cover

Índice

CUBIERTA

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CRÉDITOS

CAPÍTULO I

en el que encontramos a Manzanilla y perdemos

de vista la tranquilidad

Era sábado, 26 de agosto. Por qué es tan importante esta fecha lo descubriremos un poco más adelante. De momento, podemos decir que aquel fue un sábado especialmente largo y aburrido. A nadie le hacía mucha ilusión la perspectiva de irse pronto a la cama. Pero bueno, ¿qué otra cosa puede hacerse en una casa en la linde del bosque al caer la noche? Los adultos, por supuesto, encuentran siempre alguna solución a todo esto, pero ¿qué pueden hacer los niños? ¿O las gallinas, por ejemplo? Las gallinas nos sirven muy bien de ejemplo, porque, como todo el mundo sabe, en los pueblos lo normal es «acostarse con las gallinas». Y en un pueblo estaban, en uno que llevaba por nombre la Aldea del Ángel, aunque todo el mundo lo llamaba Villavacaciones. Así lo llamaban mamá, papá e incluso la regordeta señora Natillas, dueña de la casa donde todos se hospedaban. Por supuesto, ella se llamaba también de otra manera, pero Ana había tenido la genial idea de apodarla así, porque la señora Natillas se encargaba de suministrar a todos los veraneantes de la zona una crema de leche riquísima que servía de acompañamiento imprescindible a las fresas silvestres y a los raviolis con queso blanco.

EN LOS PUEBLOS LO NORMAL ES

Y, aunque día de raviolis no era, aquel sábado en particular se convirtió en una jornada muy importante en las vidas de Mario, Ana y Croqueta. Croqueta, no sin cierta dificultad, se había sentado en la valla que separaba el gallinero de la hilera de girasoles y balanceaba las piernas con desgana mientras iba pelando las pipas de un girasol que tenía justo enfrente. A la señora Natillas esto la enfadaba siempre mucho, porque los girasoles tenían las mejores partes mordisqueadas y peladas, y eso quedaba muy feo, pero Croqueta era tan glotón que ni siquiera las amenazas de su padre habían servido para algo.

ACOSTARSE CON LAS GALLINAS»

Así que allí estaba, sentado en aquella valla que crujía peligrosamente, dándole vueltas a lo que harían al día siguiente, porque, claro, en vacaciones los domingos no se diferencian en nada del resto de los días de la semana.

—¿Tú qué dices? —preguntó y escupió una cáscara de pipa—. ¿Que mañana también tocará pollo hervido para comer?

—Seguro —respondió Mario mientras se rascaba con ganas las picaduras de mosquito que le cubrían la parte trasera de las piernas.

A Mario no le gustaba nada el pollo hervido, pero en aquella aldea perdida en medio del bosque, a treinta kilómetros del pueblo más cercano, no se podía pedir mucho más. Bostezó haciendo mucho ruido y levantó la vista más allá de las altas copas de los pinos, que los últimos rayos del sol teñían ya de rojo.

—¿Vamos corriendo a ver al Rey de las Ranas?

—Vamos si quieres —contestó Croqueta consiguiendo bajar a duras penas de la valla—, pero que conste que muchas ganas de correr no tengo.

Quizá deberíamos explicar que Croqueta en realidad se llamaba Darío, aunque nadie se acordaba ya de ello, ni siquiera su madre, y eso que en su día le encantaba el nombre. De todas formas, esto no tiene nada de especial, pues el apodo «Croqueta» le iba como anillo al dedo. Hasta donde alcanza la memoria, Croqueta siempre había sido un niño regordete y no le gustaba nada todo eso de moverse. Mario resopló resignado y asintió con la cabeza.

—¿Avisamos a Ana? —preguntó por preguntar, dado que sabían de sobra que a ver al Rey de las Ranas siem>pre iban los tres juntos.

Ana acababa de terminar el ritual vespertino de regar las flores y estaba dejando la regadera junto al barril que recogía el agua de lluvia.

—¡Vamos! —exclamó Mario y olfateó un poco el aire.

