2304 - FINAL

C.G.Yamakata

Barbatus, el guardamano perdido / C.G.Yamakata. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0192-9


1. Novelas Fantásticas. 2. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863


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Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini



MAPA DE LA TIERRA MÁGICA


EL GUARDAMANO PERDIDO




Había una vez tres tesoros sagrados en las tierras lejanas del Japón: el espejo de la sabiduría, la piedra de la benevolencia y la espada de valor. La ubicación de estos objetos legendarios era secreta y solo podían ser vistos por el emperador y sacerdotes de alto rango. Juntas, estas reliquias le daban a uno poderes inimaginables y pronta jerarquía real sobre los reinos de aquel archipiélago alado. Por generaciones, los emperadores creyeron tener plena posesión sobre sus preciados objetos, pero había uno que se encontraba perdido. En el siglo XII después de Cristo, la batalla naval de Dan-No-Ura, en el estrecho de Kannon, enfrentó a los poderosos clanes Minamoto y Taira. Aquel enfrentamiento resultó en la victoria del clan Minamoto, quien obtuvo el control absoluto del Japón. La flota del clan Taira poseía las tres reliquias legendarias, las cuales debieron infundir una gran fuerza, inclinando la batalla a su favor. Sorprendentemente, los objetos no intervinieron en la batalla, y los Taira, viendo que eran derrotados, intentaron ocultar los objetos echándolos al mar. Lograron deshacerse de la espada y el espejo antes de ser abordados. El espejo fue encontrado posteriormente, pero la espada permaneció perdida desde entonces. La espada que guardó el emperador era una réplica con una historia convincente, pero la original tuvo un destino alejado del trono. Tiempo después, el objeto fue arrastrado hacia la orilla y permaneció esperando las manos de su elegido en las tierras del este. Un señor feudal que se dirigía hacia embarcaciones de guerra estacionadas por la zona notó una mancha extraña en la costa. Al acercarse, el señor encontró aquel bello objeto, dándose cuenta instantáneamente de la potencia emanada por el arma. Largos años permaneció el objeto bajo posesión de aquel hombre, pero el arma nunca respondió. Y si las batallas eran ganadas no era gracias a la espada, sino a la destreza de aquel noble. Aquel señor del este comenzó a perder fuerzas y la derrota lo golpeó a menudo. Sus dominios disminuyeron en gran medida hasta convertirse en vasallo de otro señor más poderoso. Muchas veces el hombre del este le pidió a la espada, pero está nunca respondió. Un día el hombre del este decidió tomar lo poco que tenía y escapar, poniéndose a las órdenes de un gran señor en las tierras del oeste. Por su honor, dignidad y eficacia el gran noble lo nombró samurái. Por décadas aquel hombre defendió las tierras de su amo, y a pesar de su lealtad y bravura, la espada nunca respondió. Esta se hallaba dormida, esperando el momento justo para despertar. Un día, el samurái se dirigió al centro para comprar herrajes que había mandado a hacer para su veloz caballo. Una hermosa dama, hija de un famoso comerciante de té en la comarca, se topó ante los ojos del samurái, quien se enamoró intensamente. Con el tiempo, el caballero conquistó a la dama, se casaron y tuvieron tres hijos. Vivieron felices y dejaron descendencia bien criada. Un día, cuando los niños ya eran jóvenes vividos y exultantes y los padres avanzados en edad, la oscuridad llegó a la patria para derrumbar el reino. Los guerreros defendieron el señorío con valentía y coraje, mientras que la espada continuaba dormida, sin intervenir en los hechos. Su cultura fue dominada, y el pueblo subordinado a los nuevos feudos del norte. Aquella estirpe noble quedó en la memoria de los ancianos, que relataban sus historias durante los días sagrados o festines populares. Los tres hermanos escaparon a pedido de sus padres. A regañadientes, emprendieron un viaje hacia lo desconocido y consigo llevaron la espada de valor. Luego de una larga travesía, encontraron asilo en un pequeño reino costero en el extremo oeste del archipiélago. Allí vivieron como campesinos pobres, llevando una vida humilde pero digna. Con los años, los hermanos formaron familia y ganaron buena reputación en la región. Eran hombres de trabajo y de gran honor y se ganaron la admiración de sus vecinos. Poco a poco, fueron respetados y queridos en gran medida. Las noticias de aquellas respetables familias llegaron a los oídos del señor que quiso conocer a los tres hermanos. Desde el primer momento en que el señor se encontró con ellos les tomó cariño, otorgándoles algunos beneficios nobles. Estos hermanos sirvieron como samuráis de segundo rango e hicieron muchas cosas buenas, por lo que ganaron confianza plena en el reino. Las generaciones se sucedieron y la espada fue pasando de hijo primogénito en hijo primogénito. Un día, llegó la modernización, arrebatando títulos y muchas tierras, las cuales pasaron a manos del Estado. Vertiginosamente, las tradiciones cambiaron y el escenario dejó atrás aquella edad de feudos, aparecieron los barcos de vapor, alumbrado, telégrafos y ciudades inmensas. Un soldado de la estirpe del este se