PECADO 2


V.1: julio, 2019

Título original: Manwhore + 1


© Katy Evans, 2015

© de la traducción, Eva García Salcedo, 2019

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2019

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: miljko / iStock photo


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17972-02-8

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

PECADO 2

Por cada pecado hay un pecador

Katy Evans

Serie Pecado 2
Traducción de Eva García para
Principal Chic

1





Por el mayor salto que vas a dar en tu vida.


Sobre la autora

2


Katy Evans creció acompañada de libros. De hecho, durante una época eran prácticamente como su pareja. Hasta que un día, Katy encontró una pareja de verdad y muy sexy, se casó y ahora cada día se esfuerzan por conseguir su particular «y vivieron felices y comieron perdices». A Katy le encanta pasar tiempo con la familia y amigos, leer, caminar, cocinar y, por supuesto, escribir. Sus libros se han traducido a más de diez idiomas y es una de las autoras de referencia en el género de la novela romántica y erótica.

PECADO


Jugué con su fuego… y me quemó para siempre


Para mí, Malcolm era un encargo más.

Debía desvelar su verdadera identidad, sus secretos más oscuros, pero el corazón se impuso a la razón y, pronto, caí en el pecado.

Malcolm es como una droga para mí, y yo soy adicta a él.

Ahora que la verdad ha salido a la luz, ¿volverá el hombre más codiciado de Chicago a confiar en mí?



Descubre el desenlace de la apasionada historia de amor de Malcolm y Rachel




«La tensión sexual entre Malcolm y Rachel es increíble. ¡Yo también quiero mi propio Malcolm Saint!»

Monica Murphy, autora best seller


«¡Muchísimas gracias, Katy Evans, por otra historia que, sin duda, conservaré siempre en mi estantería!»

Harlequin Junkie



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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Malcolm Saint al desnudo

1. Cuatro semanas

2. Cuatro semanas + 1 hora

3. Mi vida de ahora

4. Trabajar y escribir

5. Amigas

6. Mensaje

7. Verdad

8. Discurso

9. Sábado

10. Un poquito mareada

11. En ascuas

12. La caja

13. De etiqueta

14. Reiniciamos

15. Todos los colores del mundo

16. Algo prestado

17. Torbellino en las redes sociales

18. Esa noche

19. Visita nocturna

20. Partido de los Cubs

21. Celebración

22. Algo nuevo

23. El Juguete

24. Depresión postcerteza

25. Un santo en mi casa

26. Mirándome mientras duermo

27. Te pido todo para mí

28. Pecado en la puerta

29. Guerra

30. El salto definitivo

31. Él + 1

Epílogo: Cómo nos va


Playlist

Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


Me gustaría agradecer de forma especial a mis lectores beta, que leen mis historias cuando están sin pulir y aun así les gustan lo suficiente como para releerlas cuando las termino. Sois ángeles en la Tierra (¡ángeles que están enamorados del pecado!). Mil gracias a todas: Angie, Cece, Dana, Emma, Elle, Jen, Kati, Kim, Lisa, Mara, Monica, y a mi amiga de la infancia, Paula. Un agradecimiento especial a mi agente, Amy, y a mi hija, que siempre leen al principio, al final y en medio en cuanto les paso las páginas. ¡Os quiero!

Y a Kelli C. y Anita S., mis maestras pulidoras.

Muchísimas gracias a todos los de Gallery Books, incluido mi divertido corrector, Adam Wilson, un genio; a mis editores, Jen Bergstrom y Louise Burke; al departamento de arte, el departamento de producción y los publicistas; a los blogueros, libreros, Sullivan and Partners, a la agencia Jane Rotrosen, mis editores extranjeros y mi familia.

Y a mis lectores, que dan vida a mi libro en su mente y en su corazón.

¡Gracias!

Epílogo: Cómo nos va


Es un día ajetreado en Face.

Face es mi bebé recién salido del horno. Aún está dando sus primeros pasos para publicar, tanto en línea como en papel. Bromeaba con Malcolm sobre llamarlo así para hacer un juego de palabras con Interface, y cuando emitió esa risa tan graciosa que significa que le ha gustado lo que acabo de decir, supe que era el nombre ideal.

Valentine, Sandy y doce periodistas más están trabajando a destajo al lado de mi despacho.

Es genial; pero es difícil estar en el mismo edificio que el chico con el que estoy saliendo.

A veces lo veo por la ventana, con ese pelo y ese traje negros como el reluciente Rolls-Royce que hay aparcado fuera. A veces veo que vuelve de una comida de negocios, una conferencia o una reunión de la junta directiva en una de las múltiples empresas a las que asesora: me resulta prácticamente imposible que no se me revolucionen las hormonas.

A veces nos encontramos por casualidad en el ascensor mientras subo a mi planta… y él a la suya. Se le da bien no demostrar sus emociones. Pero cuando nuestros ojos se encuentran, no puede evitar que los suyos se iluminen. Nuestros acompañantes se mueven como por instinto para que se acerque a mí. No nos tocamos. Yo al menos no lo toco. Pero a veces se coloca de modo que nuestras manos se rozan. A veces, su pulgar se pone travieso y me acaricia el dorso del dedo lo menos posible. Otras veces entrelaza nuestros dedos un segundo.

El segundo más exquisito y placentero del mundo.

Y hubo una vez en que juntó el meñique con el mío y se quedó así hasta que llegamos a mi planta: alto, sereno, rodeado por el bullicio de la gente; y solo yo sabía que este hombre —este hombre— me quiere de verdad.

A veces voy a su despacho o él viene al mío, y ambos sabemos por qué estamos ahí. Para hablar… a veces.

Pero a veces para estar callados.

Requetecallados mientras me besa en la boca, roja, rojísima, y me convence para que le prometa que me pasaré por su casa esa noche.

En su casa, follamos toda la noche.

En la mía, follamos en silencio para que Gina no nos oiga.

Es perfecto. No cambiaría nada.

Ni de él, ni de nosotros.

He dado el salto, y Malcolm me ha atrapado.


4


Nos organizamos así: durante la semana normalmente dormimos en mi casa porque no quiero que Gina se sienta sola. El finde, en la suya. Este jueves se ha ofrecido a llevarme a casa, pero hace una parada de cinco minutos en el banco. Me quedo respondiendo los últimos correos que me han llegado al móvil y luego miro con curiosidad por la ventanilla cuando sale con uno de los gerentes, que se despide con la mano. Sube y le pide a Claude que nos lleve a su piso.

