Portada: El sustituto. Frank Lentricchia
Portadilla: El sustituto. Frank Lentricchia

 

Edición en formato digital: mayo de 2019

 

Título original: The Accidental Pallbearer

En cubierta: fotografía de © Melanie Defazio / Stocksy United

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Frank Lentricchia, 2013

Published by arrangement with Melville House Publishing
through International Editors’ Co. Barcelona

© De la traducción, Daniel de la Rubia

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17860-51-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para Richard MacBriar y Pam Terterian

Uno

Ahí están, dos tipos corpulentos y bien vestidos en una sala de cine medio vacía y con el suelo pringoso, en Troy, Nueva York, quince kilómetros al norte de Albany; Albany, el culo de América, a ciento cincuenta kilómetros de Utica en dirección sudeste, unida a esta por una autopista cuyo carril derecho en ambas direcciones presenta unas condiciones casi tercermundistas. Quince kilómetros al norte del culo de América, Eliot Conte y Antonio Robinson esperan en Troy el comienzo de la retransmisión en vivo y en alta definición de la ópera del sábado por la tarde en el Metropolitan. Están sentados ya en sus butacas comiéndose unos bocadillos que ha preparado la deslumbrante mujer de Robinson: salami, cebolla, provolone y mostaza picante. Se turnan para beber de una bota de vino que han llenado con un caro chianti comprado por Conte —un homenaje, ha dicho, a Papá Hemingway y a la tradición del macho en la literatura norteamericana—. Eliot es un entendido en literatura norteamericana. Los dos son aficionados a la ópera, como una pareja de viejos homosexuales que llevan toda la vida juntos; dos heterosexuales que de vez en cuando, deliberadamente, solo para tocar las pelotas, se llaman «guapo» delante de hombres fornidos e indignados que no se atreven a burlarse de ellos.

Conte tiene la mirada perdida a su derecha, apartada de Robinson. Está cada vez más abstraído, mientras sus uñas, como si tuvieran voluntad propia, hurgan en las cutículas. Su voz no denota emoción alguna.

—«Utilizaré a las niñas para vengarme de ti», me dice Nancy. «Ya lo verás, Eliot. Antes de que esto termine, mataré a nuestras hijas».

—¿Has ido a Ricky’s? —pregunta Robinson con la boca llena—. ¿Has comprado las galletas de Ricky?

—«Mataré a nuestras hijas».

—La que estaba a punto de convertirse en tu exmujer lamentando la pérdida de tu potencia sexual, nada más.

Conte, en un tono apenas audible y con la mirada todavía perdida, contesta:

—Lo hacíamos unas dos veces al año.

—He de decir que mi mujer no estaría satisfecha con ese ritmo.

—Seguro que Millicent necesita más.

—Menos.

—Así que le digo: «Nancy, ¿cuántos años tienes?». Y me suelta: «Vale, Eliot, ya lo pillo, pedazo de cabrón. ¿Es más joven que yo? ¿Es más atractiva que yo? ¿Por eso nos dejas a mí y a las niñas, hijo de perra?». Le digo: «Tiene doce años más que tú. Tiene cuarenta y uno, Nancy. Y no, no es tan atractiva como tú».

—Espera un segundo, Eliot. Le dijiste que ibas a dejarla por ¿qué? ¿Por una persona mejor? ¿No por un culo mejor? ¿Le dijiste que la dejabas por una madurita feúcha con más personalidad?

—¿Quién ha dicho que fuera feúcha?

—En resumidas cuentas, tuviste los santos cojones de decirle que te habías decantado por alguien con más vitalidad, más inteligencia y mayor sensibilidad; una mujer con un gusto impecable para las artes interpretativas y que nunca te llamaría hijo de perra. Nancy da por sentado desde el principio, como haría cualquiera que supiera algo del género masculino, que tú, Eliot Conte, vas a darle la patada para irte con un pibón de culo firme que te pone la polla a punto de reventar con solo mirarte. ¿Y qué esperabas que hiciera ella? ¿Que elogiara tu admirable escala de valores?

