Portada: El asesino vive en el 21. Stanislas-André Steeman
Portadilla: El asesino vive en el 21. Stanislas-André Steeman

 

Edición en formato digital: mayo de 2019

 

Título original: L’assasin habite au 21

En cubierta: ilustración de NRM /
Pictorial Collection / Science & Society Picture Library

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Stanislas-André Steeman

© De la traducción, Susana Prieto Mori

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17860-47-9

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo

 

I HENRY BEECHAM SE ENFADA

II RUSSEL SQUARE, NÚMERO 21

III CASA RODEADA

IV LOS REYES DE TEBAS

V ONCE A LA MESA

VI ¡S-M-I-T-H, SMITH!

VII UNA VELADA ENCANTADORA

VIII ENTRE LAS OCHO Y LAS NUEVE

IX «IL B...»

X MR. SMITH = COLLINS

XI LA ELEGÍA DE MASSENET

XII TERCER GRADO

XIII MARJORIE A SECAS

XIV MR. SMITH = DOCTOR HYDE

XV «ES UN MUCHACHO EXCELENTE»

XVI EL PROVOCADOR

XVII «QUERIDA VALERIE»

XVIII MR. SMITH = ANDREYEW

XIX BUEN TIEMPO

XX EL DIFUNTO SEÑOR SMITH

XXI CUATRO SÍES

XXII MR. SMITH = ¿ ?

XXIII BRIDGE PLAFOND

XXIV LEJANA ENID

XXV BUENAS NOCHES

Prólogo

El transeúnte cayó sin un grito, absorbido por la niebla antes de llegar al suelo. Su maletín de cuero hizo plon al golpear la acera.

Mr. Smith suspiró. Pensaba: «¡Qué fácil es! ¡Aún más fácil que la primera vez!».

De hecho, no había notado el sudor en las manos ni los retortijones en el vientre que, dos noches antes, habían ralentizado su impulso asesino.

Las farolas, encendidas desde la mañana, marcaban las calles con capullos luminosos y los escasos vehículos rodaban al paso. De los agentes de la circulación no se distinguían más que los guantes y el casco blanco por encima de la mancha lívida del rostro. «¡Un tiempo perfecto para los asesinos!», como había dicho Mr. Smith a la señora Hobson al salir de casa.

Volteó el cuerpo con el pie, se arrodilló, asió la muñeca de su víctima. Luego sus manos enguantadas de caucho negro la recorrieron como necróforos diligentes.

Dos minutos después, frente al número 15 de Rackham Street, cuatro hombres rodeaban un bulto oscuro tendido sobre la acera.

El primero era el doctor Graves, del cercano Hospital Princesa Luisa. El segundo llevaba uniforme de policía. El tercero era el inspector Fuller, de Scotland Yard. El último, al fin, visiblemente abrumado por sus responsabilidades, provenía también del Hospital Princesa Luisa, donde era ordenanza. Era él quien, tras tropezar unos momentos antes con el cadáver, había dado la voz de alarma.

—Fractura del cráneo —determinó el médico mientras se ponía en pie—. Muerte instantánea producida, como mucho, hace un cuarto de hora —añadió sin expresar emoción alguna—. El segundo en tres días, si no me equivoco.

El inspector se había inclinado a su vez sobre la víctima. Como hombre seguro de lo que se traía entre manos, hizo dos gestos simultáneos. Su mano izquierda registró el bolsillo de la chaqueta y salió vacía. La derecha se deslizó bajo el cuerpo y sacó una tarjeta de visita con un simple nombre manuscrito.

—Me pregunto... —empezaba precisamente a decir el policía.

—Sí —dijo Fuller.

 

 

El superintendente Strickland tenía fama, y con razón, de ser el hombre más flemático de todo Scotland Yard. La propia señora Strickland había renunciado definitivamente a hacerle perder su sangre fría el día en que le había dado, por tercera vez, gemelas.

—¿Y? —dijo cuando el inspector Fuller le hubo relatado el crimen cometido en Rackham Street.

Fuere cual fuera la historia que le contaban —aun cuando se tratase de la de algún miserable que se degollaba después de exterminar a toda su familia—, el superintendente Strickland farfullaba: «¿Y?». No había desenlace que lo satisficiera.

—Porter ha confesado, señor. Le había dado las perlas a sus peces dorados.

—¿Y?

—Hemos arrestado a la mujer, señor. Es camarera en Lyon’s.

—¿Y?