Lleva un sobre sospechoso en la mano mientras se acomoda frente a mí, se quita la corbata despacio y se la guarda en el bolsillo de la chaqueta.

—Este no entraba en nuestros planes, señorito —le amonesto, frunciendo el ceño.

Él sonríe con suficiencia.

—¿Ahora estás enfadada conmigo?

—Enfadadísima —exagero.

—Te lo compensaré en su momento. —Se inclina hacia delante y sigue mi mandíbula con la yema del pulgar—. Tengo una sorpresa. —Blande la carpeta de papel manila y las mariposas reaccionan.

—¿Qué es? —quiero saber.

—Una cosa.

—Eso es obvio. Pero ¿qué?

—Paciencia, saltamontes. —Se recuesta en el asiento con la sonrisita esa que tanto me cabrea; es la viva imagen de la paciencia. Extiende un brazo detrás de él con ademán orgulloso mientras observa cómo me retuerzo para descubrir su sorpresa.

Nos dirigimos a lo alto del edificio. Allí hay una piscina exclusiva para el ático. Es una piscina infinita, pues parece que el agua se funda con las luces parpadeantes de Chicago.

Nos hemos bañado aquí un par de findes, pero esta noche no están las lujosas tumbonas blancas. Las han quitado para hacer hueco a una mesa en la plataforma central que atraviesa la piscina. También hay otra plataforma conectada. Se trata de la zona de descanso; al parecer, intacta.

Saint y yo siempre nos sentamos a disfrutar de las vistas.

Los caminos que llevan a la mesa y a la zona de descanso están bordeados por velas electrónicas que brillan en silencio mientras pasamos.

Es tan impresionante, y tan inesperado, que me giro con los ojos abiertos como platos.

—¿Así es como me lo vas a compensar? —Lo sorprendo mirándome con demasiada atención, y le beso en la mandíbula con un susurro—: Me gusta. Hazme enfadar más veces.

Me coge de la mano y me lleva a la zona de descanso.

—Primero la sorpresa y después la cena.

Me sienta en el sofá más grande y se acomoda a mi lado. Se pone el sobre en el muslo.

—Como mi madre no ha podido conocerte, se me ha ocurrido que tú la conozcas a ella.

Saca una fotografía en color de 5 x 7 y me la tiende.

Experimento una reacción visceral al ver la foto de esa mujer al lado de ese apuesto adolescente que deja que lo abrace pese a superarla ya en altura. Lo reconozco al instante.

¿Cómo no iba a hacerlo? Le quiero de arriba abajo. Cada parte de él. Y quiero a la mujer de la foto ya solo por su sonrisa y por el cariño con el que lo abraza.

—Era una insensata, gastaba dinero como si su vida dependiese de ello —me cuenta Malcolm—. Era apasionada, valiente y me quería. A pesar de todo.

Vuelve a rebuscar en la carpeta y esta vez saca una caja con el nombre de Harry Winston. La abre. Y en ella hay un anillo de una belleza exquisita que descansa con orgullo en el medio. Es una piedra redonda, muy clásica.

—Cuando nací, mi padre le dijo que comprase la piedra más grande que encontrase para celebrar el nacimiento del que sería su único hijo. No compró la piedra más grande, sino la más perfecta: D, impecable por dentro, de 4,01 quilates. Se quitó el anillo de compromiso y llevó este hasta donde puedo recordar. Cuando le diagnosticaron leucemia, me dijo que quería darme este anillo. Era un gesto simbólico hacia mí. Ella quería que lo tuviese la chica que fuese a casarse conmigo. Le dije que no habría tal chica, que se lo quedase. Cuando…

Hace una pausa, afligido por el recuerdo.

—Cuando volví de esquiar con los chicos, me dieron una carpeta con la foto que guardaba en su mesita de noche. Un fideicomiso. Y este anillo.

Al levantarlo, refracta todas las luces que nos rodean y dibuja un arcoíris.

—Así que fui al banco, me hice con la caja fuerte más grande que encontré y lo guardé, sin la menor intención de abrirla algún día. Pero lo único en lo que pensaba últimamente era en sacar el anillo de la caja… —Me besa en la mano y me lo pone—. Y ponértelo en el dedo.

El anillo me entra con facilidad. Es un poco grande, y de repente el dedo me pesa igual que el pecho. Pecado contempla mi mano engalanada y luego me contempla con un brillo de esperanza y amor en los ojos. Esos ojos que eran fríos cuando lo conocí y que ahora arden con el calor del núcleo de la Tierra.

Él también sonríe; esboza una sonrisa tan adorable que es casi infantil.

—Dime que sí. Sé prudente conmigo. Sé insensata conmigo. Sé quien eres conmigo. Sé mi esposa, Rachel. Cásate conmigo.

Se me nubla la vista. Me tiemblan los labios y los frunzo con fuerza por su historia. Porque llevo un anillo en el dedo.

Y él prosigue:

—Una vez me dijiste que querías que se parase el mundo, que querías un lugar seguro en el que se parase. Quiero ser ese lugar para ti. —Sus manos casi me engullen la cara, pero es su mirada la que me engulle más, la que me engulle por completo—. Aunque mi vida dé muchas vueltas, el lugar de mi lado será el ojo del huracán, y ni se toca ni se hiere. Te quiero aquí conmigo, a mi lado.

Me cuesta respirar y tiemblo de arriba abajo, de incredulidad, de felicidad y de emoción.

—¿Te has preguntado alguna vez qué aspecto tiene un hombre enamorado? —Tan seguro como siempre, se arrodilla, agacha la cabeza y besa mi mano desnuda—. Este.

Rompo a llorar, agacho la cara y la entierro en su pelo cuando se me escapa un sollozo. Me derrito. Me desmayo. Me muero. Probablemente debería hablar, pero estoy batallando con un rostro húmedo y una garganta cerrada. Su madre. La única mujer a la que este hombre ha amado de verdad antes que a mí. Agradezco mucho saber de ella. Me honra mucho que Malcolm piense que soy digna de llevar este anillo.

Saint oye mis sollozos y levanta la cabeza para secarme las lágrimas.

Quiero un montón a mi madre; no me imagino lo que habrá sufrido con su pérdida.