Eliot Conte, detective privado, licenciado por la Universidad de California en Los Ángeles y con un máster. Antonio Robinson, amigo de la infancia de Conte, su único amigo, destacado deportista en sus años de estudiante en Proctor y después en la Universidad de Siracusa, donde jugó en el equipo de fútbol americano y llegó a ser considerado uno de los mejores medios del país; ahora comisario de policía de Utica, Nueva York, ciudad natal de ambos. Robinson, el adorable oso de peluche negro de la ciudad; adorado incluso por esa postrera generación de italoamericanos racistas que controlan la estructura política local.

De hecho, fue el padre de Eliot, Silvio Conte, de ochenta y ocho años, una leyenda en todo el estado y persona muy influyente en el ámbito político, Silvio Big Daddy Conte, propietario de la lucrativa empresa Prótesis Utica, quien movió los hilos hace dos años para que Robinson fuera nombrado comisario. No por bondad, y mucho menos en consideración a los méritos profesionales del elegido. Tampoco por miedo, pues Silvio Conte no le tiene miedo a nadie. Pero es un visionario artista de la política capaz de vislumbrar una oportunidad años antes de que se presente, momento en el que la aprovecha y le saca todo el partido posible. Así pues, Antonio Robinson. Así pues, «mi hijo especial», como Big Daddy lo llama desde que su hijo biológico y Antonio eran niños y este último comía más veces en casa de Conte que en la suya. Eliot nunca se ha sentido un hijo especial. A falta de pruebas, e interpretando esa falta de pruebas como la evidencia más clara, Eliot dio por hecho, como todos en Utica, que se habían movido hilos. ¿Cómo si no podía explicarse que Antonio hubiera conseguido pasar año tras año por encima de hombres más cualificados que él hasta hacerse por fin con el puesto de comisario de policía? Antonio no le dio detalles, y para Eliot fue un alivio, porque no quería conocerlos. Al fin y al cabo, ¿estaba limpio Eliot Conte? ¿Acaso su padre no...? Porque tuvo que ser su padre quien movió los hilos para favorecerlo cuando volvió de la Costa Oeste; había suspendido el examen estatal para conseguir la licencia de detective privado, pero, un mes después de recibir la carta en la que se le informaba de que había suspendido y de que podía volver a intentarlo en seis meses, recibió otra del mismísimo jefe de gabinete del gobernador, en la que le pedían disculpas porque habían cometido un error y le adjuntaban la licencia firmada y el permiso para llevar un arma oculta.

—Hace treinta años que dejaste a Nancy —dice Robinson, hurgándose los dientes con el borde de la entrada—. ¿A qué viene desenterrar el pasado ahora?

—Me llamaron anoche de Laguna Beach, California.

—¿Y?

—A las tres.

—¿Y qué?

—A las tres de la madrugada, Robby.

—Suéltalo ya, profesor.

—La han detenido para interrogarla.

—¿Por qué?

—Por el asesinato de mis dos hijas.

—Tienes un sentido del humor muy negro.

Eliot Conte mira fijamente a su amigo.

Antonio Robinson baja la bota de vino.

—Asesinadas mientras dormían.

Robinson se queda sin habla.

—¿Sabes lo que siento, Robby?

—Dime, El.

—Siento lo mismo que he sentido por mis hijas estos treinta años: nada —dice Conte, atacando de nuevo las cutículas, deseando no sentir nada.

—¿Nada?

—Cuando estaba saliendo por la puerta, me dijo: «Cuando menos te lo esperes, gilipollas».

Robinson le propone que se marchen y busquen un buen bar, «porque no es momento para...».

Conte lo interrumpe poniéndole la mano en el brazo.

—Quedémonos y disfrutemos del espectáculo.

—Estás conmocionado, El. Vamos.

—No. Tengo ganas de ver la última escena, cuando don José clava el puñal en el pecho de ella, hasta el corazón, justo después de cantar con una pasión tan feroz que me resulta imposible caminar hasta el coche sin tu ayuda, guapo. —Los dos caballeros de edad sentados dos filas por detrás de ellos, que están un poco sordos, se tensan al oír «guapo», aunque no donde deberían—. Me tiemblan las piernas con solo pensar en la última escena.

