.

El novio le dio una mano a la novia y colocó la otra sobre su cintura.

–Es el vals nupcial –explicó Meredith–. Un baile tradicional de tres pasos.

El novio comenzó a girar con torpeza con su pareja por la pista de baile.

Kiernan se sintió aliviado. Ese hombre bailaba como él.

–No hace falta que me enseñes nada. Eso ya lo sé hacer –comentó él y se miró el reloj–. Igual todavía tengo tiempo de montar a caballo antes de comer.

–Ya he perdido un príncipe por culpa de los caballos –replicó ella, sin apartar la vista de la pantalla–. Nada de montar hasta que no pase el día de la gala.

Kiernan se quedó atónito y fijó la mirada en Meredith Whitmore. Ella pareció no darse cuenta.

Esa mujer daba órdenes con una naturalidad increíble, pensó él. Bueno, lo cierto era que Adrian ya se lo había advertido.

–Disculpa, pero no he aceptado hacer esto para que dirijas mi…

Meredith lo hizo callar como si fuera un muchacho.

–Shh. Esta parte es importante.

Kiernan estaba tan perplejo que tuvo ganas de reír. Nunca nadie le había hablado así. Era una mujer muy mandona, se dijo, mirándola. Y lo peor era que estaba guapa cuando mandaba.

Sin embargo, él no estaba dispuesto a dejarse controlar. Alargó la mano y apretó el botón de pausa del monitor.

Fue Meredith quien se quedó perpleja entonces y posó en él toda su atención.

–Te voy a dedicar dos horas al día para practicar, tiempo que apenas puedo permitirme –dijo él–. No vas a decirme lo que puedo y no puedo hacer con el resto de mi tiempo. ¿Está claro?

Pero Meredith Whitmore no se mostró impresionada, ni acobardada. Al contrario, parecía furiosa.

–Yo también he buscado un hueco para ti –replicó ella, ofendida–. No pienso invertir más tiempo para que termines lesionado tú también. ¡Andamos muy mal de tiempo y es por culpa del accidente a caballo del príncipe Adrian!

Kiernan la observó de cerca. En sus ojos, creyó percibir algo más.

–Los caballos te dan un miedo de muerte –adivinó él con suavidad.

 

 

 

Meredith miró al príncipe a los ojos. Ella no temía a los caballos, pero sí tenía un miedo de muerte a los caprichos de la vida, a las cosas que escapaban a su control. Pero era más fácil dejar que él creyera que había acertado.

–Claro que me dan miedo los caballos. No son algo común en las calles de Wentworth. La única vez que he visto uno fue cuando una enorme bestia se desbocó en medio de un desfile en la Semana de la Primavera y pisoteó a dos espectadores.

–¿Eres de Wentwoth? –preguntó él, sin dejar de observarla con atención.

–Sí –afirmó ella y levantó la cabeza.

Entonces, sintiendo que le había revelado demasiadas cosas de sí misma, Meredith bajó la mirada y volvió a poner en marcha el vídeo.

En la pantalla, el novio miraba a la novia a los ojos y su expresión cambiaba, llena de ternura, como si estuviera transformándose de muchacho en hombre.

–Si te fijas –señaló ella, intentando centrarse en el trabajo–, la música está cambiando y los pasos también. Se parece más a la salsa, un baile original de Cuba que tiene también raíces africanas.

Los movimientos del novio se volvieron más sensuales y posesivos, mientras guiaba a la novia por la pista.

–Aquí viene otro cambio –indicó ella–. Ahora el ritmo es más cercano al hip hop.

Entonces, el novio soltó la mano de su pareja y comenzó a bailar solo delante de ella. Sus pasos contaban una historia de amor, llena de pasión, fuerza, devoción… los pasos de un hombre que ganaba seguridad en sí mismo a cada segundo.

–Esta clase de movimientos requieren un torso fuerte, además de flexibilidad y equilibrio –comentó ella–. Es una clase de baile que tiene mucho de deporte. Es necesario estar en forma.

Meredith miró al príncipe de reojo. Sin duda, él tenía un torso fuerte y estaba en forma.

El bailarín del vídeo se sujetó de cabeza sobre una mano, se puso en pie de un salto, se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata.

–Si se quita algo más, me voy –dijo Kiernan.

Meredith lo miró. ¿Acaso el príncipe Playboy era en realidad un puritano?

