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Carlos Bassas del Rey (Barcelona, 1974) trabaja como juntaletras de fortuna, labor que equilibra con la docencia y la escritura de guiones. En el 2007 ganó el premio Plácido al Mejor Guion de Género Negro en el IX Festival Internacional de Cine Negro de Manresa. En el 2012 publicó su primera novela, Aki y el misterio de los cerezos (Toro Mítico), y ganó el premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona con El honor es una mortaja (Tapa Negra). En el 2015 llegó Siempre pagan los mismos (Alrevés), ganadora del Tormo Negro, y una nueva entrega de la saga japonesa Aki, El Misterio de la Gruta Amarilla (Quaterni). En el 2016 publicó el libro de haiku Mujyokan (Quaterni), la novela corta La puerta Sakurada (Ronin Literario) y Mal Trago (Alrevés), y en el 2018, El samurái errante (Quaterni). Ese mismo año publicó su última novela negra, Justo (Alrevés), que ha sido nominado a varios premios, entre ellos el Hammett.

 

El dolor por la muerte de un hijo es innombrable y se manifiesta de modos muy distintos. También lo hacen la soledad, el vacío, el miedo, la culpa y la rabia que traen consigo al saber que esa vida ha sido arrebatada. De la noche a la mañana, Soledad se convierte en la madre muerta de una niña muerta. El inspector Romero, encargado de investigar el caso, vivirá su propio calvario tratando de descubrir la verdad. La de la muerte de la niña y otra que solo le atañe a él. Soledad narra esa doble búsqueda desde la duplicidad constante de voces. También es un recordatorio de que, en ocasiones, la verdad no libera, sino que lo calcina todo a su alrededor.

SOLEDAD

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SOLEDAD

Carlos Bassas del Rey

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Primera edición: mayo del 2019

Para Josep Forment, siempre con nosotros

www.alreveseditorial.com

Producción del ebook: booqlab.com

 

 

 

Para los que ya no están.
Y para las que están desde el principio

 

Esta es la historia de un crimen.

Esta es la historia de dos fantasmas.

Esta es la historia de cuatro muertos.

Esta también es una historia de:

Muerte.

Culpa.

Soledad.

Dolor.

Vacío.

Miedo.

Odio.

Rabia.

Venganza y…

Verdad.

A partir de aquí, el lector solo encontrará tristeza.

Avisado queda.

DÍA 1

MUERTE

 

Soledad

La nena está muerta.

La han encontrado al detonar el día, en el parque. Llevaba puesto el vestido blanco con estampado de flores azules, aunque nunca has sabido bien si era al revés, si lo que era azul era el vestido o si las que eran blancas eran las flores.

Llevaba puestos los zapatos de tacos altos de charol que le hacían daño; le rozaban el talón pero le daba igual.

Se los regalaste por su cumpleaños.

Te insistió, «Ya soy una mujer, quiero esos zapatos, los de tacos altos».

Te insistió como lo hacen las niñas caprichosas, con todo tipo de chantajes, y cediste; se los compraste sin que te importara que su padre pusiera mala cara, que la abuela dijera que eran de puta.

La abuela:

«La niña parece una loca con esa pinta, nomás le falta mostrar la hendija.»

También llevaba las uñas hechas y los labios pintados de melocotón. El carmín aún olía al llegar el forense, pero no a fruta, sino a golosina. Ese debió de ser su último acto en vida, convertirlos en confitura para su amante, en caramelo para su verdugo.

A pesar de que sus ojos estaban abiertos, ya no veían la nube abandonada en la inmensidad del cielo ralo.

Su soledad era unánime.

La de esa pequeña nube blanca.

La de la nena tirada en el suelo del parque.

El sanitario [treinta, estaba de guardia, llevaba casi veinticuatro horas despierto] que le ha buscado el pulso al llegar apenas se ha atrevido a rozarle la piel de la muñeca, cerca del tatuaje que simula el ojal de una cerradura. Era la primera vez que veía el cadáver de una niña y ha tenido miedo de perturbar la ligereza de su sueño.

La confirmación del forense, en cambio, ha sido áspera. No ha temido despertarla; sabe que la niña no duerme, sabe que está muerta, tanto como sabe desde hace tiempo que lo verdaderamente frágil en este mundo es la vida.

Ha sido su aliento a café con leche el que ha emitido la sentencia.