Robinson se levanta, se sacude las migas de los pantalones, descubre un trozo bastante grande de provolone enganchado en el bolsillo de la chaqueta, se lo mete en la boca, lo chupa, lo mastica y se lo traga; vuelve a sentarse, rebusca en la bolsa de papel marrón y, extremadamente irritado, dice:

—Vas a Ricky’s, tomas café con Ricky, os pasáis una hora hablando de gilipolleces y después se te olvida comprar las putas galletas. Escucha: sientas algo o no, estés reprimiéndote o no, tienes que cargarte a ese monstruo. A sangre fría.

—Yo no hago ese tipo de cosas.

—Todavía no.

—Sabes que no soy capaz de hacerlo.

—El incidente de UCLA, Eliot.

—¿Qué pasa con eso?

—Demuestra potencial.

—No era yo.

—Eso es lo que dicen todos. Locura transitoria y milongas de esas.

—De verdad que no era yo, Robby.

—¿Y quién era, Eliot?... Cárgatela igual que ha hecho ella con las niñas. Cuando esté dormida. Atrévete a dar un paso más.

—Si es que lo ha hecho ella.

—Lo ha hecho.

—Está detenida.

—Se librará. Créeme.

—¿Por qué estás tan seguro, Robby?

—Si algo hemos aprendido, es que los peores siempre se libran.

—Como yo. Que me libré de mis hijas cuando no eran más que unas crías.

—Eso no es lo que tengo entendido. No, no es lo que me contaron. Escucha: a ella la sueltan y entonces vuelves tú, le propones matrimonio y haces lo que tienes que hacer en la primera noche de vuestra segunda luna de miel. Estos últimos veinte años, desde que volviste de la Costa Oeste, has estado haciendo el bien, y Utica es el mejor sitio para eso. A propósito, lo que tenemos que hablar en el intermedio sobre Michael C es mucho peor de lo que te he dado a entender. Es un asunto feo, Eliot.

Cuando el telón dorado empieza a levantarse en el Met, Robinson se inclina y susurra:

—Hora de volver a enamorarse.

—Fíjate en ella, Robby. ¡Qué belleza amazónica! ¡Esa es nuestra Carmen!

En el silencio que sigue, beben los dos de la bota y Robinson se inclina otra vez y susurra:

—Sientes algo. Ese es tu problema. Siempre ha sido el mismo.

 

 

En el intermedio, Robinson vuelve con una caja de palomitas de once dólares a la zona en penumbra que hay al lado de los aseos. Conte no está. Al cabo de diez minutos, cuando ya se ha terminado las palomitas y se ha chupado los dedos, va a echar una mirada en el aseo de caballeros. Ni rastro de Conte. Al volver a su butaca, el acomodador le entrega una nota:

 

La voz del tenor no es buena. Cojo el tren de vuelta a casa.

Hablaremos de Michael C esta noche.

EC

 

Ve algo en el suelo. Recoge la BlackBerry de Conte y se la mete en el bolsillo, sin intención de devolvérsela.

Dos

A tres manzanas de los cines Galaxy, en Troy, los agentes Catherine Cruz —cuarenta años, en buena forma, atractiva— y Robert Rintrona —cincuenta y ocho, gordinflón, rubicundo— beben café y comen dónuts glaseados en un coche oficial sin identificar, bajo un intenso aguacero, cuando un hombre fornido que no lleva paraguas y viste un traje gris de raya diplomática de Armani se guarece, calado hasta los huesos, en una mugrienta cabina telefónica sin puerta, a pocos metros de donde están aparcados. El hombre intenta hacer una llamada y, acto seguido, en un arrebato de rabia e impotencia, golpea el teléfono con el antebrazo. Ya es tarde para salvarlas: ha perdido a sus hijas. Una avalancha de monedas cae al suelo de la cabina y se dispersa por la acera. Cruz, la policía más joven y la que está sentada al volante, se dispone a salir del coche cuando Rintrona le dice:

—Déjalo estar, Katie. Esto no forma parte de mi trabajo. Llama a una patrulla. Les encantan estas mierdas.