—Este… —me esfuerzo por explicar—… es el aspecto de una mujer enamorada cuando el hombre al que ama le demuestra que la ama.

Hay un deje grave en su voz cuando suspira y dice:

—Está preciosa.

Empieza a incorporarse y me coge de las axilas.

—¿Qué haces? ¿Qué es…? ¿Qué estas…? ¡Malcolm!

Me levanta como si no pesase nada mientras se ríe. Estoy a la altura de sus ojos. Me besa en la boca.

—¿Y qué dice la mujer?

Espera un poco, con la mirada inquisitiva, impaciente, ansiosa, exigente, primitiva y masculina tan propia de Malcolm.

—¿Rachel? —insiste con dulzura.

Estoy hiperventilando.

—Nosotros nunca… nosotros nunca… tú nunca me has dicho que quisieses… que estuvieses pensando…

Me da la mano. Frota el diamante con el pulgar y traza un círculo lento y lánguido.

—Te lo estoy diciendo con esto —responde con seriedad.

Mi reacción es visceral, instintiva, no hay ninguna duda en mi cabeza cuando lo levanto de la camisa y, temblando, le beso con lengua. Él me alza por la cintura y la falda se me sube cuando lo rodeo con las piernas.

—Sí —susurro. Entonces lo cojo de la mandíbula y me sumerjo en las luces de esos bosques verdes que juro por Dios que en este momento albergan el sol.

Me frota la nariz con la suya.

—¿Sí?

—Sí, Malcolm. Siempre.

Estampo mi boca en la suya, sin lengua, solo labios, y le estrujo con las piernas y los brazos lo más fuerte que puedo mientras nos abrazamos… un buen rato. Solo nos abrazamos. Un buen rato.

El viento me mueve el pelo, que nos tapa las caras mientras nos apoyamos en la frente del otro.

Estoy llorando y riendo y, de repente, le lleno de besos húmedos la mandíbula, la sien, la frente, la nariz, los labios otra vez…

Me detiene con las manos y me mira a los ojos.

—Dos veces más.

—¿Quieres que te diga que sí cuatro veces?

Dios. ¿Qué haces cuando el hombre al que amas te pide algo?

Dices que sí.

Cuatro veces.

¿Qué haces cuando un santo te quiere? Le quieres con toda tu alma.

¿Qué haces cuando el pecado te tienta?

Caes.


4


Bueno, señoras, es oficial. @malcolmsaint está fuera del mercado, también conocido como COMPROMETIDO. De ahora en adelante @racheltepidoparami está tanto con el santo como con el #pecador


GUARRA DE MIERDA, LES DOY UN MES.


¡CÓMOOOO!


¡No es posible que Saint se conforme con solo una tía! ¡En serio!


¡IMPOSIBLE!


¿Alguien más está de luto ahora que Saint está comprometido?

¡Tengo una depresión de caballo!


¿Vas a seguir dando esas pedazo de fiestas, @malcolmsaint? ¡La ciudad no será la misma sin ti!


@malcolmsaint y @racheltepidoparami, ¡Felicidades a la pareja más sexy que he visto en mi vida!


Porfa, ¡sube fotos de la boda! ¡Y de la luna de miel! ¡Y de Saint!


De @gggina:

¡Me alegro un montón por mi mejor amiga! Pero como @malcolmsaint le haga daño, me lo cargo.


De @wynnleyland:

Mi novio y yo vamos a brindar esta noche para celebrarlo.


De @CallanCarmichael:

Bueno, como dice el dicho: nunca digas nunca. Porque a que no sabéis quién dijo nunca? #SaintDijoNunca @malcolmsaint


De @TahoeRoth:

Ahora que Saint está fuera de servicio, @CallanCarmichael y yo vamos a doblar nuestros servicios para ustedes, señoras.


Y otra vez de @TahoeRoth:

Ya que nuestro hombre y su prometida van a gozar de un festival de sexo en su luna de miel en unos meses, nosotros estamos preparando otro. Estáis todas invitadas: ESTO VA POR TI, GINA @gggina


Y de mi parte:

No sufras, @gggina ¡Mi prometido sabe cómo llevar a una mujer al cielo y que se quede ahí! #AdictaAlCielo #AdictaAPecado

Lista de reproducción


«Grand Piano», de Nicki Minaj

«Out of Mind», de Tove Lo

«Thousand Miles», de Tove Lo

«Surrender», de Cash Cash

«Do I Want To Know», de Arctic Monkeys

«Begin Again», de Purity Ring

«Talking Body», de Tove Lo

«Sky Full Of Stars», de Coldplay

«Sugar», de Maroon 5

«I Lived», de OneRepublic

«Gold Dust», de Galantis

«Thinking Out Loud», de Ed Sheeran

«My Heart is Open», de Maroon 5 y Gwen Stefani

«Peace», de O. A. R.

Malcolm Saint al desnudo

De R. Livingston

Os voy a contar una historia. Una historia que me ha destrozado por completo. Una historia que ha hecho que reviva. Una historia que me ha hecho llorar, reír, gritar, sonreír y volver a llorar. Una historia que sigo contándome a mí misma una y otra vez hasta que me sé de memoria cada sonrisa, cada palabra y cada pensamiento. Una historia que espero llevar conmigo siempre.

La historia empieza con este preciso artículo. Era una mañana normal en Edge. Una mañana que me brindaría una gran oportunidad: desenmascarar a Malcolm Kyle Preston Logan Saint. Huelgan las presentaciones; vividor multimillonario, estimado mujeriego y origen de múltiples especulaciones. Este artículo me abriría las puertas y daría voz a esta joven y ambiciosa periodista.

Me metí de lleno en mi tarea y concerté una entrevista con Malcolm Saint para hablar de Interface (una nueva y alucinante aplicación destinada a cargarse a Facebook) y de su inmediata popularidad. Toda la ciudad lleva años obsesionada con este personaje, al igual que yo, así que me consideré afortunada de estar en mi pellejo.

Estaba tan concentrada en destapar a Malcolm Saint que bajé la guardia, sin saber que, cada vez que se sinceraba conmigo, en realidad me estaba destapando a mí. Cosas que jamás había deseado de repente eran lo único que quería. Estaba decidida a averiguar más de este hombre. De este misterio. ¿Por qué se mostraba tan hermético? ¿Por qué nunca le satisfacía nada? No tardé en descubrir que hablaba poco pero con tino. Un hombre de acción. Me decía a mí misma que todas mis pesquisas eran por el artículo, pero en realidad indagaba con ansias por motivos personales.