De modo que la mitad de la policía metropolitana soñaba con responderle: «¡Y el lobo se la comió!».

Fuller, el gordo y formalista Fuller, tuvo aquella tarde la tentación de hacerlo. Pero supo ocultarlo.

—Pues que el hombre de Rackham Street —respondió— fue mortalmente golpeado con un saquito de arena, como el señor Burmann en Tavistock Road antes de ayer. Lo mataron, como al señor Burmann, para robarle. Su asesino, por último, ha vuelto a dejarnos su tarjeta de visita.

Dicho esto, el inspector Fuller posó sobre la mesa la tarjeta descubierta bajo el cuerpo unos veinte minutos atrás.

—¡Mr. Smith! —leyó en voz alta el Súper—. ¿Por qué necesita nuestro hombre firmar sus crímenes así?

—¡Yo también me lo pregunto! —exclamó Fuller—. Sería comprensible por parte de un loco. Pero Mr. Smith no tiene nada de loco. Obedece al móvil más vulgar: el interés.

Strickland meneó la cabeza.

—¿Quién sabe? Puede que los robos sirvan únicamente para despistarnos. ¿Se conoce la identidad de la víctima?

—Todavía no, señor. Pero he encargado a seis hombres que interroguen a los ocupantes de las casas cercanas al lugar del crimen.

Fuller sintió la necesidad de justificarse.

—Al fin y al cabo, hay un precedente... Puede que la segunda víctima también fuese atacada en su vecindario.

Strickland asintió en silencio. Pensaba en el hombre que decía llamarse Smith. ¿Era su verdadero nombre? Improbable. ¿Se ocultaba tras un seudónimo? En ambos casos, ¿cuál era el propósito de aquel morboso exhibicionismo?

Strickland pensó de nuevo en su velada echada a perder —iba a tener que estar de guardia hasta que se perdiese toda esperanza de averiguar algo más aquel día—, en el osobuco que la señora Strickland se comería sin él, en la cólera terrible que embargaría al coronel Hempthorne cuando supiera de aquel segundo atentado.

—¡Escúcheme bien, Fuller! —le increpó al fin—. Si la identidad de la víctima no queda establecida esta misma noche, haga publicar un anuncio en los diarios matutinos. Reclame al doctor Hancock sus conclusiones en doce horas. Duplique las rondas, por si acaso, en los alrededores del Saint Charles College y de la estación de Westbourne Park. Orden de interrogar y registrar a todos los individuos sospechosos... Quiero un informe cada hora.

«¡Cada hora!». Fuller comentó in petto1 que el Súper acababa de dar la única muestra de emoción de la que era capaz. Dijo: «Bien, señor», y se dirigió hacia la puerta.

Cuando salía, se dio la vuelta. Strickland tenía sujeta entre el índice y el pulgar la tarjeta en la que una mano desconocida había trazado, en letras de imprenta, el nombre de Smith, y la contemplaba pensativo.

Las miradas de ambos hombres se cruzaron y Fuller tuvo un arranque de audacia.

—Mal asunto para los Smith, señor —dijo—, si me permite dar mi opinión.

De hecho, el asesinato de Rackham Street, que había seguido con un intervalo de cuarenta y ocho horas a un crimen de todo punto de vista similar, había de tener, entre otras consecuencias, curiosas repercusiones sociales.

Personas que gozaban hasta entonces de halagadora reputación y cuya única falta era apellidarse Smith no inspiraron más, de la noche a la mañana, que hostilidad y recelo. La gente se cambiaba de acera cuando se acercaban, eran señaladas con el dedo. Algunos recibieron el desprecio de los comerciantes. Otros se vieron expulsados de los círculos donde, la víspera, aún eran recibidos con reconfortante cordialidad. «¡Boicot a los Smith!», tal era la voz del pueblo. En el East End la policía fue llamada a proteger varias tiendas que la multitud comenzaba a saquear, y el signor Chipini, activo director del Savarin, tardará en olvidar la batalla campal provocada, un sábado por la tarde, por un botones que tuvo la desafortunada idea de cruzar el vestíbulo del hotel (que contenía no menos de tres ovejas negras) llevando una pizarra en la que estaba escrito: «Preguntan por el señor Smith al teléfono». Si no hubo muertes fue por puro milagro.