Desde la cocina, a través de la ventana abierta, venía planeando un olorcillo a pastel de ciruelas.

—Ni se te ocurra —dijo Ana mientras se acababa de secar las manos—. Hoy no toca. Natillas no nos dará ni un trocito.

—¿Cómo es que solo podemos comer pastel los domingos? —preguntó nervioso Croqueta—. ¡Es una injus>ticia absoluta!

En esa cuestión, los tres estaban de acuerdo. ¿Por qué cosas tan deliciosas, como lo eran sin duda un pastel de ciruelas o una tarta de nueces, se preparaban solo los sábados? ¿Y por qué no podían comerse hasta que llegaba el domingo?

Los niños volvieron a aspirar una vez más el aroma de la tarta y se dirigieron lentamente en fila india en dirección al estanque a cuyo alrededor se alzaba un tupido bosque verde y oscuro.

El estanque —es decir, el País del Rey de las Ranas— lo habían descubierto por casualidad, al principio de su estancia en Villavacaciones. Jugando a indios y vaqueros, con las plumas de rigor metidas en medio del pelo desordenado, se habían separado en busca de Ramón —o Flecha Verde—, que estaba oculto en algún lugar del matorral. De pronto, desde detrás de un enorme roble, se oyó un grito y el ruido de algo que chocaba contra el agua, lo cual fue suficiente para que Croqueta, que ese día estaba de guardia en el campamento, saliese corriendo de la tienda. Resultó que se trataba de Román, el mismísimo Viejo Escarabajo, jefe indio y guerrero supremo, que se había metido hasta el cuello en el estanque cubierto de lentejas de agua. Entre todos unieron sus fuerzas para pescarlo, y, mientras se quitaba la ropa empapada, una enorme rana verde saltó desde el bolsillo de su camisa.

Por supuesto, esta última era el mismísimo Rey de las Ranas, el amo y señor del estanque sin fondo, el rey cuyo reino, pese a no ser muy grande, estaba inmensamente poblado de extraordinarias ranas ciudadanas. Hasta tenía su propio coro, que daba extraordinarios conciertos nocturnos.

Así que en fila india iban. Mario encabezaba la marcha, hasta que, de pronto, se paró en seco. Por supuesto, Croqueta se chocó contra él con tanto ímpetu que a punto estuvo de tirarlo al suelo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ana, que iba cerrando la fila.

—Chsss —murmuró Mario mientras intentaba oír algo.

—Te-te-tengo miedo —tartamudeó Croqueta para curarse en salud.

Croqueta siempre tenía la sensación de que, una vez le entraba el miedo en el cuerpo, los problemas desaparecían, pues, llegados a ese punto, la cosa ya no podía ir a peor.

—¿Lo oís? Alguien está llorando —dijo y señaló un arbusto cubierto de flores de color violeta—. ¡Allí!

Los tres escucharon un leve gimoteo.

—¿Será un fantasma? —preguntó Croqueta retrocediendo.

—Los fantasmas no gimotean, sino que hacen sonar las cadenas —contestó Ana convencida.

—¿Y si no tienen cadenas? —preguntó Croqueta con voz temblorosa.

—Vamos —ordenó Mario, y comenzó a abrirse paso hacia el arbusto en cuestión.

—Igual me puedo quedar en la retaguardia —murmuró Croqueta.

Ya tenía ganas de poner pies en polvorosa de vuelta a casa, pero su hermana, que estaba justo detrás de él en medio de la estrecha senda, le cortaba la retirada.

—Vamos, cobardica —dijo Ana empujando a su reticente hermano mientras se abrían paso entre los arbus>tos llenos de pinchos.

Quisiera o no, a Croqueta le tocaba avanzar. Poco a poco, fue arrastrando los pies y apartando las ramas con cuidado. Con gran esfuerzo, intentó controlar la gran sensación de miedo que lo embargaba, que le paralizaba las piernas y que hacía que se le torciesen los labios como si estuviese a punto de echarse a llorar.