Quería saberlo todo. Quería respirarlo. Conocer su vida.

Pero lo más sorprendente de todo fue que Saint empezó a ir detrás de mí. De verdad. A muerte. Sin descanso. No podía creer que estuviera realmente interesado en mí. Nunca me habían rondado así, de un modo tan intrigante. Jamás me había sentido tan unida a algo… ni a alguien.

No esperaba que mi historia cambiase, pero así fue. Suele pasar: sales en busca de algo y vuelves con algo distinto. No esperaba enamorarme, no esperaba perder la cabeza y el juicio por los ojos verdes más bonitos que he visto en mi vida, no esperaba enloquecer de lujuria. Pero acabé encontrando un pedacito de mi alma, un trocito que en realidad no es tan pequeño, pues pasa del metro ochenta; la espalda le mide aproximadamente un metro de ancho, sus manos son el doble de grandes que las mías, tiene los ojos verdes, el pelo oscuro, y es listo, ambicioso, amable, generoso, poderoso, sexy y ha arrasado conmigo.

Lamento habernos mentido a los dos, tanto a él como a mí; lamento no haber tenido la experiencia para reconocer lo que sentía en su momento. Lamento no haber disfrutado más de los segundos que pasé con él, pues son mi mayor tesoro.

Sin embargo, no lamento haber vivido esta historia. Su historia. Mi historia. Nuestra historia.

Y lo volvería a hacer con tal de pasar otro momento con él. Lo volvería a hacer con tal de que fuera con él. Saltaría al vacío sin pensármelo dos veces si hubiese un 0,01 % de probabilidades de que siguiese ahí, esperando para atraparme.

1. Cuatro semanas


Nunca he sido más optimista que cuando me subo al impoluto ascensor de cristal del edificio corporativo M4. Voy con unos cuantos empleados que saludan entre murmullos, por cumplir. Creo que mi boca debe de estar de vacaciones porque me parece imposible abrirla. Así que sonrío en respuesta; una sonrisa nerviosa, nerviosa pero esperanzada, claramente esperanzada. Uno a uno, mis compañeros de trayecto bajan y me quedo sola, rumbo a la planta de los ejecutivos.

A él.

Al hombre al que amo.

Bullo de emoción. El corazón me late con fuerza, se me va a salir del pecho; me tiemblan los muslos. Se me forman pequeños e incesantes terremotos en el estómago que alcanzan su máximo esplendor cuando un tintineo me indica que estoy en su planta.

Salgo y me hallo en el nirvana de los empresarios, rodeada de cromo liso, cristales inmaculados y suelos de mármol y de piedra caliza. Pero difícilmente tengo ojos para algo que no sean las altas e imponentes puertas de cristal esmerilado que hay en la otra punta de la estancia.

Las flanquean dos elegantes escritorios de diseño a cada lado, cuatro en total.

Y detrás de estos hay cuatro mujeres vestidas exactamente con los mismos trajes blancos y negros, sentadas en sus relucientes escritorios de roble oscuro, trabajando en silencio con sus ordenadores de pantalla plana.

Una de ellas, Catherine H. Ulysses, de cuarenta años y mano derecha del dueño de cada rincón de este edificio, interrumpe sus quehaceres cuando me ve. Enarca una ceja y, acto seguido, inquieta y relajada al mismo tiempo, levanta el auricular y murmura mi nombre.

No. Puedo. Respirar.

Pero Catherine no pierde la compostura mientras me conduce a las enormes puertas de cristal esmerilado, a las intimidantes puertas que llevan a la guarida del hombre más poderoso de todo Chicago.

El ser humano con más poder sobre mí.

Esto es lo que llevo esperando cuatro semanas. Esto es lo que quería cuando le dejé mil mensajes en sus teléfonos y lo que quería cuando le escribí otros mil que no llegué a enviar. Verlo.

Y que él quisiera verme.

Pero cuando me obligo a dar un paso adelante, ni siquiera sé si tendré fuerzas para plantarme ante él y mirarlo a los ojos después de lo que he hecho.

Me reconcomen los nervios, la ilusión y la esperanza. Sí, esperanza, pequeña pero viva, aunque esté temblando a más no poder.

Catherine me aguanta la puerta y yo me esfuerzo por entrar en su despacho con la cabeza alta.

Avanzo dos pasos y oigo el silbido que hace la puerta de cristal cuando se cierra tras de mí. Mi cuerpo no me responde al contemplar la familiar visión del despacho más bonito en el que he estado nunca.

Es inmenso y se compone de mármol y cromo, techos de tres metros y medio y un sinfín de ventanas que ocupan la pared de arriba abajo.

Y ahí está él. El núcleo de su eje. El centro de mi mundo.

Camina de un lado a otro cerca de la ventana mientras habla por unos auriculares en voz muy muy baja; es el tono que emplea cuando está cabreado. Solo entiendo que dice: «Tendría que estar muerto por dejar que cayese en sus garras…».

Cuelga, y, como si notase mi presencia, vuelve la cabeza. Le brillan los ojos cuando me ve. Esos ojos verdes.

Esos ojos verdes tan bonitos y que tan bien conozco.

Toma aire muy despacio, se le ensancha el pecho y aprieta un poco las manos a los costados mientras me mira.

Yo hago lo mismo.

Malcolm Kyle Preston Logan Saint.

Acabo de meterme en el ojo de la tormenta más fuerte de toda mi vida. No. ¡Qué digo una tormenta! Un huracán.

Hacía cuatro semanas que no lo veía. Y sigue tal y como lo recuerdo. Despampanante y más irresistible que nunca.

Se ha afeitado a la perfección su bello rostro, y tiene unos labios tan sensuales y carnosos que casi los noto en los míos. Tengo ante mí a más de metro ochenta de virilidad totalmente controlada y ataviada con un traje negro divino y una corbata increíble. Es el mismísimo diablo vestido de Armani: huesos robustos, mandíbula cuadrada, pelo oscuro y reluciente y ojos penetrantes.

Sus ojos son los mejores.

Le brillan sin piedad cuando se burla de mí y, cuando no lo hace, son misteriosos e impenetrables, escrutadores y avispados, y me tienen en ascuas constantemente, porque nunca sé en qué piensa.