FORENSE:

«Está muerta.»

Ha comenzado entonces la rutina legal, una coreografía eficaz, un baile reglado de pasos, de gestos precisos, de piruetas medidas. Ha bailado la policía alrededor del cuerpo; han bailado la jueza y el secretario al llegar [a ella, treinta y dos, le gusta el Nightclub two step; a él, cincuenta, el Lindy hop]; ha bailado el forense mientras varios curiosos observaban acodados en la barra. Hasta que los de la funeraria han metido el cuerpo dentro de una bolsa de plástico, lo han cargado en la parte posterior de una furgoneta y lo han trasladado al Anatómico Forense.

Allí es donde has ido con tu marido tras recibir la llamada que te ha roto el sueño. Te habías dormido en el sofá con la ropa puesta. Te has desnudado a toda prisa, has colgado el vestido azul en el armario, te has cambiado la ropa interior, te has pasado agua por la cara, el sexo y los sobacos y te has recogido el pelo.

Ni siquiera te has fijado en la mañana al salir, en lo claro del día, en el sol ya desperezado, en esa nube blanca abandonada en mitad del cielo ralo.

El taxista [cincuenta, calvo, hace tiempo que no ama a su mujer, ella tampoco lo quiere, se aguantan, aunque eso no importa para esta historia] os ha mirado por el espejo interior nada más ponerse en marcha. Os ha vuelto a mirar al rato para asegurarse: era la primera vez que llevaba a dos muertos.

Viajas en el asiento trasero, pero vas dentro de la bolsa con la nena y no puedes dejar de pensar en que es de plástico [poricloruro de vinilo], del mismo plástico que los cientos de envases que ves cada día en el supermercado; envases que sirven para alojarlo todo, leche, yogures, fruta, verduras, comida preparada.

Para empaquetar la muerte.

«La nena va dentro de un recipiente de plástico», te has dicho.

Lo sabes porque lo has visto en televisión, en las películas; a los muertos se los mete en una bolsa de plástico negro y se los carga en la parte trasera de una furgoneta de reparto.

Carne muerta.

Ya está.

Eres nada.

Al fin nadie.

La nena está muerta.

La nena va dentro de una bolsa de plástico negro.

Al llegar, un hombre que se ha identificado como policía [no iba de uniforme, siempre te han dado miedo los uniformes, su impunidad] os ha conducido por un pasillo viejo, también te ha parecido sórdido; las paredes estaban ajadas y el suelo de linóleo arañado por el paso de decenas de camillas sobre las que han transportado a otros tantos muertos, otros cuerpos metidos en otras bolsas de plástico; otros hombres, otras mujeres y niños y niñas que no te importan porque no son tuyos.

A ti solo te importa la nena.

Os han hecho pasar a una habitación con un ventanal cerrado. El policía ha golpeado el cristal y un tramoyista ha descorrido el telón. Era un médico [lo sabes porque llevaba un pijama verde y una bata blanca].

La has observado, incrédula.

La nena está muerta.

La has vuelto a mirar para asegurarte, como ha hecho con vosotros el taxista.

Era ella pero no era ella.

Tú tampoco eras tú.

La han despojado de todo, de los zapatos de tacos altos, del pintalabios, del maquillaje, de la ropa interior, del vestido azul con flores blancas, blanco con flores azules.

Lo único que ahora cubre su desnudez es un sudario de algodón rígido.

Has recorrido cada uno de sus pliegues hasta reducirlo a un rectángulo, todo para evitar mirarla. Lo has hecho una, dos, tres veces buscando un nuevo modo de doblar la sábana, más rápido, más eficaz. Eso es lo que haces todos los días en el trabajo, doblar sábanas, plancharlas, hacer camas.

La costumbre [un acto inconsciente] ha tratado de imponerse al horror para salvarte, para liberarte de pensar en ese cuerpo despojado de todo lo que tuvo un día; en que la nena ya no es, en que la nena ya no será más.

Has sentido entonces la nada más absoluta; la de la nena, la de la extraña que como tú mira a través de ese aparador que expone la muerte, la tuya mientras el forense y el policía esperaban tu confirmación.

No la han pedido.

Han esperado con las manos cruzadas al frente uno, con los brazos a la espalda el otro.

Pero tú te has negado a reconocerla.

No porque no fuera ella.

Es ella.

Es la nena.

La nena está muerta.