destacó política y militarmente durante la restauración Meiji, convirtiéndose en un hombre poderoso e influyente en el país. Sus batallas engrandecieron la nación y expandieron el respeto ante enemigos potentes que acechaban los pueblos como buitres hambrientos. Solamente la llegada de los barcos negros logró influir en la política del país, dejando ver la debilidad imperante frente al resto del mundo. Pronto, el crecimiento fue abrupto y las características medievales dieron paso a las nuevas formas. Los hombres del este dominaban la política y manejaban los hilos del Japón, pero aquella gloria no duraría por siempre. Finalmente, por algún motivo político, el clan perdió su posición relevante y las familias se vieron obligadas a escapar, cambiándose de nombre y replegándose hacia la periferia. Los nobles del este fueron perseguidos brutalmente, pero lograron mantenerse desapercibidos entre la población. Un descendiente del este mantuvo en su posesión la espada, que, hasta el momento, no daba signos de actividad alguna. En algún momento, el hombre llegó a pensar que el poder de la reliquia era nulo, manteniendo esta solo por legado y respeto, pero discrepando de sus poderes mágicos. Un día, por alguna razón, el hombre mandó a restaurar el guardamano de la espada que estaba deteriorado por los años. Esa misma noche, un grupo de matones entró a su hogar destruyendo todo lo que se interponía en el camino. El hombre y su familia escaparon a duras penas, perdiendo todo lo que habían construido con esfuerzos. La espada fue robada, pero afortunadamente, el guardamano que estaba siendo restaurado por un herrero afamado se salvó. El hostigamiento fue creciendo hasta que las familias descendientes tuvieron que escapar hacia el nuevo mundo. Partieron desde Kagoshima, en un barco mercante llamado Kasato Maru. Las familias atravesaron los mares y soportaron penurias, pero sus espíritus esperanzados soportaban con arrojo las tempestades de la naturaleza. En 1908, llegaron a Brasil y trabajaron como peones en extensas haciendas. El trabajo era duro y la vida precaria, no tenían descanso y la paga era muy mala. Los descendientes, humildes pero orgullosos, comenzaron una revuelta contra los hacendados y los disturbios fueron finalmente aplastados por la policía. Afortunadamente, el gobierno de ese país no fue severo, les perdonó la vida a los revoltosos y estos fueron enviados a la Argentina en un barco de cabotaje. El guardamano arribó silencioso y calmo a aquel país del sur, alejado de su origen, pero próximo a su destino. Algunos descendientes del este aún tenían contactos políticos con personas influyentes en el Japón y muchos recibieron giros bancarios considerables. De esa manera, se fundaron tintorerías y cafés desperdigados por Buenos Aires y el interior. Motokichi Yamakata fundó un reconocido bar en avenida Boedo llamado Bar El Japonés, donde escritores, músicos y jugadores se juntaban a tomar café y conversar sobre la vida. Los jugadores de Huracán y San Lorenzo, a menudo, se reunían a tomar algo y muchas veces estallaban trifulcas gloriosas, donde volaban sillas y mesas por los aires. El grupo Boedo se reunía por las tardes, exponiendo sus escritos y poemas, mientras el japonés, viejo amigo de estos, se deleitaba al escuchar tan bellas palabras. Roberto Arlt, quien se encariñó mucho con Motokichi, alguna vez lo nombró en uno de sus libros y este le agradeció el gesto invitándolo con unas cuantas rondas de whisky. Todas las noches, al finalizar la jornada, Motokichi observaba el guardamano y se quedaba parado ante él con la mirada perdida. Un día, mientras lo admiraba, pensó en la travesía vivida, aquel viaje entre dos mundos lejanos y las tempestades sucedidas. Con fervor recordó los míticos relatos familiares sobre reinos y guerras fantásticas. Luego, orgulloso, guardó el objeto en un lugar seguro. Por algún motivo, Motokichi obvió los detalles mágicos de la reliquia y su descendencia vivió ignorante de aquel poder. Quizás, defraudado, deseó evitar el dolor aletargado de la familia. Omitiendo aquella información, terminó con una milenaria espera y si, algún día, el objeto respondiese, la fuerza dormida despertaría en el postrero linaje. Uno de los bares del japonés, situado a 30 metros del Obelisco, se perdió cuando la 9 de Julio fue ensanchada. El Estado confiscó aquel bar violentamente y el precio devuelto no respetó el valor original. El japonés perdió mucho dinero, pero el bar de Boedo siguió luchando por su existencia. La ciudad cambió su fisonomía y aquella avenida fue la vidriera de una Buenos Aires magnífica. Mientras tanto, el guardamano esperaba su momento para despertar. Aquel objeto dejó la centralidad porteña para dirigirse hacia las afueras del conurbano bonaerense, a un pueblo rural y tranquilo donde no existía el tiempo. Los descendientes de tres generaciones más fueron heredando la preciada reliquia hasta llegar a las manos de una familia que no conocía su historia, totalmente ignorante del pasado. Pero a pesar del desconocimiento, sus formas y acciones guardaban en lo profundo una naturaleza innata. Pronto, despertaría en ellos la curiosidad suficiente para indagar y explorar sobre su origen.




