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El árbol de las botellas

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Créditos

El árbol de las botellas

Todos los personajes de esta obra son ficticios. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Este libro está dedicado con amor, respeto

y la mayor devoción a la persona más importante de mi vida: mi mujer, Karen.

Quiero expresar mi agradecimiento a las personas que han contribuido a que este proyecto salga adelante: Barbara Puechner, Andrew Vachss, Neal Barrett hijo, David Webb y, por supuesto, Jeff Banks. También me gustaría saludar a mis antiguos colegas del campo de rosas, Sam Griffith y Larry Walters, y dar las gracias a mi «tía» Ardath y a mi profesor de kárate, Richard Metteauer.

«Es irrelevante contra quién compites; tu rival siempre eres tú».

Nakamura

1

Corría el tórrido mes de julio y estaba clavando esquejes, sin pensar lo más mínimo en la muerte.

Todos los demás trabajos del campo de rosas —hacer injertos, cavar— son duros, pero si hay una tarea que encarguen en el mismísimo infierno a los pecadores, esa es clavar esquejes.

La faena se hace en plena canícula y funciona de la siguiente manera: te dan un manojo de esquejes, lo coges, lanzas un suspiro y te giras, mirando en toda su extensión el campo, que se prolonga desde tu posición hasta algún punto al este de China; luego te atas los machos, agachas el lomo y empiezas a clavar los esquejes en hileras, muy pegados, uno detrás de otro. No te levantas a menos que no quede más remedio, porque si no nunca acabas. Sigues clavando, avanzando con el lomo agachado por la hilera polvorienta, confiando en que acabe en algún momento, por más que parezca interminable. Y, por supuesto, el sol del este de Texas, que a las diez y media de la mañana es como una ampolla infectada de la que supura pus, tampoco ayuda.

Así pues, estaba yo jugando con mis esquejes, pensando en lo de siempre, té helado y mujeres despampanantes y fogosas, cuando el capataz se acercó y me dio una palmadita en el hombro.

Pensé que sería la pausa para el agua, pero cuando levanté la cabeza señaló hacia el fondo del campo con el pulgar.

—Hap, ha venido Leonard —dijo.

—Pero si no puede trabajar —respondí—. A no ser que sepa clavar esquejes con el bastón.

—Solo quiere hablar contigo —dijo el capataz, antes de alejarse.

Clavé el último esqueje del manojo y, tras desperezarme, enfilé la larga senda polvorienta, pasando junto a los lomos agachados y sudorosos de los demás jornaleros.

Leonard estaba en el otro extremo del campo, apoyado en su bastón. Desde allí, parecía un monigote hecho de limpiapipas y ropa de muñeca. Su cara de ciruela negra estaba vuelta hacia mí, y una ola de calor pareció escapar de ella y vibrar bajo la intensa luz, levantando un remolino de polvo que al cabo de unos segundos se posó con suavidad.

Cuando Leonard vio que estaba mirando hacia él, levantó la mano cual estornino que alza el vuelo.

Vernon Lacy, el jefe del campo, al que yo apodaba cariñosamente «Viejo Cabronazo» aunque tenía mi edad, ataviado con una camisa blanca almidonada, unos pantalones a juego y un salacot blanco, también me vio volver. Se acercó a Leonard, me miró y, con un gesto deliberadamente pausado, hizo una marca en su pequeño cuaderno. Para descontarme ese tiempo, huelga decirlo.

Cuando llegué al final de la hilera, lo que me llevó algo menos de tiempo que atravesar Egipto a lomos de un camello muerto, me había puesto perdido de polvo y estaba agotado. Leonard esbozó una sonrisa:

—Era para preguntarte si me dejas cincuenta centavos —dijo.

—Si me has hecho venir desde allí por cincuenta centavos, te voy a meter ese bastón por el ojete.

—Pues entonces voy a ponerme vaselina, ¿vale?

Lacy me miró:

—Esto te lo descuento del sueldo, Collins.

—Vete a tomar por culo —le solté.

Lacy tragó saliva y se alejó sin mirar atrás.

—¡Qué labia! —dijo Leonard.

—La diplomacia es mi fuerte. Ahora dime que no has venido a por cincuenta centavos.

—No he venido a por cincuenta centavos.

Leonard seguía sonriendo, pero una de las comisuras de sus labios empezó a curvarse ligeramente, como un bote en el que empieza a entrar agua y está a punto de hundirse.

—¿Qué ha pasado, macho?

—Mi tío Chester —dijo Leonard—. Ha muerto.

Seguí al viejo Buick de Leonard con mi camioneta e hicimos una parada técnica para comprar cerveza y hielo. Al llegar a casa de Leonard, llenamos una nevera con los cubitos y las latas y la sacamos al porche delantero.

Leonard, como yo, no tenía aire acondicionado, y el porche era el lugar más fresco que había, a no ser que nos acercásemos al arroyo y nos tumbáramos en el agua.

Nos acomodamos en el desvencijado balancín del porche y colocamos la nevera entre ambos. Mientras Leonard le daba impulso con la pierna buena, yo abrí un par de latas.

—¿Ha sido hoy? —pregunté.

—Lo han encontrado hoy. Llevaba muerto dos o tres días. De un infarto. Lo han llevado al tanatorio de LaBorde, hinchado como un globo.

Leonard le dio un sorbo a su cerveza y observó la cerca de alambre de espino al otro lado de la carretera.

—¿Ves a ese ruiseñor en el poste de la cerca, Hap?

—Sí, ¿por? ¿Es que estaba intentando llamar mi atención?

—Está bien gordo. Se ven muy pocos así de gordos.

—Es un asunto al que no dejo de darle vueltas, Leonard. ¿Cómo es que los ruiseñores no suelen ponerse gordos? Hasta he pensado en escribir un artículo.

—Es el pájaro favorito de mi tío. A mí siempre me han parecido feos, pero para él eran lo más majestuoso del mundo. De pequeño me llamaba «risueño ruiseñor», porque siempre estaba sonriendo y burlándome de todo quisque. Cuando veo uno, me acuerdo de él. Qué cursilada, ¿no?