Pero había olvidado lo fríos que eran. El hielo verde del Ártico me devuelve la mirada. Cada mota gélida de esos ojos reluce como las esquirlas de un diamante.

Aprieta la mandíbula y se quita los auriculares de un tirón.

Parece tan accesible como una pared; se le marcan los hombros con esa camisa blanca que se le pega a la piel como una fan de un grupo pop. Pero sé que no es un muro; yo nunca babearía por un muro.

Se dirige hacia mí. El corazón me late con fuerza mientras se acerca con los andares tranquilos y seguros de quien domina el mundo.

Se detiene a unos metros de distancia y se mete las manos en los bolsillos de los pantalones. De pronto se le ve enorme y huele superbién. Le miro la corbata mientras la velita de esperanza con la que he entrado titila, dudosa.

—Malcolm… —empiezo a decir.

—Saint —me corrige en voz baja.

Tengo que tomar aire tras oír sus palabras.

Aguardo a que diga algo, a que me recuerde el asco que doy, y me duele que no lo haga. En su lugar, oigo una voz en la entrada.

—Señor Saint —anuncia Catherine—, ha llegado Stanford Merrick.

—Gracias —contesta Saint en voz baja pero potente.

De repente me baja un escalofrío por la espalda.

Miro el suelo de mármol, avergonzada. Los zapatos… Pensaba que estaría guapa con esto. Pero no creo que se haya dado cuenta o que le importe lo más mínimo.

—Rachel, te presento a Stanford Merrick, de recursos humanos.

Me ruborizo al oír mi nombre salir de su boca. Sigo sin poder mirarlo a los ojos, así que me centro en estrecharle la mano a Stanford Merrick.

Merrick es un hombre de estatura media y su sonrisa transmite simpatía, pero la serenidad que emana Saint ensombrece la suya casi por completo.

—Un placer conocerla, señorita Livingston —me dice.

Oigo que alguien retira una silla y me pongo hecha un flan cuando vuelvo a oír la voz de Saint.

—Siéntate —me ordena en voz baja.

Obedezco, pero sigo evitando su mirada cuando me siento.

Mientras Catherine va por el despacho sirviendo cafés y unos piscolabis, lo miro de soslayo.

Se desabrocha los botones de la chaqueta y toma asiento en el centro del largo sofá de cuero color hueso. Lo tengo justo delante.

Ese traje negro le confiere un aspecto sombrío.

Sombrío en contraste con la luz del sol o el color claro del sofá.

—Señor Saint, ¿quiere que siga o le gustaría hacer los honores? —pregunta Merrick.

No me quita ojo.

—¿Señor Saint?

Frunce un poco el ceño al darse cuenta de que me estaba mirando en lugar de prestándole atención y contesta:

—Sí.

Se recuesta y pasa el brazo por detrás del sofá. Yo noto que me taladra con la mirada mientras Merrick saca documentos y papeleo de una carpeta. Estoy rígida y tensa.

La fuerza que emite Saint hoy es enorme, abrumadora e incomprensible. Solo puedo pensar en si mi Pecado me odia.

—¿Cuánto lleva en Edge, señorita Livingston? —me pregunta su hombre.

Dudo y noto que el móvil que hay al lado de Saint vibra ligeramente. Alarga la mano para apagarlo y, veloz, pasa el pulgar por la pantalla una única vez. 

De pronto me tiembla el labio.

Me remuevo en el asiento.

—Muchos años —le respondo.

—Es hija única, ¿cierto?

—Sí.

—Aquí dice que el año pasado ganó un premio CJA por una crónica.

—Sí. Me… —Busco una palabra entre los «lo siento» y los «te quiero» que pululan por mi cabeza ahora mismo—. Me sentí muy honrada solo con que me tuviesen en cuenta.

Saint se remueve despacio en su sitio y aparta el brazo. Se pasa el pulgar por el labio de abajo con aire distraído, estudiándome con una mirada que brilla con inteligencia, observándome en silencio.

—Aquí veo que empezó a trabajar en Edge antes de graduarse en la Universidad del Noroeste, ¿correcto? —prosigue Merrick.

—Sí, así es.

Me tiro de la manga del jersey y trato de permanecer atenta a sus preguntas.

No puedo dejar de mirar de reojo lo que hace Pecado. Cómo toma sorbos de agua, cómo huele, cómo agarra el vaso con fuerza.

Su pelo oscuro, sus pestañas curvadas, que le enmarcan los ojos. Sus labios. Está tan serio… Sus ojos, tan apagados…

Giro la cabeza para mirarlo, y casi se diría que estaba esperando que lo hiciera.

Me mira con mucha intensidad, como solo él sabe hacer, y el verde de sus ojos pasa a ser mi mundo. Un mundo de hielo verde puramente ártico, intocable e irrompible.

Nada tan frío debería ser capaz de ponerme tan caliente. Pero el hielo emana calor. El hielo quema tanto como el calor.

—Lo siento, se me ha ido el santo al cielo.

Aparto la vista.

Aturullada, me remuevo y miro a Merrick. El hombre me mira con extrañeza y algo de lástima. Saint se mueve ligeramente y cambia de postura para encarar mejor a Merrick. Me percato de que lo está mirando con unos ojos oscuros de desagrado, pero procurando que no se le note.

—Corta el rollo, Merrick.

—Claro, señor Saint.

Ay, madre. Que Saint haya notado que su hombre me está poniendo nerviosa hace que me sonroje diez veces más.

—Señorita Livingston —vuelve a empezar Merrick, que hace una pausa como si estuviera a punto de decir algo importantísimo—, al señor Saint le interesaría ampliar los servicios que ofrecemos a los suscriptores de Interface. Estamos ofreciendo contenido nuevo de fuentes concretas, principalmente de un grupo de jóvenes periodistas, columnistas y reporteros a los que tenemos intención de contratar.

Interface. Su último proyecto. Está creciendo a pasos agigantados, es una fuerza a tener en cuenta que está rompiendo todas las barreras tecnológicas y mercantiles a medida que se expande. No me extraña que Saint vaya a dar el siguiente paso; es una idea brillante de un hombre de negocios admirable, el movimiento lógico para una empresa que se ha colado recientemente en la lista de las diez mejores compañías para las que trabajar.

—Me encanta, Malcolm. Me encanta la idea —le aseguro.