LA ESTANCIA DE LOS BABINGTON




Era un día soleado, cálidos rayos de luz cubrían largas praderas verdes y las flores de diversos tamaños y colores impregnaban el ambiente con un aroma primaveral. Una llanura interminable se extendía hasta el límite y en el horizonte se veían racimos de árboles borrosos como manchas de tinta en un papel. Un pequeño pueblito alejado de la civilización se encontraba solitario y rodeado en un mar verde. En pequeñas colinas se agrupaban un conjunto de casas ubicadas a lo largo de un ancho camino de tierra que atravesaba el pueblo. Aquel era El Camino Real que se dirigía hacia el corazón de Buenos Aires. El desarrollo era vertiginoso y las ciudades crecían a grandes pasos en el país, pero el progreso todavía no tocaba a las puertas del pueblo de John Glew. A pesar de la pequeña estación de tren ubicada a unos pocos kilómetros, el ambiente era aletargado y tranquilo. Aunque cada tanto pasaba algún carruaje llevando y trayendo mercadería de la gran ciudad. Había varias estancias pertenecientes a familias aristocráticas de la burguesía porteña, pero de entre todas ellas existía una que se destacaba por su belleza. Frente al camino real, una tranquera daba paso a un camino con arboleda y al final del camino una mansión de estilo inglés sobresalía imponente entre la simpleza de la zona. Los árboles de aquel camino daban una sombra deliciosa para deleitarse tardes enteras bajo su frescura. La brisa, desplazándose a lo largo del campo, pasaba por la estancia moviendo las copas de los árboles y refrescando el lugar con aire puro. Aquella estancia pertenecía a una familia ovejera, propietaria de tierras adyacentes a las extensiones ferroviarias. Era una familia de origen inglés, acriollada por el paso del tiempo, pero que mantenía aspectos tradicionales de la cultura anglosajona. La familia Babington no estaba pasando por su mejor momento, pues las cosas no iban bien en la economía nacional y el comercio lanar estaba en franca decadencia. Entonces, se volcaron a la producción de ganado vacuno y arrendamiento de tierras, pero la economía mundial se encontraba en una de esas crisis cíclicas al tiempo que los conflictos políticos producían desestabilización. 