—Te lo advierto, Bobby —contesta ella—, no te comas lo que me queda de dónut.

Sale del coche y levanta la solapa de su chaqueta negra de piel para mostrar la placa. El hombre se da la vuelta dócilmente. Ella lo esposa y se lo llevan a comisaría, a una sala sin ventanas donde se respira un aire fétido, y allí Cruz y Rintrona se sientan a escuchar, ella intrigada, él furioso, cómo el hombre, que se ha identificado como Eliot Conte, intenta explicarles qué hacía vestido con una ropa tan cara y caminando sin paraguas bajo la intensa lluvia en un barrio que no se cuenta entre los más elegantes de la ciudad. Rintrona le pregunta si es «uno de esos traficantes de drogas establecidos en el Bronx que vienen a colocar su asquerosa mercancía. ¿No? ¿El chulo del gobernador? ¿Un homosexual que pretende explotar a un niño negro del gueto?».

Conte, cansado, flemático, sin preocuparle lo más mínimo que lo encierren una noche o treinta años, presiona con suavidad una toalla contra su cara. La toalla se la ha dado Catherine Cruz y huele a rosas. La ha sacado de su taquilla.

—Intentaba pedir un taxi —les explica—. Para que me llevase a la estación de tren de Albany. Porque he perdido mi BlackBerry. Cuando el teléfono se tragó las últimas monedas que me quedaban, perdí los nervios. Me pasa a menudo.

Rintrona pega un puñetazo en la mesa.

—Es la cuarta vez que nos cuentas esa patraña de mierda. ¿Has perdido tu BlackBerry? Ha perdido su BlackBerry. ¿Has mirado en tu culo? Estamos en el puto siglo xxi y esto es Troy, Nueva York, donde no hay cabinas telefónicas en funcionamiento. Como si no lo supieras, figura.

—Señor Conte —interviene Cruz—, debería mostrarse más comunicativo. Tenemos la sensación de que nos oculta algo.

—¿No te parece encantadora la puñetera amabilidad de mi colega? ¿Le apetece una taza de café, señor Conte?

—Sí.

—Pues no la va a tener.

—Pagaré los desperfectos, agente.

—¿Por qué alguien como tú, así vestido, iba a querer venir a este agujero de mierda?

—¿Le gustaría llamar a su abogado, señor Conte?

—He venido a ver la ópera. No quiero un abogado.

—La ópera, Katie. Está hablando en clave.

—Señor Conte —dice Cruz, con una curiosidad que trasciende lo profesional—, ¿se refiere a la retransmisión en directo de Carmen en los Galaxy?

—Sí.

—Allí trafican con droga. Hubo un tiroteo, y este me sale con la ópera. ¿A qué te dedicas, Conte?

—Soy detective privado.

—Qué hijos de puta, son todos iguales.

—Si no me equivoco, señor Conte, Carmen no terminará hasta dentro de tres horas. ¿Ha venido adrede desde Utica para luego irse al finalizar el primer acto? No tiene mucho sentido.

—La voz del tenor dejaba bastante que desear.

—¿Te atreves a criticar a Pavarotti, pedazo maricón?

—No era Pavarotti, Bobby. Es imposible que fuera Pavarotti.

—¿Por qué demonios es imposible?

—Porque está muerto.

—¡Y UNA MIERDA!

—Está muerto, Bobby.

—¿De parte de quién estás, Katie? Vi al hijo de puta en televisión anoche. Se ha afeitado la barba, ¿vale? Ha perdido un montón de peso. Y debe de haberse hecho alguna puñetera cirugía en la cara o algo. El tío estaba en plena forma, más joven que nunca, y no me digas, Conte, que no tiene buena voz. La voz era potente. Hasta el punto de que me sentí como si estuviera... Bueno, da igual; lo que sienta o deje de sentir es cosa mía.