Es su rostro, son sus cejas, es su nariz, es su boca. Es suya la mano que asoma por debajo del sudario de almidón, la de la muñeca con el tatuaje del ojal de una cerradura que ya nadie abrirá.

Es ella.

Has velado su descanso decenas de veces, como ahora, que también parece dormir, aunque la quietud de sus músculos y la ausencia de rubor en sus mejillas le han dejado una expresión vaga, un gesto impreciso.

«La nena ya no es más que un contenedor vacío», has pensado.

El médico y el policía han vuelto a mirarte como si la palabra final solo te correspondiera a ti, a quien le dio la vida que alguien, aún no sabes quién, aún no sabes por qué, ha decidido quitarle.

Tampoco te han apremiado esta vez.

Tú has permanecido callada.

Te has vuelto a negar a reconocerla porque sabes que hacerlo supondrá verificar de un modo definitivo tu demolición, la del mundo en el que habitas.

Te vienen a la cabeza las palabras del Señor, «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros [Juan 1:14]», y piensas que si no lo dices, que si no conjuras la verdad, la nena estará en otro lugar, quizás en su habitación, dormida sobre su cama.

Por eso callas.

«No lo digas, Soledad.»

«No pronuncies las palabras.»

Hasta que tu marido [que no te oye, que jamás te ha escuchado] ha decidido romper el silencio.

«No lo digas.»

Ha dicho:

«¿Qué le han hecho a mi niña?»

«¿Qué te han hecho?»

«¡Qué te han hecho!»

Su voz ha abierto la puerta a una rabia que [aún no lo sabes] va a acabar ocupando cada célula de tu cuerpo hasta convertirse en tumor, en un cáncer cuya metástasis transportará el veneno a cada uno de tus órganos.

Tu marido ha girado la cabeza. Le has devuelto la mirada buscando algo a lo que aferrarte porque hace rato que las planchas de linóleo del suelo han dejado de sostenerte. Pero lo único que has encontrado en su rostro es desprecio; asco en esos labios fruncidos que muestran una fila superior de dientes sucios; asco en sus cejas arqueadas, en sus pómulos alzados, en su nariz contrita.

Y justo entonces, sus ojos te lo han dicho por primera vez:

«Es culpa tuya.»

Romero

Romero está tumbado en la cama cuando la llamada le rompe el sueño, aunque dejó de hacerlo hace tiempo, soñar.

Romero recuerda el día con exactitud [lo preciso sería decir que lo que recuerda es la muerte que le arrebató la capacidad de convocar nada que no sean pesadillas]. Todo empezó igual, con otro telefonazo.

Por eso ahora siente la necesidad de desertar. No le importa que lo llamen cobarde; le dan igual las cuatro plumas a estas alturas de película.

—Sí.

—Buenos días, inspector. —Es la voz de Mendoza [Javier, treinta y dos, subinspector, aún cree en la bondad del hombre y en la ley, no sabe que un día dejará de hacerlo]—. Han encontrado el cuerpo de una niña en el parque Gaviria.

«Su puta madre.»

No le sale pensar otra cosa [Romero no lo pronuncia en voz alta, quizás lo murmura, eso habrá que preguntárselo a Mendoza, que, de escucharlo, habrá sido el único] porque solo él sabe lo que esa llamada anuncia de verdad.

Solo Romero es consciente de que a partir del instante en que esté frente a ese cuerpo pasará a convertirse en su fantasma, uno nuevo, otro más.

Romero carga ya con demasiados fantasmas.

Todos cargamos con algún fantasma.

Su mujer le da la espalda. Es un acto de hastío [eso cree Romero] más que de desprecio.

Hace algún tiempo que ha quedado reducida a una espalda muda, a una silueta bajo la sábana.

La mujer de Romero está hecha de aire.

En eso piensa mientras conduce camino del parque Gaviria. Por eso no presta atención a la pequeña nube blanca abandonada en mitad del cielo, tampoco a las calles que se suceden como un panorama a través del parabrisas y de las ventanillas ni a la canción que suena en la radio [es «Alone», de Green Carnation; aunque a Romero le da igual porque no la escucha].

La niña lleva un vestido azul con flores blancas, «quizás es blanco con flores azules», piensa al verlo. Romero no entiende de moda; para él, el vestido es blanco y es azul, y aunque parece dormida, sabe que jamás despertará.

Romero lo sabe porque la muerte es tajante.