En vano un semanario, cuyo buen humor no se alteraba nunca, propuso desbautizar a los cerca de cinco mil (?) Smith de Londres y llamarlos Jones. El recuerdo aún vivo de Jack el Destripador parecía haber arrebatado, al pueblo que ha revelado a sus vecinos tanto el nombre como la cosa en sí, el sentido del humor. Sin duda, Mr. Smith ahorraba a los cadáveres de sus víctimas las atroces mutilaciones que les infligía su predecesor. Pero, al contrario que él, no tenía la excusa de la demencia. Sus crímenes solo estaban inspirados por la codicia. Pensándolo bien, eso los hacía aún más horribles.

El señor Burmann había sido asesinado en Tavistock Road, el 10 de noviembre a las once de la noche, y el señor Soar —el muerto de Rackham Street era un anticuario llamado Benjamin Soar— el 12 de noviembre sobre las cinco de la tarde.

El 19 del mismo mes (Mr. Smith acababa de cometer su tercer crimen, en la persona de un abogado muy conocido llamado Derwent), un tal señor Jeroboah Smith se tiró al Támesis desde lo alto del puente de los Suicidas. Lo rescataron, pero el baño helado le valió una pleuresía que se lo llevó en veinticuatro horas. Durante los días siguientes, fueron incontables los Smith que se quedaron sin empleo y los que, tras abandonar su casa con la esperanza de encontrar vecinos más tolerantes, buscaban en vano alojamiento. Tener el apellido Smith equivalía, desde aquel momento, para un criado a recibir el finiquito, para un viajante a verse echado a la calle ipso facto, y para un vagabundo a verse desposeído de su travesaño de piedra bajo el puente de las dos Torres.

Ciertos espíritus positivos intentaron demostrar, en el transcurso de acaloradas discusiones, que era muy improbable que el apellido Smith del que se valía el asesino fuese realmente el suyo. Les respondieron de muy mala manera y fueron considerados sospechosos.

Londres, que conocía el miedo, no escuchaba la voz de la razón. Quería responsables.

 

 

Scotland Yard, sin embargo, no permanecía inactivo.

Cada día sus jefes, a los que la creencia popular designa como los Cuatro Grandes, adoptaban nuevas y excelentes medidas.

De este modo, después del crimen de señor Derwent, asesinado en Maple Street, se dieron cuenta, plano en mano, de que el radio de acción de Mr. Smith se inscribía en un vasto cuadrilátero que iba a lo largo desde el Museo Británico hasta Wormwood Scrubs y que englobaba la mayor parte de Paddington, Bayswater, Notting Hill, etc.

Por lo tanto, se decidió principalmente que:

 

Todos los agentes y detectives de paisano encargados de vigilar aquella parte de Londres irían provistos, día y noche, de un revólver.

Se duplicarían los efectivos a la primera señal de niebla.

Deberían interrogar, y registrar si fuera necesario, a todo transeúnte solitario.

La vigilancia ejercida en dichos barrios por las Brigadas Volantes2 y las patrullas en motocicleta sería reforzada (siempre y cuando hubiera niebla) en un cincuenta por ciento.

Los propietarios de hoteles, casas de huéspedes, etc., estaban obligados a colaborar con la policía proporcionando información sobre toda persona cuya conducta levantase sospechas.

 

 

El primer efecto causado por estas medidas, que generaron otras veinte (puesta a prueba de nuevos sistemas de alumbrado para la niebla, investigaciones en los bajos fondos, etc.), fue subir la moral de la población, y el segundo, ralentizar la nefasta actividad de Mr. Smith. Estuvo en paro —si se permite la expresión— durante exactamente treinta y cuatro días.

 

 

Todo el mundo sabe con qué alegría celebra Londres la Navidad. Y también de qué forma tan unánime. Sus habitantes tenían pues derecho a albergar secretamente la esperanza de que Mr. Smith —si es que era inglés— respetase la tregua navideña.

Pero hay que creer que Mr. Smith no era inglés, o bien que el sulfuroso «puré de guisantes» que acolchaba las calles desde mediodía, aquel 24 de diciembre, logró hacérselo olvidar...

En todo caso aquella noche, cuando el agente de Policía Alfred Burt tomaba Foxglove Street procedente de Western Circus, oyó a poca distancia el ruido de una caída. Encendió precipitadamente su linterna y echó a correr. ¡Lástima! Fue un error. Lo comprendió al ver de pronto a un hombre que huía doblado en dos mientras se dibujaba sobre la acera un oscuro bulto inmóvil. El espectáculo, sin embargo, no logró más que azuzar a Burt. Las circunstancias le ofrecían una oportunidad única de distinguirse y pensaba aprovecharla. Dando largas zancadas se llevó el silbato a los labios, buscó febrilmente su arma...