Un amago de sonrisa aparece y desaparece en el rostro de Conte. Va a resultar que el tosco Rintrona y él son más afines de lo que cabría imaginar.

—Vi ese programa, Bobby. No tenía barba y estaba mucho más delgado, un auténtico semental, y sin duda parecía más joven. ¿Sabes por qué? Porque era una grabación de 1967.

Un largo silencio.

—¿Pavarotti está muerto, Katie?

—Sí, Bobby.

—Joder.

Otro largo silencio.

—El hijo de perra cantó anoche de una forma que le transmitió a este menda un dolor enorme pero hermoso.

—El tormento del hombre culpable, agente Rintrona —le explica Conte—. El pecador rogándole a Dios sin esperanza alguna.

—¿Por qué coño reza si no tiene esperanza, listillo?

—Bobby —dice Cruz—, era el Réquiem de Verdi.

—¿Quién ha muerto?

—Eso ya da igual, agente. Solo importa el éxtasis lírico de la voz, el torrente cálido y sensual de sonido que nos envuelve, que era profundo, como muy bien ha expresado usted.

—¿Qué tal si dejamos ya esta mariconada de conversación?

—Señor Conte, ¿alguien puede dar fe de que estuvo en los Galaxy?

—Sí. Antonio Robinson.

—¿Vinieron en el mismo coche desde Utica, señor Conte?

—¿Dos tíos que van a la ópera juntos, Katie?

—Bobby, tú siempre escuchas ópera en el coche.

—No hagas insinuaciones sobre mi sexualidad, Katie. Vamos a los Galaxy, a ese puto vertedero, ¿y cómo reconocemos al julandrón ese?

—Es el único negro, sin contar al acomodador. Es el comisario de policía de Utica. Un metro noventa, ciento cinco kilos.

—En la ópera. El comisario de policía. ¡Los cojones! Y ahora me dirás que tu padre es Silvio Conte, el hijo de puta más grande del norte de Nueva York, sin excepción.

—Es mi padre y también lo otro que ha dicho.

—Uno noventa y ciento cinco kilos, ¿eh? Así que el Robinson ese es como tú salvo por lo del color... Llama a Utica, cielo, y comprueba si el padre es el padre.

Cruz vuelve al cabo de un rato y hace un aparte con Rintrona, que se queda pálido. Rintrona se vuelve hacia Conte.

—Soy una persona con defectos, bien sabe Dios hasta qué punto. Le llevaremos a Albany y nos olvidaremos todos de lo que ha pasado aquí.

Rintrona se sienta con Conte en la parte trasera para hablar del sentimiento de culpa de Pavarotti, que él considera algo personal y no una expresión de la música sacra de Verdi.

—Porque el hombre que canta atormentado por la culpa, Eliot, si puedo llamarte Eliot, siente ese dolor en su vida; sentirá siempre ese maldito dolor.

—Así es, agente —responde Conte, y le cuenta a Rintrona que a mediados de los noventa Pavarotti abandonó a su esposa, con la que había estado desde la adolescencia, y a sus dos hijas por otra mujer.

—¿Abandonó a sus pequeñas?

—Por la época en que se grabó el Réquiem que vio usted anoche, eran pequeñas. Pero cuando abandonó a su mujer ya habían cumplido los treinta.

—De hombre a hombre, Eliot —dice Rintrona con grande passione—: el tío está enamorado de su amor del instituto, adora a sus hijas y todo eso, pero en 1967, por razones que desconocemos, la semilla de la inquietud prende en la zona de la entrepierna. Cuando esas niñas cumplen los treinta años, dejan de ser tan adorables, hazme caso; y lo mismo ocurre con su amorcito del instituto. ¡Que le den al amorcito del instituto! ¡Y entonces la semilla germina sin remedio!

—Pero si tus hijos te tienen entre algodones, Bobby.

—La cuestión, Katie, y lo sabes de sobra, es que yo no los tengo entre algodones a ellos. Desistí hace años. A Katie no le interesamos un pimiento, Eliot. Una lástima. ¿No estarás casado, por casualidad?