No respondí. Me concentré en los listones de madera del extremo del porche, donde un tábano achicharrado se tambaleaba sobre unas patas repletas de enfermedades, intentando alcanzar la pequeña sombra que ofrecía la pérgola del porche. El tábano flaqueó y se detuvo en seco. Supuse que habría sido un infarto.

—Mañana quiero ir al entierro del tío Chester —dijo Leonard—. Pero, no sé, la verdad es que se me hace raro. Lo más probable es que él no quisiera que fuese.

—Por lo que me has contado de tu tío Chester, aunque renegó de ti al enterarse de que eras maricón…

—Gay. Ahora se dice gay, Hap. Los heteros no os enteráis. Cuando vamos como una cuba, nos llamamos bujarras o bujarrones.

—Es igual. El caso es que estoy seguro de que Chester era buena gente, a su manera. Tú lo apreciabas, así que da igual lo que quisiera él. Lo importante es lo que tú quieres. Él está muerto, ya no decide. Si te apetece ir al entierro y despedirte de él por los buenos momentos que pasasteis juntos, no lo dudes.

—Ven conmigo.

—Macho, yo lo siento por tu tío Chester, por lo que significaba para ti, pero no lo conozco de nada. La cuestión es que su muerte ha supuesto que tú hayas venido al campo de rosas así de triste, y que yo le haya dicho a mi jefe lo que le he dicho, con lo que, probablemente, ya no tengo trabajo. Tu tío me ha jodido el sueldo, ¿por qué coño iba a ir a su entierro?

—Porque te lo he pedido, porque eres mi amigo y porque estoy muy sensible y no quieres que sufra. —Y eso era verdad.

No me hacía demasiada gracia, pero accedí. Ir a un entierro parecía bastante inofensivo.

2

El entierro era el día siguiente a las tres de la tarde, así que aquella mañana nos montamos en el coche de Leonard y fuimos al J. C. Penney’s de LaBorde.

Teníamos que comprarnos un traje, pues hacía años que ni Leonard ni yo nos habíamos puesto uno. Mi último traje tenía el cuello nehru y un símbolo de la paz del tamaño del tapacubos de un Cadillac Eldorado, colgado de una cadena un poco más fina que la que se necesitaría para remolcar un camión cisterna.

El último traje de Leonard estaba diseñado por el Ejército.

En Penney’s los trajes ya no se vendían con chaleco y pantalones, al menos con unos decentes, y la ropa estaba más cara de lo que recordaba. Se me ocurrió que quizá deberíamos pasar por un Kmart para ver si tenían algo de raso verde con lo que poder tapizar una silla cuando nos cansáramos de usarlo.

Acabé comprándome un traje azul oscuro con corbata a juego y camisa azul claro, y zapatos, cinturón y calcetines negros. Cuando me probé el conjunto y me miré al espejo, sentí que tenía pinta de tonto. Parecía un pitbull bípedo de luto.

Leonard se compró un traje verde oscuro de corte vaquero, una camisa de color amarillo canario y una corbata a rayas naranjas, verdes y amarillas. También se hizo con unos zapatos negros de punta fina con cremalleras en los laterales, un modelo que, ingenuo de mí, creía que habían dejado de fabricar más o menos en la misma época en que los Dave Clark Five dejaron de grabar discos.

—Vas a enterrar a tu tío Chester —le dije—, no a llevártelo de crucero por el Caribe. Si apareces con esa pinta, no descarto que salga del ataúd y te cubra con la mortaja.

—Los celos están muy feos, Hap.

—Me has calado. Ojalá yo también pudiera parecer un choque frontal entre Dolly Parton y Peter Max.

Volvimos a ponernos nuestra ropa y pagué por los dos, porque era el único que estaba trabajando en aquella época, aunque de forma esporádica, y porque Leonard siempre me recordaba que se había quedado con la pata chula por mi culpa. De buenas a primeras, decía: «Sabes que se me ha quedado la pata chula por tu culpa», cogía algo que quería comprarse y yo lo pagaba, porque llevaba razón. De no ser por él, mi entierro habría precedido al del tío Chester.

El funeral se celebraba en una pequeña parroquia a las afueras de LaBorde. Volvimos a casa para hacer tiempo y, cuando llegó la hora, nos pusimos los trajes y montamos en la chatarra sin aire acondicionado que Leonard tenía por coche.

Al llegar a la iglesia baptista en la que se celebraba el funeral, nuestros trajes nuevos estaban empapados en sudor y, por culpa del viento tórrido, parecía que me había peinado con una desbrozadora para tractor. A juzgar por mi aspecto, se diría que me había metido en una pelea y había perdido.

Bajé del coche y Leonard se me acercó:

—No le has quitado la puta etiqueta.

Levanté el brazo y, en efecto, ahí estaba la etiqueta, colgando de la manga de la chaqueta. Me sentí como Minnie Pearl. Leonard se sacó una navaja del bolsillo y, una vez cortada, entramos en la iglesia.

Desfilamos junto al ataúd abierto. Como era natural, el tío Chester no había dejado pasar la oportunidad de ser el invitado de honor. El cabrón era feo de cojones, y me imaginé que en vida no habría sido mucho más guapo. No era muy alto, pero sí corpulento, y llevar unos días muerto cuando lo encontraron tampoco ayudaba. El maquillador solo había logrado que se pareciera a la mofletuda Muñeca Repollo.

Después de los elogios y las oraciones y los cantos y la gente abalanzándose sobre el ataúd y llorando, ya fuesen lágrimas sinceras o no, nos dirigimos a un pequeño cementerio en el bosque. El ataúd viajaba en un antiguo coche fúnebre negro con una pegatina en el parachoques trasero que rezaba «Bingo para Dios».