Pronto, decidieron vender algunas hectáreas de tierra para solventar sus pérdidas y sus grandes extensiones aminoraron drásticamente. Lo único que quedaba era aquella delicada mansión rodeada de algunos lotes en venta. La familia Babington se mudó a la ciudad, prosiguieron con algunos negocios comerciales y dejaron su antigua morada como casa de campo. De vez en cuando, se los veía jugando al tenis en unas canchas que habían instalado frente a la mansión. Los lugareños tenían permitido pasearse por la propiedad para admirar los bellos parques que rodeaban la casa. Los jacarandás se entremezclaban entre nogales, pinos y álamos. El aroma era indescriptible y adormilaba a los caminantes como si entraran en un sueño profundo. Los paseos bajo el camino de la entrada eran un deleite indescriptible. En algún momento, la familia Babington dejó de verse y los vecinos cuchichearon unos con otros sobre el paradero. Los rumores corrieron por el pueblo, pero era difícil creer lo que a uno le llegaba a los oídos. A menudo, las señoras que hacían las compras cotidianas en el almacén de ramos generales se quedaban charlando largos ratos sobre los Babington y sus murmullos resonaban con misterio por las calles.

¡Ayer pasé por la estancia María y te digo que lo vi! ¡Allí estaba el señor Babington echándole un vistazo a sus rosales! —dijo doña Emilia exasperada.

¡No puede ser posible! —contestó María sorprendida—. Yo no he visto movimientos en semanas. Para mí que han retornado a Londres. Deberías tranquilizarte un poco y dejar esas tonterías, de lo contrario tu mente te jugará malas pasadas.

¡No me hagas enojar! —interrumpió Emilia con fervor—. ¡Tú me conoces más que nadie y sabes muy bien que no hablo solo por hablar! ¡No soy perfecta, pero sabes bien que digo la verdad!

—Lo sé muy bien —contestó María con calma—. No estoy diciendo que mientes, pues confío en tu palabra. Pero quizás estás imaginándote cosas, todos estamos tristes por los Babington. Ellos llevaron a cabo grandes cosas aquí y nos han brindado trabajo permitiéndonos vivir dignamente. Su desaparición ha impactado fuertemente en el pueblo y no sabemos cómo han de seguir nuestras vidas.

—Tal vez tengas razón —recapacitó María, mientras respiraba un poco agitada—, debo bajar las revoluciones y tranquilizarme un poco, de lo contrario me dará un infarto.

¡Me parece muy bien! —contestó Emilia cálidamente—. Ya verás que todo se arreglará, siempre salimos adelante y lo volveremos a hacer. ¡Oh! ¡Mira la hora que es! —exclamó Emilia dando un salto hacia atrás—. Debo irme, María, hasta mañana.

Emilia saludó a las apuradas y se fue raudamente con su carrito pegando brincos, mientras traqueteaba con las piedras de la vereda. María se quedó algunos segundos tildada y con la mirada perdida, luego de un momento emprendió su marcha.