—Lo estaba.

—Aquí tenemos a un hombre inteligente, Katie.

—¿Hijos?

—Anteriormente.

—¡ANTERIORMENTE! —exclama Rintrona, estallando en carcajadas que dan paso a un ataque de tos y este a una expectoración—. Aquí, compañera, tenemos a un hombre que mira de frente a la vida. ¡ANTERIORMENTE! —Ríe, tose y escupe en un pañuelo—. Ya hemos llegado. Aquí tienes mi tarjeta. Si hay algo que pueda hacer por ti, ¡nunca se sabe!, no lo dudes. Será un placer ayudarte dentro de... digamos... los límites de la legalidad.

—Por cierto, ¿quién era el tenor que no estaba a la altura hoy? —pregunta Cruz.

—Roberto Alagna.

—No está nada mal, pero no a la altura vocal de Luciano.

Conte piensa que ella tampoco está nada mal.

—Eliot —dice Rintrona en voz baja y con tono lastimero—, ¿podrías confirmarme una cosa, por favor?

—Lo intentaré.

—¿Está mi colega tomándome el pelo o de verdad ha muerto el Rey del Do de Pecho1?

—Ha muerto.

—¿Y cuándo cojones fue eso?

—El 6 de septiembre de 2007.

—¡¿CÓMO?!

—Sí.

—¿Dónde coño he estado yo todo este tiempo?

Conte y Cruz intercambian una mirada y se muerden la lengua.

—Me entristece, Eliot.

—A mí también, agente.

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Apodo por el que se conocía a Pavarotti. (Todas las notas son del traductor.)

Tres

Coge el tren en Albany al ponerse el sol, bajo un aguacero que no cesará en los próximos tres días; el tren de la leche, como lo llamaban en su juventud, cubre los ciento cuarenta y cinco kilómetros hasta Utica en tres horas y doce minutos. Contempla su imagen en el sucio cristal de la ventanilla: el pelo enmarañado y apelmazado por la lluvia, el flequillo moldeado por el agua. El monstruo de Frankenstein. Unas ojeras grandes y amoratadas. Conte sufre de insomnio desde sus días de estudiante universitario.

Al otro lado del pasillo hay un hombre blanco con su mujer y su hija, de quince meses; más pequeña que las de Conte cuando las abandonó. En los asientos de delante de la pequeña familia, un anciano negro finge dormir profundamente mientras fantasea con eliminar a Willie Mays2 con las bases ocupadas. El anciano negro estará tres horas y doce minutos sin moverse. Varias filas más adelante hay una mujer musulmana inmóvil y cubierta con un velo. No reaccionará a lo que va a ocurrir a continuación. En el otro extremo del vagón, una adolescente con una gorra de los Yankees sonríe con los ojos cerrados y se balancea en su asiento, protegida auditivamente de lo que va a suceder por unos auriculares que taladran su cerebro con misóginas canciones rap a todo volumen. Al otro lado del pasillo, a la altura de la chica, un inmigrante mexicano le rogará a la Virgen, dentro de una hora más o menos, que proteja a los inocentes que se encomiendan a ella. No hay más testigos. No hay testigos.

—Única parada, Utica, amigos. Única parada, Utica.

El bebé se pone a llorar a pleno pulmón, con un tono agudo, cuando el tren sale de la estación de Albany. El hombre —el marido, el padre— le da una bofetada. La mujer le ofrece al bebé su enorme pecho, pero el bebé no quiere mamar —prefiere llorar—, y, como la madre tarda un poco más de la cuenta en taparse, el hombre le pega una fuerte bofetada en el oído. El bebé llora. El papá lo abofetea dos veces más. Pellizca y retuerce el muslo regordete del bebé, que sigue llorando.