La ceremonia continuó bajo una carpa a rayas, azotada por el viento cálido, al lado de la tumba abierta. Un cierto halo trágico, teatral, lo envolvía todo. El único que parecía sinceramente apenado era Leonard. Guardaba silencio y, aunque era demasiado machito para llorar en público, yo lo tenía calado. Veía sus manos temblar, las comisuras de los labios curvadas, los ojos hinchados.

—No es mal sitio para que te entierren —le susurré a Leonard.

—Cuando estás muerto, estás muerto —respondió él—. Me lo dijiste tú, precisamente. Al morir perdemos el apego por las cosas que nos rodean.

—Es verdad. Que le den al tío Chester, vamos a hablar de moda. Te habrás percatado de que eres el único con pinta de negro bujarra y estilo Roy Rogers.

La comparación le arrancó una sonrisa.

Durante el clásico maratón de loas al tío Chester por parte del pastor, me pasé un buen rato mirando a una mujer negra, preciosa, que teníamos al lado, con un vestido corto y ceñido. Ella, como Leonard, era de las pocas personas que no estaban ensayando para el Óscar. No parecía particularmente triste, pero se mostraba solemne. De cuando en cuando se giraba para mirar a Leonard, aunque no sabría decir si él se percataba. Un heterosexual se habría dado cuenta sin más de si la mujer mostraba o no una actitud receptiva. La polla de un heterosexual percibe a las mujeres hermosas, independientemente de la formación cultural y social de su dueño, y siempre apunta al norte verdadero. O, bien pensado, a lo mejor es al sur.

Cuando el pastor concluyó la plegaria, algo más larga que los tomos completos de la Enciclopedia Británica, hizo una señal para que bajasen el ataúd.

Un tipo larguirucho, que tenía la mano apoyada en la máquina en cuestión, accionó la palanca y el ataúd empezó a descender, tambaleándose y reajustándose por sí solo. Uno de los presentes soltó un sollozo y volvió a guardar silencio. Una mujer que tenía enfrente, con un sombrero que llevaba de todo salvo unas cuantas piezas de fruta fresca y una tira de alambre de espino, se estremeció, incapaz de contener un gemido, y agitó un pañuelo.

Al cabo de unos segundos, solo quedaban los sepultureros llenando de tierra la tumba.

Hubo apretones de manos y conversaciones, y la mayoría de los presentes se acercaron a hablar con Leonard para decirle cuánto lo sentían, aprovechando para mirarme de refilón, con recelo, porque era blanco, o quizá porque daban por sentado que era el amante de Leonard. Había que joderse; como si no tuvieran bastante con un pariente o un conocido maricón; encima parecía que le iban los blanquitos.

Nos invitaron, aunque no con demasiado entusiasmo, a una reunión de amigos y familiares, pero Leonard declinó, y el personal se fue dispersando. La hermosa mujer de negro se acercó y, tras esbozar una sonrisa, estrechó la mano de Leonard y le dio el pésame.

—Soy Florida Grange. Era la abogada de su tío, señor Pine —dijo—. Y supongo que sigo siéndolo. Está usted en el testamento. Podemos leerlo si se pasa por mi despacho mañana. Tome mi tarjeta. Y esta es la llave de su casa. Le ha dejado eso y algo de dinero.

Leonard cogió la llave y la tarjeta y se quedó como un pasmarote.

—Hola, señorita Grange, yo soy Hap Collins.

—Hola —respondió, estrechándome la mano.

—¿Conocía bien a mi tío? —preguntó Leonard.

—No. La verdad es que no —respondió Florida Grange.

A continuación se marchó, y nosotros hicimos lo propio.

3

La casa del tío Chester estaba en una parte de LaBorde que unos llamaban la «zona negra» de la ciudad, otros, «ciudad negrata», y todos los demás, la «zona este».

Era una zona venida a menos, que diez años atrás estaba bastante bien porque lindaba con la parte blanca de la ciudad; hasta que la comunidad blanca se desplazó aún más al oeste y las calles quedaron abandonadas, pues el mantenimiento se trasladó adonde estaban el auténtico dinero y el poder, entre la opulencia lechosa.

Enfilamos Comanche Street y nos comimos unos baches para los que hacía falta paracaídas; Leonard giró y entramos en un camino de gravilla, donde yacían desperdigados los periódicos de varios días.

La casa tenía una planta, pero era grande y en su momento debió de estar bien, aunque parecía venida a menos, con la pintura desconchada y un tejado arreglado de aquella manera, con chapa barata y alquitrán. Los parches de metal atrapaban los rayos del sol y los reflejaban en los ladrillos desmenuzados de la chimenea y en las ramas de un enorme roble, que colgaba sobre un lateral del tejado, raspándolo, y ofrecía al jardín un paraguas de sombra. La parte inferior de la casa también estaba rodeada de chapa, tras la que había una cámara de aire.

Al otro lado de la casa, clavado en el suelo, vi un poste de tres metros cubierto de glicinia, del que despuntaban largos clavos. De estos colgaban los cuellos de varias botellas de cerveza y refrescos, probablemente reventadas de un disparo, o a garrotazos, o a pedradas. Había una pila de vidrio en el suelo, junto al poste, como restos de bisutería.

Había visto algo parecido en el jardín de un viejo carpintero negro. Entonces no supe lo que era, y ahora tampoco. Solo se me ocurriría definirlo como un árbol de las botellas.

Delante del porche, de forma alargada, había varios setos descuidados, ya silvestres, con un corte estilo afro. Entre ellos, unos peldaños de piedra, ligeramente inclinados, subían al entablado grisáceo del porche, donde había dos hombres y un chaval negros.

Antes de bajar del coche, pregunté:

—¿Son parientes?

—No que yo sepa, no los reconozco —respondió Leonard.

Salimos del coche y nos dirigimos hacia el porche. El chico nos miró, pero los hombres no parecieron percatarse. Se quitó una banda elástica del brazo, la tiró al suelo y empezó a frotarse. El chaval parecía confuso, pero a gusto, como si acabara de despertarse de un sueño prolongado y relajante.