¡Ay, madre!

¿Acabo de llamarlo Malcolm?

Parece que lo he pillado desprevenido. Por una fracción de segundo, se le ensombrecen los ojos. Es como si se estuviese desencadenando una tormenta en su interior, pero al segundo la aplaca.

—Me alegra mucho oír eso —contesta Merrick entonces—. Como ya sabe, señorita Livingston, el señor Saint tiene buen ojo para el talento. Y le gustaría dejar claro que quiere que se incorpore al equipo.

Pecado me ha estado observando todo el tiempo que hablaba Merrick. Ve que se me borra la sonrisa y la sustituye el estupor.

—¿Me está ofreciendo trabajo?

—Sí —responde Merrick por él—. En efecto, señorita Livingston. Un trabajo en M4.

Estoy aturdida, no sé qué decir.

Me miro el regazo mientras proceso lo que acabo de escuchar.

Pecado no quiere hablar conmigo.

Apenas le afecta mi presencia.

Por esto me ha llamado cuatro semanas después.

Lo miro a los ojos, y en cuanto nuestras miradas se encuentran, noto un chisporroteo en mi interior. Es como una descarga. Me obligo a seguir mirándolo a la cara, totalmente inescrutable, y trato de hablar con voz serena.

—Un trabajo era lo último que esperaba que me ofreciera. ¿Es lo único que quiere de mí?

Se inclina hacia delante con un movimiento fluido y apoya los codos en las rodillas sin dejar de mirarme.

—Quiero que lo aceptes.

Ay.

Madre.

Suena tan autoritario como cuando me pidió el primero aquella noche…

Con un nudo en el estómago, aparto la vista y me quedo un momento mirando por la ventana. Quiero llamarlo Malcolm, pero me doy cuenta de que ya no lo es para mí. Ni siquiera es Saint, quien flirteó conmigo sin descanso hasta que cedí. Ahora es Malcolm Saint. Y me mira como si nunca hubiese estado en sus brazos.

—Sabe que no puedo dejar mi trabajo —le aseguro mientras me vuelvo hacia él.

No parece molesto.

—Todo el mundo tiene un precio.

Meneo la cabeza y suelto una risita de incredulidad mientras me froto las sienes.

—Merrick —dice por toda respuesta.

Y Merrick continúa al instante.

Está tenso, todo lo contrario que Saint, apoltronado en el sofá.

—Como decía, vamos a ofrecer noticias a nuestros suscriptores, y el señor Saint es un gran admirador de su pluma desde hace tiempo. Agradece su sinceridad y las perspectivas que adopta —me cuenta.

Un rojo intenso se extiende por todo mi cuerpo.

—Gracias. Me siento muy halagada —le digo—. Pero de verdad que solo hay una respuesta posible —añado sin aliento—, y ya se la he dado.

Saint le lanza una mirada y el señor Merrick prosigue con determinación.

—Esta es nuestra oferta. En una semana nos tiene que decir si la acepta o la rechaza.

Deja unos papeles en la mesa.

Los miro fijamente, incapaz de asimilar ni de entender lo que significa esto.

—¿Por qué haría algo así? —pregunto.

—Porque puedo. —Saint me mira serio. Su mirada es intensa. Desapasionada, incluso—. Te ofrecemos más nosotros que tu puesto de trabajo actual.

No hace nada, está completamente inmóvil, pero ha conseguido que mi mundo gire a la enésima potencia.

—Llévatelos —me pide.

—Es que… no quiero.

—Piénsatelo. Léelos antes de decirme que no.

Nos miramos durante demasiado tiempo.

Se pone en pie con la elegancia de un felino que se estira. Malcolm Kyle Preston Logan Saint. Director ejecutivo de la empresa más importante de la ciudad. La obsesión de las mujeres. Fugaz como un cometa. Implacable y despiadado.

—Mi gente se pondrá en contacto contigo este fin de semana.

De pronto me pregunto si habrá algún momento en que este hombre deje de sorprenderme. Admiro muchísimo su aplomo. Admiro muchas cosas de él. Si por un momento se me pasó por la cabeza que podríamos arreglar las cosas, me equivocaba; Saint no perdería el tiempo con eso. Está demasiado ocupado cumpliendo sus inacabables sueños y dominando el mundo.

En cambio, yo trato de recomponer los míos con los escombros desperdigados por el suelo.

Inspiro y junto los papeles en silencio. Los cojo y me voy sin despedirme ni darle las gracias; solo oigo el ruido que hago al andar.

Abro la puerta y no puedo evitar echarle un último vistazo a su despacho. Lo último que capto de él es que se inclina hacia delante en el sofá y lleva las manos a las rodillas. Exhala y se pasa una mano por la cara.

—¿Me necesita para algo más, señor Saint? —pregunta Merrick con un tono con el que casi parece suplicarle que le dé más trabajo.

Cuando Saint levanta la cabeza, me sorprende mirándolo. Nos quedamos quietos y nos miramos fijamente. El uno al otro. Él me observa con recelo y yo a él tan arrepentida como me siento. Quiero decirle tantas cosas…, pero me marcho así, callando mis palabras mientras cierro la puerta.

Sus ayudantes me ven salir.

Subo al ascensor en silencio y contemplo mi reflejo en las puertas de acero mientras me dirijo al vestíbulo. Diría que estoy guapa: llevo el pelo suelto y mi atuendo delicado y femenino se amolda a mi cuerpo. Pero cuando me fijo en mis ojos, me veo tan perdida que me entran ganas de zambullirme en ellos para encontrarme a mí misma.

Entonces comprendo que el amor es tan voluble como el cielo o el océano: están ahí, pero no siempre hace sol ni las aguas están claras y en calma.

Una vez fuera, paro un taxi. A medida que nos alejamos me giro un momento y contemplo la preciosa fachada acristalada del M4. «Tan majestuosa… Tan inexpugnable…», pienso, hasta que me vibra el móvil.


¡¿CÓMO HA IDO?!

¿Os habéis RECONCILIADO ya?

¡CUENTA! QUE WYNN SE VA EN 3 MINUTOS Y QUIERE SABERLO

¿Se ha ABLANDADO después de LEER TU ARTÍCULO?


Leo los mensajes de Gina y ni siquiera soy capaz de reunir fuerzas para contestarle mientras el taxi se incorpora al tráfico.