Conte, cuando el tren ya va lanzado, recuerda una entrevista televisada a Pavarotti en la que el tenor dice que la técnica de respiración apropiada puede aprenderla cualquier cantante que sea capaz de hacer mientras canta lo que hace a diario cuando aprieta para evacuar. Rápidamente, y del modo más incongruente, la atractiva entrevistadora, de treinta y pico, le pregunta a Pavarotti qué hace si en mitad de un aria necesita aclararse la garganta. Nada. ¿Nada? No hago nada porque yo no canto con la garganta. Canto igual que emite sonidos un bebé. ¿Entiende lo que quiero decir? Aunque un bebé se pase diez horas llorando sin parar, su garganta no se resiente. Perché? Porque la voz del bebé sale de aquí, querida, surge de aquí debajo, de donde nace la auténtica voz. Pone la mano en el diafragma de la entrevistadora para ilustrar sus palabras, y después la desliza hacia abajo. (Ella consigue reprimirse; esperará a que termine la entrevista para preguntarle si su auténtica voz nace en su vagina). Al crecer nos alejamos de lo natural. Hablamos y cantamos de un modo perjudicial, con la garganta. Pavarotti pone su manaza en la garganta de la mujer, pero el meñique baja hasta el pecho. Mi carrera es como una bomba atómica. Perché? Porque Luciano es bebé grande. Luciano es naturaleza. Capisci, mia figa stretta?!

El papá abofetea muy fuerte al bebé, tres veces. Conte, incapaz de abstraerse, le lanza una mirada. El hombre se da cuenta y le responde con otra mirada desafiante y enseñándole el dedo corazón. Conte tiene miedo. Es un hombre tímido. Levanta el dedo pulgar y dice:

—No te culpo, ni mucho menos.

El estruendo del tren en marcha y el llanto y las bofetadas llenan el vagón como ruido de fondo, y Conte nota cómo se adueña de él el mismo impulso que le valió la expulsión de UCLA, cuando se vio dominado por la ira hasta perder la cabeza y dejó al rector colgando por los tobillos desde la ventana de su despacho en la quinta planta. «Por los talones, como Mussolini en Milán», susurraba una y otra vez. («Ese no era yo, Robby». «¿Y quién era, colega?»).

Cuando quiere darse cuenta, está de pie delante del hombre. Nota cómo le sube un eructo inmenso. Se inclina sobre él y se lo suelta en la cara: un aroma a salami, cebolla, mostaza, provolone y vino tinto. El bebé deja de llorar. El hombre se ve sorprendido por la mole que tiene delante, por el hedor. Al poco le vuelven a bajar las pelotas, a las que todavía les queda algo de valor, y dice, como el rector treinta años antes, en respuesta a una petición completamente razonable:

—Eres un payaso.

Conte oye su propia voz responder:

—Tu hijo es el próximo Pavarotti.

—Es una niña. Y ahora pírate, tonto del culo.

—¿Me estás contradiciendo? —pregunta con voz suave.

—Es una niña, capullo. Es una puta niña.

—¿Has visto la película Tira a papá del tren? —se oye decir.

—Piérdete.

El hombre se ve levantado de su asiento por la garganta. Patalea frenético; una patada alcanza a su mujer en un lado de la cabeza. Se está asfixiando. Los gritos de asfixia van debilitándose. El hombre blanco está muriendo. Conte lo suelta. El hombre cae en su asiento. Conte oye una voz que dice:

—Anima a tu hijo a que trabaje su técnica vocal. Bobby Rintrona pagará encantado por oírle cantar. ¿Conoces a Bobby?

El hombre blanco pierde el control de su esfínter.

Conte vuelve a su asiento. El bebé llora. A la mujer le sangra el oído. Conte se queda dormido. En Utica sigue al hombre hasta su coche, un modelo nuevo de BMW. Anota la matrícula y, allí plantado bajo el aguacero, calado hasta los huesos, pregunta:

—¿Cómo se llama tu hijo?

Cuando ya se aleja, repara en que lleva en la mano un bocadillo de jamón que ha comprado en la estación de Albany. Lo tira en una boca de alcantarilla, donde tres ratas enormes se lanzan de inmediato sobre él.

 

 

 

 

 

 

 

2 Famoso beisbolista estadounidense nacido en 1931.