El pueblo quedó paralizado ante la misteriosa ausencia de la respetable familia. En cierta forma, todos dependían de la estancia, esta era una fuente de trabajo para cientos de personas. Además, los señores apreciaban Glew y constantemente invertían grandes sumas de dinero en mejoras de infraestructura. El intendente del municipio era un corrupto y se quedaba con todos los vueltos, pues nada quedaba para el bienestar de la región. Sin los Babington las cosas se pondrían feas y la comarca caería en el olvido y decadencia absolutos. Aquella querida familia era una de las pocas de renombre que abogaba por el crecimiento y el honor de la tierra que les dio oportunidad. Ahora, los pobladores quedarían desprotegidos ante la mafia gubernamental, que con vía libre llevaría a cabo sus fechorías. Pronto, más campos de la familia fueron loteados y vendidos. Poco a poco, unas humildes casitas de ladrillo y tejas rojas fueron construidas frente a la mansión, conformando el barrio de Tejado Cobrizo. Luego de la Gran Guerra, inmigrantes alemanes y japoneses poblaron el barrio, escapando de las calamidades vividas en Europa. Estos aluviones formaron colonias, aportando una enorme diversidad de cultura rica en tradición. Consecuentemente, la región cambió su fisonomía y las diferentes características se entremezclaron convirtiendo a Glew en un bellísimo lugar para visitar. Tristemente, muchos desinteresados de la historia tiraron abajo construcciones antiguas que formaban parte esencial del poblado. Sorprendentemente, los habitantes permanecieron apacibles ante tal falta de respeto y, a pesar del atropello, el sentido de pertenencia no surgió de los corazones. De todos modos, siempre rondaban los abuelos, experiencia vívida de tiempos pasados, relatando anécdotas magníficas. En los almuerzos familiares, los patriarcas sentados en la cabecera de la mesa describían sucesos fabulosos. La audiencia abría los ojos, como si estuviera escuchando una leyenda increíble, y el anciano se regocijaba en la palabra.

—Abuelo, ¡cuéntanos más sobre la guerra que has luchado en España! —clamaron los niños expectantes.

Bueno, ustedes saben que no me gusta hablar mucho de ese tema —dijo el anciano con ceño fruncido, penetrando a sus nietos con la mirada. Luego de un momento, relajó su rostro y volvió a ser amable—. ¿Ven esta cicatriz? —preguntó el abuelo, mientras indicaba una larga marca en su antebrazo.

¡Wow! —clamaron los niños sorprendidos—. ¿Cómo te has hecho eso, abuelo?

El hombre observó en silencio unos segundos y se echó hacia atrás. De todas las cosas terribles que vio en aquella guerra, esto no le afectaba tanto. Quizás, persuadió a los chicos para distraer la conversación hacia el punto que deseaba.