Uno de los hombres negros, un tipo alto y cuadrado, que llevaba una camiseta y unos pantalones de vestir, con una cresta mohicana y una aguja hipodérmica en la mano, le dijo al chico: «Que sepas que hay más golosinas como esta, si puedes pagarlas».

El chaval bajó los peldaños, pasó entre Leonard y yo, y siguió hasta la calle. El Mohicano tiró la aguja al suelo, junto a la banda elástica y otro par de agujas.

El otro negro llevaba un gorro de ducha azul claro, una camiseta naranja y unos vaqueros, y era más grande que una carroza del Desfile de las Rosas. Nos miró desde lo alto del porche como si el mero gesto le cansara, y le dijo a Leonard:

—Hay que joderse; que me maten si no eres clavado a la puta ave del paraíso.

—Posada en su palo —apuntó el Mohicano—. ¿Quién te viste, hermano? ¿Y tú qué, blanquito? ¿Vas a dar un sermón o algo?

—Soy vendedor de seguros —respondí—. ¿Queréis uno? Me da en la nariz que lo vais a necesitar más pronto que tarde.

El Mohicano me sonrió, tomándome por un gracioso.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Leonard.

—Estamos en el puto porche, y punto —respondió la Carroza—. ¿Qué hacéis vosotros aquí?

—Esta es mi casa.

—Ah —dijo el Mohicano—, que eres familia del viejales chalado, ¿no?

—Te corrijo: soy el sobrino de Chester Pine.

—Bueno, bueno, estábamos haciendo negocios y ya está —dijo el Mohicano—. No os pongáis gallitos, anda.

—Esto no es vuestra oficina —dijo Leonard.

El Mohicano sonrió.

—Llevas razón, pero, ahora que lo dices, estábamos pensando en convertirlo en una especie de ampliación. —Se acercó al borde del porche y señaló la casa de al lado—. Vivimos ahí. Esa es la sede central, capitán Arcoíris.

Miré hacia la casa grande y ruinosa de la parcela contigua. Varios jóvenes negros salieron al porche y se nos quedaron mirando.

—Lo que le habéis dado al chaval no era una vacuna para el sarampión, ¿verdad? —dijo Leonard—. ¿Cuántos años tenía? ¿Doce?

—Ni puta idea —respondió la Carroza—. Aquí no repartimos regalos de cumpleaños. Tú piensa que somos médicos free lance.

—Yo pienso que sois gilipollas free lance —dijo Leonard.

—Vete a la mierda —soltó la Carroza.

—Bienhechores —intervino el Mohicano—, como en las pelis. Eso es lo que sois, ¿verdad, capullos?

Leonard miró detenidamente al Mohicano.

—Largaos de mi casa cagando leches. Si no, vuestros amiguitos van a tener que buscarte en el ojete de tu compadre. Eso si consiguen sacar lo que quede de él de ese gorro de ducha que me lleva.

—Vete a la mierda —respondió la Carroza.

—El caso es que estaba preguntándome lo del gorro —intervine—. ¿Te has dejado el grifo abierto? ¿Has salido a por una toalla?

—Vete a la mierda —repitió la Carroza.

—Se te ha gastado la ración diaria de palabras —dije—, ¿ahora cómo vas a suplicarnos piedad?

—Cuidadito —intervino el Mohicano—, que la conversación podría pasar a mayores…

—No me des una alegría tan pronto —dijo Leonard.

Acto seguido le propinó al Mohicano un bastonazo en la entrepierna y, tras agarrarlo de una rodilla con la empuñadura, pegó un tirón y lo bajó del porche.

Leonard se apartó y el Mohicano se dio de bruces contra el suelo. A juzgar por el sonido, debió de dolerle.

Me tocaba. Mientras la Carroza bajaba del porche para meterse en la pelea, le solté una patada lateral en la pierna de apoyo, en plena rótula, y él también se comió el suelo. Cuando se disponía a levantarse, le di otra patada en la garganta, esta vez moderando bastante la fuerza.

Se puso bocarriba y se llevó las manos al cuello, gorgoteando. El gorro de ducha ni se inmutó. Nunca me había percatado de lo ceñidos que están los cabronazos. O a lo mejor eran solo los de color azul claro.

El Mohicano se había levantado y Leonard, tras soltar el bastón, le estaba zurrando a base de bien, zurdazos, derechazos y rodillazos, sin dejarlo caer. El cuerpo del Mohicano iba de un lado a otro del jardín, como si tuviera un palo saltarín metido por el culo.

—Para ya, Leonard —le dije—, que se te van a hinchar los nudillos.

Leonard le soltó al Mohicano otro par de puñetazos debajo de las costillas, pero esta vez no se le acercó para evitar que cayese. El Mohicano se desplomó sobre la hierba, emitiendo un ruidito que recordaba a una fuga de gas.

La Carroza se había puesto de rodillas, todavía con las manos en la garganta y escupiendo. Eché un vistazo a los del porche de al lado, que seguían ahí parados, sin abandonar su pose de tipos duros, claro está.

Leonard les gritó.

—Eh, retrasados, si vosotros también queréis, venid para acá.

Ninguno quería. Y fue un alivio, porque no me apetecía rasgar mi flamante traje de J. C. Penney’s.

Leonard recogió su bastón, miró a la Carroza y le dijo:

—Como os vuelva a ver por aquí a tu compadre o a ti, o a alguien que me recuerde a vosotros dos, os matamos.

—¿No podemos limitarnos a alborotarles el pelo? —pregunté.

—No —respondió Leonard—. Quiero matarlos.

—Pues esto es lo que hay, colegas —dije—: muerte o nada.

El Mohicano se había alejado gateando, como quien no quiere la cosa, hasta el límite del jardín, junto al árbol de las botellas, e intentaba ponerse en pie. La Carroza se había repuesto y pudo levantarse e ir a ayudar a su colega. Luego se alejaron, cojeando y jadeando, hacia la casa de al lado.

Un negro alto gritó desde el otro porche.