—¿Adónde? —me pregunta el taxista.

—Siga un poco más.

Contemplo Chicago por la ventanilla. Me encanta esta ciudad y a su vez me asusta porque no acabo de sentirme segura en ella. Todo parece igual. Chicago sigue siendo bulliciosa, ventosa, electrizante, moderna, maravillosa y peligrosa. Es la misma ciudad en la que he vivido toda mi vida.

La ciudad no ha cambiado. Yo he cambiado.

Como miles de mujeres antes, me he enamorado del multimillonario donjuán adorado por todos.

Y jamás volveré a ser la misma.

Después de lo que ha pasado, nunca será mío, como siempre temí. 

2. Cuatro semanas + 1 hora


—No podía leerle la mente. Es que no podía. Me agobiaba solo con verlo. Quería decirle tantas cosas… Pero seguro que me odia y que no tenía la menor intención de hablar conmigo.

Desvío la mirada y tomo aire.

—Rachel.

Parece que Gina solo pueda decir eso. Después se sume en un silencio sepulcral.

Hace unos minutos, le pedí al taxista al fin que me dejase en un Starbucks porque no quería volver a casa. Gina vino al instante, y ahora estamos en una mesa del fondo, en nuestro pequeño mundo.

—Qué triste estoy. —Me tapo los ojos un momento y apoyo el codo en la mesa—. Ahora sí que se ha acabado.

—Y una mierda. —Gina frunce los labios. Siempre está poniendo mala cara—. ¿Acaso le importa que te hayas enamorado de él a pesar de que sea un donjuán, un chuloputas y vete a saber qué más?

—¡Gina! —la amonesto con el ceño fruncido.

Ella hace lo propio.

Ni siquiera debería haberle sacado el tema. Gina me advirtió mil veces que pasaría esto. Me repitió hasta la saciedad que no me relacionara con él. Porque Saint tenía una fama y yo una misión. Pero ¿acaso podría haber evitado que me conquistase?

Me metí de lleno en el ojo del huracán que es Saint cuando acepté desenmascararlo.

Enamorarme no entraba en mis planes. Enamorarme de un tío nunca ha sido mi objetivo en la vida. En teoría Gina y yo íbamos a vivir felices y solteras para siempre: las dos adictas al trabajo, mejores amigas de por vida y muy unidas a nuestras familias. Le habían roto el corazón y me había dado todos los truquitos para que yo no tuviera que pasar por lo mismo. Y así me había protegido. Me interesaba más escalar puestos que los hombres. Pero Saint no es un cualquiera. No me sedujo de cualquier manera. Y lo que tuvimos no fue… cualquier cosa.

Soy columnista y debería poder definirlo con una palabra, pero solo se me ocurre describirlo como un pecado.

Es excitante, adictivo y juega bien sus cartas; un multimillonario acostumbrado a que la gente acuda a él. Al final lo que no soporto es que piense que soy como los demás y que solo quería sacarle algo.

No, Rachel, no eres como los demás. Eres peor.

Se acuesta con una fan cuatro noches, o con cuatro una noche. No les ofrece nada de sí mismo. A lo mejor les entrega un cheque para las organizaciones benéficas, como oí que una chica le pidió una vez, pero no afecta a su cuenta bancaria. Deja que le den uvas en su yate si les apetece; las mujeres lo miman demasiado como para detenerlas. Pero no las vuelve a mirar cuando se van. Pero a ti, Rachel, a ti te dejó entrar. Te dio una uva en su yate. Fue a tu campamento, pero no porque le guste dormir al aire libre, sino porque sabía que estarías allí. Te confesó que el cuatro es su número de la suerte porque simboliza que está por encima de la norma. Ay, madre mía, nunca he sido tan consciente de lo mucho que me había dejado entrar hasta que he estado ante él hoy, expulsada del que se había convertido en mi paraíso personal.

—Le habría dicho un montón de cosas si no hubiera estado ahí su hombre para ofrecerme un puesto de trabajo. —Le paso los papeles—. Apenas podía concentrarme en esto con Saint en la misma habitación. Hasta su hombre se puso nervioso.

Gina lee en voz baja.

—Una oferta de empleo para Rachel Livingston…

Baja la hoja y me mira fijamente con esos ojos oscuros y seductores que ahora están tan perplejos como yo.

—Interface va a ofrecer noticias —le informo.

Ella se queda mirando los papeles.

—Si no lo quieres tú, me lo quedo yo.

Le doy una patada por debajo de la mesa.

—Ponte seria.

—Necesito más azúcar.

Se dirige a la mesa de condimentos, regresa y se pone cómoda de nuevo. Echa el sobrecito de azúcar que ha cogido en el café y lo remueve.

—¿Qué hace un hombre como él, un director ejecutivo, en una reunión como esa? —se pregunta con el ceño fruncido—. Es muy listo. Quería asegurarse de que aparecieras. Él te quiere allí, joder. Te está ofreciendo un seguro médico para los tuyos. Para tu madre. ¿Te das cuenta de lo que supone esto para ti laboralmente?

Mi madre es mi debilidad.

Sí, me doy cuenta.

Saint me está ofreciendo… el mundo.

Pero un mundo sin él ya no es nada.

—Rachel, la prensa ha estado tratando bien a Edge desde entonces… —Me lanza una mirada de disculpa porque sabe que no me gusta recordar el artículo, y añade—: Pero ¿por cuánto tiempo? Edge sigue pendiente de un hilo. —Le da un sorbo al café—. Interface es Interface. No va a hacer más que subir. M4 es… Buf, es enorme. En la vida nos habríamos imaginado trabajar ahí. Solo contratan a lumbreras.

—Ya —susurro.

Entonces, ¿por qué Saint me quiere en su equipo? Podría conseguir a quien quisiera de cualquier especialidad.

—Seguro que Wynn te diría que aceptases. Necesitamos que nos aconseje; es la única con pareja.

—Gina, es la primera vez en mi vida que le digo «te quiero» a un tío. Nunca, jamás, lo querría como jefe. —Y añado, afligida—: Además, Saint no se lía con sus empleadas.

Se le ensombrecen los ojos de la preocupación.

—Y lo quieres más a él que el trabajo.

Me avergüenza decir que sí, porque no me merezco el puesto. Ni siquiera merezco quererlo. Pero agacho la cabeza y asiento.