—Los rebeldes disparaban salvajemente desde un balcón en el edificio del frente. Yo esperaba cuerpo a tierra, mientras las balas me rozaban la cabeza. Traté de bajar los talones todo lo posible, mientras las ráfagas de metralla y los bombazos pegaban cerca. De pronto, el ataque mermó y me dispuse a disparar con mi fusil reglamentario Mauser 1913 —relataba el anciano, al tiempo que hacía la mímica como si estuviera apuntando realmente—. Apunté por una pequeña abertura en la pared y el escenario percibido fue impactante. Madrid estaba desecha y mi tristeza fue profunda. Habían pasado horas de cañoneos, y los soldados rasos nos mantuvimos atrincherados, ya que era imposible asomar cabeza. Pero luego, estuve allí, listo para dar mi primer golpe. De repente, el enemigo se interpuso en la mira y disparé: ¡Pum! Justo en el blanco. Tenía vista de águila y nunca fallaba un solo tiro. La infancia en el campo de papá me había dado un entrenamiento estupendo. —El viejo se inclinó hacia delante y levantó un poco la voz, captando la mirada perpleja de la familia—. ¡No quedaba resistencia en el edificio de enfrente! Era el momento justo para avanzar. Este era un combate de salto en salto, manzana por manzana. Bajamos las escaleras y cruzamos la calle, mientras nos cubrían las espaldas. Nos dirigimos a la entrada de una estructura edilicia destruida. Nos la rebuscamos para ingresar e inspeccionar cada recoveco y parecía que no había enemigos a la vista. Sonreímos y nos dimos apretones de manos, gratificados por ganar semejante posición. Aquella había sido una lucha extenuante y enmarañada, pero el espíritu de compañerismo inclinó la balanza a nuestro favor. —De pronto, el anciano dio un brinco y sus facciones se endurecieron—. Nos confiamos demasiado y dejamos de estar alerta. La distracción reinó unos minutos y por momentos nos creímos lejos de la guerra. Súbitamente sentí un dolor penetrante en el brazo y no entendí lo que sucedía. Un rebelde, escondido entre unas piedras, surgió detrás de mí y me ensartó su bayoneta. Afortunadamente, su ataque no fue mortal. El miedo lo habría paralizado, afectando la eficacia de su golpe. El caso es que de suerte solo me atravesó el brazo y retiró la cuchilla violentamente. No pude responder, el dolor era inmenso y caí de rodillas, preparado para recibir una puñalada final. ¡De pronto, BAM! El estruendo retumbó entre los escombros —exclamó el abuelo, mientras los niños se taparon la boca del susto. El cabo Suárez atinó a sacar su pistola de mano rápidamente y le dio un tiro, el enemigo cayó de bruces al piso. ¡Zafé por un pelito! —exclamó el abuelo recordando con alivio. Luego del susto, me di cuenta de que estaba empapado de sangre, pero en unos segundos el dolor se fue, adormecido por la sangre caliente y la excitación. Desafortunadamente, cuando me enfrié, el dolor tomó mi cuerpo y me retorcía atormentado. Justo teníamos un médico en el grupo, el cual me inyectó morfina, quitándome el suplicio de la herida.

¿Y qué pasó luego, abuelo? —preguntó una nieta, con los ojos abiertos como huevo.

—No pude seguir el combate apropiadamente, aunque continué peleando, disparando mi pistola con el brazo sano —respondió el abuelo con gestos bravos—. De todos modos, la batalla estaba terminando, los rebeldes se rendían a montones y el ejército recuperaba la ciudad rápidamente. Solo quedaban algunos reductos de resistencia, pero nada relevante.

La mesa entera quedó pasmada y con los ojos perdidos. Todos viajaron en el tiempo para intentar ponerse en los zapatos del viejo sabio. Luego, el abuelo prosiguió su relato:

—La guerra terminó, pero la vida fue muy dura durante los siguientes años. La tierra había sido devastada, los recursos agotados y el hambre golpeaba con fuerza. No era vida digna la de esos años y me avergüenzo de no haber resistido tan solo un poco más —dijo el anciano apesadumbrado—, con la abuela, decidimos tomar lo poco que teníamos y probar suerte en el nuevo mundo. Éramos jóvenes y una vida entera aguardaba el porvenir. Con algunas monedas, conseguimos pasajes para Buenos Aires, fue una larga travesía, pero los tripulantes porteños fueron muy amables y atentos...

¿Cómo llegaron al pueblo, abuelo? —interrumpió uno de los niños abruptamente.

—Estuvimos unos días en un hotel de inmigrantes en Buenos Aires, hasta que nos encontraron trabajo. Un tal Babington buscaba mano de obra para sus campos y hacia allá fuimos.

¿El señor Babington fue bueno con la familia, no, abuelo? —preguntó uno de los chicos, casi afirmando.

—Sí, fue un gran hombre —contestó el abuelo emocionado—. Todo lo que conseguimos fue gracias a él que nos dio trabajo y estabilidad.

La mesa quedó en silencio y nadie se animaba a levantar la vista. De pronto, un miedo intenso conquistó la sala. El ambiente era incierto, el futuro no era muy halagador que digamos. Los Babington eran de la aristocracia terrateniente, pero eran estadistas dignos y honorables. Aplicaban el patronazgo con respeto y cuidaban de sus peones con mucho aprecio. Por esta razón, su éxito fue grande y ganaron cuantiosas riquezas. Pero también levantaron el pueblo y le dieron vida.