—Podéis daros por muertos, los dos. Estáis muertos.

—Ha sido un placer, vecinos —respondió Leonard.

Luego sacó la llave y entramos en la casa.

4

Dentro hacía calor y todo estaba sucísimo; la chimenea estaba repleta de basura y había telarañas enormes por doquier. El polvo que levantábamos al movernos se distinguía contra la luz filtrada a través de las gruesas cortinas, y un olor rancio, que parecía tener distintas procedencias, impregnaba cada rincón. Una de ellas, qué duda cabe, era el propio tío Chester. Cuando la palmas en una casa y te quedas ahí un par de días, pudriéndote con ese calor, apestas todo lo que te rodea.

Dejé la puerta principal abierta, aunque no sirvió de mucho, pues no soplaba la más mínima brisa.

—Joder —dijo Leonard—, es como si no estuviese viviendo aquí.

Habida cuenta del aroma que dejó al marcharse, aquella frase me pareció discutible, pero respondí:

—Era mayor, Leonard. A lo mejor no se movía demasiado.

—No era tan mayor.

—Llevabas años sin verlo ni saber nada de él. Quizá estuviese fastidiado.

—A lo mejor con esta casa quería darme una última puñalada en el corazón. Cuando era pequeño me encantaba, y él lo sabía. Y ahora mira cómo está, joder.

—Quizá poco antes de morir se replanteó las cosas y decidió olvidar el pasado. La señora Grange ha dicho que también te ha dejado algo de dinero.

—Psss, lo más probable es que sean dólares antiguos, de los Estados Confederados.

Inspeccionamos la casa. La cocina daba asco: había platos sucios apilados en el fregadero y platos de cartón y envases de comida precocinada en la basura. También había un montón de restos alrededor de la basura. Se diría que Chester se hartó de sacarla y se limitaba a tirar las cosas hacia allí.

Las patrullas de moscas zumbaban por doquier. En la encimera, en una bandeja de comida, varios gusanos se retorcían sobre una masa verde y confusa que en su momento pudo ser una enchilada.

—Bueno, no cabe duda de que vivía aquí —dije, guasón.

—Cago en la puta —respondió Leonard—, esto no es cosa de dos días.

—No. Esto se lo curró.

Al lado de la cocina había una habitación, a la que entramos. Estaba relativamente ordenada. En la mesilla había un ejemplar en tapa dura y raído del Walden de Thoreau. Era el libro favorito de Leonard.

Eché un vistazo a la habitación. Una pared estaba prácticamente cubierta por una estantería con puertas correderas de cristal, tras las que se veían los libros.

Leonard se acercó a la cortina y la descorrió. El cristal de la ventana estaba amarillento, lleno de polvo y mierdas de mosca. El marco estaba protegido por barrotes, y desde ahí podía verse la casa del Mohicano, la Carroza y los demás capullos.

—El viejo tenía miedo —dije.

—A ese no le daba miedo nada —respondió Leonard.

—Cuando envejeces, empiezas a asustarte con mayor facilidad. El valor es directamente proporcional a tu corpulencia, tu salud y el calibre del arma que llevas. Y, a veces, la dosis de alcohol, crack o heroína que te has metido.

—Joder, macho, esto nunca fue un barrio de lujo, pero se ha ido a la puta mierda.

—Y te estás quedando corto…

—Lo de la casa de al lado no lo pillo, coño. Es un fumadero de crack, hasta un tuerto con el otro ojo de cristal se daría cuenta, y ¿qué hace la poli? El chaval se estaba metiendo un chute de jaco en el porche, macho. En la calle y a plena luz del día, delante de todo el mundo.

—Probablemente sea un chute gratis —dije—. El jaco no es barato. Luego, cuando vuelva con el mono le dirán que pruebe el crack. Y volverá a por más, porque se habrá enganchado y es más barato. Un chaval puede comprarse una piedra por cinco dólares, aunque tenga que robar baratijas para conseguirlos.

Leonard corrió la cortina y volvimos al pasillo. Dejamos atrás el baño y entramos en la siguiente habitación.

—Dios santo —dijo Leonard.

La habitación estaba abarrotada de pilas de periódicos amarillentos, que casi llegaban al techo. Había un paso estrecho entre ellas, que luego giraba a la izquierda y se abría. Vimos una silla y una mesa, y sobre ella un pequeño ventilador y algunos papeles.

Si te sentabas en la silla y mirabas por encima de la mesa hacia la ventana, siempre que las cortinas estuviesen descorridas, tras el cristal polvoriento se verían también los barrotes y el fumadero de crack.

En el escritorio había un bolígrafo y un cuaderno abierto. Miré la página: estaba llena de los garabatos del tío Chester. Había varios rectángulos pequeños y numerados, y varias líneas dibujadas en la parte superior, inferior y a los lados.

Se diría que el tío Chester no tenía nada que hacer.

Hacía un calor sofocante y el polvo que habíamos levantado a nuestro paso estaba suspendido en el aire, envolviéndonos la cabeza como un velo que me impedía respirar.

Salimos de la habitación y regresamos al salón, dispuestos a volver al porche para que nos diese un poco el aire. Fue entonces cuando nos percatamos de que, además de la cerradura que abría nuestra llave, en el marco de la puerta había otros cinco cerrojos, por si las moscas: dos pasadores de cadena, un cerrojo de cilindro, una barra metálica que se encajaba en sendas ranuras a ambos lados, y, en la parte superior e inferior de la puerta, dos pestillos con gancho.

—No se andaba con gilipolleces con la seguridad —dije.

—Supongo que sería por los capullos de al lado —respondió Leonard.

Nos quedamos en el porche; el aire seguía inmóvil y hacía un calor de perros, pero era infinitamente más agradable que la atmósfera podrida del interior. Tras un par de horas, la temperatura bajaría a treinta grados y el viento quizá empezase a soplar. Entonces, abriendo todas las ventanas y poniendo el ventilador a toda pastilla, a lo mejor ya no haría falta un respirador para sobrevivir dentro de la casa.