—Está muerta —confirma el forense [Alberto Alcaraz, sesenta, sabe que las cosas carecen de sentido desde hace tiempo, ya no busca porqués, solo cómos, solo cuándos].

Lo segundo en lo que repara Romero es en sus zapatos. Piensa que son de mujer, aunque lo que yace a sus pies es el cadáver de una cría.

Romero se fija también en el maquillaje, en el colorete, en la sombra de ojos, en las pestañas, que son largas, que son espléndidas, en sus labios recién pintados; brillan y huelen a caramelo.

Por un momento, Romero piensa que es el rocío que se ha depositado en ellos.

También repara en su manicura y en que le han arreglado el pelo; alguien se lo ha peinado y se lo ha dispuesto a un lado. También le han alisado el vestido.

Romero sabe que los muertos no se peinan, que los muertos no se arreglan; a los muertos los asean, los apañan, antes las viejas, ahora un desconocido [Tanatoestética: conjunto de actividades que se practican sobre un cadáver para mejorar su aspecto], como alguien ha hecho con la niña.

Una vez ha terminado de observar el cuerpo, mira al forense, que niega con la cabeza.

Uno, Romero, sabe qué pregunta; el otro, Alcaraz, sabe qué le preguntan.

Son demasiados muertos.

Alcaraz levanta la cabeza de la niña [lo hace como si fuera una pompa de caramelo recién cristalizada] y muestra la hendidura por la que le ha goteado la vida.

La piedra es apenas el extremo de una pirámide que asoma entre la hierba; ha brotado con el único propósito de lastimar un tobillo, de herir una rodilla, de matar a la niña.

Dios tiene estas cosas.

«Dios es un gran hijo de puta», piensa Romero.

Lo sabe.

Romero ha visto todo lo que tenía que ver para saberlo.

—Todo lo demás parece intacto —señala Alcaraz—. A excepción de la uña —indica, levantando la mano de la niña.

Es una mano pequeña.

Es una mano de porcelana.

Romero asiente. Al menos está identificada. La niña lleva encima el DNI: se llama Abigail L. y acababa de cumplir los catorce. El dinero también está. Lo que no está es su móvil. Alguien se lo ha llevado.

Romero sabe que una niña de esa edad jamás se separa de él.

Las niñas de la edad de Abigail viven en el interior de sus dispositivos electrónicos. Allí se sienten seguras. Allí está todo lo que necesitan: amigos, novios, amantes, verdades, mentiras, secretos, amores, odios, vergüenzas; el universo reducido a una composición simple de ceros y unos y ceros y unos y ceros.

Romero toma aire. Lo hace porque sabe lo que le acecha: avisar a los padres, comunicarles la muerte, convocarlos para la identificación, despedazarles la vida.

También sabe que no hay un modo bueno de hacerlo, por eso siempre opta por el timbre neutro, por las palabras justas, por la fórmula que recibió de otro heraldo de la muerte.

Romero recuerda sus palabras, el símil futbolístico:

«Vas a joderle la vida a alguien, así que cortita y al pie.»

Lo hace por teléfono. No es lo más adecuado, lo sabe. Debería pedir un psicólogo, ir en persona, pero siente pudor ante el derrumbe de otros.

Romero suelta el aire retenido [que se ha vuelto amargo en sus pulmones] al colgar.

La mujer que baja del taxi es otro cadáver [Romero sabe ya a estas alturas que pasa justo de los treinta, que ella y su marido llegaron a este país hace doce con la niña en brazos y la abuela a cuestas]. Lo que ve es un rostro extenuado, un esqueleto al que han arrojado encima un manto de piel para cubrir la desnudez de los huesos.

A pesar de ello, aún conserva la repercusión lejana de una belleza notable, la que ya había estallado en flor en el rostro de su hija. Pero lo que más llama la atención de Romero son sus manos; parecen trasplantadas, pertenecen a otro cuerpo; han crecido a su antojo, a un ritmo diferente del resto de la anatomía que las sustenta.

Son manos ásperas, son manos feas, de dedos cortos, de palmas anchas.

El hombre que la acompaña [Wilson G, cuarenta y cinco años, marido, maltratador, putero] es un tipo de hombros estrechos, brazos largos y piernas cortas. Debió de ser un medio galán en el pasado, con su bigote a lo Gilbert, a lo Fairbanks, a lo Valentino. Lo único que conserva de entonces es esa fina línea de vello bajo su nariz tuberosa; el resto es pura fealdad [el resto es pura maldad].