—No voy a llorar. No tengo ninguna intención de llorar —se repetía una y otra vez mientras iba tropezando con las raíces que sobresalían.

Entretanto, Mario consiguió llegar por fin al arbusto cubierto de flores de color violeta y separó con delicade>za las ramas.

Lo que vio lo dejó tan paralizado que ni siquiera fue capaz de responder al susurro ahogado de Ana, quien le tiraba del brazo queriendo descubrir cuanto antes el origen de los misteriosos gimoteos.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Ana impaciente ante el silencio de su hermano.

—¿Qué hay ahí? —repitió como un eco Croqueta.

—Una niña —respondió Mario sin acabar de dar crédito—. ¡Una niña pequeña!

—Déjame ver —ordenó Ana, y, apartando una rama, miró por encima del hombro de Mario.

Junto al arbusto, en un promontorio de musgo verde, había sentada una desconsolada niña pequeña. Llevaba un vestido rojo de tejido brillante y, en la cabeza, anudado, un pañuelo rojo. No paraba de sollozar. Con su sucia mano pegada a la carita, miraba con los ojos muy abiertos a los tres niños.

CROQUETA LA MIRÓ

DE REOJO

—Pobrecita —susurró Ana—. ¿Cómo habrá acabado aquí sola en el bosque?

—Parece que se ha perdido —dijo Mario, a quien también conmovió la llorosa cara de la desconocida.

La pequeñaja se apartó un poco el puño de la boca e intentó escuchar lo que decían.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Mario, pensando de forma lógica que solo así podrían saber algo más acerca de la niña.

—Manzanilla —contestó la pequeña con una vocecita muy aguda.

—¿Manzanilla? —se sorprendió Ana—. Pero tendrás también un apellido. Intenta recordar cómo te llamas de verdad.

—¡Manzanilla! —respondió la niña con la misma vocecita y sin dar su brazo a torcer.

Croqueta la miró de reojo.

—Si dice que se llama Manzanilla, será que se llama así —dijo muy convencido—. Yo tampoco tengo el mejor de los nombres y nadie se sorprende —añadió abriéndose paso hasta la primera línea.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

Mario se repuso por fin de la sorpresa y decidió tomar la iniciativa y dejar este asunto en sus —en su opinión— experimentadas manos.

—Vine de allí —susurró Manzanilla y señaló con la manita una hilera de cuatro robles enormes.

—¿Del bosque? —se sorprendió Croqueta mientras chupaba con ganas una hoja de acederilla—. Pero si ahí empieza la parte más frondosa.

—Clementina se ha ido por allí —contestó, cada vez más triste.

Al cabo de un segundo sus ojos grises se llenaron de lágrimas que empezaron a caer una tras otra por las redondeadas mejillas.

—¿Quién es Clementina? —preguntó Croqueta.

—¿Es tu hermanita? —dijo Ana llena de empatía mientras se ponía en cuclillas junto a la niña y acariciaba torpemente los pequeños rizos que le asomaban por debajo del pañuelo rojo.

—Es mi... —Y se echó a llorar desconsoladamente.

—Vale, seguro que es su hermana —contestó convencido Mario a la vez que se restregaba la punta de la nariz con el dorso de la mano.

Mario siempre se restregaba la punta de la nariz cuando se encontraba en apuros o cuando el problema al que se enfrentaba era superior a sus fuerzas. De esa manera, el problema se hacía más pequeño. En este caso, sin embargo, los sollozos de Manzanilla daban muestra de lo importante que era Clementina para ella.

—¿Y tu hermana te ha abandonado así en el bosque? —se extrañó Croqueta.

Le daba mucha pena que a Manzanilla la hubieran abandonado, porque, tal y como solía decir su madre, él era un niño muy sensible y se preocupaba mucho por las desgracias ajenas. Por otro lado, se alegraba un poco de que a sus hermanos nunca se les hubiese ocurrido dejarlo solo en medio de un bosque oscuro y especialmente poco amistoso.

—Ella iba la primera… sola… y yo iba detrás… —dijo Manzanilla entre sollozos.