Eché un vistazo al fumadero de crack, pero no se veía ni un alma.

—Te has manejado bien para ir con bastón.

—Los cabronazos han tenido suerte de que no esté a tope. Dentro de una semana estoy dando clases de baile.

—¿Qué coño es ese poste con las botellas? ¿Decoración?

—Una gilipollez relacionada con el mojo, una especie de magia negra. Te protege de los malos espíritus. Se supone que quedan atrapados en las botellas. O que entran y salen convertidos en algo bueno, no estoy muy seguro. Me acuerdo de ver alguno que otro cuando era pequeño y de oír hablar de ellos. Pero el tío Chester no creía en esas gilipolleces. Era más práctico que un verdugo.

—Hay cosas sobre la gente de las que nunca nos enteramos, Leonard. Incluso entre personas con una relación tan estrecha como la nuestra: a lo mejor me gusta la polca y tú no tienes ni puta idea, ¿me explico?

—Ya… Oye, Hap, mañana tengo que ir a ver a la abogada. ¿Crees que puedo convencerte para que te quedes esta noche?

—¿Y si no quiero?

—Pues echa a andar.

—Me lo imaginaba…

Aunque no queríamos quedarnos a pasar la noche, nos habíamos llevado una muda, pues teníamos pensado hacer una parada para quitarnos el traje, ir a picar algo y luego al cine.

Nos cambiamos de ropa y ordenamos un poco la casa. Cogí el coche y fui a la ciudad a comprar bolsas de basura y productos de limpieza. A mi vuelta, Leonard ya había empezado a fregar los platos.

Mientras tanto, yo descorrí las cortinas y, tras abrir todas las ventanas, recogí la basura y la dejé fuera, en un lateral de la casa.

Cuando acabé, Leonard había terminado con los platos y estaba haciendo un poco de limpieza general: barrer, pasar la mopa, quitar telarañas con la escoba, limpiar los barrotes de las ventanas y rociar desinfectante por doquier.

—Aquí hay cucarachas que ya son mayores de edad —dijo Leonard.

—Ni que lo digas. Una acaba de ayudarme a sacar la basura.

Cuando por fin acabamos la faena, estábamos empapados de sudor y llenos de polvo. Nos turnamos para lavarnos como buenamente pudimos. No había agua caliente.

Encendimos la luz del porche, cerramos las ventanas, echamos todos los cerrojos y montamos en el coche, con el maletero y el asiento de atrás abarrotados de bolsas de basura. Tras cerciorarnos de que no pasaba nadie, las tiramos en un contenedor de obras que había cerca de la universidad y luego paramos en un Burger King. Fuimos al cine y volvimos a la casa cuando ya era noche cerrada, ojo avizor, por si nuestros queridos vecinos nos esperaban para darnos una sorpresa.

Supongo que aún se les estaban enfriando las orejas después de la paliza. Vimos a unos cuantos en el porche oscuro del fumadero de crack, mirando hacia nosotros. Recogimos los periódicos del camino de gravilla, dimos las buenas noches con la mano a nuestros colegas y entramos.

Leonard me dejó la habitación; él dormiría en el sofá del comedor. Estuvimos un rato tirados, leyendo los periódicos, y nos metimos en el sobre. Dejé la puerta de la habitación abierta para que circulase el aire, subí la ventana y encendí el ventilador del techo.

Desde mi cama veía a Leonard a través de la puerta, tumbado bocarriba en el sofá, con un brazo sobre los ojos.

—Lo siento por tu tío —dije.

—Ya.

—Es ley de vida.

—Ya. Me habría gustado tener mejor relación con él.

—Él te quería, Leonard. Si no, no te habría dejado la casa.

—Me habría gustado oírselo decir de viva voz. A veces me pongo imbécil y me siento culpable por ser homosexual. Como si hubiera tenido algo que ver con la orientación de mis hormonas. Cuando el tío Chester se enteró, me trató como a un depravado. Como si ser gay fuera sinónimo de acosar a niños y abusar sexualmente de los hombres débiles.

—Pensaba igual que un montón de gente, Leonard.

—Nunca he forzado a nadie. De hecho, casi podría decirse que paso del sexo. Mi problema es que suelen gustarme los heteros, y así no voy a ningún sitio. Muchos gais son unas auténticas locazas, me ponen enfermo.

—Qué cosa más rara, Leonard.

—No, es bastante habitual, les pasa a muchos gais. Me imagino que pienso como una mujer. Quiero tener una relación con un hombre, pero, vete a saber por qué, los gais no suelen hacerme tilín. Será porque me han machacado que son raros, y que yo soy así. Vete a saber… Te digo que la naturaleza me gastó una puta broma.

—Ja, ja.

—Hap, ¿te has sentido incómodo alguna vez por ser mi amigo, sabiendo que soy gay?

—No pienso mucho en eso. A ver, diría que no eres el prototipo de gay.

—Ni yo, ni nadie.

—La verdad es que no soy muy consciente. Si me paro a pensarlo, me choca un poco. Lo acepto, pero no lo entiendo. No creo que los gais seáis depravados de fábrica. Algunos lo son, otros no, como los heteros. Pero soy del este de Texas y vengo de una familia baptista…

—Yo también soy del este de Texas y de familia baptista.

—Ya, es una forma de hablar. A veces me paro a pensarlo. No es que me moleste exactamente, pero me paro a pensarlo y me confunde un poco.

—Si a ti te confunde, imagínate a mí. La vida sería más fácil si fuera hetero.

—Sí, pero no eres hetero.

—Cago en la puta, tendría que habérmelo planteado.

—¿Has visto la serie Las desventuras de Beaver?

—Sí.

—Al final de cada capítulo, si mal no recuerdo, los dos hermanos, Wally y Beaver, que compartían habitación, charlaban un rato antes de apagar la luz y dormirse. En esa conversación resumían el capítulo que acababas de ver, los problemas a los que se habían enfrentado. Todo quedaba zanjado y resuelto en esos últimos minutos, y para la semana siguiente hacían borrón y cuenta nueva. ¿Sabes qué?