Pero estaba escrito que Alfred Burt no llegaría a convertirse en sargento. Allí donde Foxglove Street gira abruptamente a la derecha para confluir con Hilary Road, se encontró con su destino en forma de inocente transeúnte al que embistió de lleno. En el tiempo que que le llevó ponerse en pie, el fugitivo se había volatilizado en la niebla3.

Veinte minutos más tarde, el agente Withers descubría a su vez, en las lindes de Wormholt Park, un cadáver aún caliente: el de una anciana con peluca pelirroja que, a juzgar por sus manos crispadas, había abandonado esta vida apretando desesperadamente contra su pecho un bolsito de mano para entonces desaparecido.

Mr. Smith —bien que hubiera querido vengarse de haber pasado miedo, bien que su primer crimen no le hubiera producido beneficios— había dado un golpe doble.

 

 

Después de semejante ofensa, Scotland Yard tenía naturalmente la obligación de convocar una nueva asamblea. Convocó a no menos de diez peces gordos, de los cuales cuatro acudieron, con la presteza de los condenados, a casa de sir Leward Hughes, el primer ministro.

Mr. Smith, en efecto, se había convertido en una especie de plaga nacional capaz, si no se restablecía el orden de inmediato, de alarmar a todo Londres y, cosa aún peor, de poner en tela de juicio la excelencia de la Policía inglesa.

Sir Leward preguntó cuándo y cómo pensaba Scotland Yard poner fin a las hazañas de Mr. Smith. Sir Christopher Hunt, comisario jefe de la Policía, le expuso brevemente las medidas y sir Leward estimó, no sin razón, que era de todo punto de vista insuficiente, dado que Mr. Smith seguía llevando a cabo impunemente sus carnicerías. Sir Leward preguntó si Scotland Yard había efectuado algún arresto. El coronel Hempthorne le respondió que se habían llevado a cabo doce, pero que ninguno había dado frutos. Sir Leward preguntó si Scotland Yard no había recibido sugerencias interesantes por parte de los particulares. El comisario adjunto Prior le respondió que se habían recibido mil ciento diecisiete, que todas habían sido examinadas exhaustiva y concienzudamente y que se habían seleccionado tres como dignas de interés. Sir Leward preguntó a sir Christopher si pensaba en la caída del ministerio y sir Christopher le respondió presentando su dimisión. Sir Leward juró que no quería saber nada al respecto.

Finalmente se acordó que se ofrecerían, mediante carteles, recompensas de entre cincuenta y doscientas libras por cualquier información que pudiese llevar a la identificación o al arresto del criminal, y que sir Leward hablaría con el ministro de Defensa de la posibilidad de recurrir al Ejército para reforzar los efectivos de la Policía.

Al salir de la reunión, el coronel Hempthorne se acercó a sir Cecil Blain y lo agarró por el brazo.

—¿Qué demonios le pasa, hombre? —se informó, enfurruñado, como de costumbre—. No ha pronunciado palabra en toda la tarde.

Sir Cecil miró malhumorado al coronel.

—¡Ya me gustaría verlo a usted en mi lugar! —estalló al fin—. Mi hija se casa mañana en San Pancracio ¡con un Smith!

Por su parte, Sturgess, secretario particular del ministro, trataba de que su jefe recobrase la confianza en el futuro.

—Créame, señor, Mr. Smith está yendo demasiado lejos. Lo perderá su audacia.

Pero el primer ministro no compartía su opinión.

—¡Al contrario, Sturgess! Le resulta muy útil. El hombre está embriagado. ¡Ahora ya nada lo detendrá!

Los acontecimientos habrían de darle trágicamente la razón.

En el momento en que comienza este relato, Mr. Smith acababa de matar a su séptima víctima, siempre en tiempo frío y brumoso, en el inmutable decorado de una ciudad fantasma.

 

 

 

 

 

 

1 En italiano, «para sus adentros». (Todas las notas son de la traductora, excepto cuando se especifique).

2 Flying Squads, brigadas motorizadas en automóvil.

3 No sorprenderá en exceso al público lector saber que Alfred Burt tiene hoy en día un puesto ambulante de fritura en Covent Garden. (N. del A.)