—No sé qué sucederá por estos pagos —comentó la abuela tristemente—, de todos modos, siempre luchamos ante la adversidad y Dios nos acompañó a cada paso. No tengo miedo, estoy segura de que encontraremos una solución a los problemas que nos rodean.

El tiempo transcurrió y las noticias que llegaron sobre los Babington no fueron buenas. El señor cayó enfermo y agonizó algún tiempo en su palacio en zona norte. Sus hijos volvieron a Londres para completar sus estudios y su esposa se quedó en la Argentina para administrar los bienes. Pero la crisis mundial y una seguidilla de sequías y malas cosechas provocaron la bancarrota. Poco a poco, las tierras fueron vendidas y ya no había noticias de la querida familia. Muchos estancieros sufrieron destinos similares, perdiendo fortunas ante la endeble posición argentina como productora de materia prima. Los mercados cerraron y las potencias tomaron medidas proteccionistas que afectaron la marcada dependencia de capitales.

La vida fue difícil durante aquellos tiempos de vacas flacas. Pero, aun así, siempre había para comer un buen puchero en la pampa rica hasta límites infinitos. Una profunda crisis en los pagos del plata era como un golpe minúsculo en comparación con los sufrimientos europeos.

La historia esculpió características propias y tradición. Un pueblo fue levantado y la vida continuó su rumbo. Muchos años pasaron y se fue conformando una ciudad comercial con todas las letras. Se construyó una escuela, biblioteca, casa de correo, se levantó la sociedad de fomento italiana, abrieron comercios y el movimiento aumentó vertiginosamente. El pueblo fue nombrado ciudad oficialmente y la vida cambió a grandes rasgos. Ya no existía aquella paz y quietud rurales de viejos tiempos, sino que el ruido voraz lo conquistaba todo. Nuevas estructuras y diseños ganaron terreno sobre lo antiguo y pronto la experiencia quedó olvidada por las nuevas generaciones. Los viejos morían y poca gente se interesó por el registro y memoria de lo preciado. Muchas cosas quedaron en el camino, salvo en escasas excepciones, donde algún memorioso salvaba fragmentos de lo remoto para la posteridad, pero eran extraños casos, contados con los dedos de la mano.

¡Padre! ¿No te parece particular esa entrada y el largo camino arbolado de ahí? —preguntó un niño a su padre, mientras señalaba una entrada y un camino que finalizaba en la mansión de los Babington.

—Sí, hijo, es algo bastante particular —contestó el padre con un tono de curiosidad—, parece como si hubiera estado allí desde tiempos inmemoriales.

¡Mira esos árboles! ¡Son maravillosos! —comentó el niño estupefacto—, son árboles antiguos y extraños. ¿Quién los habrá plantado?

—No sé, hijo —contestó el padre pensativo—, pero debemos seguir nuestro camino o llegaremos tarde al colegio.

—Está bien, padre —contestó el niño—, pero prométeme que me traerás a pasear por aquí cuando salga de la escuela.

—Bueno, hijo, te lo prometo —afirmó el padre con una sonrisa placentera. Por algún motivo el lugar le traía paz y armonía—, vendremos a jugar y a tomar unos ricos mates bajo este extraordinario paisaje. ¡Pero ahora vamos o llegarás tarde a tu examen de matemáticas y tu madre nos matará!

Padre e hijo prosiguieron su camino al igual que todas las vidas transcurridas en la ciudad de Glew. Ante la velocidad y el vacío de tradición, todavía el sentido común de un pequeño comprendía detalles de una gloria eterna. Pronto, muchos otros entenderán las particularidades y rarezas, enterradas sobre décadas de indiferencia repugnante. Y una luz de esperanza resurgirá como el ave fénix de las cenizas. Las oleadas inmigratorias se detuvieron luego de las imponentes guerras totales, pero sucedieron movimientos internos que cambiaron en gran medida la fisonomía de la provincia. Y con ellas vendrán dos hermanos esenciales, quienes cambiarán el destino del mundo.