—¿Qué?

—Que la vida no es así.

—Pues no, la verdad es que no. Buenas noches, Wally.

—Buenas noches, Beaver.

5

A la mañana siguiente, Leonard llamó para concertar una cita con Florida Grange y fuimos a su despacho.

Aunque se encontrase en la parte noble de la ciudad, su edificio estaba en una zona barata, junto a un bloque de apartamentos quemado, situado sobre una colina de arcilla roja atravesada por una carretera. Se había incendiado tres años antes y aún tenían que reconstruirlo, y los corrimientos de arcilla amenazaban la carretera.

Entramos al edificio y subimos en el ascensor. Al llegar a su planta, vimos a una mujer de mediana edad salir por una puerta con la mano en la mandíbula. Pasamos junto a la puerta en cuestión, la clínica de un dentista, un tal Mallory. Florida Grange, abogada, estaba entre el dentista y una oficina de fianzas.

Entramos. No había secretaria, ni sala de espera. El despacho era igual de grande que el baño de hombres de la YMCA, y el escritorio, las sillas, los archivadores y una máquina de escribir eléctrica apenas dejaban espacio para más. En la pared, los certificados y títulos enmarcados daban fe de la valía profesional de Florida Grange.

Estaba en su escritorio y esbozó una sonrisa al vernos entrar. Se levantó y nos tendió la mano; primero a Leonard, luego a mí. Cuando se la estreché, las dos grandes pulseras de plata tintinearon en su muñeca.

Llevaba un vestido corto, de un blanco inmaculado, y el contraste hacía que su piel de chocolate y su pelo azabache, largo y rizado, estuviesen resplandecientes. Calculé que tendría unos treinta años, treinta y cinco a lo sumo. Chocolate dulce en un envoltorio blanco y delicado.

Me sentí un poco cohibido ante ella, pues llevaba la misma ropa con la que había dormido y me había lavado los dientes con el dedo índice y la pasta del tío Chester.

Tomamos asiento y Florida Grange hizo lo propio al otro lado de su escritorio; luego abrió una carpeta y dijo:

—Esto es muy sencillo, será rápido. Sin embargo, es un asunto privado, señor Pine.

Mientras pronunciaba esas palabras me miró sonriendo, para cerciorarse de que no me echaba a llorar.

—Hap y yo no tenemos secretos. Puede oír todo lo que usted diga. Ya me dijo que voy a heredar la casa y algo de dinero. ¿Hay algo más?

—La cuestión es la cantidad… Lleva razón, señor Pine. Estoy siendo un tanto melodramática.

—Leonard. No me gusta que me llamen señor Pine. Él es Hap.

—De acuerdo, Leonard. No es un testamento complejo, así que voy a obviar todas las formalidades, si le parece bien.

—No sé, no sé —respondió Leonard—. Las formalidades son lo que da sentido a mi vida. Si las echo en falta, corro el riesgo de deprimirme.

La mujer le sonrió. Ojalá me hubiese sonreído a mí así.

—Le dejó la casa y algo de dinero: cien mil dólares.

Quizá fuera ese el motivo por el que a mí no me sonrió así. Yo no tenía cien mil dólares.

—¿Se puede saber de dónde sacó tanto dinero? —preguntó Leonard—. Era vigilante de seguridad.

Ella se encogió de hombros.

—Quizá llevara un tiempo ahorrando, no es tan insólito. O puede que tuviese bonos del Tesoro. La cuestión es que ha heredado todo ese dinero. Me ocuparé de los trámites para que lo cobre. Y otra cosa, también le dejó este sobre.

Abrió el cajón de su escritorio y, tras sacar un grueso sobre de papel de estraza, se lo entregó a Leonard. Él lo abrió y le echó un vistazo. Luego me lo pasó para que lo mirara. Dentro había un montón de recortes de periódico. Vi que uno de ellos era un cupón descuento de un dólar para una pizzería. Genial: nos gustaba la pizza.

Agité el sobre y un objeto rígido se movió en el interior. Puse el sobre bocabajo para que el objeto se colara entre los recortes y me cayese en la palma de la mano.

Era una llave, que entregué a Leonard.

—Parece de una caja de seguridad —dijo.

—Eso mismo he pensado yo —respondí.

—¡Cago en la hostia! —La voz, clarísima, provenía de la habitación de al lado.

Florida Grange, abogada, puso cara de bochorno.

—Me parece que no es muy buen dentista —apuntó—. La gente grita mucho.

—No pasa nada —dijo Leonard—, no nos estábamos planteando ir a su consulta.

—Llevo un tiempo pensando en mudarme —continuó ella.

—¿Sabe cuál era el banco del tío Chester? —le preguntó Leonard.

—Por supuesto, el LaBorde Main-and-North.

Leonard asintió, antes de guardar la llave en el sobre.

—Dice que no lo conocía, pero era su abogada. Habló con él, debió de hacerse alguna idea.

—Lo conocí hará un mes —respondió—. Vino a mi despacho para que me ocupara de sus asuntos.

—¿Le pareció que pudiese estar enfermo? —preguntó Leonard.

—Parecía estresado, como si estuviera pasando por un momento difícil. Creía que tenía alzhéimer. No dijo nada más.

—¿Tenía alzhéimer?

—No lo sé. Él creía que sí, y quería dejar las cosas bien atadas por si perdía la cabeza o llegaba su hora. Esas fueron las palabras que usó.

—En realidad, lo que me pregunto es si dijo algo de mí, además de lo que heredaba.

—No, lo siento.

—No pasa nada, da igual —dijo Leonard, aunque yo me percaté de que no daba igual.

—Me imagino que se habrá enterado de que hace unos meses disparó a varias personas, o eso dicen por ahí.

—¿Cómo?

—No mató a nadie. Yo me enteré de oídas, soy de esa zona de la ciudad, de donde vivía su tío. Mi madre vive ahí. Al parecer, su tío tuvo un follón con los vecinos. Dicen que es un fumadero de crack.