—A lo mejor quería coger setas o fresas silvestres… —Ana intentaba justificar de alguna manera el extraño comportamiento de la desconocida Clementina.

—¡Pero si a ella no le gustan las setas! —contestó la pequeña mirando a Ana con sus inmensos y sorprendidos ojos.

—¡¿No le gustan las setas?! —gritaron al unísono Mario y Croqueta.

—No-no… —tartamudeó Manzanilla.

Mario siguió restregándose la nariz hasta que se le puso roja como un tomate, pero ninguna idea genial acudió a su cabeza.

En su defensa, podríamos añadir que no es nada habitual encontrarse a una niña en medio del bosque debajo de un arbusto de flores violetas. «¡Si al menos estuviera aquí papá!». Mario pensó irritado que su padre nunca estaba cuando más se le necesitaba. Y encima se había llevado con él a mamá.

—¿Qué hacemos con ella? —preguntó Ana.

Croqueta estaba cada vez más nervioso.

—¡Que se venga con nosotros!

—Claro que sí —dijo Mario—. Por supuesto que no la vamos a dejar aquí.

Estaba oscureciendo. Los rojizos resplandores de los pinos ya se habían apagado y el aire que llegaba desde el bosque producía escalofríos. Las sombras de los robles se alargaban cada vez más y sus negros tentáculos alcanzaban los arbustos de color violeta.

—¡Vamos! —ordenó Mario mientras pensaba que aún tenía un poco de tiempo para reflexionar sobre aquella situación que de forma tan inesperada y repentina se habían encontrado.

—¡Ai-ho, ai-ho, a casa a descansar! —se puso a cantar Croqueta mientras, feliz de volver a casa, avanzaba al galope por la senda que se abría paso entre las zarzamoras.

Ana cogió a Manzanilla de la mano y la ayudó a abrirse paso apartando las ramas con pinchos. Pensó que estaría bien tener una niña más en casa. Mario y Croqueta eran buenos acompañantes en la vida familiar y podía jugar con ellos a corsarios o a indios, pero cuando tenía ganas de algo más serio… ¡entonces hacía falta una niña!

Ya estaban cerca de las casas de la señora Natillas. Mario pensó que no tenía sentido entrar por el porche, porque, desde la ventana de la cocina, Natillas se percataría enseguida de que por los escalones de piedra subían cuatro pares de pies y no tres.

—Quietos ahí —ordenó a media voz junto al borde del campo de ciruelos—. Tenemos que deliberar.

—¡Me ruge la barriga! —protestó Croqueta, pero enseguida se detuvo obediente.

—Tenemos que colarla en casa de alguna manera. No podemos decirle nada a Natillas (se armaría una buena). Manzanilla dormirá en mi cama.

—¿Y tú? —se extrañó Ana.

—¿Yo? Yo partiré en busca de… ¡Clementina! —contestó Mario sacando pecho.

Ahora ya sabía cuál sería su cometido. Sí, tenía que encontrar a Clementina, quien seguramente estaría llorando asustada en medio del oscuro bosque.

—¡Yo voy contigo! —exclamó Ana dando un salto que fue acompañado por sus delgadas y graciosas trenzas.

—¡Y yo! —gritó Croqueta, asustado como siempre de que lo dejaran solo, aunque enseguida se acordó de lo tenebroso que es el bosque y la oscuridad se cernió sobre su alma—. Y yo —repitió un poco más bajito—, pero con la condición de que… ¡a mí no me perdáis!

—¡Está bien! Intentaremos no perderte. Ahora, pasad por aquí debajo.

Mario apartó uno de los postes de la valla y lo aguantó con la rodilla hasta que los talones de Croqueta acabaron de desaparecer por el otro lado.

—Ana y Manzanilla entrarán por la ventana. Croqueta subirá corriendo por la escalera montando mucho escándalo. Yo aún tengo que ir a por Ramón y Román. ¡Esperad mis órdenes! ¡Adiós! —Y se fue corriendo en dirección a las casas vecinas.