Romero se presenta de nuevo. Sabe que la mujer no recuerda su nombre, que lo único que ha escuchado por teléfono es el binomio hija-muerta; después de eso, solo cabe el silencio.

Trata de acompasar la zancada mientras avanzan, quiere que le sientan cercano, y entonces repara en ello. Lo ha visto otras veces, tantas, muchas, demasiadas: el destello de esperanza en los ojos del que aún no ha constatado la verdad por sí mismo.

Romero sabe que, ante el derrumbe inminente, los familiares se aferran a cualquier resto del naufragio que se mantenga a flote.

«¿Y si no es ella?»

«¿Y si se han equivocado?»

«No es ella.»

«Se han equivocado.»

«No puede ser ella.»

«La niña no está muerta.»

«La niña duerme en su habitación.»

La muerte no es hasta que alguien la hace verbo; solo entonces, al encarnarse, se concreta, estalla en toda su magnitud y su onda expansiva llega a todos los rincones; solo entonces alcanza el grado de absoluta, de irremediable, de irreparable.

Y la muerte se hizo carne y habitó entre nosotros.

Romero golpea el cristal [son exactamente tres golpes con un nudillo, el del dedo corazón]. Alcaraz descorre la cortina y sus ojos se encuentran; por mucho que conocen el libreto, cada función es diferente.

Romero recuerda el arranque de una novela [no sabe cuál, no sabe dónde la leyó, tampoco cuándo, no es importante]: «Todas las familias felices se parecen, las infelices lo son cada una a su manera».

Hace mucho tiempo que Romero no conoce a ninguna familia feliz.

Las familias felices no existen.

Romero observa a la mujer. Le deja espacio, le da tiempo, quiere ser escrupuloso con su dolor [sabe que en una circunstancia así cualquier gesto, toda expresión es siempre impostada]. Y, desde esa lejanía medida, ve cómo la verdad le infecta el rostro.

«La diferencia no es mucha», piensa; su expresión ya es la de una expirante, pero una nueva lividez ha comenzado a propagarse por sus mejillas.

La mujer permanece en silencio, está ausente, la vista perdida en algún lugar inconcreto, incorrecto.

Las miradas de Alcaraz y Romero coinciden de nuevo; ambos saben que lo mejor es esperar, dejar que la evidencia se asiente con la sutileza del polvo que cubre despacio el mueble abandonado. Pero, pasado un tiempo, no es ella quien habla, sino el marido.

Sus labios se despegan y exponen el dolor, la frustración, la incomprensión, el enfado y la rabia que su mujer ha sido incapaz de pronunciar.

«¿Qué le han hecho a mi niña?»

«¿Qué te han hecho?»

«¡Qué te han hecho!»

La mujer vuelve el rostro hacia su marido. Romero no ve rastro de pena en él, tampoco la solidaridad de un dolor compartido.

Su mirada es fría.

«La mirada de esa mujer está vacía», piensa.

Es una mirada de cuencas desocupadas y ella una estatua de sal. Hasta que las últimas palabras del marido le abren una herida en el centro mismo del pecho.

«Es culpa tuya», la apuñala frente al cuerpo de su hija muerta.

Soledad

«Es culpa tuya», te ha repetido al llegar a casa.

«A la niña la han matado por tu culpa, la dejabas vestir como una puta», te ha dicho su madre.

«Lo de la nena ha sido culpa tuya, si la hubieras vigilado más, si no la hubieras consentido tanto, si no le hubieras dejado hacer siempre lo que le venía en gana», ha añadido tu marido.

Sabes a qué responde su odio, de dónde les nace la rabia.

La nena era su plan.

Por eso sabes —crees saber [es en parte creencia, es en parte deseo, también es miedo]— que no ha sido él, que no la ha matado porque con su muerte se ha esfumado la promesa de un futuro mejor, la esperanza mercantil que traía consigo la erradicación de vuestra miseria, que la nena se preñara de un jailón [Bolivia: tipo adinerado], porque la nena había salido con la piel blanca, la nena era preciosa, con sus ojos color marrón claro, casi ámbar, con sus labios rellenos, con su cara perfecta.

Por todo eso, la nena hubiera sido un regalo para el chaval, para los suegros.