—Efectivamente —dijo Leonard.

—La cuestión es que estaban haciendo el tonto y dispararon a unas botellas que su tío tenía en un poste del jardín. Supongo que se referían a un árbol de botellas.

—Efectivamente —dijo Leonard.

—Su tío estaba en el porche y, según parece, una bala le pasó rozando, así que cogió la escopeta, fue a la casa de al lado y disparó a varios hombres que había en el porche. Los cartuchos estaban cargados de balines. La cuestión es que la policía apareció y se lo llevó arrestado, mientras que los tipos acabaron en el hospital para que les sacasen los balines. Al final soltaron a su tío y, de hecho, creo que ni siquiera salió en los periódicos.

—Porque pasó en ciudad negrata, por eso —dijo Leonard—. Los tiroteos entre negros no son noticia para los paletos blancos. Para ellos es el pan de cada día.

—Ya, será eso —respondió Florida Grange—. En fin, eso es lo único que sé sobre su tío, como quien dice.

Noté que, en su fuero interno, Leonard estaba orgulloso. Aquel episodio encajaba con su recuerdo del tío Chester: un hombre firme e íntegro, al que nadie le tocaba los cojones.

Grange le pidió que rellenase unos papeles y le entregó otros tantos. Cuando acabaron los trámites, la fresa del dentista llevaba un rato chirriando.

—Les pido disculpas —dijo Florida Grange—. Vamos al vestíbulo.

—La verdad es que no tengo nada más que preguntarle, señorita Grange. Siento haberla hecho salir —se justificó Leonard.

—Es igual, estoy harta de la fresa —respondió ella—. Ah, podemos tutearnos.

—Vale, Florida. Gracias.

—Si quieres preguntarme algo más, me llamas —dijo.

—¿Puedo preguntarte yo una cosa? —intervine.

—Sí.

—¿Estás casada?

—No.

—¿Ahora mismo hay alguien especial en tu vida?

—La verdad es que no.

—¿Tengo alguna posibilidad de que salgas a cenar conmigo?

—No creo, señor Collins.

—Soy un as de la limpieza.

—No me cabe duda. Pero no. Gracias por preguntar.

De camino al ascensor, Leonard bromeó:

—Hap Collins, el terror de las nenas.

6

En el coche, mientras Leonard iba al volante, revisé el contenido del sobre.

—¿Hay algo que merezca la pena? —preguntó Leonard.

—Tenemos un puñado de cupones descuento para pizzas, unos cuantos del Burger King y, si te entra hambre de verdad, un dos por uno en Lupe’s, un restaurante mexicano.

—¿Y ya está? ¿Cupones?

—Equilicuá.

—Dios santo, estaba como una puta cabra.

—No te creas, con los cupones ahorras lo que no está escrito. Yo suelo usarlos. En su día pensé que podría ahorrarme un buen pellizco en las compras del día a día y pillarme una televisión de segunda mano.

—¿En color?

—En blanco y negro. Al final acabé comprándome una lata de Pepsi Light y una bolsa de cortezas.

—Me extraña que el tío Chester le dejara unos cupones a la abogada para que me los guardase. Podía haberlos dejado en la mesa de la cocina.

—A lo mejor no estaba en sus cabales y creía que los cupones se revalorizarían. Y también está lo de la llave.

—Me imagino que abrirá una caja de seguridad del banco.

—Elemental, querido Watson.

—Vamos a comprobarlo ahora mismo.

—Leonard…

—¿Qué?

—Acabo de darme cuenta de que estos cupones llevan un par de años caducados.

Cuando entramos en el LaBorde Main-and-North First National Bank, tomé asiento y Leonard se acercó a preguntar a un empleado. El hombre lo remitió a una señora de pelo gris en una de las mesas. Leonard se inclinó, apoyándose en su bastón, y le enseñó la llave y varios de los documentos que Florida Grange le había entregado. La mujer asintió y, tras devolverle la llave, lo acompañó hasta una puerta de reja. El vigilante que había al otro lado de los barrotes hizo un gesto, abrió y, tras dejar pasar a Leonard, volvió a cerrar la puerta con llave. Al cabo de unos minutos, Leonard salió con un gran sobre manila y un paquete más grande envuelto en papel marrón e hilo bramante.

—Esto te va a encantar —dijo, levantando el sobre—. Dentro hay un ejemplar de bolsillo de Drácula, un puñado de recortes de periódico y… ¡adivina! Otra llave. No hay ninguna pista de lo que abre. El tío Chester perdió la chaveta hasta tal punto que no distinguiría sus huevos de un par de bellotas.

—¿Y eso qué? —dije, señalando el paquete grande.

—Ya lo he abierto.

—Me había dado cuenta, por la forma en que has vuelto a poner el bramante. ¿Qué es?

Leonard titubeó.

—A ver… —Apoyó el paquete en una de las mesas y, tras desatar el hilo, lo desenvolvió. Era un cuadro. Un buen cuadro. La imagen sombría de una vieja casa de dos pisos de estilo gótico rodeada de árboles; el follaje era tan espeso que los árboles parecían aprisionar la casa.

—¿Lo hizo tu tío?

—Lo hice yo. A los dieciséis años.

—¿De verdad?

—De la buena. En su momento quería ser pintor. Se lo hice al tío Chester por su cumpleaños. A lo mejor ha querido devolvérmelo para dejarme claro que no me perdona del todo.

—También te ha dejado otras cosas: el dinero, la casa…

—Cupones y un ejemplar de Drácula.

—Eso. ¿Y ya está? ¿No hay nada más?

—No, señor. Pero tienes razón: tengo la casa y encima voy a llevarme cien mil dólares por la patilla, y tú no.

Drácula

Quitando que acabaría marchitándose y palmándola como todo hijo de vecino, me imaginé que le iría todo lo bien que puede irle a uno en la vida.

Pero no había contado con la nube negra del destino.