Tengo un agujero en mi interior. Tan grande y vacío que los placeres de mi vida carecen de sentido sin él.

Gina vuelve a leer la carta, menea la cabeza, la dobla y me la devuelve. Sigo en el M4. En el piso de arriba, en el despacho de mármol, cromo y vidrio. Y todavía lo huelo. Mi cerebro no deja de reproducir la escena. Cada palabra que ha dicho. Cada palabra que esperaba que dijera y que no ha dicho. Cada tono de verde que he visto en sus ojos y que ya no es para mí, salvo ese nuevo tono gélido que no le había visto nunca.

Recuerdo que me miraba mientras Merrick me entrevistaba. Recuerdo su voz. Recuerdo lo que se siente al estar cerca de él.

Recuerdo cómo ha exhalado cuando me he ido, como si acabase de librar una batalla física.

Y cómo ha clavado los ojos en mí después para persuadirme.

Mientras Gina y yo volvemos a casa caminando, agradezco muchísimo no haberle dicho a mi madre que iba a verlo hoy. Se habría hecho ilusiones por mí y no me gustaría desanimarla. Meto los papeles en el bolso y, cuando al fin llegamos a nuestro acogedor pisito de dos habitaciones, me voy a mi cuarto, cierro la puerta, me meto en la cama y vuelvo a sacarlos.

Es una oferta más. Examino página por página y hago una lista con las ventajas, un sueldo que no merezco y que normalmente reciben los columnistas más experimentados y premiados… Hasta que me topo con algo que me afecta de verdad.

La firma de Saint al final del contrato.

Aguanto la respiración y acaricio con delicadeza su firma. Como un sello, desprende una fuerza que hace que el documento pese.

Miro debajo de la cama y saco la caja de zapatos donde atesoro cositas. Un collar con una R de oro que me regaló mi madre. Sin pensarlo, me lo pongo para recordarme quién soy. Hija, mujer, niña, humana. Aparto las felicitaciones de cumpleaños de Wynn y Gina. Y encuentro una nota. La nota que hace un tiempo acompañó el ramo más bonito que ha llegado a mi oficina.

Cojo la tarjeta color marfil, la abro… y leo.

Era la primera vez que veía su letra. Firmó el mensaje diciendo: 


Un amigo que piensa en ti.

M


Todavía vestida, me acurruco en mi cama y la miro fijamente.

Mi amigo.

No. Mi encargo, la historia que pensé que quería, el picaflor de la ciudad que se convirtió en mi amigo, que se convirtió en mi amante, que se convirtió en mi amor.

Ahora quiere ser mi jefe, y yo lo quiero más que nunca.

3. Mi vida de ahora


Estoy tumbada en la cama y él me está besando por detrás de la oreja. Me estremezco y muero de gusto. Me quedo sin aire mientras me empapo de la sensación de su piel bronceada en contacto con la mía, de la fuerza de sus músculos, de sus abdominales marcados contra mi barriga. Madre mía. No lo soporto. Quiero comérmelo a besos y que él haga lo mismo conmigo, que me coma de arriba abajo, ni siquiera sé por dónde quiero que empiece.

Me coge las manos y se las coloca en los hombros. Se inclina y roza mi boca con la suya.

—Ábrela —murmura, y sus ojos verdes, sus ojos verdes, me están mirando en medio de la oscuridad.

—¿Eres real? —susurro. Tengo el corazón en la garganta y mis pulmones trabajan como locos.

Su mirada me resulta tan familiar que intento averiguar si es un sueño o un recuerdo mientras traza curvas en mis brazos. Cierro los ojos. Ay, madre, Pecado. Qué gusto. Musito su nombre y le recorro los pectorales con las manos. Estoy temblando. Dios, parece real. Muy real. Lo noto como antes, se mueve como antes, me besa como antes, toma las riendas como antes.

Me aplasta con su peso y yo me esfuerzo por acercarme al cuerpo alto y fuerte que se cierne sobre mí; me contoneo, me arqueo y me estremezco.

Me aferro a sus hombros, pues parece que lo desee, y él me rodea la cintura y, despacio, continúa dándome besos por el cuello que hacen que me hormiguee la piel. Necesito que me golpee el abdomen, mi cuerpo grita mientras ardo. Quiero. Quiero que me toque, que me cubra con las manos de arriba abajo. Su boca. Ay, Dios.

—Malcolm, por favor, por favor, ya… Métemela… ya —suplico.

No tiene ninguna prisa. Nunca la tiene. Enrosca mis piernas alrededor de sus caderas y me va besando hasta llegar a la boca. Hacía siglos que no sentía esto, sus labios en la comisura de la boca. Noto que se me llenan los ojos de lágrimas. Cada centímetro de él se funde con cada centímetro de mi cuerpo. Un segundo estoy balanceando mis caderas en una súplica silenciosa y, al siguiente, lo tengo dentro.

Me despierta un sonido. Un gimoteo bajo que sale de mí. Un sonido de placer absoluto, un placer que raya en el dolor. Me incorporo de golpe. Estoy bañada en sudor. Miro a mi alrededor mientras me limpio la mejilla con una mano temblorosa, pero no, no vuelve a estar en mi cama. Todavía lloro por las noches, mi cuerpo aún lo anhela por las noches.


4


Me rodeo las piernas con los brazos y apoyo la mejilla en la rodilla. Exhalo mientras trato de quitarme el mitad sueño mitad recuerdo de la cabeza. Me meto en el lavabo, me mojo la cara y me miro a los ojos: sigo siendo la chica perdida del ascensor. ¿Cuándo me he convertido en esto? No soy esta chica, pienso, frustrada, cuando me voy hecha una furia a mi habitación.

Me meto en la cama de nuevo y me tapo hasta el cuello. Aplasto la almohada con la mejilla y le propino un puñetazo mientras miro sin ver en dirección a la ventana. La luz de las farolas se cuela en el interior. Si presto suficiente atención, oigo los sonidos de la calle. Me pregunto dónde estará.

Me persigues, Pecado.

Me persigues a cada segundo, joder.

No puedo dormir, no puedo pensar en nada que no sea cómo me siento cuando estoy cerca de ti. Cuando me miras. Cuando estamos en la misma habitación.

Tu actitud en el despacho… No sabía lo que pensabas. No lo sabía, y eso me mata.

Enciendo la luz. He perdido una batalla que llevo librando conmigo misma un mes entero.