CAPÍTULO I

HENRY BEECHAM SE ENFADA

El agente de policía Henry Beecham era conocido como el Lobo Blanco en todo Shoreditch por su paciencia y buen humor. Así, los nueve hijos de la señora O’Halloran, a quienes se unían en ocasiones las once hijas de la señora Mullins, podían seguirlo por la calle cantando a pleno pulmón: «Había una anciana en Brighton...», sin que él mostrase mayor reprobación que una amenaza con el dedo al volverse en las esquinas. Más aún, la señora O’Halloran en persona podía colmarlo de injurias cada sábado, tras haber sido expulsada de alguna taberna del barrio. No por ello dejaba él de acompañarla con firme dulzura hasta la puerta de su casa.

Esto explica el sorprendente desarrollo de la escena que viene a continuación. Con cualquier otro que no fuera Beecham, habría durado la mitad de tiempo.

Eran las cinco de la mañana del 28 de enero de 193... y el agente bajaba lentamente por Quaker Street cuando se detuvo, perplejo. A menos de cinco metros de distancia un hombre lo miraba con interés, subido a una farola como si fuera ni más ni menos que un cocotero.

«¡Bueno!», pensó Beecham una vez pasado el primer momento de sorpresa. «¡El tipo está como una cuba!». Y, como de costumbre, se vio inclinado a la indulgencia.

—¡Eh, oiga! —exclamó apretando el paso—. ¿Qué hace ahí arriba?

—¡Espero al obispo de Andover! —respondió el otro con sencillez.

A Beecham no le hacía gracia que se hablase mal de los obispos, pero, después de todo, el hombre no debía de darse cuenta realmente de lo que decía.

—¡No importa! —decidió Beecham—. ¡Baje! —Y añadió con un ánimo de conciliación conmovedor—: El obispo no va a ir a buscarlo ahí arriba.

Sin embargo el otro no parecía estar de acuerdo.

—¿Quién le ha dado vela en este entierro? —ladró arrancando de lo más hondo de su ser, a fuerza de carraspeos, un escupitajo que fue a estrellarse a los pies del agente—. ¡Cerdo granujiento!

Lo de «cerdo» tenía un pase. Es una de esas desagradables comparaciones cuya grosería se ha atenuado mucho con el tiempo. Pero Beecham tenía un punto débil: detestaba que se hiciera alusión a su bulbosa nariz. Dio la impresión de repente de haberse tragado un sable.

—¿Ha dicho usted «granujiento»? —insistió.

—¡Vaya si lo he dicho! —confirmó el otro—. ¡Cerdo granujiento! —Y añadió con imprudencia—: ¿Acaso ignoraba usted hasta ahora la especie de calabaza que tiene por nariz?

«Dios bendito», pensó Beecham. Había llegado el momento de mostrarse enérgico.

—Yo solo sé una cosa —respondió con severidad—, ¡y es cómo va a quedarle a usted su nariz si no cierra el pico ahora mismo!

—¡Ah! ¿Sí? ¡Te voy a arrear una que se te van a salir los dientes por la nuca, poli malparido!

El hombre vomitó aquello sin pararse a respirar, como un auténtico cockney4. Beecham se quedó un momento sofocado, luego abrió pausadamente su gabán y sacó una libretita encuadernada en molesquín y un lápiz cuya mina humedeció con la punta de la lengua.

Habría dado cualquier cosa por arreglar el asunto de mutuo acuerdo. Pero, llegados a ese punto, resultaba imposible. Cinco o seis mirones cuyas risas iban del grave al agudo formaban un círculo en torno a la farola.

Beecham decidió, pese a todo, dar una última oportunidad al hombre colgado.

—¿Ha dicho usted «poli malparido»? —interrogó en tono incrédulo, dispuesto a aceptar que hubiera sido un burdo malentendido.

—¡Mal rayo te parta a ti y a todos tus muertos! ¡Vaya si lo he dicho!

De su color sonrosado natural, el rostro de Beecham viró al berenjena. «Mal rayo te parta...». Definitivamente intolerable.

Tras volver a guardar la libreta y el lápiz en el gabán, el agente agarró la farola con ambas manos, como si quisiera trepar por ella cual por una cucaña.

Pero hizo algo mejor. Alzando con presteza el brazo, agarró al hombre por el pie y tiró de él. El otro, sorprendido por lo fulminante del ataque, a punto estuvo de caerse. Pero recuperó el equilibrio y logró zafarse pisoteando la mano del agente con el pie izquierdo.

Al mismo tiempo, seguía injuriando alegremente:

—¡Quítate de en medio, hijo de mala madre!