Los dos observaron cómo el novio movía pies, brazos y caderas con una impecable coordinación y sensualidad. La multitud aplaudía emocionada.

Con las últimas notas musicales, el novio corrió hacia la novia, se echó de rodillas a sus pies, la rodeó la cintura con los brazos y la miró como si fuera su tesoro más preciado. Una mirada capaz de hacer que cualquiera se derritiera.

El baile había sido tan íntimo y conmovedor que, cuando terminó, Meredith apenas se atrevió a mirar a Kiernan, sintiéndose como si acabaran de presenciar un acto privado entre un hombre y una mujer.

Pero no era más que teatro, se recordó ella.

–¿Qué le parece?

–Me parece que me he sentido muy incómodo viendo eso.

Vaya, él también había captado la sensualidad y lo íntimo del baile, se dijo ella.

–Creo que va a tener que superar su puritanismo –comentó ella con tono de superioridad.

En ese momento, él posó la mirada en los labios de ella y Meredith tuvo la certeza de que el príncipe era de todo menos puritano.

El aire vibró entre ellos, pero Meredith se negó a mostrarse intimidada. Se puso en jarras y lo observó como si fuera un interesante espécimen que hubiera que analizar al microscopio.

–¿Ha captado el romanticismo del baile? –preguntó ella–. El novio representaba con sus pasos la esperanza, el amor, su entrega total a la novia.

–¿Aunque para eso tenga que quedar como un tonto delante de tanta gente?

–¡No queda como un tonto! Parecía loco de amor. ¡Toda mujer sueña con que su novio la mire de esa manera!

–¿Ah, sí? –preguntó él, mirándola a los ojos–. ¿Tú también?

¿Ella también?, se preguntó Meredith. ¿Quedaría en su corazón todavía algo de debilidad, la necesidad desesperada de creer en el amor?

–Yo no creo en el amor –repuso ella, sin estar segura de a quién quería convencer. ¿Al príncipe o a ella misma?

–¿De veras?

–¡Sí! –exclamó ella y, sin darle tiempo a preguntar por qué, continuó–: La verdad es que yo soy una excepción a la regla. A la gente le gusta el romanticismo. El amor es el motor esencial de cualquier representación de danza. Da la esperanza de un final feliz.

–Algo que no siempre se hace realidad –puntualizó él con amargura.

En ese instante, Meredith sintió compasión por él. Durante una fracción de segundo, los ojos del príncipe se llenaron de un dolor que a ella le resultaba demasiado familiar.

–Lo que quiero decir es que, si puede bailar de forma un poco parecida, conseguirá meterse a todo el mundo en el bolsillo –continuó ella con tono suave–. ¿Qué opina?

–No pienso bailar de forma parecida a eso. Ni siquiera para meterme a la gente en el bolsillo.

–Bueno, claro, no tiene por qué ser igual, pero ese vídeo recoge la esencia de lo que queremos hacer con la escena del baile del príncipe.

–Es demasiado íntimo –protestó él.

–Es la escena de un sueño, Alteza. Bailar es muy parecido a actuar.

–¿Podríamos actuar algo menos íntimo?

–Supongo que sí. ¿Pero qué gracia tendría eso? Además, sería una sorpresa para todo el mundo. Tiene la reputación de ser… un poco rígido. Esto cambiaría su fama del todo.

–¿Rígido? ¿Es que vas a decirme que, además de puritano, soy rígido?

Kiernan la miró con intensidad y sus ojos fueron un libro abierto. Meredith leyó en ellos su deseo de tomarla entre sus brazos y demostrarle si era rígido y puritano o no.

Cuando él se metió las manos en los bolsillos, ella no supo si sentirse aliviada o decepcionada.

–Modificaremos la escena para que se sienta cómodo con ella –dijo Meredith–. Veamos ahora qué sabe hacer.

Ella se giró para poner la música, aprovechando el momento para recuperar toda su profesionalidad y distancia. Hizo sonar el vals nupcial, se enderezó y le tendió la mano.

–¿Alteza?

Era el momento de la verdad, se dijo Meredith, con la sensación de que, si él aceptaba su invitación al baile, todo su mundo iba a cambiar.

Kiernan titubeó un momento.

–¿Alteza?

Kiernan le dio la mano.

Y Meredith sintió que una corriente eléctrica le recorría todo el cuerpo.