Beecham suspiró. Ya no le quedaba más remedio. Agarró el silbato y sopló como Eolo, el dios de los vientos, en persona.

Mientras lo llevaban a la comisaría, el hombre de Quaker Street, aun bien sujeto bajo los brazos por los agentes Beecham y Jarvis, estuvo a punto de desplomarse una decena de veces. Pero apenas hubo franqueado el umbral de la comisaría recuperó el equilibrio como por arte de magia.

—¡Gracias, amigos! —dijo, no sin autoridad y antes incluso de que el sargento Guilfoil, que se había encaramado a toda prisa a su taburete, lo hubiera sometido al clásico interrogatorio de identidad—. Me harían un gran favor telefoneando a Whitehall 1212.

¡Whitehall 1212, el número de Scotland Yard! El sargento y sus subalternos intercambiaron una elocuente mirada.

—¡Santo cielo! —exclamó Jarvis, que empezaba a desabrocharse el gabán—. ¡Con dos nos bastamos para inculcarle el respeto que merece el uniforme!

El desconocido no se inmutó.

—¡Un minuto, Jarvis! Habría pensado que la Policía de Londres sería buena fisionomista.

En aquel mismo instante, Beecham exclamó sorprendido:

—¡Toby Marsh!

—El mismo que viste y calza —confirmó el otro con una reverencia—. Reconozco que el bigote despista. ¿Consienten ahora en telefonear?

Pero Jarvis, cuya tibia aún se resentía de los golpes generosamente distribuidos por el prisionero durante el trayecto de Quaker Street a la comisaría, no tenía intención de renunciar con facilidad a la revancha que se había prometido.

—¡Entre ahí, Marsh! —le ordenó empujando la puerta de una celda—. ¡Ya veremos después!

Toby Marsh negó con la cabeza.

—¡Me temo que no habrá «después», Jarvis!

Y, a pesar de no haberse movido, un largo puñal de mango negro destelló entre sus largos dedos.

—Al menor gesto brusco por su parte, Daisy los tomaría por blanco. En honor a la verdad, añadiré que mi manga izquierda contiene no menos de dos juguetitos de esta clase.

Los agentes se detuvieron, boquiabiertos... Toby Marsh tenía fama de ser el lanzador de cuchillos más hábil de toda Inglaterra.

—¡Enfunde eso! —farfulló al fin el sargento—. ¿Para qué quiere a los detectives?

Toby Marsh se miró las uñas.

—Para darles una dirección, sencillamente... ¡La de Mr. Smith!

 

 

Un cuarto de hora más tarde, dos hombres con impermeables chorreantes de lluvia entraban en la comisaría. Uno era el superintendente Strickland, y el otro un muchacho pelirrojo, alto y desgarbado, el inspector Mordaunt.

—¡Buenas tardes, Marsh! —dijo Strickland—. ¿Ha insultado usted a agentes del cuerpo en el ejercicio de sus funciones, parece ser?

—¡Vaya que sí! —exclamó Toby Marsh—. He utilizado todo mi repertorio.

—En tal caso, es mi deber advertirle...

—Lo sé, lo sé. El sargento Guilfoil ya me ha hecho más advertencias de las que he recibido en los últimos diez años. ¿Cree que me meterán entre rejas?

Strickland se encogió de hombros.

—Ya conoce la pena. Teniendo en cuenta sus antecedentes, puede darse con un canto en los dientes si el juez no la duplica.

Por extraño que parezca, esa posibilidad, en lugar de contrariar al prisionero, pareció proporcionarle un intenso alivio.

—¡Bien! —dijo frotándose las manos—. Puedo quedarme tranquilo. Mr. Smith no vendrá a por mí en la cárcel.

—De modo —empezó a decir Strickland— que por eso...

—¡Exacto! Imagínese que hubiese acudido valientemente a Scotland Yard. Mañana todo el mundo sabría quién ha sido el delator de Mr. Smith, los periódicos publicarían mi nombre, ¡en definitiva, tendría un pasaje para el otro barrio!

Strickland se inclinó hacia delante.

—¿No está seguro entonces de que su información nos permita arrestar hoy mismo a Mr. Smith?

—¡Debería! —masculló Toby Marsh. Y, de pronto, embargado por la inquietud añadió—: ¿No irán a regatear? Dos mil libras en metálico, ¡ese es mi precio!

4 El cockney es el dialecto de los bajos fondos del East End.